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lunes, 30 de abril de 2018

Jump the Gap - 2017


Esta flor

“Pero os lo digo, mi tonto señor, el peligro, que de esta ortiga, arrancamos esta flor, seguridad”.

Mientras estaba recostada allí, mirando el cielorraso, tuvo su momento… sí, ¡tuvo su momento! Y no estaba conectado con nada que hubiera pensado o sentido antes, ni siquiera con esas palabras que el doctor acababa de decir. Era único, brillante, perfecto; era como… una perla, demasiado inmaculada como para compararse con otra… ¿Podía describir lo que había ocurrido?
Imposible. Era como si, aún sin estar consciente (y por cierto no lo había estado todo el tiempo) de que había estado luchando contra la corriente de la vida… la corriente de la vida, precisamente… hubiese de pronto dejado de luchar. ¡Oh, más que eso! Había cedido, cedido por completo, hasta en el último pulso y el último nervio, y había caído en el brillante seno de la corriente y ésta la había sostenido… Formaba parte de su cuarto… parte del gran ramo de anémonas sureñas, de las blancas cortinas de seda que se agitaban, rígidas, contra la brisa ligera; de los espejos, de las blancas y sedosas alfombras; formaba parte del alto, tembloroso y ondulante clamor, roto por campanitas y gritos que llegaban flotando desde afuera… parte de las hojas y de la luz.
Basta. Se incorporó. El doctor reapareció. Esta extraña figurita con su estetoscopio colgado aún del cuello… porque ella le había pedido que examinara su corazón… retorciendo y frotando sus manos recién lavadas, le había dicho…
Era la primera vez que lo había visto. Roy, incapaz por supuesto de perderse la menor oportunidad dramática, había obtenido aquella dirección más bien sombría en Bloomsbury del hombre a quien siempre confiaba todo, y quien, a pesar de no haberla visto nunca, sabía “todo acerca de ellos”.
-Mi amor -había dicho Roy- mejor será conseguir a alguien completamente desconocido por si acaso es… bueno, lo que ninguno de los dos quiere que sea. Uno nunca es demasiado cuidadoso en asuntos de este tipo. Los médicos hablan. Es una maldita estupidez decir que no lo hacen. -Luego:- No es que me importe un bledo quién lo sepa. No es que yo… Si me dejaras lo echaría a los cuatro vientos, o tomaría la primera página del Daily Mirror y haría poner nuestros nombres, en un corazón, ya sabes… atravesado por una flecha.
Sin embargo, por supuesto, su pasión por el misterio y la intriga, su pasión por “guardar nuestro secreto de una manera espléndida” (¡su frase!) había vencido, y desapareció en un taxi para buscar a este hombrecito de aspecto llovido.
Oyó su propia voz impasible que decía:
-¿Le importaría no decirle nada de esto al señor King? Si usted le dijese que estoy algo fatigada y que mi corazón necesita un descanso… Porque he estado quejándome del corazón.
Roy había estado en realidad demasiado acertado acerca del tipo de persona que era ese doctor. Le echó una mirada extraña, rápida, de desprecio, y quitándose el estetoscopio con dedos temblorosos, le guardó en su valija que de algún modo parecía un zapato de tela, viejo y roto.
