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miércoles, 15 de noviembre de 2017

Setcases


 Sentado en el estribo  

Juan Valflor se había despedido ya dos veces del toreo. Volvía ahora por tercera vez al redondel. No había podido resistir la tentación. Durante el invierno no se había acordado de los toros. 
De tarde en tarde los amigos charlaban de toros y Juan permanecía indiferente. Los periódicos comenzaron a publicar informaciones de toros. Se celebraban las primeras corridas. Todo esplendía, rejuvenecido, en el aire. La luz era intensa y los árboles se vestían nuevo follaje. Juan Valflor se sentía fuerte y ágil No había perdido ni la menor de sus facultades. El impulso de la primavera le arrastraba. Evocaba sin quererlo sus pasadas hazañas. La plaza, henchida de un público fervoroso, llena de luz y de colores, se le presentaba a cada momento. Y Juan se ponía triste. No podía coger un periódico en que se hablara de toros, ni podía soportar una conversación sobre el arte. Su tristeza aumentaba. En  la familia observaban  todos  su  cambio  con vivísima contrariedad.  Juan no podía continuar de este modo. Casi era preferible que volviese al toreo a que continuase con esta murria dolorosa. Al fin, una voz femenina le dijo: 
-Torea, y pase lo que pase. 
Juan repuso vivamente, como saltando de alegría. 
-Toreo y no pasa nada. 
**** 
Juan Valflor está en el cuarto del hotel, vistiéndose para torear la primera corrida de la temporada. Con él se encontraba su íntimo amigo, Pene Inesta. Desde la muchachez, Pepe ha ayudado en todas sus luchas a Juan. Le ayudó pecuniariamente cuando principiaba de novillero. Le ha aleccionado con sus consejos. No se aparta de él ni un minuto. Le acompaña a todas las corridas. 
-Pepe -dice Juan-, tú no me has visto todavía torear. No me has visto torear nunca. No te rías. Esta tarde me vas a ver torear por primera vez. A gusto mío no he toreado yo nunca. Y no he toreado porque no he tenido toros. No podía yo retirarme sin torear bien, aunque no fuera más que un toro. Me habéis hablado del cuarto de esta tarde. Decís que es un toro noble, claro y poderoso. Si los hechos responden a la lámina, esta tarde tú y toda la plaza me veréis torear. Juan Valflor toreará por primera vez esta tarde. ¿Te sigues riendo? 
-¿No me he de reír, Juan? Tú has toreado siempre superiormente. ¿El toro de esta tarde? ¿El toro cuarto? Un gran toro. Careto es un toro soberbio. 
Juan Valflor hizo un movimiento brusco al ponerse las medias, y un espejito de mano que había sobre la mesa cayó al suelo y se hizo pedazos. Juan y Pepe quedaron absortos. Durante unos instantes reinó en la estancia un silencio profundo.  
Pepe continuó luego hablando. No daba importancia al accidente. Juan había olvidado ya la aciaga rotura. La conversación proseguía cordial y animada. Un perro se puso a aullar en la casa de enfrente. Su aullido era largo, triste, plañidero. En los primeros instantes, ni Juan ni Pepe advirtieron tan fúnebres aullidos. La persistencia en el ladrar hizo que los dos amigos pararan su atención en el hecho. En el silencio resonaban malagoreros los ladridos del can. Pepe salió un momento del cuarto y volvió al cabo de un rato. 
-¿No Podías hacer que callara ese perro? -dijo Juan. 
-Ya he mandado recado -contestó Pepe-; pero resulta que los dueños de la casa se han marchado y han dejado el perro en el balcón. 
El tiempo pasaba. Se iba acercando la hora de la corrida. La expectación en toda la ciudad por ver a Juan Valflor era enorme. Los pasillos del hotel estaban llenos de amigos y admiradores que aguardaban a que Juan acabara de vestirse para Irle acompañando a la plaza. Pepe había dado orden terminante de que no entrase nadie en el cuarto. El perro continuaba aullando lúgubremente. La alegría con que antes se deslizaba la conversación de los dos amigos había cesado. Juan se iba vistiendo con movimientos lentos. Había en el ambiente algo que causaba tenaz preocupación.  
