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jueves, 30 de agosto de 2018

Oblatas




Una caña de pescar para el abuelo (3)

Recuerdo que era un patio de estilo antiguo, elegante, protegido por un muro cancel con ladrillos esculpidos en relieve con los caracteres «felicidad», «riqueza», «longevidad» y «alegría», con un dios de la longevidad al que le faltaba media cara apoyado en un bastón con empuñadura en forma de cabeza de dragón, una cabeza de dragón tan desgastada que resultaba irreconocible aunque nosotros de pequeños sabíamos, eso no se desgastaba, que el bastón del dios de la longevidad se llamaba bastón de la cabeza del dragón, y también con un ciervo manchado al que apenas le quedaban manchas o cuyas manchas eran quizá las rugosidades que tapizaban su cuerpo, cada vez que entrábamos o salíamos nos gustaba tocarle los cuernos, brillantes y lustrosos de nuestras sobaduras, el patio estaba dividido en dos grupos de casas, en las de atrás vivían los propietarios, gente venida a menos, tenían una hija llamada Zaowa que miraba a la gente con ojos muy redondos en los que había algo de excentricidad y también algo de encanto.
En todo caso, tan cierto es que el patio existió como lo es la existencia en él de los muchos azufaifos que mi abuelo había plantado y la de las jaulas colgadas bajo el alero en que tenía sus pájaros, tenía un tordo y había tenido un mirlo, mi madre decía que el mirlo molestaba a la gente con su ruido y el abuelo lo había vendido y sustituido por un paro de cara colorada que murió de enfado al poco tiempo pues los paros son muy enfadadizos y no deben ser encerrados en jaulas, el abuelo decía que le había llamado la atención la carita colorada del paro y la abuela le respondía que para cara y dura la suya, me acuerdo de todo, el patio estaba en el número diez de la calle Sur del Lago y por mucho que el nombre y el número de la calle hayan cambiado la gente no puede haber cegado un patio tan maravilloso de la misma manera que ha cegado la balsa de aguas malolientes, pero pregunto y busco aquí y allá, calle por calle, callejón por callejón y es como no encontrar algo en los bolsillos después de volverlos de dentro afuera y sacudir de ellos hasta la última pelusa, sumido en la desesperación arrastro las piernas cansadas sin saber ya con certeza si forman parte de mi cuerpo.
De repente me viene a la memoria el templo del Dios de la Guerra, cuando mi madre me llevaba al cine por el mismo camino de la escuela, pero en dirección contraria, teníamos que pasar por el callejón del templo del Dios de la Guerra, si encuentro el templo podré ubicar sin dificultad mi casa y por ello pregunto a alguien cómo se va al templo del Dios de la Guerra.
Ah, ¿busca el templo del Dios de la Guerra?, ¿a qué número va?, la respuesta confirma que el templo existe y además he topado con un hombre amable que se interesa incluso por el número al que voy pero soy incapaz de reaccionar pues acabo de olvidarme del número, respondo evasivamente que sólo pregunto si el lugar aún existe, ¿pregunta cómo se va y no sabe si existe?, ¿a quién busca?, ¿a qué familia?, las preguntas son cada vez más precisas, ¿me habrá tomado por un chino de ultramar que vuelve al país en busca de sus raíces?, ¿o por un hijo pródigo desarraigado de su tierra natal?, no tengo más remedio que alargarme en explicaciones, la casa en que vivía mi familia era alquilada y no propiedad de mis antepasados, y ¿cómo se llamaba el propietario?, lo único que sé es que el propietario tenía una hija llamada Zaowa y está claro que no puedo decir las cosas así pues el hombre empieza a poner mala cara al ver que me salgo por la tangente, el calor de su mirada se trueca en un instante en frío glacial y me mide de arriba abajo preguntándose acaso si debe avisar a la policía.
Si busca el número uno, vaya recto y entre por el primer callejón a mano derecha y en el lado sur lo encontrará, y si busca el número treinta y siete, siga por allí y a cien pasos entre por el segundo callejón y después de pasar otra bocacalle continúe derecho y dará con él en el lado norte, el de la izquierda, yo le doy las gracias una y otra vez y me marcho sintiendo en la espalda la punta aguda de su mirada.
