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miércoles, 11 de julio de 2018

Tintín



Wang en el país de los Ropasnegras                               

Cierto hombre llamado Wang, natural del concejo de Oros y nacido durante la dinastía Tang en el seno de una familia harto acaudalada que se había dedicado desde siempre a negocios de navegación marítima, aprovisionó cierto día una gran nave, se embarcó en ella y zarpó con rumbo a ese país llamado Arabia. Llevarían él y su tripulación poco más de un mes de navegación cuando se les vino encima una galerna inesperada. La mar se desbocó salvajemente, una infinidad de nubes negras cerró tanto el cielo que lo tiñó de tinta y las olas no paraban de lanzarlos a lo alto, como si quisiera llevarlos a la cumbre de algún pico. De las profundidades surgieron ballenas y reptiles marinos. Los dragones que suelen vivir escondidos, hicieron acto de presencia. El viento y el oleaje atronaban los oídos de los hombres como incontables tambores redoblando. En tal situación se hallaban cuando la tormenta arreció y cada ola que venía los transportaba hasta el más alto de los nueve cielos y con cada ola que se iba caían luego en vertical hundiéndose hasta el punto de creer que el barco hendía el océano y tocaba fondo. La tripulación trataba de mantenerse en pie, pero rodaba por cubierta, se levantaba y de nuevo era derribada, y así estuvo sucediendo un tiempo hasta que el barco se partió. 
El único que logró abrazarse a un tablón fue Wang. Así, sujeto al pecio, flotó de acá para allá según se movieran las corrientes y según soplaran los vientos. Abrió los ojos y vio peces raros a su izquierda, y luego contempló cómo unas bestias marinas se le echaban encima por la derecha con las fauces abiertas, los colmillos a la vista y tan seguras trazas de querer tragárselo que no pudo por menos que cerrar los ojos y esperar así la muerte. 
Tres días después, llegaba a la costa. Se ayudó del tablón a modo de rampa para pisar tierra. Dio los primeros pasos. Se detuvo. Vio que podía seguir, y habría avanzado unos cien cuando fue a toparse con una mujer mayor (pasaría de los setenta) que iba, desde el sombrero hasta el calzado, toda vestida de negro y que recibió a Wang muy alegremente con estas palabras: 
-Vaya, por fin ha llegado el señor. ¿Cómo diantres ha venido hasta aquí? 
Wang le contó su peripecia con todo detalle y se dejó guiar por ella hasta su casa, donde al poco de haberse sentado escuchó que la anciana le decía: 
-Habiendo venido desde tan lejos, el señor estará hambriento, ¿verdad? -y le sirvió una cena consistente en todo tipo de frutos del mar. 
Así vivió Wang un mes largo, recuperándose gracias a los pescados y los mariscos que engullía a diario, al cabo del cual la anciana le dijo: 
-Es costumbre en mi país hacer lo primero una visita al monarca. Ahora ya habéis repuesto fuerzas y me figuro que os será posible. ¿Os parece que vayamos hoy mismo? 
Wang asintió y al punto se puso en marcha con la mujer. 
Pasaron junto a un mercado de gentes del campo y no hubo labriego que no se detuviera a mirarle. Luego cruzaron un largo puente que les dejó frente a un palacio, con sus pabellones y sus salones, sus miradores y sus templetes apiñados aquí y más separados allá, unidos por senderos cubiertos igual que los de cualquier otro imponente palacio de un monarca. Se llegaron hasta el portalón. La guardia les permitió la entrada y les anunció. Y al punto apareció una mujer vestida con una preciosa túnica que les transmitió un mensaje del rey: 
-Su Majestad ruega al caballero que entre. 
El rey, sentado en un enorme baldaquín flanqueado por un gran número de mujeres de pie, vestía ropas negras de pies a cabeza. La corona, la túnica: todo negro. Wang se acercó al trono y se postró. 
-Venís de muy lejos, sin duda de algún país del norte, pues ignoráis que no es necesaria la postración según nuestra etiqueta. 
-¿Cómo no iba a postrarme ante vos, Majestad, me halle en la tierra en que me halle? -contestó Wang. 
-No tiene importancia. -Replicó el monarca, y él mismo hizo una venia de agradecimiento. Encantado con el visitante, pidió a éste que se acercara a sentarse a su vera; y añadió-: Decidme ahora, ¿a qué debemos los insignificantes habitantes de este país una visita tan insigne? 
Wang contestó que no había tenido la intención de llegar a aquel país, y que si así había ocurrido se debía más bien a la galerna y al naufragio, que describió minuciosamente. Terminó su intervención dando muestras de que esperaba magnanimidad por su atrevimiento. 
-Y ¿dónde ha estado viviendo hasta ahora? -preguntó el rey. 
-En la casa de la anciana que me ha conducido hoy a su presencia, Majestad. 
