Blogs que sigo

domingo, 29 de octubre de 2017

Reales Sitios de España




Porque como nun só corpo temos moitos membros, pero non todos os membros teñen a mesma función, entón nós, que somos moitos, somos un só corpo en Cristo e un membro individual.

  Romanos 12: 4-5

Jesusek erantzun zuen eta esan zien: Honda ezazue tenplu hau, eta hiru egunetan altxatuko dut. Orduan juduek esan zuten: Berrogeita sei urtetan tenplu hau eraiki zen, eta zuk hiru egunetan altxatuko duzu? Baina hark bere gorputzeko tenpluaz hitz egiten zuen. Horregatik, hildakoen berpiztu zenean, bere dizipuluak hau esan zuela oroitu ziren; eta sinetsi zuten Idaztean eta Jesusek hitz egin zuen hitzean.

Juan 2: 19-22

Així doncs, ja no sou estranys ni estrangers, sinó que sou conciutadans dels sants i sou de la família de Déu, edificats sobre el fonament dels apòstols i profetes, sent Crist Jesús mateix la pedra angular, en qui tot l'edifici, bé ajustat, va creixent per ser un temple sant en el Senyor, en qui també vosaltres sou juntament edificats per estatge de Déu en l'Esperit.

Efesios 2:19-22


... Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de energías, cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que, por lo visto, son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirá la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobará una vez más lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella, no sólo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo.

Manuel Azaña

viernes, 27 de octubre de 2017

Bibliotecas Públicas de Granada






El mar

Cuando se dieron cuenta del olvido, todos lloraron como perros.
El pueblo entero gimió desconsolado. Aquello era la ruina. Era el hambre. Era la muerte. No era para menos. Veréis lo que pasaba, niños míos.
Aquel pueblecito pesquero era un verdadero pueblecito pesquero. En él solamente vivían, con sus mujeres, rudos pescadores de cachimba y barba; miles de pescadores que solamente ese oficio tenían: pescadores, marineros, gente de mar. En las tiendas del pueblo, como en todas las tiendas de los pueblos pesqueros, solamente vendían aparejos y redes y bidones de brea, y pies desnudos de pescadores, y palabras fuertes, envueltas, como bombones, en el papel de plata del aguardiente. Había también una preciosa playa llena de brisa, con casetas de baño preparadas para los veraneantes alegres. También había cangrejos, y mojama, y bacalao. (Pero el bacalao ya era algo caro). Había, en fin, de todo lo que hay en esos pintorescos pueblecitos de pescadores. Lo único que no había era mar. Se les había olvidado ponerlo. En el lugar donde debía estar el mar, había una montaña con pinos y gente debajo comiendo tortilla, que había salido quemada. No tenía mar aquel pueblo y el mar más próximo estaba a setecientos kilómetros de distancia. En Cádiz.
Cuando los pescadores de aquel pueblo se dieron cuenta de este olvido, lloraron como perros muertos. Aquello era la ruina. El hambre. El mausoleo. Los pescadores de aquel pueblo de pescadores sólo sabían pescar, y no podían porque no tenían mar y ni siquiera lo habían visto nunca.
Ya que el que hizo los pueblos, o el Gobierno, no se lo había puesto al lado, como debía, pensaron en hacerlo ellos por su cuenta. Toda el agua que había en los botijos y en las palanganas de la mañana la echaron en un hoyo que hicieron en el monte. Pero no salía bien el mar. Lo más difícil y lo que no podían conseguir era poner salada el agua. Esto era imposible.
Los pescadores se pasaban todo el día en las puertas carcomidas de las tabernas, sin saber qué hacer, muertos de hambre y de indignación. Y ni siquiera les quedaba el recurso de irse a cazar al campo, pues, como ya hemos dicho, aquello era un pueblo exclusivamente de pescadores.
Todas las tardes iban al muelle a ver si por casualidad les habían puesto ya el mar, con la misma ilusión y temor que van los niños al gallinero a ver si las gallinas han puesto un huevo. Pero no lo habían puesto. No lo ponían nunca…
¡Qué asco! ¡Qué asco!
Aumentaba el hambre. Miles de criaturas morían de inanición. Las mujeres daban aullidos de espanto. Era graciosísimo. Daba mucha risa aquello.
Nuevamente fue una Comisión de pescadores a charlar un rato con el ministro de Marina, que era el que tenía que poner el mar.
—Pónganos de una vez el mar, señor ministro, si es que nos lo va usted a poner. No podemos trabajar. Nos morimos de hambre.
——Por ahora es imposible —argüía el ministro—. Ya no nos queda mar. No tenemos ni una gota de agua de que disponer. Todo el mar que teníamos, lo hemos puesto ya en otros puertos de mar como el de ustedes.
—¿Y cómo no nos lo pusieron a nosotros, que somos los que más lo necesitamos? ¡Es intolerable!
—Sin duda fue algún olvido. El ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, con barba blanca, que hace los pueblos y las ciudades de todo el mundo, no puede estar en todos los detalles. Sufre, naturalmente, confusiones. Ya ve usted: cuando hicieron el mundo, que ya hace siglos, pusieron la Giralda en Monforte. Fue una gran equivocación que costó mucho rectificar. Tuvieron que quitarla de allí y llevarla a Sevilla, que es donde tiene que estar la Giralda. Si se hubiese quedado en Monforte, figúrese qué compromiso. Hacer todos los pueblos del mundo es muy difícil, caballeros. Hay que tener un poco de tolerancia.
—¡Pero es que esto es nuestra ruina! —gimieron.
—¿Por qué no le piden ustedes un poco de mar a Cádiz? Cádiz tiene mucho a los lados, y en la punta de San Felipe, también.
—Ya se lo hemos pedido, pero no nos lo quieren dar. Dicen que lo necesitan todo para echar dentro sus pescadillas y sus gambas.
—¡Qué lástima!
—Pónganos usted, por lo menos, un río. ¡Cinco o seis metros de río!…
Pero no hubo manera. No quería el hombre. Y entonces, cuatro de los más fuertes pescadores se fueron a América, que tiene mucho mar, y lo cogieron y lo fueron estirando, como el que desenrolla una alfombra, hasta que lo hicieron llegar a su playita.
¡Oh! ¡Qué júbilo! ¡Qué felicidad en todos los rostros! ¡El mar! ¡El mar! ¡El inmenso océano!…
Al principio, todo hay que decirlo, nadie tomaba en serio aquel mar. Hasta los peces se bebían toda el agua. Y por las noches venía gente de los pueblos próximos y lo cogían y se lo llevaban a sus casas metido en botellas y en tazones del chocolate. Quitaban las olas de encima y las metían debajo. Hacía mil diabluras… Y cuando, por la mañana, se levantaban los pescadores a verlo, se encontraban con que lo habían robado y tenían que ir por él a casa de los ladrones. Para evitar estos abusos, le tuvieron que hacer una tapia, rodeándolo. Y una vez hecha la tapia, los pescadores, tranquilos, empezaron a pescar. Pero, como pasa siempre con estas cosas, empezaron a ocurrir desgracias. Hubo naufragios. Mucha gente se ahogaba. Había abundantes tormentas. En fin, un horror de tragedias. Y, entonces, el tabernero del pueblo inventó una cosa para evitar todas estas tonterías. ¡Ya podía la gente bañarse lo que quisiera!… ¡Ya podía haber tormenta!… ¡Ya podía haber naufragios!… Con aquel invento ya no había peligros de ninguna clase.
El invento consistía en asfaltar todo el mar. Y lo asfaltaron.
Quedó un mar repugnante.
Pero daba gusto pasear por él en carro.

