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lunes, 25 de septiembre de 2017

Picasso - Piedad y terror en Picasso - El camino a Guernica - Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía




El olor de la verdad

A Antón y a mí nos iban bien las cosas, pero la sociedad siempre acaba castigando a aquellas personas a las que no puede compadecer, de modo que a nuestro alrededor ya se había extendido la opinión de que ambos se lo debíamos todo a la suerte, a una atrabiliaria e inmerecida buena suerte. Posiblemente Antón y yo habíamos sido muy afortunados. O al menos algo afortunados. Antón ya había ganado su cátedra de derecho y yo publicaba en revistas americanas artículos de física teórica, en los que elucubraba sobre el tamaño del universo, la antimateria o los agujeros negros. Y sí, a lo mejor tenía sentido el argumento de que éramos unos tipos con suerte, pero nadie recordaba la desesperación con que la habíamos buscado.
Después de peregrinar por el extranjero, llevado cada uno por los avatares académicos de su especialidad, ambos recalamos casi al mismo tiempo en nuestra universidad de origen, lo cual suponía regresar, en un gesto algo melodramático, a la ciudad en la que habíamos nacido. Resulta asombrosa la capacidad de una ciudad para vengarse. La venganza de tu ciudad natal (una venganza demoledora, abstracta, líquida) se compone de una suma de venganzas concretas que nunca llegan a ejecutarse, venganzas que suelen ir aumentando su tamaño imaginario en almacenes clandestinos, en tinglados, en las sucias dársenas del alma. Hay cosas que nunca se hacen abiertamente, hay cosas que nunca se dicen a la cara y, cuanto más pequeña sea la ciudad en que uno vive, mayor es también el número de cosas que nunca se hacen abiertamente, que nunca se dicen a la cara, y menor aún la posibilidad de que se hagan o se digan algún día. La ciudad de Antón, la mía, era una ciudad pequeña, quizás mucho más pequeña de lo que correspondía a sus dimensiones geográficas. Por decirlo de otro modo: nuestra ciudad era más grande de lo que cabría imaginar a la vista del ínfimo tamaño de su alma.
Hay una norma que regula la convivencia en las ciudades pequeñas: que la verdad nunca se dice pero, como la ciudad es pequeña, la verdad al final se puede ver. En ellas uno vive cercado por una telaraña de relaciones que no se confunden con la amistad, aunque se aproximan perversamente a ella. Las ciudades pequeñas son un hervidero de máscaras: compañeros de trabajo, conocidos y parientes a los que se ve y se sigue viendo año tras año, sin la más mínima posibilidad de intimar con ellos, pero sin la más mínima tampoco de olvidarlos de una vez y para siempre. Con todas esas personas se acaban formalizando comportamientos castos, pudorosos, recatados; una civilidad que proscribe la emisión de palabras sinceras, la franqueza, la manifestación carnal, voluptuosa, de la obscena verdad.
Claro que eso yo no podría reprochárselo ni a mi ciudad ni a ninguno de sus habitantes. Realmente, yo no creía en la sinceridad. La sinceridad es una monserga. La sinceridad guarda una espoleta que amenaza con dinamitarlo todo al más mínimo descuido. Uno debe vigilarse a sí mismo para reprimir sus arrebatos de sinceridad. Décadas de amor, amistad o cortesía pueden saltar por los aires tras un ataque de sinceridad aguda. La sinceridad, en fin, es una impertinencia y su práctica no trae beneficios para nadie. Aún más, gracias a su general ausencia el mundo se nos hace aceptable y mantiene, mal que bien, un precario equilibrio. La sociedad resulta soportable en tanto en cuanto mintamos a la gente y la gente nos mienta. De hecho, yo odiaba a las personas que se precian de ser sinceras y las odiaba por comprender que los retóricos amantes de la verdad suelen ser en realidad los más grandes embusteros, los farsantes más impenitentes.
Seamos sinceros: un mundo de personas sinceras sería insostenible. Gracias a que nos defendemos de la realidad con una empalizada de patrañas somos capaces de conservar la autoestima, de aguantarnos los unos a los otros e incluso de aguantar el universo, que muy probablemente sea en sí mismo una mentira, una mentira piadosa y bien trabada, dirigida a enmascarar alguna remota verdad. Porque la sinceridad es una conducta depravada que despierta los peores instintos de la gente. En la hipótesis de un mundo de personas sinceras llegaría a tal extremo el número de asesinatos, violaciones, represalias y venganzas que el planeta estallaría como un globo de aire perforado por la aguja. Solo la mentira preserva al planeta de semejante catástrofe, y en eso no hay nada triste o penoso, porque la mentira no enturbia la vida: la mentira simplemente consigue que la vida, turbia o no, sea posible.