Sigo recto y diviso el primer callejón a mano derecha y ya antes de entrar en él veo el nuevo letrero azul de la calle colocado al lado de la placa roja del retrete para hombres de los urinarios públicos, sé que la calle que figura en él es sin duda la del templo del Dios de la Guerra aunque el lugar no se parece apenas al que yo recuerdo de mi niñez, entro por el callejón para demostrar que vengo de verdad a ver mi antigua casa y no con otras intenciones pero no tengo necesidad de ir mirando los números del uno hasta el treinta y siete pues con una sola mirada abarco el callejón de un extremo a otro, no se parece en nada a aquel callejón largo y tortuoso que me viene a la memoria al evocar mi infancia ni tampoco recuerdo bien ahora si entonces había aquí un templo, es un callejón en que no hay edificios altos, la única que sobresale por encima de los patios vetustos es una casa de ladrillos rojos de tres pisos, una construcción muy simple que parece aún más endeble que las de los patios, de golpe me acuerdo que sí hubo en su día un templo del Dios de la Guerra reducido a cenizas por un rayo antes de que yo tuviera edad de recordar las cosas, también lo contó el abuelo, decía que el lugar atraía al rayo, que las emanaciones de la tierra eran negativas y el templo había sido construido justamente para expulsar a los espíritus y eliminar los influjos nefastos pero que al final había sido presa del rayo, lo que demostraba a las claras que no era lugar propicio para el asentamiento humano, nuestra casa no se encontraba en el templo del Dios de la Guerra sino enfrente de él, pero pretender yo ahora volver a los años de mi niñez, por más que tenga un hijo, para rememorar la calle por la que mi madre me llevaba de la mano es casi un imposible, también sé que seguir preguntando es inútil, hasta ahora no he hecho otra cosa que vagar por el interior del lago, el exterior del lago, el centro del lago, la orilla del lago, qué no habrán hecho con el pequeño lago si hasta el océano son capaces hoy día de transformar en campos de moreras, adivino que en lo más profundo de este bosque de antenas plantadas en los edificios viejos, los edificios nuevos y los austeros edificios seminuevos y semiviejos se oculta la casa de mi infancia, pero no lograrás verla por más vueltas y revueltas que des y sólo podrás imaginarla en el recuerdo, quizá esté detrás mismo de este muro protector y sirva de vivienda a los empleados de una estación municipal cualquiera de protección del medio ambiente o de almacén de una fábrica vecinal de botones de plástico, habrán instalado una puerta de hierro y una portería y si eres incapaz de aducir algún motivo profesional no pienses que van a dejarte entrar, el único consuelo es pensar que el hombre no puede ser tan cruel como para querer destruir sin dejar rastro y sin razón alguna un muro cancel con ladrillos en relieve, el hombre es malo por naturaleza y la maldad es más profunda que la bondad, santos y sabios de todas las épocas y todos los lugares así lo afirman pero tú te inclinas a creer en la bondad del corazón humano, por saciar su voracidad los hombres no pueden haber pisoteado deliberadamente tus recuerdos de infancia pues también ellos habrán tenido una infancia que valga la pena recordar, es algo tan claro como que uno y uno no son tres, uno más uno implica un cambio cuantitativo que acaso pueda convertirse en cualitativo, transformarse en alguna cosa diferente y extraña pero nunca será igual a tres, si quieres librar te de las ataduras de tu obstinación tienes que abandonar de una vez estas calles asfaltadas repetitivas y monótonas y estos edificios y edificios y edificios y edificios nuevos, viejos, seminuevos y semiviejos, casi viejos y más o menos viejos, austeros, semiausteros y nada austeros y estos edificios y edificios cubiertos de bosques de antenas de televisión y estas extensiones y extensiones de edificios y edificios y edificios y edificios plantados de árboles de hojas caídas de los que sólo quedan el tronco y las ramas, edificios, edificios y edificios, edificios y edificios...