Miguel Mihura

miércoles, 25 de octubre de 2017

Besalú Museu Obert


El edificio Yacobián

Finalmente, se estableció una nueva sociedad en la azotea, completamente independiente del resto del edificio. Algunos de los recién llegados alquilaban dos trasteros contiguos y hacían de ellos una pequeña vivienda con sus servicios (un inodoro y un lavabo). Los restantes, los más pobres, colaboraron para construir letrinas compartidas cada tres o cuatro habitaciones. Así, la comunidad de la azotea no tardó en parecerse a cualquier otra comunidad popular egipcia. Los niños correteaban descalzos y semidesnudos por los rincones de la terraza. Las mujeres pasaban el día cocinando y contándose cotilleos al sol. Con frecuencia se enfrascaban en peleas, insultándose y acusándose de las peores vilezas. Sin embargo, pronto se reconciliaban y volvían a tratarse como si nada hubiese sucedido, tras darse grandes besos en las mejillas gimoteando e incluso llorando por lo emocionadas y afectadas que estaban.
Los hombres, por su parte, no se interesaban mucho por las peleas de las mujeres y las consideraban una muestra más de su inconsciencia, de la que hablaba el Profeta, las bendiciones y la paz de Dios sean con Él. Todos los varones de la azotea pasaban la jornada en una ardua y amarga lucha para conseguir el pan de cada día. Regresaban al anochecer agotados para entregarse a sus tres pequeños placeres: una deliciosa comida caliente; varias pipas de tabaco dulce (o de hachís cuando había) que fumaban en el narguile, en solitario o juntos, las noches de verano; el tercer placer era el sexo, que practicaban con frecuencia, pues no encontraban en los hadiz que fuera pecado, sino algo lícito. Así, se puede afirmar que el hombre de la azotea se avergonzaba, como es costumbre entre la clase popular egipcia, de pronunciar el nombre de su esposa delante de otros hombres, y se refería a ella como Madre de Fulano, o la llamaba «la parienta». Por ejemplo, cuando decía «la parienta ha preparado mulujiya», los presentes comprendían que estaba hablando de su mujer. Sin embargo, estos mismos hombres no tenían ningún reparo en comentar con gran detalle aspectos íntimos de su vida marital delante de sus camaradas, hasta el punto de que los hombres de la azotea conocían prácticamente todo acerca de las vidas sexuales de los unos y los otros.
A las mujeres, por su parte, independientemente de su grado de religiosidad y puritanismo, les gustaba mucho el sexo y cotilleaban en voz baja sobre los pormenores de su vida sexual, entre carcajadas divertidas o incluso licenciosas si estaban solas. No les gustaba sólo como una forma de desahogarse, sino porque el sexo y el apetito carnal de sus hombres les hacía sentir que, a pesar de todas las dificultades que padecían, todavía eran mujeres hermosas y deseadas por sus maridos. Y en esa hora, con los niños ya acostados, después de cenar y de dar gracias a Dios, con comida en la despensa suficiente para una semana o más, con un poco de dinero ahorrado por si venían dificultades, con la habitación en la que vivían todos juntos limpia y ordenada y el marido recién llegado a casa la noche del jueves, de buen humor debido a los efectos del hachís, reclamando a su mujer, ¿acaso no iba ella entonces a entregarse después de haberse lavado, acicalado y perfumado? ¿Acaso estas pocas horas de felicidad no constituían una prueba de que su miserable existencia era, a pesar de todo, afortunada en cierto modo? Necesitaríamos un hábil pintor para retratar la expresión del rostro de la mujer de la azotea, la mañana del viernes, cuando su marido bajaba a hacer la oración y ella se lavaba para eliminar las huellas del amor y salía a la azotea a tender las sabanas limpias, mostrando en ese momento su pelo mojado, su piel rosada y su mirada clara, como una flor abierta regada por la humedad de la mañana.
Cuando Taha fue admitido en la escuela secundaria continuó destacando, por lo que en la época de exámenes le llamaban y le encargaban pesadas labores que le ocupaban demasiado tiempo. También le daban grandes propinas para engatusarle, pues en sus almas se escondía la perversa intención de apartarle del estudio. Taha aceptaba estos trabajos porque necesitaba el dinero. Sin embargo, continuó entregándose al estudio hasta tal punto que en ocasiones pasaba uno o dos días sin dormir. Finalmente, salieron los resultados de secundaria y Taha obtuvo mejores notas que los hijos de los vecinos del edificio. Éstos, descontentos, empezaron a hablar del tema, y cuando se encontraban en el ascensor se preguntaban con sarcasmo si ya habían felicitado al portero por los sobresalientes de su hijo. Comentaban burlones que el hijo del portero pronto entraría en la Academia de Policía y saldría siendo un oficial con dos estrellas en el hombro, expresando francamente su contrariedad por ello. Aunque primero alababan el carácter y la capacidad de sacrificio de Taha, a continuación añadían en tono serio, generalizando, que los puestos de policía, administración de justicia o los cargos decisorios en general deberían restringirse a los hijos de la clase alta. Si los hijos de los porteros, los planchadores o semejantes obtenían algún poder lo utilizarían para superar su complejo de inferioridad y otros traumas psicológicos que sufren en su infancia. Terminaban su discurso maldiciendo a Abdel Nasser, quien había instaurado la enseñaza gratuita, y citaban un hadiz del Profeta, las bendiciones y la paz de Dios sean con Él: «¡No hay que educar a los hijos de la chusma!».