-No se preocupe, querida -dijo hoscamente-. Voy a ayudarla.
¡Haberle pedido un favor a este sapito odioso! Se puso velozmente de pie, y tomando su corto abrigo púrpura, se acercó al espejo. Hubo un golpe suave en la puerta y Roy… realmente estaba pálido, sonriendo a medias… entró y le preguntó al doctor qué tenía que decirle.
-Bueno -dijo el médico, tomando su sombrero, sosteniéndolo contra el pecho y haciendo en él un tatuaje-, todo lo que tengo que decir es que la señora… hm… que madame necesita un poco de descanso. Está algo fatigada. Su corazón está algo extenuado. Eso es todo.
En la calle un organito empezó a tomar algo alegre, algo con risas burlonas, que burbujeaba con pequeños gorjeos, golpes, mezcolanzas de notas.
Eso es todo lo que tengo que decir,
que decir eso es todo lo que tengo que decir,
decía burlón. Sonaba tan cerca que no le hubiera sorprendido si el médico hubiera estado dando vueltas a la manivela.
Vio cómo la sonrisa de Roy se ahondaba; sus ojos se encendieron. Exclamó un pequeño “¡Ah!” de alivio y contento. Y por un instante se permitió mirarla sin importarle si el doctor los veía o no, bebiéndola con la mirada que ella conocía tan bien, mientras permanecía de pie atando los pálidos lazos de su camisola y arrebujándose en el pequeño abrigo de tela púrpura. De golpe se volvió hacia el médico:
-Se irá afuera. Se irá al mar enseguida -dijo, y luego, con terrible ansiedad: -¿Y su comida?- ante eso, abotonándose el abrigo frente al largo espejo, no pudo evitar reírse de él.
-Todo está muy buen -protestó, riéndose de una manera encantadora en respuesta a la risa de ella, y riéndose del médico-. Pero si no me ocupara de su comida, nunca comería otra cosa más que canapés de caviar y… uvas blancas. Y el vino… ¿tiene que tomar vino?
El vino no le haría mal.
-Champagne -rogó Roy.
¡Cómo se estaba divirtiendo!
-Oh, tanto champaña como quiera -dijo el médico-, y un coñac con soda para el almuerzo si quiere.
Eso le encantó a Roy; lo halagaba inmensamente.
-¿Oyes eso? -preguntó solemnemente, parpadeando y mordiéndose las mejillas para evitar reírse. ¿Quieres un coñac con soda?
Y en la distancia, débil y exhausto, el organito:
Un brandi con soda,
un brandi con soda, ¡sí!
Un brandi con soda, ¡sí!
El médico también parecía oírlo. Le dio la mano a ella y Roy lo acompañó hasta el pasillo para arreglar los honorarios. Oye cómo la puerta de entrada se cerraba, y luego… pasos rápidos, muy rápidos, por el pasillo. Esta vez sencillamente se precipitó en el cuarto y cayó en sus brazos, y se encontró aplastada y pequeña mientras él la besaba con besos rápidos y cálidos, murmurando entre uno y otro:
-Mi amor, mi preciosa, mi encanto. Eres mía, estás a salvo-Y después tres suaves gemidos. -¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué alivio!-. Siempre con los brazos alrededor de ella, apoyó la cabeza en su hombro como si estuviera exhausto. -Si supieras lo asustado que estaba -murmuró-. Pensé que esta vez estábamos perdidos. De veras que sí. Y hubiese sido tan… fatal… ¡tan fatal!