-¿Cómo es que lo alojasteis en vuestra casa? –preguntó el monarca a la anciana, a la que había hecho llamar. 
-Porque él tenía un señorío en mi aldea natal —contestó la anciana-, así que sus deseos son órdenes para mí. 
El rey se dirigió entonces a Wang con cortesía: 
-Pida cualquier cosa que necesite. Siéntase como en su propio país. 
Y así terminó la audiencia. Wang fue conducido afuera y regresó a casa de la anciana, donde estaba esperándoles una bellísima hija que tenía ésta. Wang la había visto con anterioridad, cuando ella llevaba el té o servía la comida, y nunca había él perdido ni perdería ocasiones futuras de mirarla con cierto disimulo desde detrás del biombo o por las aberturas del dosel, pues ella, por su parte, ni había dado ni dio señal alguna de temor o de querer evitar aquella solícita mirada. Así llegó un día en que la anciana llamó a Wang con la intención de invitarle a un banquete. 
-Señora -dijo Wang cuando el vino le había empezado a soltar la lengua-, quisiera ser franco con usted. Yo, que no soy más que un solitario en tierra extraña, he podido sobrevivir aquí gracias a sus cuidados maternales, que me han hecho creer que no había perdido ni mi casa ni mi familia aun estando muy lejos de ellas. Pero vivimos en un despoblado. No hay nadie a muchas leguas a la redonda de este solitario viajero que se acuesta y no duerme, que come y no disfruta, que infunde tristeza en la gente que lo trata. No me habría atrevido a mencionarle esto de no estar empezando a temer que mi lamentable y solitario estado pueda robarme la buena salud. 
-Precisamente de esto quería hablarle en el banquete -replicó la anciana-. Yo también me he dado cuenta. Lo que deseaba decide es que había pensado en mi propia niña, que ya no es tan niña, pues tiene los diecisiete bien cumplidos. 
Tal vez se acuerde usted de ella. Nació en su señorío. A mí me gustaría casarla bien. No sé qué le parecerá a usted, pero tal vez así mitiguemos su pena por estar lejos de casa. 
A Wang le pareció una idea excelente, que aprobó sin tardanza. La anciana fijó un día propicio para las ceremonias de casamiento, el mismísimo monarca se preocupó de enviar todo lo necesario para el banquete y las nupcias se celebraron con normalidad. Finalizadas éstas, llegó el momento en que Wang pudo ver de cerca a la que ya era su esposa y, así, percibir lo hermosos que le lucían los ojos y lo estrecha que tenía la cintura, darse cuenta de que poseía una piel de melocotón y un cabello negro-morado, de lo liviano que era todo su cuerpo, tanto que se diría que podía echar a volar, y de las arrebatadoras formas con que ella lo movía. 
Cierto día en que estaba Wang a solas con su esposa, le preguntó el nombre del país en que se encontraban. 
-Ropasnegras. Estás en el país de Ropasnegras. 
-Y ¿por qué me trata tu madre de «señor» desde el primer momento en que me vio? ¿Qué vasallos podría yo tener si carezco de todo señorío en estos pagos? 
-Cada cosa a su tiempo -contestó ella. 
No mucho después de aquel coloquio, estando los dos placenteramente comiendo, a la muchacha se le comenzaron a escapar las lágrimas de repente y a sollozos de un modo tan amargo y desconsolado que daba miedo verla. Muy alarmado, Wang le preguntó si le dolía algo, que por qué lloraba. 
-Lloro de miedo -contestó ella cuando se hubo calmado un poco. 
-Miedo ¿de qué? -dijo Wang. 
-De la separación -respondió la muchacha. 
-¿De la nuestra? ¿Te refieres a que algún día tendré que irme, volver a mi casa? A decir verdad, la felicidad que he sentido aquí me había hecho olvidarme de eso. Pero ¿qué te ha hecho pensar en eso precisamente ahora? 
-La ordenación de los sucesos es oscura, no depende de los hombres -dijo ella. 
Poco tiempo después el rey convidó a Wang a un banquete en el palacio de la Tinta Negra. La vajilla, el mobiliario, el edificio, los uniformes del servicio: todo era de color negro, amén de los instrumentos de la orquesta, que comenzó a amenizar la velada desde una marquesina al mismo tiempo que empezaban a hacerse los brindis en relucientes copas, las bailarinas a danzar y las cantantes a entonar unas canciones cuyas letras resultaron totalmente incomprensibles para Wang. El monarca alzó su copa de azabache puro y brindó por el joven extranjero, diciendo: 
-A lo largo de nuestra historia, dos han sido los extranjeros que han aparecido por nuestras tierras. El uno se llamaba Mei, y su llegada quedó consignada hace siglos, en tiempos de la dinastía Han; el otro es nuestro insigne invitado de honor de esta noche. Señor, lo excepcional de vuestra llegada nos mueve a rogaros que escribáis unos versos de conmemoración -y dio a Wang un papel. 
Cuando el extranjero hubo finalizado su poesía improvisada, el rey la leyó en voz alta. Decía así: 