Alaa Al Aswany

lunes, 23 de octubre de 2017

Museu Etnográfico de Ripoll




    

La bombilla de cien vatios 

Estaba en el cruce, a la salida de Qesar Park, donde solían estacionar los tongas, y allí, de pie y en silencio junto a la farola, pensaba en lo devastado que estaba todo a su alrededor. 
Ese parque que tan solo pocos años antes era un lugar tan bullicioso ofrecía ahora una imagen desoladora. Allí donde antes paseaban hombres y mujeres risueños engalanados a la última moda vagaban ahora sin rumbo gentes con ropas mugrientas. El mercado estaba bastante concurrido, pero ya no tenía aquella algazara de feria de antaño. Los edificios de cemento circundantes habían perdido su belleza y ahora se contemplaban unos a otros con cara de pánico y aspecto desaliñado, como viudas. 
Estaba asombrado pensando qué fue de todo aquel maquillaje, dónde quedó todo aquel sindur, qué se hizo de aquella música que en otro tiempo allí resonaba. No era algo que hubiera ocurrido hacía mucho, ya que él prácticamente era un recién llegado (dos años es muy poco tiempo). Cuando llegó desde Calcuta para trabajar en una empresa con un buen sueldo, trató por todos los medios de alquilar una habitación en la zona de Qesar Park, pero por más que lo intentó no lo consiguió. 
Sin embargo, ahora todos esos edificios estaban ocupados por verduleros, sastres y zapateros. 
Donde antes había una deslumbrante oficina de una gran compañía cinematográfica, hoy ardían los fogones. Donde antes se concentraban los personajes más acaudalados y famosos de la ciudad, hoy lavaban ropa sucia los lavanderas. ¡En tan solo dos años se había producido una revolución! 
Le resultaba sorprendente, aunque conocía de primera mano sus pormenores. Gracias a los periódicos y a otros amigos que también vivían en la ciudad, había estado al corriente de cómo había irrumpido aquel huracán, pero le parecía que había sido un huracán extraño, ya que también había devorado la belleza de los edificios. Había hombres que habían matado a otros y habían deshonrado a las mujeres, pero también se habían comportado del mismo modo con los ladrillos y las maderas resecas de los edificios. 
Había oído decir que en el furor de ese ciclón habían desnudado a algunas mujeres y les habían cortado los pechos, y a él en ese momento le parecía como si todo lo que le rodeara estuviera desnudo y como si la mocedad de todo su entorno hubiera sido mutilada. 
Estaba junto a la farola esperando a un amigo con cuya ayuda esperaba encontrar algún lugar para vivir. Habían quedado en encontrarse en Qesar Park, en la parada de tongas. 
Dos años antes, cuando llegó allí a trabajar, aquel era un lugar muy famoso en el que se podía ver a las gentes más adineradas y elegantes de la ciudad, ya que allí se podía conseguir todo tipo de artículos de lujo, y en sus inmediaciones estaban situados los mejores restaurantes y hoteles, en los cuales se podía beber el mejor té y disfrutar de la mejor comida. 
Asimismo, allí se concentraban los grandes proxenetas de la ciudad, dado que en aquel lugar había compañías muy importantes y un flujo continuo de dinero y alcohol. 
Recordó cómo solía divertirse dos años antes junto con su amigo, abrazados cada noche a las mejores mujeres. Aunque con la guerra no se podía conseguir whisky, allí en dos minutos uno podía obtener docenas de botellas. 
Seguía habiendo tongas, pero ya no estaban decorados con penachos de plumas, borlas y lustrosos adornos de latón. Quizás todas esas cosas también desaparecieron junto a las otras. 
Miró la hora en el reloj. Acababan de dar las cinco. Era febrero y había comenzado a anochecer. Empezó a criticar en su interior la tardanza de su amigo, y, justo cuando se dio la vuelta con la intención de ir a tomar un té en aquel desolado hotel que había a mano derecha, en que parecían hacerlo con agua del desagüe, alguien lo llamó en voz baja. Pensó que sería su amigo, pero, cuando se volvió, vio a un desconocido. Tenía un aspecto normal y llevaba un salvar nuevo de algodón que no podía estar más arrugado y una camisa azul de popelín que pedía a gritos ser lavada. 
Le preguntó: 
—¿Me llamabas? 
El otro contestó en voz baja: 
-Sí. 
Pensó que quizás sería un refugiado que pedía limosna. 
—¿Qué quieres? —le preguntó. 
El hombre contestó: 
—Nada. —A continuación se acercó más a él y le preguntó—: Y usted, ¿quiere algo? 
-¿Qué? 
—Una chica o algo así. —Tras decir esto se retiró un poco hacia atrás. 
Al pensar que incluso en esos tiempos aquella gente seguía dedicándose a satisfacer sus deseos sexuales sintió una punzada en el pecho. Y a continuación, dominado por sus instintos, lo invadió toda una avalancha de pensamientos lujuriosos, imbuido por los cuales preguntó: 
—¿Dónde está? 
Al proxeneta, por su tono de voz, no le pareció que estuviera demasiado interesado, por lo que empezó a andar y le dijo: 
—No, no parece que lo necesite. 