Katherine Mansfield

sábado, 28 de abril de 2018

Los gigantes del Corpus zamorano



La casa encantada

A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. El lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» «Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el’ jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es esto vuestro tesoro enterrado? La luz en el corazón.»

Virginia Woolf

jueves, 26 de abril de 2018

Girona - Temp de Flors - 2018


La cuesta de las comadres

Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran; pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vi­víamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.
Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casi todas las ca­sas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiem­po, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que pa­recían crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comía necesitaban la sal de tequesquite, para mis elotes no; nunca buscaron ni ha­blaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese viento lleno de olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les sobra­ban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos. Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía después de que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los agua­ceros de mediados de año, y esos ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato. De vez en cuanto, también, venían los cuervos volando muy bajito y graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar deshabitado.
Así siguieron las cosas todavía después de que se mu­rieron los Torricos.
Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la no­che podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada de nada.
Me acuerdo de antes, cuando los Torricos venían a sen­tarse aquí también y se estaban acuclillando horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pen­saban en eso. Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que se podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía entre los ocotes del cerro de la Media Luna.
Yo nunca conocí a nadie que tuviera un alcance de vis­ta como el de Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tan­to las cosas, que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber qué bultos se movían por el camino no había nin­guna diferencia. Así, cuando su ojo se sentía a gusto tenien­do en quién recargar la mirada, los dos se levantaban de su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo.
Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. En­tonces se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fá­cil ver cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento que atrave­saba los cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por qué, todos allí decían que hacía muy buen tiem­po. Y uno oía en la madrugada que cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Co­madres.
Luego volvían los Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a escon­der otra vez sus cosas.
Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torri­cos cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres.
Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que les ayudé a robar a un arriero. En­tonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguan­taba más estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a mediados de las aguas cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque esta­ba cayendo una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque no sabía adonde iba. De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho ya para andar en andanzas.
Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar donde íbamos. «En cosa de un cuarto de hora estamos allá», me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos adon­de estaba el arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Enton­ces le dije eso a los Torricos. Les dije:
—Ése que está allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo.
—No, nada más ha de estar dormido —me dijeron ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de esperar y se durmió.
Yo fui y le di una patada en las costillas para que des­pertara; pero el hombre siguió igual de tirante.
—Está bien muerto —les volví a decir.
—No, no te creas, nomás está tantito atarantado por­que Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —Fue todo lo que me dijeron.
Ya por último le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos me venían siguiendo. Los oí que cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la ma­drugada se llevó los gritos de su canción y ya no pude sa­ber si me seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros.
De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar to­das las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo maté.
Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno; pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las he­ladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron segura­mente que al año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las ca­lamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el tiempo.
Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaba bien vacía de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de los alrededores.
Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo aguje­rado, aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el Torrico.
Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro, tapándome y desta­pándome la luz que yo necesitaba de la luna.
—Ir ladereando no es bueno —me dijo después de mu­cho rato—. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahi te lo haiga, porque yo he venido aquí a en­derezarlas.
Yo seguí remendado mi costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arría trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
—A ti te estoy hablando —me gritó, ahora sí ya cora­judo—. Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un poco cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro. Sin embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé mirando, como preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla desprevenida.
—Se me seca la boca al estarte hablando después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan amigo mío mi her­mano como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sa­cas en claro lo de la muerte de Odilón.
Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas.
—Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces —si­guió diciéndome—. Era algo duro de entendederas y le gus­taba encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo, o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber sucedido.
Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que yo no te­nía nada que ver…
—Oye —me atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego ayer supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par de chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal se había llenado de agujeros se debió a que tuve que lle­varme al chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía caminar como yo quería.
—Sábete de una vez por todas que pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza.
— ¿De modo que fui yo? —le pregunté.
— ¿Y quién más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a na­die; pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti.
La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el co­rral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un tejocote y que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano.
Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo bri­llar la aguja de arría, que yo había clavado en el costal.
Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arría del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que ten­dría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se que­dó quieto.
Ya debía haber estado muerto cuando le dije:
—Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón esta­ba agonizando. Y ¿sabes por qué? Comenzando porque Odi­lón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con ellos.
»Fue cosa de un de repente. Yo acababa de comprar mi zarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escu­pió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. Él lo hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por diver­tirse, porque los hizo reír a todos. Pero todos estaban bo­rrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
«Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada.
Eso le dije al difunto Remigio.
Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la ca­nasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato.
Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohe­tes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes. De eso me acuerdo.

Juan Rulfo

martes, 24 de abril de 2018

Gigantes y cabezudos calagurritanos





Las moscas

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundo y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca a este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces dice uno de aquéllos- no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas … ?
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación: ¡las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede su oficio ser más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.

Horacio Quiroga

domingo, 22 de abril de 2018

Manaies




Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar

viernes, 20 de abril de 2018

Catedral de Málaga





El lobo y el cordero

Un Cordero perseguido por un Lobo, buscó refugio en el templo.
-Si te quedas ahí, el sacerdote te atrapará y te sacrificará -dijo el Lobo.
-Me da igual ser sacrificado por el sacerdote o devorado por ti -respondió el Cordero.
-Amigo mío -dijo el Lobo-, me apena ver cómo consideras una cuestión tan importante desde un punto de vista meramente egoísta. No me da igual a mí.