Otra cosa es que la sinceridad se permita maniobrar con claridad en círculos estrictos, entre personas escogidas. En esos secretos y amicísimos jardines, en esos íntimos parterres, la verdad puede cultivarse celosamente como una flor frágil y delicada, tanto más delicada cuanto más letales sean sus espinas. La verdad es cosecha tan arriesgada que debe contar con pocos beneficiarios. Y como Antón era mi amigo, yo consideraba que teníamos derecho a ser sinceros el uno con el otro. Por eso me atormentaba comportarme ante él como un hipócrita, como un impostor, como un magnánimo embustero. Y sentía la necesidad de acabar con esa farsa.
Antón tenía un aliento apestoso y esa condición le retrataba mejor que cualquier otra. Alguna sustancia nauseabunda brotaba de sus entrañas y retrepaba por su esófago como un veneno letal. A Antón le bastaba pronunciar una palabra para que esta viniera envuelta en una vaharada pestilente. Cierta patología no identificada impedía que pudiera abrir la boca sin desencadenar el retroceso de la humanidad entera, tras haber experimentado una náusea colectiva. Yo ignoraba el origen de aquel aliento abominable, pero llevaba muchos años padeciéndolo y contemplando cómo los demás lo padecían.
La rotundidad de aquel hedor había generado una conjura comunitaria para no confesárselo jamás. Así como los cornudos se enteran de la infidelidad más tarde que cualquiera (o incluso no llegan a enterarse nunca), la halitosis de Antón era un hecho desgraciado sobre el que se había urdido un voluminoso corpus de chistes, murmuraciones, leyendas urbanas y anécdotas reales o imaginarias, pero del que nada sabía su desdichado inspirador.
La llegada de Antón a un cóctel, a la presentación de un libro o a una reunión de profesores venía precedida por un alud de risas electrizantes, de esas que se acumulan en completo desconcierto cuando es el tema, más que el ingenio de los comentaristas, el que alimenta el regocijo. Su aparición hacía de amigos y colegas una agrupación de conjurados. Unidos por la posesión del secreto, todos forzaban la mandíbula y contraían los labios para reprimir las primeras sonrisas. Y luego, cuando por fin Antón se incorporaba al grupo, los más próximos recibían los sulfúricos compuestos de su aliento, otros más previsores retrocedían, anticipando una urgente visita al excusado (para reírse a gusto, para vomitar bajo el efecto de la vaharada, o simplemente para salvarse de la misma), y algunos otros, por último, respondían desde lejos al saludo de Antón con una risa destemplada e inoportuna, una risa que ocultaba a duras penas la clave tremenda del enigma.
En esas ocasiones, Antón hacía conmigo un aparte.
—Jorge, ¿cómo es esto? Apenas aparezco todos sonríen. ¿Es que tengo monos en la cara?
Monos en la cara. Una repentina asociación de ideas me hacía pensar entonces en primates enjaulados, en la pestilencia de un suelo terroso donde se mezclaran heces, orines, y restos de fruta y cacahuetes, pero no había peligro de que se me escapara alguna zoológica ironía, porque yo lograba recomponer el gesto tras el impacto del hedor, retrocedía lo suficiente como para evitar otra embestida química y respondía con cruel inexactitud:
—Son tus andares, Antón, siempre te lo he dicho: tienes unos andares algo cómicos.
Los andares anátidos de Antón. Aquello era cierto. A veces una verdad terrible se oculta tras una verdad menor. Pero eso no es lo peor de todo: una verdad menor nos hace aún más miserables, pues confirma en el que la recibe el fraudulento argumento de que somos de fiar.
Me sentía mal comportándome de ese modo pero confieso que, cuando mi amigo no estaba, yo también participaba de los chistes, alimentaba la difusión del hilarante anecdotario, colaboraba en la invención de nuevas hipérboles que acrecían la leyenda de su aliento turbador. Muchos lances de la vida de Antón solo se hacían explicables a la luz de aquel estigma: su juvenil obstinación por conquistar a Silvia y la obstinación con que ella lo rechazó durante años; su tormentosa aventura veraniega con una mujer vieja y difícil; su crónica dificultad a la hora de hacer amigos; su extraña y dolorosa soledad, que él no lograba explicarse.
El universo había conspirado para que Antón no tuviera noticia de aquella vertiente decisiva de su identidad. Eso no era un suceso extraordinario, porque el universo conspira del mismo modo para que los tipos pesados nunca sepan que lo son, para que los narradores de chistes malos se imaginen muy graciosos, para que a los racistas de taberna nadie los contradiga, para que los cónyuges engañados prolonguen su candorosa ignorancia, para que los apodos crueles lleguen a oídos de todos salvo a los de su víctima... Y yo era amigo de Antón, y Antón además me quería, y lo hacía con un afecto tan cálido que lograba enternecerme, un afecto al que yo procuraba asistir de lado, de lejos, de espaldas, a distancia, por correo, por teléfono, por control remoto, siempre bajo la premisa de no enfrentarme a su mirada (con el fin de que no leyera en mis ojos la verdad), ni a su boca (con el fin de evitarme otra azufrosa emanación). Antón jamás supo de Boca de Fuego, su álter ego, aquel personaje de ficción que había alcanzado en la ciudad proporciones míticas y del que se contaban cosas cada vez más inverosímiles: Boca de Fuego, héroe de cómic dotado de un arma invencible; Boca de Fuego, fanático de la guerra química; Boca de Fuego, legendario dragón con forma humana; dos gases de Boca de Fuego serían combustibles?; ¿no debería Boca de Fuego trabajar como anestesista? Yo asistía con deslealtad a aquellos derroches de imaginación colectiva.
