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lunes, 22 de enero de 2018

Museo Thyssen-Bornemisza - Realistas de Madrid



El repudio

Hay hombres que en la mujer aman sobre todo las pequeñas y mezquinas imperfecciones. Yo, Fernando António Nogueira Pessoa, creo que las detesto. La llamada gran imperfección, ésa sí es algo que me atrae mucho de ellas, porque sólo ésa las distingue profundamente de entre las demás. La simple idea de la imperfección puede no comportar ninguna forma de grandeza para la mujer, pero seguramente añade alguna distinción a su personalidad. Esto no es una mera cuestión de detalle; muy al contrario, me parece algo que en ellas sobresale como un relieve, como una verdad que no puede disimularse ni subentenderse. Si se da el caso de ser asumida públicamente, la llamada gran imperfección femenina acerca a la mujer no a la gracia, sino al más puro estado de gloria, convirtiéndose entonces en su primera virtud.
Os pongo la infidelidad como el ejemplo de las imperfecciones que yo, Fernando António, admiro más en ellas. La considero, por lo demás, una de las cuestiones definitivas del carácter. No me refiero a la infidelidad sexual, que para mí es lo de menos, sino a la otra, a una mucho más radical perfidia del espíritu. Hablo de su arte de mentir. 
Ah, ¿no saben con qué artes nos miente la mujer? 
Pues, siendo así, paso a enumerar algunas de ellas. La mujer nos miente por el comercio de sus sentimientos. Por un egoísmo desprendido y sutil, lo que la hace todavía más interesada. Por romper los secretos que sólo es posible sellar en la confiada intimidad del hombre. La mujer infiel participa tanto en el juego de traicionar como en nuestro miedo a perderla.
Yo, Fernando António Nogueira Pessoa, tampoco hablo de adulterio. Incluso es probable que haya algo de grandioso en la infamia y en el sortilegio de la mujer adúltera. Me explico: al dejar de ser meramente cotidiana en la vida del hombre, se libera de él, se convierte en dueña y señora de sí misma, y fortalece su posición tanto en el negocio como en el lecho conyugal. Así lo piensa la inmensa mayoría de los hombres.
Hay cosas que no soporto ni tolero en las mujeres en general. Sus naderías, sus invisibles e insospechados defectos. La anulación, el servilismo. La ignorancia escondida bajo el manto de la belleza física, con que se cubre para despertar el deseo y el placer de los hombres. El verbo excesivo, la frivolidad. El mal gusto de su vacía y refinada elegancia, sobre todo cuando es ostentosa. La contumacia, la hipocresía. Al revés, y paralelamente a la grandeza natural de las mujeres (de todas ellas, sin excepción), prefiero los males incurables de la perfidia y de la crueldad femeninas. La falsa enfermedad, la lucidez de su locura. La animalidad, la poderosa seducción, lo que de ella se desprende (en su instinto vengativo) hacia una criminalidad imaginaria, hacia las más ocultas perversiones. Lo que más detesto en la mujer es incluso el culto de la actitud femenina. Pero también es verdad que en todas ellas amo la cultura de esa condición...
Por eso me fastidia tanto mi relación con Ofelia. Yo, Fernando António, soy lo que ella llama -¡con qué orgulloso y refinado lujo!- su «amante». Un amante que, tengo que reconocerlo, por nada de este mundo ni del otro desdeña el placer y los dulces cuidados de su intimidad. Lo peor es que también las cosas del amor se estropean, porque tienen un plazo de validez. Cuando el sentimiento amoroso llega al límite del sentimiento amoroso, nos encontramos con que amamos sólo por herejía, sin pasión ni compromiso, sin aquella sinceridad que anima los secretos más íntimos del hombre y de la mujer.
En el caso de Ofelia, yo, Fernando António, todavía la amo así: con placer pero sin alegría. Sabiendo que sigo siendo el único gran pretexto de su vida y de su muerte. Ese dilema, resultándome tan íntimo e inhibiéndome tanto, me paraliza los movimientos, frena mis impulsos más imponderables. Tan sólo por eso no la he abandonado todavía.
Aparte de las horas reservadas a la intimidad, en que mi presencia le devuelve la vida y tal vez una última sombra de esperanza al corazón, sé muy bien que en ella murió todo lo demás. No sólo el cuerpo sino también el alma. Sobre todo el espíritu de Ofelia. Ella no lo sabe, pero la verdad es que esa sombra de mujer que todavía pasa por ser mi amante, trae ya en sí misma, consigo, el mundo póstumo de los muertos. El destino de su tan sabia y astuta melancolía. El sentido trágico de una perdición infinita. La serenidad de lo que no tiene remedio; de lo que ya no puede regresar al principio del amor y de la vida.