El lo detuvo. 
-¿Tú qué sabes? El hombre necesita en todo momento ese tipo de cosas que tú puedes proporcionarle, ya se halle en el cadalso o en la pira funeraria- 
Justo cuando iba a comenzar a filosofar, se detuvo y dijo: 
—Oye, si está cerca, estoy dispuesto a ir. Había quedado aquí con un amigo. 
El proxeneta se acercó a él y le dijo: 
—Está cerca. Justo aquí al lado. 
—¿Dónde? 
—En ese edificio de enfrente. Miró hacia aquel edificio. 
—¿Allí? ¿En ese edificio grande? 
—Sí. 
Él comenzó a temblar. 
—Bueno..., entonces... 
Finalmente reunió el coraje suficiente y dijo: 
—¿Voy yo también? 
—Sí, pero yo iré delante. —Y el proxeneta comenzó a caminar en dirección al edificio. 
El lo siguió mientras pensaba cientos de cosas sombrías. 
Como aquel edificio a cuyo frente colgaba un letrero estaba tan solo a unos metros, llegaron en seguida. El inmueble se hallaba completamente devastado, le faltaban ladrillos por todas partes y estaba lleno de tuberías rotas y montones de basura. 
Ya había anochecido completamente, por lo cual, en cuanto cruzaron la entrada y siguieron caminando, comenzó la oscuridad. Tras cruzar el amplio patio, el hombre giró a un lado. Allí habían dejado la construcción a medias y estaban los ladrillos a la vista. Había montones secos de cal y cemento mezclados y por todas partes se veía gravilla esparcida. 
El proxeneta comenzó a subir aquellas escaleras inacabadas, se volvió y le dijo: 
—Espere aquí, que ahora vengo. 
El se detuvo y el hombre desapareció. Alzó la cabeza para contemplar el rellano y vio allí una luz muy intensa. 
Al cabo de dos minutos comenzó a subir las escaleras sigilosamente, y al llegar al último escalón oyó cómo el proxeneta gritaba: 
—¿Te vas a levantar o no? 
Una mujer respondió: 
—Ya te lo he dicho antes, déjame dormir. —Era una voz completamente quejumbrosa. 
El proxeneta volvió a gritar: 
—¡Te he dicho que te levantes, y, como no lo hagas, ya verás...! 
Se oyó la voz de la mujer que decía: 
—Mátame si quieres, pero no me voy a levantar. ¡Por Dios, ten piedad de mí! 
Entonces el proxeneta comenzó a hablar de forma persuasiva: 
—Levántate, mi vida. No seas cabezota. Si no, ¿de qué vamos a vivir? 
La mujer le respondió: 
—¡Pues al infierno con la vida! ¡Me moriré de hambre! ¡Por Dios, no insistas, que tengo mucho sueño! 
El tono del proxeneta se volvió más severo. 
—No te piensas levantar. ¡Desgraciada! ¡Hija de perra! 
La mujer comenzó a gritar: 
—¡No, no me voy a levantar! ¡No me voy a levantar! 
Él, moderando la voz, le dijo: 
—Habla más bajo, que nos van a oír. Venga, levántate. Conseguiremos unas treinta o cuarenta rupias. 
La mujer dijo en tono suplicante: 
—Te lo pido por favor. ¿Cuántos días llevo sin dormir? ¡Ten un poco de piedad! ¡Por Dios, ten un poco de misericordia! 
—Pero si no serán más que una o dos horas... Y después podrás dormir. Si no, voy a tener que ponerme serio. 
Durante unos instantes hubo un completo silencio. Él se acercó con cuidado y se asomó a la habitación de la que salía aquella luz tan intensa. 
Era una estancia pequeña sobre cuyo suelo había una mujer tumbada. Lo único que allí había eran dos o tres cacharros. El proxeneta estaba al lado de la mujer dándole un masaje en los pies. 
Al cabo de un rato le dijo: 
—Venga, ahora levántate. Te juro por Dios que dentro de una o dos horas estarás de vuelta y podrás dormir. 
Ella se levantó como impulsada por un resorte y gritó: 
—¡Está bien, me levantaré! 
El se apartó, asustado, y bajó las escaleras rápidamente con sigilo. Sintió deseos de huir, huir de aquella ciudad, huir de ese mundo, pero ¿adonde? 
A continuación comenzó a pensar quién sería aquella mujer. ¿Por qué la trataban tan mal? ¿Y quién era ese proxeneta? ¿Qué relación tenía con ella? ¿Por qué vivían en aquella habitación con una bombilla tan potente, que no tendría menos de cien vatios? ¿Desde cuándo vivían allí? 
Todavía tenía clavada en los ojos la luz punzante de aquella bombilla. Estaba cegado, y pensaba cómo se podía dormir con una luz tan fuerte, con una bombilla tan potente. ¿Es que no podían poner otra menos intensa, una de quince o de veinticinco vatios? 
Mientras pensaba todas estas cosas, oyó unos pasos y vio dos sombras junto a él. Una, que era la del proxeneta, le dijo: 
—Échele un vistazo. 
—Ya la he visto —contestó él. 
—Está bien, ¿no? 
—Sí. 
—Son cuarenta rupias. 
—De acuerdo. 
—Démelas. 
En ese momento era incapaz de razonar, de modo que se metió la mano en el bolsillo y sacó unos cuantos billetes que entregó al proxeneta. 
—Cuenta a ver cuánto dinero hay. 
Se oyó el crujido de los billetes. 
El proxeneta respondió: 
—Hay cincuenta. 
Él le dijo: 
—Quédate con las cincuenta. 
—Gracias, Sahab. 
A él le dieron ganas de matarlo de una pedrada. 
El proxeneta añadió: 
—Llévesela, pero no sea duro con ella y vuelva a traerla al cabo de dos horas. 
—De acuerdo. 
