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jueves, 5 de julio de 2018

Jerez de la Frontera



  
Avatar con huevos fritos 
A Paula  

El jardín, los huevos fritos, Hortensita y yo tenemos una cita ineludible por las mañanas, llueva, truene, hiele, haga un calor de espanto o nos coman los mosquitos, y todo iba la mar de bien hasta que hoy Hortensita va y me pregunta qué pasa que sólo como un huevo. Yo enarco las cejas y le recuerdo que hace como veinte años que el médico me prohibió zamparme dos huevos al día por aquello del dichoso colesterol, recontra. A Hortensita, de repente, se le pasma el semblante, mira hacia el cielo y apaña el mutis: 
-¡Y vaya cómo refresca esta mañana! Ya está aquí el frío. Se acabó lo bueno. En nada habremos de plegar el toldo y todo. 
Y se me queda tan pancha. 
A mí me empieza a entrar un cosquilleo en el estómago, pero doy cuenta de mi sentido práctico y decido posponerlo para cuando acabe con el huevo, que nada ni nadie me ha de estropear el mejor momento del día, ¡qué diantre! Así pues, mojo el cantero del pan en lo que queda de yema, demoro la degustación de esa delicia todo lo que me permiten mis glándulas salivares e inmediatamente después ataco con el tenedor la clara muy hecha, crujiente por los bordes, como Hortensita sabe que a mí me gusta. Terminamos a la par, como casi siempre; ella rellena las tazas de café y a mí me viene de nuevo a la cabeza lo de la dichosa preguntita y ahora sí que se me revuelve el buche. ¿Por qué narices, después de casi sesenta años de matrimonio y de los ineludibles desayunos en el jardín, Hortensita me suelta lo de los huevos, cuando sabe perfectamente que, por mal que me pese, yo, como ella misma, sólo como uno? Pero... ¡un momento! ¿Ineludibles desayunos? ¿Y lo de Lourditas? ¿Cómo he podido olvidar la indisposición que anteayer sufrió mi hermana? Se trató sólo de un susto, en la residencia una enfermera confundió una gripe común tan propia de estas fechas con una neumonía. Y es que a la edad de Lourditas (un par largo de años más que yo gasta la pobre) hay que andarse con cuidado con determinados síntomas, y a eso de las seis de la mañana que me llamaron, pues tengo dicho que me den cuenta de cualquier indisposición que pudiera surgirle, ya que yo quiero mucho a mi hermana, que para eso es, con mi mujer, lo único que me queda en el mundo. En fin, nada más enterarme de la contrariedad llamé a Radio-taxi y en la ciudad me planté, en poco más de media hora, para pasar la mañana entera con ella, intentando subirle la moral, pues al poco de yo llegar vino el médico y me confirmó la falsa alarma. Sobre las dos de la tarde ya parecía más tranquila, por lo que no perdí un momento en volver junto a Hortensita, pues esos sitios a mí me atosigan sobremanera, que aunque yo sea viejo no me gusta nada el olor a viejo, vaya. No sé cómo Lourditas prefiere estar ahí y no con nosotros. Yo pienso que, como en casa, en ningún sitio; pero ella es muy aprensiva y le gusta tener cerca a los médicos. Es su opción y hay que respetarla. 
El caso es que es cierto, la de anteayer fue la primera mañana que falté a mi cita matutina con Hortensita y mi huevo, y ella hubo de desayunar sola. ¿Sola? En fin, ya no estoy tan seguro. Quizá esa mañana pudo desayunar mi Hortensita con alguien que, efectivamente, comiera los huevos fritos a pares. Esta posibilidad acaba con el cosquilleo en detrimento de un enorme vacío estomacal, y eso que aún no me ha dado tiempo a hacer la digestión de mi único huevo. 
Acabamos el café, Hortensita coloca los cacharros en una bandeja y se retira a la cocina. Cuando me quedo solo me reconcomo la sesera pensando que ya sería mala pata, ya, que para una vez que me surge un imprevisto, vaya la Hortensita y pele la pava, o algo más, con algún espabilado. Siempre, incluso cuando trabajaba, desayuné con Hortensita en el jardín. Y desde que llevo jubilado, hace ya más de dos décadas, prácticamente no me separo de ella. Claro, quizá está harta de mí, todo el santo día pegado a sus faldas. Puede que sea eso. Y es que mi Hortensita sigue estando de muy buen ver, que aún tiene buena planta y unos ojazos azul claro que quitan el hipo y..., no sé, quizá alguno que pasaba por la verja, alguno de esos viejos tunantes que se pasean en chándal, periódico bajo el brazo, por la urbanización, pues..., vaya, que se aprovechase de la inocencia de mi Hortensita y se la llevase al huerto, que ya he visto a más de uno dedicarle una sonrisilla al cruzar la calle y encima va mi Hortensita y se lo toma a chanza, diciéndome cosas del estilo de pues mira, si tú te vas antes, a mí pretendientes no me habrían de faltar, ja, ja, ja, y tal. ¿Lo diría en serio? ¡Con un par de bofetones a palma abierta les iba a quitar las tonterías a esos viejos verdes de mierda! Dios... Hará frío, pero estoy empezando a sudar por las sienes, me tiemblan las manos y mis jugos gástricos ronronean como un gato adulto. 