¿No saben cómo empezó a morir mi Ofelia?
Empezó por el pelo. Espigado y sin brillo, parece de estopa. Su pelo. Murió no por mí, sino Contra mí. No porque alguna vez se me pasase por la cabeza matada, y sí porque fui perdiendo las ganas de verla y oírla, de dedicarle poemas, de escribir una que otra carta exageradamente mentirosa y ridícula (¡todas las cartas de amor son ridículas!); en una palabra, de amarla con la honradez de mi humanidad, y de cantarla con un amor ardiente y verdadero, de poeta.
Aun así, la pobre Ofelia me da mucha, mucha pena. A veces, más que huir de su vida para siempre, casi me apetece llorar, o incluso morir por ella. En cierto modo, amar es una especie de deseo, el placer de dar nuestra vida para salvar la del otro. Pero, por favor, intenten comprenderme: aquella pasión suya fingida, la ceguera enfermiza de Ofelia por mí, Fernando António... Toda ella vibra en la claridad, en el insomnio de su mirada dulce y mortificada; una mirada de mujer loca y quemada por dentro. Más que desesperada: ardida. Como el heno, la hierba, la leña en el fuego. Una pasión que aflige y desasosiega; una cosa que hace mucho me trajo el pánico de tener que decidir entre su deseo de mí y el sentimiento de clandestinidad en mi deseo de ella. Un remordimiento, una pena. Por un lado, bien que me gustaría poder corresponder al amor que ella me dispensa, e incluso a los excesos de su adoración. Sin embargo, lo deseo apenas de forma relativa: como aquél al que le gusta ser bienvenido en todas las casas, como quien se sienta a comer con apetito a todas las mesas puestas para la cena, probando el vino todavía efervescente, intentando merecer la unanimidad de las opiniones que más le importara conocer. O sea, la acepto en la medida de mi propio imposible.
Lo cierto es que yo, Fernando António, no puedo amarla. Y no puedo por lo siguiente: nunca conseguí enamorarme de una mujer vestida de negro. Las mujeres vestidas de negro tienen casi siempre la nariz húmeda, y venas azules, y huesecitos picudos que despuntan bajo la transparencia de unas muñecas frágiles, muy finas, con su piel blanca y diáfana (como sólo es la piel de las viudas enamoradas). Además de eso, tienen casi siempre un diente negro de plomo en la sonrisa, lo que estropea todavía más la ya de por sí triste sonrisa de las viudas. En realidad, no consigo besar, con el antiguo placer que otrora había en mi pasión, esa pequeña nube que en parte turba la belleza y la sonrisa de Ofelia. Cuando ella me besa, es como si un poco de su muerte se acercase a mi boca para matarme. Lo más que me produce son escalofríos. Sus ojos fijos que me miran de hito en hito. Sus labios húmedos rozando los míos. La respiración que en ella jadea enseguida; y aquel aliento suyo de niña, tan leve, tan insípido, sobrevolando en las alas de mi nariz como una pluma de pajarito. Y esa pasión fingida que en ella pulsa como un reloj frenético, siempre adelantado...
Existen otros, muchos otros motivos para que entre nosotros persista este desencuentro de dos naturalezas comprometidas. Además de la nariz húmeda, de las venas azules en sus muñecas muy delgadas y de la sonrisa en nube, no me gusta su forma de hablar: arrastrando las erres y pronunciando unas eses sibilantes como los pájaros decrépitos (señal de que le faltan algunos dientes). También detesto saber que siempre tiene frío. En la mujer, el frío es una segregación del alma y un producto de los pigmentos de la piel: cuando ese frío pasa al cuerpo del hombre, genera en él una forma nostálgica de infelicidad, convirtiéndose entonces en la más aguda dolencia del alma masculina. ¡Puede llegar incluso a transmitirle la enfermedad de la muerte! Además de fría, Ofelia es siempre tan religiosa y tan pensativa como las abuelas ensimismadas que antaño rezaban el rosario de rodillas a los pies de la cama. La misma indefinida sensación de culpa, el mismo prejuicio respecto al amor.
¿Y a qué hombre le gustan las amantes que se sienten culpables?