Salió de aquel gran edificio, cuyo letrero de la fachada había leído en numerosas ocasiones. 
Fuera había un tonga. Él se sentó delante y la mujer detrás. 
El proxeneta se volvió a despedir de él y él volvió a sentir de nuevo ganas de coger una gran piedra y partirle la cabeza con ella. 
El tonga comenzó a andar. La llevó a un hotel cercano y vacío. Tras apartar de su mente el desasosiego que había sentido, contempló a la mujer. Su aspecto era absolutamente lastimoso de los pies a la cabeza. Tenía los párpados hinchados y medio cerrados, y la mitad superior de su cuerpo estaba encorvada como un edificio que se fuera a derrumbar de un momento a otro. 
Él le dijo: 
—Levanta un poco la cabeza. 
Ella salió de su sopor y preguntó: 
—¿Qué? 
—Nada, solo quería que dijeras algo. 
Tenía los ojos completamente rojos, como si le hubieran echado pimentón picante. Permaneció en silencio. 
—¿Cómo te llamas? 
—Da igual —dijo en tono muy ácido. 
—¿De dónde eres? 
—Como si fuera de aquí. 
—¿Por qué eres tan antipática hablando? 
La mujer, que en ese momento ya estaba prácticamente despierta, le miró con los ojos hinchados y enrojecidos y le dijo: 
—Mira, haz lo que tengas que hacer, porque me tengo que marchar. 
El le preguntó: 
—¿Adonde? 
Ella, con gran asperezay brusquedad, le respondió: 
—Al mismo sitio de donde me has traído. 
—Pues márchate. 
—Haz lo que tengas que hacer. ¿Por qué me fastidias? 
El le respondió con un tono lleno de pena: 
—No te estoy fastidiando, siento compasión por ti. 
Ella se enfadó. 
—No necesito a nadie que me compadezca. —Tras lo cual le dijo prácticamente a gritos—: ¡Haz lo que tengas que hacer y deja que me marche! 
El se acercó a ella con intención de acariciarle la cabeza, pero ella se apartó a un lado bruscamente. 
—¡Te he dicho que no me fastidies! Llevo varios días sin dormir. Desde que he venido aquí no he podido dormir. 
Él sintió gran compasión por ella y le dijo: 
—Pues duerme aquí. 
Los ojos de la mujer se llenaron de ira y respondió en tono brusco: 
—¡Yo no he venido aquí a dormir! ¡Esta no es mi casa! 
—¿Tu casa es esa de donde hemos venido? La mujer se irritó aún más. 
—¡Ay! ¿Quieres dejar de decir tonterías? ¡Yo no tengo ninguna casa! ¡Mira, si no quieres hacer nada, me llevas allí y le vuelves a pedir tu dinero a ese..., a ese...! —Iba a decir un insulto, pero se contuvo. 
Llegó a la conclusión de que era inútil intentar preguntarle algo o compadecerse de aquella mujer teniendo en cuenta el estado en que se hallaba, de modo que le dijo: 
—Vamos, te llevaré allí. 
Y la volvió a dejar en aquel gran edificio. 
Al día siguiente, en un restaurante destartalado de Qesar Park, le relató a su amigo toda la historia de la mujer. Este sintió ganas de llorar, y visiblemente conmovido le preguntó: 
—¿Era joven? 
Él le respondió: 
—No lo sé, no la pude ver bien. No hacía más que pensar que por qué no cogía un gran pedrusco y le machacaba la cabeza a ese chulo. 
El amigo le respondió: 
—Pues habrías hecho una buena acción. 
No pudo quedarse mucho tiempo en el restaurante con su amigo. El suceso del día anterior no hacía más que atormentarlo; por eso, en cuanto terminaron de tomar el té, se despidieron. 
Su amigo se dirigió en silencio a la parada de tongas y él se quedó durante un rato buscando a aquel proxeneta, pero no apareció. Eran ya las seis. Frente a él, a pocos metros estaba aquel gran edificio. Se dirigió allí y entró. 
Aunque había mucha gente entrando en el edificio, llegó sin problemas a aquel lugar. Estaba bastante oscuro, pero al llegar junto a las escaleras vio una luz. Miró hacia arriba y comenzó a subir sigilosamente, y, al llegar al último escalón, permaneció un rato de pie en silencio. De la habitación surgía una luz muy intensa, pero no se oía ningún ruido. Se aproximó un poco más. La puerta estaba abierta, así que se acercó y se asomó. Lo primero que vio fue aquella bombilla, y su brillo se le clavó en los ojos. Se alejó inmediatamente para mirar a la oscuridad durante un rato y así poder quitarse ese resplandor de los ojos. 
A continuación volvió a acercarse a la puerta tomando la precaución de no dirigir la vista hacia la bombilla. Al asomarse vio a una mujer tendida en el suelo sobre una esterilla. La observó con atención. Estaba durmiendo. Tenía el rostro cubierto con la dupatta, y su pecho subía y bajaba al compás de su respiración. Entonces se asomó un poco más y lanzó un grito que contuvo inmediatamente. A poca distancia de aquella mujer, sobre el suelo desnudo, yacía un hombre con la cabeza machacada, y junto a él había un ladrillo lleno de sangre. Solo lo vio durante unos segundos, ya que inmediatamente se dirigió corriendo hacia las escaleras. Al bajar, se resbaló y se cayó, pero, haciendo caso omiso de las heridas e intentando mantener la calma, llegó con gran dificultad a su casa, donde pasó toda la noche asediado por las pesadillas. 