Muchas millas he bogado en un barco que fue de mis ancestros 
y en cientos de tierras y de mares he sido invitado y he sido extranjero, 
pero fue este año que corre cuando me sobrevino la mal venturanza. 
Llegó torciendo con el súbito peligro de la muerte la derrota que traía. 
Nos embistió una galerna como una división de infantes a la carga 
mientras mil nubarrones cerraban el cielo poniendo el mundo negro 
y dragones marinos me arrojaban al rostro pestilencias. Yo estaba en cubierta. 
Y así pasó que nada pudimos contra el mar. Mi buque está en el fondo 
y ahora sirva de morada a los seres que habiten allá abajo.  
Un fuego negro que escupía llamas hacia arriba llenó luego el aire con sus rojos  
que llegaban tan alto que chocaban contra el cielo, 
y en medio del mar enrojecido aparecieron reluciendo los ojos de las ballenas  
y aparecieron también reptiles marinos cuyas testas, al avanzar hacia mí,  
levantaban tanta espuma que parecía ir a mezclarse con las nubes. 
Vi troncharse los mástiles del barco. Vi cómo las aguas lo tragaban. 
Hubo un estruendo. Yo diría que eran truenos, pero no lo sé.  
Me sostuvieron luego las deidades con las manos  
y llegué a la costa abrazado a un tablón, flotando. A vuestras costas, Majestad. 
Que este mismo banquete sirva de señal: vuestra bondad es infinita. 
Habéis acogido al extranjero. Le habéis dado refugio y salud. 
Habéis oído sus amargas quejas. 
¿Dónde está mi patria? Sólo falta que su Majestad  
pudiera darme alas para volver a mi país. 

