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martes, 30 de enero de 2018

Unió Botiguers Cardedeu










Los pobrecitos  

En mi familia los animales domésticos no eran perros ni gatos ni pájaros. En mi familia los animales domésticos eran los pobres. Cada una de mis tías tenía su pobre personal e intransferible, que iba a casa de mis abuelos una vez por semana, a buscar con una sonrisa agradecida su ración de ropa y comida.  
Los pobres, además de ser obviamente pobres  
(de preferencia descalzos para poder ser calzados por sus dueños, de preferencia andrajosos para poder usar camisas viejas que se salvaban de ese modo de su destino natural de trapos, de preferencia enfermos con el fin de recibir una cajita de aspirinas)  
debían poseer otras características imprescindibles: ir a misa, bautizar a sus hijos, no emborracharse y sobre todo mantenerse orgullosamente fieles a la tía a la que pertenecían. Me parece estar viendo todavía a un hombre de suntuosos harapos, parecido a Tolstoi hasta en la barba, responder entre ofendido y soberbio a una prima distraída que insistía en darle una camiseta que ninguno de nosotros quería  
-Yo no soy su pobre, yo soy el pobre de la señorita Teresinha.  
El plural de pobre no era pobres. El plural de pobre era esta gente. En la Navidad y en la Pascua las tías se reunían armadas de trozos de roscón de reyes, bolsitas de almendras y otras delicias equivalentes y se desplazaban piadosamente al sitio en el que vivían sus animales domésticos, es decir, un barrio de casas de madera de la periferia de Benfica, en Pedralvas y junto a la carretera militar, con el fin de distribuir con una pompa de reyes magos calcetines de lana, calzoncillos, sandalias que no servían a nadie, estampas de Nuestra Señora de Fátima y otras maravillas de igual calibre. Los pobres salían de sus chabolas alborotados y agradecidos y mis tías me advertían enseguida ahuyentándolos con el dorso de la mano   
-No te acerques mucho que esta gente tiene piojos.  
En ese momento, y sólo en ese momento, estaba permitido dar monedas a los pobres, dádiva siempre peligrosa porque se corría el riesgo de que la gastasen  
(-Esta gente, pobre, no tiene noción de lo que cuesta el dinero)  
de forma perjudicial e irresponsable. Al pobre de mi tía Carlota, por ejemplo, le prohibieron entrar en casa de mis abuelos porque cuando ella le puso diez monedas en la palma, recomendando, maternal, preocupada por la salud de su animal doméstico  
-Trate de no gastarlo todo en vino  
el atrevido le respondió de mala manera  
-No, señora, me voy a comprar un Alfa-Romeo.  
Los hijos de los pobres se definían por no ir al colegio, ser delgaduchos y morir tempranamente. Al preguntar las razones de estas características insólitas me dijeron con un encogimiento de hombros  
-Qué quieres, niño, esta gente es así  
y yo entendí que ser pobre, más que un destino, era una especie de vocación como la de ser bueno jugando al bridge o tocando el piano.  
Dos figuras del oratorio de mi abuela presidían el amor de los pobres, una en barro y la otra en fotografía, que eran el Padre Cruz y la Santita, las cuales dirigían la caridad bajo un crucifijo de caoba. El Padre Cruz era un tipo chupado, con sotana, y la Santita una joven llena de medallas con una sonrisa intrigante de actriz de cine de los chicles que, según me informaron, había ofrecido ejemplarmente la vida a Dios a cambio de la salud de sus padres. La actriz estiró la pata, el padre se puso bueno y a partir del momento en el que me revelaron este milagro temblaba de pánico a que mi madre, estornudando, me ordenase  
-Anda, ofrece tu vida que estoy harta de sonarme  
y yo me fuese derechito al cementerio para que ella no tuviese que beber tisanas de limón.  
En mi opinión el padre Cruz y la Santita estaban casados sobre todo porque en un boletín al que se había suscrito mi familia, llamado Almanaque de la Santita, se narraban en comunión de bienes los milagros de ambos, que consistían generalmente en curaciones de paralíticos y décimos premiados, milagros increíblemente acompañados de olores dulcísimos de incienso.  
Tanto pobre, tanta Santita y tanto aroma me irritaban. Y creo que fue por esa época cuando comencé a mirar con afecto creciente un grabado polvoriento desterrado al sótano que mostraba una jubilosa multitud de pobres en torno a la guillotina donde cortaban la cabeza a los reyes. 

Antonio Lobo Antúnes