Saadat Hasan Manto

sábado, 21 de octubre de 2017

I.E.S. Virxe do Mar - Casa da Gramática




Vino de lejos

Tres años ya de misión en Guinea, pocos blancos a su alrededor y muchos deseos de volver, de ver a los suyos.
El permiso le llegó al último momento, y le pareció imposible pensar que aquel 24 de diciembre fuera a pasarlo sentado alrededor de la gran mesa familiar, con los padres, con los otros hermanos más jóvenes que él.
Llegó por la tarde, sin avisar, contento de dar la sorpresa. Pero antes de ir a su casa debía cumplir con el encargo. No era agradable. El individuo le resultó siempre repulsivo. Era un blanco, un muchacho joven, enfermo de fiebres y constantemente borracho. En la plantación nadie le quería. Pero él, como médico, tuvo que tratarle. Por frases deshilachadas supo que en España le aguardaban mujer e hijos a los que abandonó años antes.
El individuo había muerto dejando deudas, mal recuerdo, su alianza de oro. También una pequeña foto en donde el rostro fino de una mujer aparecía al lado del de dos niños. Y un sobre con la dirección de los suyos, de los que dejó, como si presintiera que jamás tornaría a su lado.
Tomó un taxi, acomodó en él su equipaje y dio unas señas. «Antes que nada —pensó— vale más terminar con este enojoso asunto.»
Ella no esperaba a nadie.
Desde los primeros tiempos del matrimonio fue desdichada con él, como si la felicidad se le negara por lo difícil, y en todo caso resultase fuera de su alcance. Ni siquiera los dos chicos, nacidos en aquellos primeros y únicos tres años de convivencia, remediaron el carácter del hombre huraño y bebedor. Aprendió a callar, a sufrir, y el día en que se supo definitivamente abandonada pensó que quizá fuera mejor así.
A los niños podría explicarles cualquier cosa: que el padre viajaba; que lo habían destinado a un lugar malsano, y que muy pronto regresaría para nunca más separarse de ellos.
Durante unos años, engañarles fue muy fácil. Se puso a trabajar y la sonrisa volvió a sus labios. Una sonrisa entristecida, derrotada, que los niños tomaron por contento.
—¿Volverá pronto papá?
—Pronto, hijos míos.
—¿Para Navidad?
—Quizá llegue para Navidad.
—¿Y nos traerá regalos?
—Claro. El día que papá llegue volverá lleno de regalos.
Ni una simple carta tuvo durante los años de ausencia. El mayor de los chicos cumpliría pronto los siete años. El menor tenía seis,
Preparaba la cena cuando sonó el timbre. Dijo al mayor de los chicos:
—Abre la puerta.
El pequeño corrió tras el hermano, y ella, desde la cocina, aguzó el oído.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaban los chicos.
Y un tumulto de frases y palabras de alegría retumbó en la casa.
Las piernas le flaquearon. La sonrisa se heló en el rostro, empalidecido de pronto, y tuvo que sentarse. Los gritos de gozo de los chicos le llegaban a través de una niebla miedosa. Creyó oír, entre los niños, la voz aborrecida del hombre que la abandonó. Y eso, no. No podía ser. Los años, si no dicha, le aportaron el sosiego. Él no podía, no tenía ningún, derecho a turbar de nuevo esa paz tan duramente adquirida.
Se irguió entonces.
«Le echaré de casa —se dijo—. Ya no es nada para nosotros. Le aborrezco.»
Muy pálida, con deseos de gritar siquiera una sola vez su desprecio, llegó a la entrada.
Un hombre desconocido acariciaba a sus dos pequeños, el asombro pintado en su cara, infinita piedad en los ojos. Buscó la mirada de la mujer, implorando silencio.
Los dos chiquillos se apretujaban contra el recién llegado, sonreían a la madre, decían a gritos:
—Papá ha llegado. Papá ha llegado.
Interpelaban al hombre.
—Mamá dijo que llegarías en Navidad. Y que traerías regalos.
El hombre se acercó a ella, rozó su frente con los labios. Luego le pidió que secara sus lágrimas. Y entonces dijo a los niños:
—Dejadme un momento, un momento nada más con vuestra madre. Si os portáis bien, tendréis los regalos.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó ella.
—No lo sé. No he tenido tiempo de pensarlo.
—¿Y qué explicación daremos a los chicos?
—Ninguna,
—Ellos querrán que cene esta noche con nosotros. Les he estado diciendo, durante estos últimos años, que el día que su padre regresara no volvería a marcharse.
—El padre de los niños no volverá nunca.
—¿Nunca?
—Nunca —repitió él.
Y le dio cuanto dejó el hombre borracho de la plantación: la alianza de oro y la pequeña foto.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó ella entonces, con paz nueva recién llegada a ella, dolida por su ausencia de dolor.
—Lo que ellos han deseado durante este tiempo. Me quedaré a cenar. Me iré cuando estén dormidos.
—¿Y mañana?
—¿Mañana? No lo sé aún. Tenemos la noche para pensarlo.
—¿Y sus padres? Le están esperando.
—No importa.
—Les privas de una ilusión muy grande.
El hombre sonrió.
—Doy una mayor a sus niños. No discuta. En casa somos muchos hermanos, y sus chicos, en cambio, sólo tienen un padre. Quisiera el sitio de ese padre en la cena de hoy.
—Era un hombre indigno —comentó ella con voz llena de lágrimas.
—Lo sé. Pero ellos no lo saben. Por favor, no les diga nada. Cállese una noche más y mañana veremos.
Y, ante la duda de ella, añadió:
—Se lo ruego.