Al terminar de leer aquellos versos, el monarca no pudo contenerse y exclamó: 
-Insuperables. 
Luego, mirando de frente a Wang, volvió a hablar: 
-Si en verdad tanto añora su patria, buscaremos la manera de ayudarle a regresar cuanto antes. No puedo darle alas, pero sí embarcarle en una nube. 
Cuando terminó el banquete y cada comensal había compuesto algún que otro poema, la muchacha preguntó a Wang si se había referido a ella en su antepenúltimo verso. Éste no comprendió bien lo que quería decir. Fuera como fuese, pasó el tiempo. Un día que amaneció espléndido, con una suave brisa soplando en el mar, la muchacha le dijo a Wang con lágrimas en los ojos: 
-Es hoy. Hoy te vas. 
No había terminado de enjugarse la cara cuando llegaba un emisario de su Majestad, que comunicó a Wang las órdenes reales: 
-Despídase de su familia. Ha llegado el momento de regresar a su patria. 
La muchacha preparó vino, pero fue incapaz de decir palabra por la fuerza con que la pena la atenazaba la garganta. Las lágrimas comenzaron a rodarle rostro abajo como la lluvia cuando lava la cara de las plantas, como el rocío que se prende a las hojas de los sauces por la mañana. ¿Es así, con una pena verde y un dolor colorado, como merman los aromas, como adelgazan las cosas? Wang estaba igualmente abatido por la aflicción. La muchacha le escribió el siguiente poema de despedida: 

Así es. Lo que fue gozosa unión se reduce a triste ausencia. 
El amor de antaño se hunde, se reduce, toca fondo. Me quedo sola. 
Una amargura de mil años vendrá a mi pecho esta noche. 
Quiero soñar que mi espíritu viaja en el mismo viento en que tú te vas. 

Luego le dijo de viva voz: 
-Nunca volveré a viajar con rumbo norte como hiciera alguna que otra vez en el pasado, pues si me vieras en tu país yo no tendría la apariencia que tengo ahora y lo probable es que me encontraras horrenda y me aborrecieras y, más aún, que te arrepintieras de haberme amado alguna vez. Y si yo te viera allí, sé que el enfermizo sentimiento de los celos se apoderaría de mí. Así pues, no iré jamás con rumbo norte. Ojalá pases los días de la vida que te quedan entre los tuyos, en tu villa natal. Me gustaría darte algo de recuerdo, pero no hay nada que te puedas llevar. Por favor, no te lo vayas a tomar a mal. -Dicho esto, sin embargo, mandó a una sirvienta que fuera a por cierta píldora maravillosa; cuando la sirvienta se la hubo dado, agregó-: Ten esto. Sirve para hacer que el espíritu de un cadáver regrese al cuerpo y lo reviva. Sólo tiene efecto si no ha pasado un mes desde la defunción. Primero coloca al muerto encima de una pira hecha con ramas y con hojas de artemisas, en el lado sureste de la sala donde esté. Luego ponle en medio del pecho un espejo bien brillante. Colócale esta píldora debajo del cuello. Incinéralo y revivirá. Es una píldora cuyo secreto está en posesión de los espíritus del mar. Si no te la llevas en un frasco hecho con jade de los montes Kunlun, jamás lograrás llegar a la otra orilla -y al punto sacó un frasquito de jade en el que metió la píldora. Cerró el recipiente perfectamente y se lo cosió en un dobladillo de la manga. Y después, transida de pena, se separó de él. 
-Yo tampoco tengo nada de mi país que pueda darte, salvo esto -dijo Wang al tiempo que le daba un poema. Decía: 

Ya se va el viajero que llegó flotando por el mar 
y cuya nave rumbo al sur perdió para siempre la ruta. 
Se va para no ser visto jamás. 
El agua lo trajo. Una nube lo llevará. 