Entonces se me ocurre una idea magnífica. ¡La basura, claro, la basura!, me sorprendo diciendo en voz alta. Corro a la cocina. Hortensita está de espaldas, fregando los cacharros. Abro la tapa del cubo y veo que la bolsa está casi llena. Perfecto. Tirar la basura es la única tarea doméstica en la que colaboro. Y es que estoy hecho un patán, lo cual, pensándolo bien, ha podido contribuir a la más que posible infidelidad de mi Hortensita, que las mujeres últimamente miran mucho estas cosas, las muy jodidas. La última vez que tiré la basura fue la víspera de anteayer, lo recuerdo perfectamente. Si hubiera o hubiese traición, ahí dentro está la prueba, eso fijo. Le digo que voy a tirar la basura. Ella se extraña de que lo haga por la mañana, pero le aseguro que ya huele. 
Cierro la bolsa y me la llevo afuera. Hay bastantes transeúntes. ¡Y casi todos son viejos con periódico! Ahora mi estómago centrifuga y mis sienes parecen las cataratas del Niágara. Me arrodillo frente al contenedor y hago trizas la bolsa. Un viejo asqueroso de éstos gira la cabeza hacia mí extrañado, pero le miro fijamente a los ojos y debo exteriorizar tanto desdén, que sigue camino apremiando el paso. Y yo, a lo mío: separo los residuos a un lado y las cáscaras a otro. Voy juntando las mitades de estas últimas y se confirma la sospecha. Catorce medias cáscaras, es decir, siete huevos: los dos de hoy, los dos de ayer... ¡y los tres de anteayer! Alguien desayunó dos huevos con Hortensita. Y si fueron dos huevos fue porque hubo que recuperar fuerzas tras un desgaste, que estos viejos, como yo mismo, suelen tener el colesterol por las nubes y andan con cuidado con estas cosas. Pero un día es un día, claro, y más si ha habido motivo de homenaje. 
-¡Tiene huevos la cosa! 
Dejo la basura ahí desparramada y regreso a casa fuera de mí. Irrumpo en la cocina y oigo a Hortensita cepillándose los dientes en el pequeño aseo anexo. Y es que mi Hortensita, otra cosa no, pero limpia y requetelimpia que es ella. Por eso no noté nada anteayer, claro. Mis actos son instintivos, primarios: cojo una sartén, la pongo al fuego y le echo un buen chorro de aceite de oliva. Paso unos segundos con la vista fija en la cesta de mimbre en forma de gallina atestada de huevos dispuesta junto a los fogones. ¡Mierda de huevos!, me digo, y cuando el aceite empieza a humear escucho las gárgaras de Hortensita. En ese momento sopeso el mango de la sartén con las dos manos. Se me saltan las lágrimas y tiemblo un poco al principio, cuando noto la presencia de Hortensita a mis espaldas, pero trago saliva varias veces y logro mantener el pulso firme. 
-Hombre, ya estás aquí. ¿Y cómo has visto a Lourditas? -me suelta. 
Vuelvo a dejar la sartén en el fuego y me doy la vuelta. Me quedo unos segundos obnubilado en los preciosos ojos de mi Hortensita y me entran unas ganas inmensas de llorar y de abarcarla con los brazos; pero no lo hago, pues siempre he reprimido la exteriorización de mis emociones. Quizá sea mejor así, ya que mucho me temo va a hacer falta mucha flema y resignación de ahora en adelante. 
-¿Calientas aceite? -me pregunta fijando su mirada en la sartén. 
-Sí, cariño. Voy a freír el huevo que me faltaba. 
Ella sonríe, yo me doy la vuelta, cojo un huevo de la cesta, lo casco y lo echo a la sartén con cuidado de que no se me rompa la yema, pues yo jamás como un huevo con la yema rasgada, que cuando le pasa a Hortensita, ella sabe que lo tiene que descartar inmediatamente y hacerme otro, pues menudo soy yo para estas cosas. 
Entonces un escalofrío me recorre la espina dorsal. Giro la cabeza bruscamente y miro a mi mujer. Ella me sonríe, yo le devuelvo la sonrisa y sigo a lo mío. El huevo empieza a chisporrotear. Parece que el aceite estaba en su punto, pues se hace prácticamente solo. La yema intacta, la clara churruscada por los bordes. Todo correcto. Miro de nuevo a Hortensita, que no deja de sonreír. No parece extrañada. Quizá también haya olvidado que yo jamás he frito un huevo. 

Emilio Losada Pellejero