De pronto, la puerta se abrió y se precipitó en e1 cuarto un caballero que se arrojó en los brazos de Juan. Era un antiguo e íntimo amigo a quien Juan no había visto desde hacía muchos años. Cuando se separaron, Juan pasó por su amigo la vista de arriba abajo y vio que iba vestido de riguroso luto. Se le había muerto a este caballero un deudo cercano hacía poco tiempo. No sabía Juan lo que decir. Pepe no decía nada. Callaba el recién venido. En este denso y embarazoso silencio los persistentes aullidos del perro resaltaban trágicamente. Todo había cambiado ya. Juan no era el mismo. Ni Pepe era el mismo. A veces Pepe, violentamente, con alegría forzada, soltaba algún chiste. No se reía nadie. Otras veces, venciendo su emoción, evocaba recuerdos pasados. Nadie le secundaba en la charla. La hora de partir estaba próxima. Faltaban sólo algunos momentos para abandonar el cuarto. El caballero enlutado había desaparecido. Ante el espejo, Juan daba los últimos toques a su atavío. Durante un instante, al volverse del espejo, Juan se encontró cara a cara con Pepe. Fue este un momento largo, interminable, eterno. Los dos entrañables amigos parecía que se estaban viendo por primera y por última vez. Lo que Juan estaba pensando no quería decirlo. Y Pepe, por nada del mundo hubiera dicho lo que él tenía en este minuto en el cerebro. Lentamente sin quererlo ni uno ni otro, avanzó el uno hacia el otro y se fundieron en un estrechísimo y silencioso abrazo. 
-En marcha -dijo Juan.  
Y dejaron el cuarto. En el pasillo, el tropel de los admiradores envolvía a Juan. El cariño y el halago afectuoso de todos lograron atenuar momentáneamente la preocupación penosa de Juan. Aquí estaba ya Juan Valflor, el gran torero, el único. Y se encontraba dispuesto a torear, bien toreado como no había toreado nunca, a ese toro que había de saltar al redondel en cuarto lugar. Sí, se despedía para siempre, con esta temporada, de los toros. Pero se despedía después de haber toreado bien al menos un solo toro. Los demás no contaban. Y ya en el automóvil, camino de la plaza, bajo el cielo azul, al pasar raudo por la calle, la mirada de Juan se detuvo un instante en una mancha negra. Al mismo tiempo, Juan se estremecía profundamente. Lo había olvidado todo y todo volvía. La mancha negra era un féretro. El entierro se cruzaba un momento con el coche, camino de la plaza. Y de nuevo Pepe y Juan sintieron en el espíritu un peso formidable. La plaza estaba atestada de un público pintoresco y clamoroso. En el momento de despedirse de Pepe, Juan dijo en voz baja, casi imperceptible: 
-Pepe, daría cualquier cosa por no torear esta tarde. 
Estaba ya Juan en el redondel. Había tirado con desgaire su rico capote de paseo a una barrera. Desde los tendidos le saludaban a voces. Había hecho el paseo de un modo desgarbado. Parecía que se le desmadejaban los miembros. Pero en este momento de abrir el capote por primera vez ante el toro, Juan era otro. Se había transformado. De desmañado y caído se había trocado en un hombre rígido, apuesto, señoril en todos sus ademanes. Despacio, con elegancia insuperable, parados los pies, Juan, en la cabeza del toro, iba llevando a éste suavemente de un lado para otro entre los pliegues de la tela. Su primer toro lo toreó bien. Llegó el cuarto. 
El toro salió lentamente del toril y se paró con la cabeza alta en medio de la plaza. Su actitud era soberbia. El magnífico animal entusiasmó a todos. La plaza entera vibraba de pasión. Y allí estaba Juan, reposado, elegante, con un gesto de supremo estoicismo. Con ese mismo gesto lento cogió la muleta y el estoque. El momento supremo habla llegado. En la plaza se produjo un profundo silencio. Arriba, el cielo purísimo esplendía en su azul. Los primeros trasteos arrancaron ovaciones entusiásticas. Juan Valflor no había toreado nunca como toreaba ahora. Dueño de sí mismo y dueño del toro, sin alegrías inoportunas, sobriamente, con elegancia austera, el gran torero jugaba con el noble animal. La muleta pasaba y repasaba y las astas del toro cruzaban bajo los brazos de Juan. Y, de pronto, sobrevino la tragedia.  
Juan estaba con la muleta desplegada a un paso del toro. En la barrera que ocupaba Pepe Inesta se produjo un ligero rumor. Los espectadores cercanos a Pepe se levantaban y le rodeaban. Juan se apartó del toro y fue hacia la barrera. Transcurrieron unos minutos de confusión. Al fin se vio que se llevaban a Pepe entre varios espectadores.  Comprendió Juan lo que había sucedido. Las voces de los circunstantes lo decían. 
-¿Ha muerto Pepe? -preguntó Juan a uno de los peones-. Dime la verdad. No me engañes.  
-Sí -repuso el peón-. Ha muerto. 
Juan Valflor estaba intensamente pálido, Impasible, más erguido que antes, volvió al toro y continuó la faena. El silencio en la plaza era imponente. Juan Valflor, pálido, inmóvil, citó a recibir y consumó la suerte de un modo prodigioso. El toro se desplomó en el acto. En la  plaza, resonó una ovación delirante. Bajó Juan la cabeza y levanto la muleta en señal de saludo. Lentamente se fue al estribo, se sentó, puso los codos en los muslos, escondió la cara entre las manos y rompió a llorar como un niño. 

Azorín