Wang se despidió de ella. El monarca ordenó a una nube que viniera, y Wang comprobó que tenía la textura de una alfombra hecha con negro plumón de crías de pájaro. Luego mandó a Wang que se subiera a ella y se colocara en el centro. Pidió agua del estanque de las Plumas Metamorfoseadas, de la que roció unas gotas sobre la nubecarro. Llamó a la anciana que había encontrado a Wang y le dijo que condujese a éste de vuelta a su casa. Y se despidió del visitante con unos consejos: 
-Cierre bien los ojos y estará en casa antes de que haya podido darse cuenta. No los abra o se desplomará en el mar. 
No había hecho Wang más que juntar los párpados cuando de golpe empezó a oír el bramido del viento que soplaba alrededor. Sintió ansiedad y temor. Abrió los ojos al cabo de un rato. Estaba sentado en el salón de su casa. No vio a nadie por allí. Encima de una viga piaban, la una a la otra, dos golondrinas. Al verlas cayó en la cuenta. Golondrinas. ¿Había ido a parar al país de Golondrinas? En esas cavilaciones estaba cuando irrumpieron en el salón sus padres, hermanos, primos y demás familia harto maravillados. El cansancio de responder a todas sus preguntas se sumó a la fatiga que traía. 
-Nos dijeron que habíais muerto todos. 
-Hablaban de una galerna. 
-¿Cómo has llegado hasta aquí? 
-Que un vendaval terrible había hecho naufragar el barco y no se había librado nadie de la muerte. 
No salían de su asombro. Wang les contó punto por punto cómo sólo él se había salvado gracias a un tablón flotante y ahí detuvo su relato: calló todo lo relativo a la estancia en aquel país. Preguntó cómo es que no veía por allí a su hijo, que tenía tres años el día de su partida. La respuesta que le dieron fue: 
-Murió hace quince días. 
Wang no pudo contenerse y estalló en un largo lamento. 
Pero le vino al punto a la memoria la píldora mágica que llevaba cosida en el dobladillo de la manga, de suerte que mandó que se abriera el féretro de la criatura y se sacase el cadáver; lo incineró siguiendo los pasos que le habían sido explicados, y el niño revivió. 
Llegó el otoño y con él se empezaron a ir las golondrinas. La pareja aquella se posó en un alféizar y se puso a piar de la manera más lastimosa que imaginarse pueda. Wang extendió una mano y se le posaron encima, y luego en el hombro, y ahí estuvieron mientras escribía un poema en un pedacito de papel que enrolló e introdujo en una bolsa diminuta, que ató a la pata de una de ellas. Los últimos versos del poema decían: 

Aunque infinito sea el amor que nos tenemos, niña mía de jade, 
me está vedado volver al país donde tú vives. 
No he tenido más noticias tuyas desde que en una nube vine aquí. 
Las he esperado sin descanso, de pie, 
mirando quieto al viento, y llorando. 

Con el regreso de la primavera regresaron las golondrinas, y aquella pareja hizo una vez más el nido en casa de Wang. Una de ellas traía atada a la pata una bolsa diminuta que contenía un rollito de papel, que Wang pudo leer. Decía así: 

Nuestro encuentro estaba escrito, pero 
¿también esta separación de por vida? 
La primavera que viene echarás mi carta en falta. 
No volarán más golondrinas desde el sur. Estará el cielo vacío. 

Aquellas líneas provocaron en Wang la más profunda aflicción. Y, en efecto, al año siguiente, no volvieron las golondrinas. 
Todos estos sucesos se propagaron de boca en boca entre tan enorme cantidad de gente que el lugar donde vivía Wang terminó por llamarse «la calle de los Ropasnegras» y los acontecimientos de esta historia pasaron a formar parte de los temas empleados por algunos poetas en sus composiciones, como fue el caso del poema titulado «la calle de los Ropasnegras», de Liu Wanqi, en la obra Los cinco paisajistas del concejo de Oros. 
Nada hay de vano en esta historia de Wang. 

Anónimo