Carmen Kurtz

jueves, 19 de octubre de 2017

Marrecs de Salt



 
La tortura de la esperanza 

¡Una voz, una voz para hablar! 
EDGAR ALLAN POE, 
«El pozo y el péndulo» 

Hace ya muchos años, al caer la noche, el venerable Pedro Arbuez d'Espila, sexto prior de los dominicos de Segovia y tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (maestro de la tortura) y precedido por dos asistentes del Santo Oficio provistos de faroles, descendió a un calabozo escondido bajo las bodegas del provisor de Zaragoza. Chirrió la cerradura de la enorme puerta y la comitiva entró en una pestífera mazmorra subterránea. Un rayo de luz proveniente de lo alto iluminaba, entre los anillos empotrados en las paredes, un potro ennegrecido en sangre, un brasero y una vasija de barro. Sobre un lecho de excremento, sujetado por grilletes y con un aro metálico en el cuello, se encontraba sentado, lleno de terror, un hombre en harapos de edad incierta. 
El prisionero era el rabí Aser Abarbanel, un judío aragonés acusado de usura y de sacrílego menosprecio hacia los pobres, y hacía más de un año que era sometido diariamente a la tortura. Sin embargo, «siendo su obstinación tan dura como su pellejo", rehusaba retractarse. 
Orgulloso de su linaje milenario y de sus antiguos ancestros -ya que todos los judíos dignos de llevar tal nombre se vanaglorian de su sangre- descendía, según el Talmud, de Otoniel, juez de Israel, y en consecuencia de Ipsíboe, esposa de éste, lo cual acrecentaba su valor en los momentos más terribles del incesante suplicio. 
El venerable Pedro Arbuez d'Espila, considerando que un alma tan contumaz quedaba excluida de la salvación, se aproximó con los ojos bañados en lágrimas al rabí tembloroso: 
-Hijo mío, alégrate: tus agonías llegarán pronto a su fin. Aunque muy a mi pesar me vi obligado a permitir, ante tu obcecación, el empleo de las torturas más severas, mi tarea como corrector fraternal tiene sus límites. Tú eres como la higuera reacia que se abstiene de dar frutos y termina por marchitarse... pero sólo Dios puede juzgar tu alma. Quizá la Infinita Clemencia te ilumine en el instante supremo. ¡Tenemos fe! Ha ocurrido antes... ¡Así sea! Descansa en paz esta noche. Mañana formarás parte del auto de fe: serás expuesto en el quemadero, hoguera premonitoria del Fuego Eterno: ésta tarda en quemar, como bien sabes hijo mío, y la muerte demora, por lo menos, dos horas (a veces tres) en consumarse. Las mantillas humedecidas y heladas con que preservamos las frentes y los corazones de los holocaustos son la causa de la dilación. En total serán nada más que cuarenta y tres víctimas. Toma en cuenta que, situado en la última fila, tendrás el tiempo necesario para invocar a Dios, y para ofrendarle este bautismo de fuego que pertenece al Espíritu Santo. Ten esperanza en la Luz, pues, y duerme. 
Cuando don Arbuez terminó de hablar, dio la orden de desencadenar al desgraciado, y lo abrazó con ternura. Luego llegó el turno del fraile redentor quien, en voz baja, le pidió perdón al judío por los tormentos que le había ocasionado con el fin de redimirlo. Enseguida, los dos asistentes lo estrecharon entre sus brazos, y le dieron un silencioso beso a través de las capuchas. Terminada la ceremonia dejaron al prisionero, solo y desconcertado, en la más absoluta oscuridad. 
El rabí Aser Abarbanel, con los labios resecos y el rostro embrutecido por el sufrimiento, miró, de repente, sin ninguna intención en particular, la puerta cerrada. «¿Cerrada?» Aquella palabra, sin que se diera cuenta, despertó en sus confusas cavilaciones una quimera. Había vislumbrado, durante un instante, el destello de los faroles en las fisuras de la puerta. Una mórbida sensación de esperanza, producto del agobio de su mente, conmovió todo su ser. Se arrastró hacia la insólita visión. Con sumo cuidado, deslizó suavemente el dedo en la abertura de la puerta y la atrajo hacia sí... ¡Oh, prodigio! Por una casualidad extraordinaria, el asistente había girado la gruesa llave antes de que el armazón pegara contra el dintel de piedra, de modo que el pestillo oxidado no había logrado entrar en el cerrojo, y la puerta del calabozo se abrió una vez más. 
El rabí lanzó una temeraria mirada hacia el exterior.  
Al amparo de la oscuridad blanquecina descubrió, de inmediato, un semicírculo de paredes de adobe horadadas por escalones en espiral; y frente a éste, cinco o seis peldaños de piedra que conducían a una especie de portal negro con acceso a un gran corredor, cuyos arcos sólo eran visibles desde abajo. 
Agachándose, se deslizó hasta el nivel del umbral. Sí, era un pasillo, aunque su longitud era desmesurada. Una luz exangüe, el fulgor de un espejismo, lo alumbraba: las lamparillas suspendidas en la bóveda daban por momentos un tono azulado a la tonalidad brumosa del ambiente, mientras que el fondo lejano permanecía en la sombra. ¡No había una sola puerta en el largo pasadizo! A un solo lado, a su izquierda, tragaluces enrejados, hundidos en la pared, dejaban pasar una claridad encendida, tal vez la caída de la tarde, pues múltiples líneas rojas rayaban el enlosado. ¡Y qué silencio tenebroso! Sin embargo, abajo, en lo profundo de las tinieblas, una salida podría significar su libertad. La esperanza vacilante del judío era firme, puesto que era la última. 
Sin dudar un instante, se aventuró por las baldosas, bordeando la pared de los tragaluces, a la vez que se esforzaba por confundirse en el lóbrego color del largo murallón. Avanzaba con lentitud, arrastrándose sobre el pecho, y hacía lo imposible para no gritar cuando alguna de sus heridas se abría y lo punzaba. 
De pronto, el ruido de una sandalia llegó hasta él a través del eco del sendero de piedra. Lo sacudió un temblor, sintió que la ansiedad lo sofocaba y se le nubló la vista. ¡Bueno! Era el fin, sin duda alguna. Se acurrucó súbitamente en un grieta y, casi muerto de miedo, esperó. 
