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viernes, 15 de diciembre de 2017

Reus


Shriki

Os presento a Ruben Shriki. Un tipo auténtico de verdad. De los de calibre y con un par de lo que hay que tener. Alguien que se ha atrevido a materializar los sueños con los que la mayoría de nosotros ni siquiera nos atrevemos a soñar. Shriki tiene pasta a carretadas, pero ésa no es la cuestión. También tiene una novia francesa que es modelo y que ha salido fotografiada en unas revistas que si no os la habéis meneao con ellas es sólo porque no han llegado a vuestras manos, aunque tampoco es eso lo que lo hace tan macho. Lo que hace especial a Shriki es que, al contrario que otros a los que les ha ido igual de bien, él no es más listo que vosotros, ni más guapo; ni más enrollao ni más astuto que vosotros. Ni siquiera tiene más suerte que vosotros. Shriki es igualito, pero lo que se dice exactito a mí y a vosotros en todo, y eso es lo que más envidia da: ¿cómo es posible que uno como nosotros haya llegado tan lejos? Y el que intente dar con la respuesta alegando que se trata de haber sabido estar en el momento y lugar oportunos, no se estará haciendo más que una paja mental. El secreto de Shriki es mucho más sencillo: todo le sale bien porque ha llevado su normalidad al límite. En lugar de renegar o de avergonzarse de ella, Shriki se dijo a sí mismo: éste soy yo, y ya está. Ni intentó ser mejor ni tampoco se abandonó, sino que sencillamente se quedó en ese punto medio, tan natural él. Hizo unos inventos normales, y lo recalco, normalitos. Nada brillantes sino corrientes, y eso es precisamente lo que la humanidad necesita. Los inventos geniales quizá sean buenos para los genios, ¿pero cuántos genios puede haber? Mientras que los inventos normales son buenos para todos.
Un día estaba Shriki sentado en el salón de su casa de Rishon Lezion tomándose unas aceitunas rellenas de pimiento. Pero el placer que Shriki obtenía de las aceitunas rellenas no era completo. Le gustaban mucho más las aceitunas mismas que el relleno de pimiento, aunque por otro lado prefería el pimiento al hueso original, duro y amargo. Y así fue como se le ocurrió la primera idea de la cadena de ideas que cambiaría su vida y la nuestra: una aceituna rellena de aceituna, así de sencillo, una aceituna sin el hueso y rellena de otra aceituna. La idea tardó un tiempo en cuajar, pero cuando prendió en él ya no la soltó, como un perro bóxer cuando cierra las fauces alrededor del tobillo de su víctima. Y enseguida, tras las aceitunas rellenas de aceitunas, llegó el aguacate relleno de aguacate y, como broche final, tan dulcecito y mono él, el albaricoque relleno de albaricoque. En menos de seis años la palabra «hueso» perdió su significado y Shriki, como era de esperar, se hizo millonario. Tras sus conquistas en el campo de la alimentación, Shriki pasó a invertir en el ámbito inmobiliario y también ahí sin grandes aspavientos. Se cuidó de comprar donde ya era caro, y la verdad es que al cabo de uno o dos años resultó que lo que había comprado se puso todavía más caro. Así es como la fortuna de Shriki fue creciendo hasta que con el tiempo se encontró invirtiendo en casi todo lo invertible, excepto en alta tecnología, terreno que rechazó por unas razones tan simples que ni siquiera supo expresarlas con palabras.
Como a todo hombre corriente, el dinero cambió a Shriki. Se hizo más arrogante, más sonriente, más compasivo, más gordito; en resumen, más de todo. La gente, sin embargo, no lo quería demasiado, aunque lo apreciaba, que no es poco. Una vez, en una entrevista televisiva de cierto calado, le preguntaron a Shriki si creía que muchos aspiraban a ser como él.
-No tienen que aspirar a ello -dijo Shriki, sin que se supiera bien si sonreía al entrevistador o se sonreía a sí mismo-, ya son como yo -y el estudio se llenó del estruendo de los entusiastas aplausos que brotaban del aparato electrónico del panel de control que los productores del programa habían comprado especialmente para respuestas tan sinceras como aquélla.
Imaginaos a Shriki recostado en una hamaca junto a su piscina privada, dando buena cuenta de un plato de queso fresco y tomándose un zumito recién exprimido, mientras su esbelta pareja toma el sol desnuda en una colchoneta de playa. Y ahora intentad imaginaros a vosotros mismos en el lugar de Shriki, probando ese zumo recién exprimido y lanzándole cualquier estupidez en inglés a la francesa desnuda. Nada más fácil, ¿verdad? Y ahora intentad imaginaros a Shriki en vuestro lugar, situadlo exactamente donde vosotros estéis en este momento leyendo este cuento, situadlo pensando en vosotros en el chalet, imaginándose a sí mismo al borde de la piscina en lugar de vosotros, y ¡vaya! Ya estáis aquí otra vez leyendo el cuento y él de vuelta allí. De lo más normal, o como a su novia francesa le gusta decir: tranquille, tranquille, comiéndose otra aceituna sin tener siquiera que escupir el hueso porque no lo hay.

Etgar Keret