Iré a las afueras, a la orilla del río de las afueras al que el abuelo me llevó a... ¿pescar?, recuerdo que el abuelo me llevó al río, no me acuerdo con claridad si pescamos algo pero recuerdo que tenía un abuelo y una infancia y que en esos años de infancia me sentía muy mal cuando mi madre me bañaba desnudo en el patio, he buscado la casa en que viví cuando era pequeño, también me acuerdo que una vez me levanté en mitad de la noche para ir a cazar con alguien que no era el abuelo, caminamos todo el día y matamos un gato montés que confundimos con un zorro, me viene a la memoria un poema cuyo protagonista lleva el cuerpo cubierto de cuchillos de caza tintineantes, una libélula sin cola revolotea sobre el lugar, los críticos tienen padrastros en los ojos y el mentón ancho, quiero escribir una novela profunda, tan profunda que las moscas perezcan ahogadas en ella, y luego veo la espalda del abuelo sentado en cuclillas sobre un taburete fumando encorvado una pipa, abuelo, lo llamo pero no oye, me llego a su lado y lo llamo de nuevo, abuelo, y esta vez se vuelve pero no sujeta en su mano ninguna pipa, lágrimas viejas le surcan el rostro e hilillos de sangre le inundan los ojos como irritados del humo, bien que gustaba de echarle leña y paja a la estufa para calentarse en invierno sentado en cuclillas al lado de su boca, ¿por qué lloras, abuelo?, pregunto y se suena con los dedos y lanza un suspiro y se limpia la mano en un costado de las alpargatas sin dejar la menor huella, las alpargatas de suela bien gruesa que le ha hecho la abuela, me contempla con sus ojos rojos sin decir una palabra, te he comprado una caña de pescar con carrete, le digo, él carraspea desde lo más profundo de su garganta sin mostrar el menor entusiasmo, de este modo llego al fin a la playa del río, el crujir de la arena bajo mis pies parece suspiros de la abuela, la abuela andaba farfullando todo el día pero no decía una sola frase inteligible, y si le preguntabas adrede ¿qué dices, abuela?, levantaba perpleja la cabeza y al cabo de un buen rato decía ah, ¿ya has vuelto de la escuela?, o ¿tienes hambre?, en la cestilla de la cocina hay boniatos cocidos al vapor, cuando estaba enfrascada en sus monólogos era mejor no interrumpirla, hablaba de las cosas que le pasaban de mocita, pero si la escuchabas a escondidas desde detrás del respaldo de una silla parecía decir siempre lo mismo, está cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, cubierto, algo así como que todo está cubierto, todos estos recuerdos resuenan bajo la arena que hay bajo tus pies.
Es un río seco en que no hay más que piedras, pisas los cantos redondeados por la fuerza del agua, saltas de uno a otro, puedes imaginar el fluir borboteante del agua cristalina, aunque en las crecidas el río se convertía en una extensión ilimitada de agua turbia que llegaba hasta la ciudad, había que remangarse el pantalón hasta los muslos para cruzar la calle y la gente tenía que abrirse paso braceando en el aguazal amarillo en que flotaban zapatos rotos y pedazos de papel, cuando el agua se retiraba dejaba en todos los rincones una huella de barro que a los pocos días el calor del sol transformaba en costra, una costra que se desprendía trozo a trozo como las escamas de un pez, así era el río al que mi abuelo me llevaba a pescar, pero ahora no queda una gota de agua ni en los intersticios de las rocas y las grandes piedras inmóviles que ocupan el centro del lecho parecen ovejas simplonas apretadas unas contra otras para que nadie se las lleve, luego llegas a una duna donde antes aún quedaban algunas raíces nervudas de sauce, los sauces que la gente había serrado a escondidas para hacerse muebles, pero donde luego ya no creció ni la menor brizna de hierba, mientras estás de pie en ella comienzas a hundirte, te hundes hasta los tobillos y tienes que sacar las piernas y marcharte a toda prisa para no hundirte hasta las pantorrillas, hasta las rodillas, hasta los muslos, puedes quedar enterrado en la duna, la duna es una gran tumba y la arena amenaza con su cuchicheo, dice que va a sepultar todo, ya ha sepultado las márgenes del río, va a sepultar la ciudad, sepultar tus mis recuerdos de infancia, alberga malas intenciones, no comprendo por qué el abuelo sigue en cuclillas ahí y no corre, yo creo que debemos alejarnos enseguida, sobre la duna henchida que tengo delante y bajo el sol ardiente veo aparecer a un niño con el culo al aire que es mi yo de entonces, el abuelo se levanta, las arrugas del rostro le han desaparecido, coge del puñito al niño desnudo que soy yo de pequeño, el abuelo lleva unos calzones bombachos plegados a la cintura y mi yo desnudo va con él saltando y brincando.
¿Hay liebres?
Um.
¿Negrito viene con nosotros?
Um.
¿Negrito sabe perseguir liebres?
Um.
Poco tiempo después de desaparecer Negrito, nuestro perro de siempre, alguien dijo al abuelo que había visto su pie! puesta a secar en el patio de una familia, mi abuelo fue a buscarlo pero le dijeron que Negrito les había matado los pollos, mentira, no había ser más civilizado que Negrito, sólo una vez le arrancó jugando unas cuantas plumas al gallo de casa y la abuela bien que lo escarmentó con el palo del escobón, pidiendo clemencia aullaba arrastrándose con las patas delanteras y al abuelo se le puso tan mala cara que parecía ser él el que recibía los palos, «para ella los pollos eran un tesoro preciado y para él el perro era un compañero estimado», pero después de aquello Negrito no volvió a jugar con los pollos pues, como dicen, el hombre educado nunca discute con mujeres.
¿Encontraremos un lobo?
Um.
¿Encontraremos un oso negro?
Um.
Abuelo, ¿has matado algún oso negro?

(Sigue)