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jueves, 23 de agosto de 2018

Pedraforca




El cocodrilo (3)


El honrado Timotei Semionich me recibió con cierta solicitud, no exenta de cierta inquietud. Me hizo pasar a su despacho y cerró cuidadosamente la puerta a fin de que, según dijo, «no nos molestasen los niños». Y así diciendo, daba muestras de gran ansiedad. 
Me ofreció asiento en una silla, cerca de una mesa escritorio; se recogió los faldones de su bata enguatada y adoptó un aire severo y hasta oficial, por más que no fuese jefe mío ni de Iván Matveich sino simplemente compañero nuestro. 
-Ante todo -me dijo- tenga usted en cuenta que yo no soy su jefe, sino un subordinado como usted y como Iván Matveich... Nada de eso me concierne y no quiero meterme en nada. 
Yo me quedé estupefacto. Era indudable que sabía ya todo lo ocurrido. Le hice, sin embargo, un circunstanciado relato del percance. Me expresé en un tono conmovido, pues estaba cumpliendo en aquel instante con el sacerdocio de la verdadera amistad. Me escuchó sin asombro, pero dando muestras inequívocas de desconfianza. 
-¿Creerá usted -me dijo cuando hube terminado mi relato-, creerá usted que siempre tuve el presentimiento de que a Iván Matveich había de ocurrirle un percance por el estilo? 
-¿Y cómo eso, Timotei Semionich? Me parece, sin embargo, que el lance es harto extraordinario... 
-De acuerdo; pero ¿es que toda la carrera de Iván Matveich no propendía a tal desenlace? Era de una osadía rayana en la insolencia. La palabra «progreso» no se le caía de la boca y además tenía un atajo de ideas... ¡Vea usted adónde nos conduce el progreso! 
-Pero me parece que ese contratiempo, completamente casual, no puede ser erigido en regla general para todos los progresistas... 
-Quiera usted o no quiera, así es. Créame a mí. Todo eso no es más que consecuencia de una ilustración excesiva. Las personas sabiondas se meten en todas partes, hasta donde nadie las llama. Esto aparte -añadió como resentido-, puede que esté usted mejor instruido acerca de este punto que yo. Yo no tengo gran ilustración y voy ya para viejo. Hace cincuenta años que entré en el servicio como hijo de militar. 
-Pero sin duda me habré explicado mal, Timotei Semionicho Iván Matveich implora sus consejos y su protección con lágrimas en los ojos, valga la frase. 
-¡Ejem! ¿Con lágrimas en los ojos? Serán lágrimas de cocodrilo, de las que no hay que hacer caso. Vamos a ver, ¿qué necesidad tenía de viajar por el extranjero? ¿Con qué dinero contaba? Ni siquiera tenía los medios necesarios... 
-Contaba con sus ahorros, Timotei Semionich -le respondí con quejumbroso acento-; conservaba íntegra su última gratificación. Su viaje sólo había de durar tres meses; pensaba limitarse a visitar Suiza, la patria de Guillermo Tell... 
-¿De Guillermo Tell...? ¡Ejem, ejem! 
-Quería disfrutar de la primavera en Nápoles, visitar los museos, observar las costumbres, estudiar la fauna... 
-¡Ejem, ejem! ¿Conque la fauna? A mi juicio, sólo quería hacer ese viaje por puro orgullo. ¿La fauna? Pero ¿qué fauna? ¿Es que no la tenemos en casa? ¿No hay aquí museos, casas de fieras, hasta. camellos? A dos pasos de Petersburgo tenemos osos y él mismo se halla actualmente domiciliado en un cocodrilo... 
-¡Timotei Semionich! ¡Por piedad! Ese hombre se halla en la desgracia. Viene a usted como a un amigo, como a un pariente de más edad; solicita sus consejos y usted le responde con recriminaciones... Tenga usted, por lo menos, compasión de Elena Ivanovna. 
-¿Se refiere usted a su esposa? Es verdaderamente una mujer encantadora -dijo Timotei Semionich, que se ablandó a ojos vistas y tomó una pizca de rapé-. Es una criatura finísima... con la cabeza un poco caída sobre los hombros... y algo barrigona...; es muy simpática. Anteayer me hablaba de ella Andres Ossipich. 
-¿Que hablaba de ella? 
-Sí, y en términos muy elogiosos. ¡Qué pecho! -decía-. ¡Y qué ojos! ¡Y qué pelo...! ¡Una verdadera golosina! -y hasta se echó a reír-. Todavía son jóvenes. Ahí tiene usted cómo ese señor se abre camino... 
-Mas, no se trata ahora de eso, Timotei Semionich. 
-Claro que no, claro que no. 
-¿Qué hacer, entonces, Timotei Semionich? 
-¿Qué quiere usted que yo le haga? 
-Diríjanos, dénos sus consejos de hombre experimentado. ¿Qué es lo que debemos hacer? ¿Avisar de lo ocurrido a los jefes o...? 
-¡Avisar a los jefes! ¡De ningún modo! -exclamó con viveza Timotei Semionich-. Ya que me pide consejo, eche tierra a ese asunto y limítese a obrar en el terreno estrictamente privado. El caso es particularísimo y de índole bastante dudosa. Es la primera vez que se presenta un caso semejante y no puede menos de redundar en desprestigio del funcionario a quien le ocurre. Por eso es necesario, ante todo, obrar con prudencia... Dígale que no dé un paso... Hay que aguardar con cachaza... 
-¡Aguardar! ¿Pero cómo, Timotei Semionich? ¿Y si se asfixia allí dentro? 
-¿Y por qué ha de asfixiarse? ¿No acaba usted de decirme que se encuentra allí muy confortablemente instalado? 

(Sigue)