Ambrose Bierce

miércoles, 18 de abril de 2018

Museo de la Alquimia - Córdoba






El cura de Varlungo

En el pueblo de Varlungo, que como sabréis, por oídas o experiencias, dista poco de Florencia, hubo un cura párroco vigoroso y de lo más hábil para servir a las damas. El buen pastor, que apenas sabía leer siquiera, tenía el talento de divertir a sus ovejas todos los domingos, al pie de un olmo, con sus cuentos y dichos alegres, y cuando se ausentaban los maridos sabía visitar a sus mujeres, a las que otorgaba su bendición y les regalaba, ya unos pastelillos, ya un poco de agua bendita y, a veces, algunos cabos de vela. Entre las feligresas a quienes festejaba de esta suerte, ninguna le agradaba tanto como Belcolore, esposa de un campesino conocido por Bentivegna del Mazzo. En verdad que era una excelente aldeana, rolliza, fresca, pelinegra, bien modelada, tal, en una palabra, como la necesitaba el señor cura. Por otra parte, Belcolore gastaba el mejor humor del mundo; veíase la primera siempre en el baile, en el canto o en tocar el tamboril. Apasionóse de tal suerte el cura, que poco le faltó para que se le trastornara el juicio. Todo el día de acá para allá, con la esperanza de verla; cuando sabía, los domingos y demás días festivos, que estaba en la iglesia, cantaba con toda la fuerza de sus pulmones para persuadirla de que era un gran músico; pero si no le animaba la presencia de su adorada Belcolore, usaba de más moderación. No obstante, por fuerte que fuera su pasión, supo componérselas tan bien, que ni Bentivegna. ni nadie, notaron el amor que le atormentaba. Para hacerse propicio a la que se lo inspiraba, continuamente la hacía regalitos, mandándola, ya una ristra de ajos tiernos, ya algunas cebollas acabadas de arrancar de su huerto; otras veces algunos guisantes, y otras, un ramo de flores. Si la encontraba en alguna parte, la miraba de reojo, lo mismo que un perro que se propone morder a un compañero; pero la aldeana, fingiendo no notarlo, y bien contenta de parecer agreste, pasaba casi siempre sin detenerse. Ese desdén tenía harto mohíno al señor cura, mas no se desanimó, a pesar de la indiferencia de la casadita. El amor había echado ya muy hondas raíces en su corazón para que pudiese librarse de él. Tal es el encanto de esta pasión, que nos agrada hasta cuando nos hace desgraciados. Cierto día que se paseaba, las manos detrás de la espalda y pensativo, quiso la casualidad que se encontrase con Bentivegna, el cual iba montado en un asno cargado de diversos productos de su huerto. El cura le pregunta dónde va.
—Parto a la ciudad, mi buen padre, para un asunto importante, y esas legumbres y frutas que ahí ves van destinadas a Bonaccorri da Ginestreto, a fin de que mire con buenos ojos mi negocio, pues habéis de saber que me ha citado por medio de un procurador, juez de edificios, para que comparezca ante el Tribunal civil.
—Haces bien, querido amigo —dícele el cura, muy contento en su interior—; Dios te guíe, y vuelve lo más pronto que puedas. Si por acaso encuentras a Lapuccio, mi compañero de ministerio, o a mi criado Naldino, ruégote les digas que me traigan engarces para las fallebas de mis puertas.
Bentivegna le prometió que así lo haría, y prosiguió su camino.
El cura cree que es ese momento propicio para hacer una visita a su adorada Belcolore y sondearla nuevamente. Así, pues, se encamina en derechura a su casa, diciendo al entrar:
—¡Qué Dios conceda a este albergue todos los bienes que prodiga a manos llenas!
La aldeana estaba arriba, y habiéndole oído:
—Bienvenido, señor cura —le dice—, ¿y cómo os aventuráis por esos mundos de Dios, con el calor que hace?
—He encontrado a tu marido, que marchaba para la ciudad —contestó el pastor—, y vengo a pasar algunos momentos a tu lado.
Belcolore bajó e hizo que el cura tomara asiento, reanudando su interrumpida tarea, que consistía en escoger semilla de coles, recogida por su marido poco hacía. Aprovechando el cura la entrevista, entabló de esta suerte la conversación:
—¿Está de Dios, querida amiga, que me has de hacer sufrir continuamente?
—¡Yo! ¿Y qué cosa os hago?
—Nada me haces, es verdad; pero ¿no basta que me prives de hacer contigo lo que yo quisiera?
—¿Acaso hacen eso los curas?
—Sin duda, y mejor que los demás hombres. ¿Por qué, pues, no lo haríamos nosotros? ¿No tenemos cuanto necesitamos para el caso? Hasta te diré que somos más hábiles en ello que los otros, pues lo practicamos con más rareza. Déjame trabajar contigo, y te aseguro que quedarás contenta de mí.
—Lo dudo, porque los clérigos sois de lo más avaro que se ha conocido.