Era un asistente que caminaba con apuro. Pasó rápidamente, con unas tenazas de tortura en la mano y la capucha baja, terrible, y desapareció. El miedo que tomó por sorpresa al rabino había suspendido sus funciones vitales y estuvo alrededor de una hora sin poder moverse. Acuciado por el temor de sufrir peores tormentos si era descubierto, pensó en volver al calabozo. Pero la vieja esperanza le susurró en el alma aquel divino «Quizá», que reconforta en los tiempos de mayor aflicción. ¡Había ocurrido un milagro! No debía dudar más. Volvió a arrastrarse en busca de la posible huida. Estaba extenuado por el sufrimiento y el hambre; no obstante, temblando de angustia, siguió adelante. El corredor sepulcral parecía alargarse misteriosamente... Pero él, sin dejar de avanzar, miraba siempre la sombra, a lo lejos, donde tendría que estar la salida redentora. 
¡Oh! Nuevamente resonaron pasos, pero esta vez más lentos y más ruidosos. Las siluetas blancas y negras de dos inquisidores, con largos sombreros de alas enrolladas, se le aparecieron desde el fondo del brumoso ambiente. Conversaban en voz baja y parecían discutir sobre un tema importante, pues agitaban las manos con vehemencia. 
El rabí Aser Abarbanel cerró los ojos, mientras el corazón le latía en el pecho con violencia. Sus harapos se empaparon en el frío sudor de la agonía. Se quedó inmóvil, atónito, tendido a lo largo de la pared bajo la débil luz de una lamparilla, estático, implorando al Dios de David. 
Los dos inquisidores se detuvieron bajo la luz del farol en el punto donde él se encontraba. Casualidad increíble, sin duda, originada por la discusión que mantenían. Uno de ellos, mientras escuchaba a su interlocutor, posó la vista sobre el rabino. Bajo aquella mirada de expresión distraída, incomprensible al principio, el infeliz creyó sentir de nuevo las tenazas ardientes en su mísera carne. Se convirtió una vez más en lamento y en llaga. Desfalleciente, sin poder respirar, con párpados temblorosos, se estremeció ante el roce del hábito del clérigo. Pero, cosa extraña y a la vez natural, los ojos del inquisidor eran a todas luces los de un hombre profundamente preocupado por las palabras que deseaba responder, absorto ante lo que escuchaba. Se mantuvieron fijos y recorrieron las formas del judío sin notarlo siquiera. 
Al cabo de unos minutos, los dos siniestros inquisidores continuaron su camino, a paso lento, y siguieron conversando en voz baja mientras se dirigían al semicírculo desde donde el cautivo había iniciado su escape. ¡No lo habían visto! Y entonces, en el atroz desconcierto que aturdía sus sentidos, se le cruzó por la mente una idea: «¿Acaso estoy muerto y por eso nadie puede verme?». Una horrible imagen lo despertó del letargo: de cara a la pared, creyó ver frente a él dos feroces ojos que lo observaban. Echó la cabeza hacia atrás en un frenético y brusco arrebato, con los pelos de punta... ¡No! ¡No! Su mano tanteó las piedras en busca de respuesta: era el reflejo de los ojos del inquisidor, que, aún impresos en su retina, creía percibir en dos manchas de la pared. 
¡Adelante! Era necesario que se apresurara hacia donde su imaginación enfermiza le indicaba que habría de encontrar la liberación. Solamente lo separaban de las sombras unos treinta pasos. Reanudó la marcha, con mayor rapidez, y recorrió la dolorosa vía de rodillas, de manos, de vientre, y pronto llegó a la parte oscura de aquel terrorífico pasillo. 
De repente, el miserable sintió un viento helado sobre las manos apoyadas en las baldosas: el frío provenía de una fuerte ráfaga de aire que fluía por debajo de una puerta al final del corredor. ¡Oh Dios, si la puerta se abriera desde afuera! El alma del lastimero fugitivo se debatía en el vértigo de la esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla con precisión por la oscuridad que la envolvía. Tanteó: ni había cerrojo ni cerradura. ¡Una aldaba...! Se puso de pie: el picaporte cedió bajo su mano y la puerta se abrió silenciosamente delante de él. 
-¡Aleluya! -murmuró el rabino con un inmenso suspiro de gratitud, parado en el umbral, ante la vista que se le ofrecía. 
La entrada daba a unos jardines bajo la noche estrellada. ¡La primavera! ¡La libertad! ¡La vida! Se veía el campo cercano, que se extendía hacia los cerros cuyas sinuosas líneas azules se perfilaban en el horizonte. Más allá, la salvación. ¡Ah, escaparse! Corrió durante toda la noche por los bosques entre el perfume de los limoneros. Cuando llegara a las montañas estaría a salvo. Respiraba el dichoso aire puro y lo reanimaba el viento; sus pulmones volvían a la vida. Oía, en su corazón henchido, el Veni foras de Lázaro. Y, para bendecir más aún al Dios que le concedía tal misericordia, extendió los brazos y elevó los ojos al cielo. ¡Era un éxtasis de felicidad! 
Entonces, creyó ver la sombra de sus propios brazos yendo hacia él. Le pareció sentir que aquellos brazos lo rodeaban... Y que alguien lo apretaba cariñosamente contra el pecho. Una figura alta se encontraba, en efecto, muy cerca de él. Confiado, bajó la vista hacia aquel personaje... y quedó jadeante, inquieto, la mirada triste, grave, resoplando mientras babeaba de miedo. 
¡Qué horror! Estaba en brazos del Gran Inquisidor en persona, el venerable Pedro Arbuez d'Espila, que lo miraba, con gruesas lágrimas en los ojos y con la expresión del buen pastor que acaba de encontrar a la oveja descarriada. 
El sombrío clérigo estrechó contra su corazón al infeliz judío, en un impulso de caridad tan fervorosa que las púas de su cilicio monacal restregaron el pecho del dominicano por debajo del hábito. Y, al mismo tiempo, el rabí Aser Abarbanel, con los ojos en blanco, mientras gemía angustiosamente en los brazos del ascético don Arbuez, comprendió en su confusión que cada momento de esa fatal noche había sido parte de una tortura urdida con premeditación: la de la Esperanza. 
El Gran Inquisidor, en tono de duro reproche y mirada consternada, le murmuró al oído, con su aliento ardiente y seco por el ayuno: 
-Pero ¿cómo, hijo mío? En la víspera de tu salvación, ¿querías acaso abandonarnos? 

Auguste Villiers de L'Isle Adam