Sus ojos de perro arrepentido, la vocecita implorante con que me suplica que la llame por teléfono, después, por la noche, sin falta, y también mañana por la mañana, y el modo como me pide que la lleve a ver los escaparates del centro antiguo de Lisboa, o para que vaya definitivamente a vivir con ella a su casa de Campo de Ourique... Sí, a vivir maritalmente, como ahora se dice. ¡¿Pero, vivir en aquella casa, cómo?! Dormir toda la santísima noche en su horrible cama con dosel (oírla silbar durante el sueño como una cobra que entra y sale de sus sueños de sonámbula), despertar con un beso húmedo en el cuello, comer sus tostadas con mermelada de manzana, ser su dueño y señor para toda la vida, son cosas absolutamente inaceptables. Yo, Fernando António, no soportaría el ruido de sus zapatillas entre el cuarto y la cocina, ni el olor envejecido de las flores que se marchitan en los jarrones fúnebres que se empeña en mantener en la penumbra del pasillo, ni su bulto curvado, de viuda, lavando la loza de la cena, ni su tos de mujer constipada, ni el modo extrañamente silencioso como me ama (¡sin ninguna exuberancia, siempre con tanta culpa de amor como el día en que se puso a llorar de remordimiento y de placer entre dos orgasmos!).
¿Y cómo podría acostumbrarme yo al luto de su alma de viuda, a las oraciones por el alma del difunto, a aquella especie de muerte que seguramente traería de su cuerpo al mío, al consabido sentimiento de culpa, como si fuese una condena al fuego eterno del infierno?
¿Y con qué manos habría de acariciar yo sus cabellos muertos, de estopa, y sus manos azules de zurcidora? ¿Y cómo llegaría yo, Fernando António Nogueira Pessoa, al principio de la calle en la que vive, para ver las tristes fachadas del Campo de Ourique, subir las escaleras que crujen enseguida a la entrada del edificio, vislumbrar su alegría por haber atendido a su petición de no venir tan tarde a casa - oír eso y el resto no con el oído, sino todo impregnado de su aliento, cómplice de la intimidad de su voz, del profundo olor de su cuerpo pegado con el mío, de su voz de viuda de mí que entonces me diría, todos los días, a todas horas, al principio de la noche y del día, a lo largo de toda una vida, tal vez por toda la eternidad: «Ámame, Ámame, Ámame, Ámame...»
Ya sé que la eternidad es algo que no existe -o que tiene por lo menos una existencia relativa- y mucho menos en los encuentros y trabajos del amor. Sea o no sea esto sólo una suposición, una simple manera de hablar, lo cierto es que un hombre tiene que precaverse de verdad contra todo lo que pueda llegar a ocurrirle algún día, incluyendo en ello la propia idea de su eternidad...
Añado que tampoco soporto su costumbre de morderse las uñas. Y no me gustan los ridículos diminutivos con que me trata y de los cuales se sirve para llamarme a la mesa, delante de personas extrañas. Además de eso, desconozco por qué razón tirita su voz, o por qué se pone Ofelia muy temblorosa, entre largos y extenuados suspiros, cuando hacemos el amor, y por qué motivo su voz cargada de excitación murmura, en el momento del orgasmo, tres veces seguidas: «¡Precioso mío!, ¡Precioso mío!, ¡Precioso mío!».
Por si fuera poco, yo, Fernando António, creo que detesto su forma de reírse y de llorar, y eso de creer en supersticiones y milagros, sus excesos de preocupación conmigo, el ruido que hace al sorber la sopa, su sonrisa matinal, el olor a sueño cuando se despierta más temprano que yo y al oído, estridentemente, me dice: «¡Hola, buenos días, preciosito mío! ¡Buenos días, buenos días!».
Y, amigos míos, su realidad diurna en mi vida de todos los días, la completa ausencia de fantasía de nuestras noches, dentro de la misma casa...
Por una cuestión de honor, por un manifiesto pudor para conmigo mismo y para con ella, prefiero seguir soltero e infame, y fútil, e incrédulo e intolerante como siempre he sido, que irme a vivir con ella - pues valoro mucho más y deseo mucho más mis incontables males de hombre solitario que los pequeños remedios de esas mujeres religiosas y frías: las muertas o apasionadas por la muerte, las pobres y amargadas mujeres que tienen la poca suerte de ser como Ofelia, aquélla a la que yo amo sin amor y sin ningún deseo, esa que en mí dura por mera herejía del sagrado nombre del Amor.

Joao de Melo