—¿Acaso te he negado nunca nada? Pídeme lo que deseas, y estad segura de obtenerlo. ¿Quieres unos zapatos, una cinta, una pañoleta?
—Todo eso lo tengo; pero ya que tanto me amáis, prestadme un servicio y en el acto me plegaré a vuestros deseos.
—Habla —repuso el cura con viveza—; estoy pronto a hacer cuanto quieras en tu obsequio.
—El sábado venidero debo marchar a Florencia —dice Belcolore— para entregar una partida de lana, que he hilado, y hacer componer mi torno; si queréis prestarme cien sueldos, que no dudo tendréis, podría desempeñar mi zagalejo y mi delantal de los días de fiesta, que llevaba cuando me casé. Ved si os place darme esa cantidad; sólo así os concederé lo que deseáis.
—No llevo dinero encima, pero me comprometo a entregarte los cien sueldos antes del sábado.
—¡Oh!, vosotros, gente de sotana, prometéis mucho y no dais nada. No penséis envolverme como a la crédula Biliuzza, que despedisteis tontamente sin darla un chavo, y que, por culpa vuestra, se ha perdido. Por mi parte, no pienso dejarme engañar. Si carecéis del dinero que os pido, buscadlo.
—Ahórrame, por favor te lo pido, el trabajo de ir a mi casa, ya que tanto aprieta el calor. Por otra parte, piensa que ahora estamos solos, y que tal vez no suceda lo mismo cuando vuelva. Aprovechemos la ocasión, supuesto que tan favorable se nos ofrece.
—Haced lo que os digo; de lo contrario, os juro que no habrá nada.
Viendo el cura que la aldeana estaba resuelta a no otorgar nada, sino un salvum me fac, y deseando él, por su parte, hacer la cosa sine custodia.
—Ya que desconfías de mi palabra —le dice—, pensando que no he de traerte los cien sueldos, toma mi capa, que te dejo en prenda.
—Veamos vuestra capa y cuánto puede valer. —Esta capa es de buen paño de Flandes, de tres cabos y hasta de cuatro, según afirma uno de mis feligreses. Aun no hace quince días que el prendero Lotto vendiómela en diez buenas liras, y Buillet, que, como tú sabes, entiende en eso de géneros, pretende que vale quince. —Algo duro se me hace creer lo que decís; pero acepto el trato. Veremos si sois hombre de palabra.
El cura, que ardía en deseos de satisfacer su pasión, entrególa su capa, y después que Belcolore la hubo puesto bajo llave, le dice:
—Pasemos al troje, que media visita.
Siguióla el cura y se divirtió con ella a más y mejor, refocilándose hasta rendirse. Luego, regresó a su domicilio, vestido de sotana, como si viniese de celebrar alguna boda.
Apenas llegado a la Rectoría, cuando, considerando el poco provecho que le producía su curato, arrepintióse de haber dejado su capa, y pensó en el modo de recuperarla, sin verse obligado a desembolsar la cantidad convenida, ya que todas las ofrendas del año apenas hubiesen bastado para ello. Su espíritu maligno y astuto le procuró un expediente. Siendo festivo el día siguiente, mandó al hijo de uno de sus vecinos a casa de Belcolore, suplicándola le prestase su almirez de mármol, pues tenía convidados, lo cual hizo la aldeana con mil amores. A los pocos días se lo devolvió por medio de su ayudante, a la hora en que juzgó que Bentivegna y su mujer habían de estar comiendo.
—El señor cura me ha encargado os diera las gracias —dijo el enviado, dirigiéndose a la mujer— y os reclamase la capa que el muchacho dejó en prenda al pediros prestado el almirez.
Belcolore frunció el ceño al oír esto, e iba a contestar, cuando su marido le cortó la palabra, diciéndola con enfado:
—¿Cómo es que exiges prenda a nuestro párroco? En verdad que merecías te abofeteara, para que aprendieras a desconfiar de esta suerte de nuestro buen pastor. Devuélvele en seguida su capa, y cuida otra vez de no negarle lo que pida sin prenda alguna, aunque fuese nuestro asno.
La mujer se levanta murmurando, saca la capa del cofre donde la tenía guardada, y dice al mensajero, al entregársela:
—Te suplico digas de mi parte al cura que, ya que obra de esta manera, nunca más volverá a moler en mi almirez.
Habiendo el enviado repetido estas palabras al clérigo:
—Acordes —contestó éste—; mas puedes también decir a Belcolore, cuando la veas, que si no me presta su almirez, en cambio no la prestaré mi mano, y por cierto, que la una vale bien el otro.
Bentivenga no se fijó en las palabras de su mujer, creyendo que eran debidas a los reproches que acababa de hacerla. Respecto a Belcolore, durante mucho tiempo se mostró enfadada con el cura; mas vino la vendimia y todo se arregló. El clérigo la regaló un buen tonel de vino nuevo y unas cuantas castañas, recobrando por ese medio el favor perdido.
Vivieron luego en perfecta inteligencia y visitaron a menudo el troje, tomando sus medidas con tal acierto, que nadie llegó a sospechar su intriga.

Giovanni Boccaccio