Resuelto a acabar con ese estado de cosas, decidí contar a mi amigo la verdad. Además, yo me había casado y todo se estaba volviendo más difícil. Como Antón frecuentaba ahora nuestro hogar tuve que arrancar de mi mujer el juramento de que jamás le hablaría de su horrendo aroma bucal, pero teníamos dos hijos pequeños (a los que Antón colmaba de besos y regalos cada vez que venía a visitarnos) y me aterraba la llegada del momento en que los niños empezaran a hablar y manifestaran al fin lo que era obvio. Como se sabe, la crueldad de los niños llega al extremo de decir todo lo que pasa por sus cabezas sin reparar en el daño que producen. Los niños, de hecho, son unos seres diabólicos que profieren verdades como puños. Solo la edad nos introduce en la civilización. Y con ella en la gentileza del silencio, o en la misericordia de la mentira.
Pero Antón era mi amigo y yo sentía el imperativo moral de que supiera al fin de su desgracia, y que supiera de ella por mis labios, porque en otro caso la revelación de su halitosis no sería solo el acceso a una monstruosa verdad, sino también la demostración de una singular hipocresía, la mía, que se había prolongado a lo largo de los años y las décadas. Una tarde de invierno, después de que hubiera anochecido, me armé de valor, llamé a mi amigo y le exigí una cita. Fue una de esas llamadas expeditivas, sin explicaciones, que siempre despiertan en el emplazado un mal presentimiento. Antón acudió al encuentro con gesto preocupado.
—Jorge, ¿qué es lo que ocurre? —comenzó—. ¿Puedo ayudarte en algo?
Dudé un momento, pero una bofetada de aliento nauseabundo borró de mi conciencia todo signo de debilidad. Recordé el deber que me había impuesto y la necesidad de liquidar aquel remolino de embustes: tenía que hacer entrega a Antón de la monstruosa verdad y tenía que hacerlo de inmediato, en la seguridad de que una revelación semejante no podría venir acompañada de ninguna anestesia.
—Escucha, Antón —dije entonces, dispuesto a llevar mi franqueza hasta el final—. Tienes un aliento insoportable, tu boca emite un olor asqueroso que se extiende a metros de distancia. Perdóname, tenía que decírtelo. Yo soy tu amigo, Antón. Podemos, debemos hacer algo. Quizás algún especialista...
Seguí hablando durante algunos minutos, encadenando argumentos estúpidos, reflexiones absurdas, como el modo más seguro de diferir el instante terrible de comprobar su reacción. Es curioso, hay momentos en la vida en que, de alguna forma oscura, las personas alcanzamos cierta capacidad profética. Antón aún no había salido de su asombro (no había movido un solo músculo, no había formulado la más mínima respuesta), cuando todas las consecuencias de mi decisión se me hicieron visibles: por ejemplo, que iba a dejar de ser mi amigo y que jamás volvería a dirigirme la palabra. Aquella tarde nuestra amistad estalló en pedazos, como un cristal sobre el que alguien hubiera disparado un proyectil.
A la cólera de los primeros días le siguió la distancia, la hostilidad velada, la ausencia de su voz en el teléfono, las cómicas maniobras con las que me evitaba en los pasillos de la universidad. Vagas informaciones proporcionadas por terceros relataban que Antón había acudido a un especialista y que se había sometido a prolongados tratamientos. Las tenaces emanaciones de su estómago, los caldos gástricos, las bacterias, cualquiera que fuera el agente responsable de aquella podredumbre, pudo al fin ser conjurado. A partir de entonces, no hubo ocasión en que yo no viera a Antón mascando obstinadamente caramelos de menta, chicles de clorofila, o hablando de lado, al sesgo, en línea oblicua, como garantizando que el hálito de sus palabras no incidiera en el rostro de los otros.
Gracias a mí Antón pudo superar su intolerable mal aliento. Pero yo no estaba seguro de haber obrado correctamente. Debido a aquel estúpido arrebato había perdido a mi amigo y todo el mundo sabe que no hay enemistad más feroz ni hostilidad más manifiesta que la de un amigo que ya ha dejado de serlo: al fin y al cabo, se trata de alguien que sabe de nosotros demasiado, algo incómodo para los dos. Porque la sinceridad tiene estas cosas: su poder contaminante, su carácter fétido y amargo, su insufrible mal olor, un olor del que procuro alejarme cada vez que lo emiten los otros, y un olor que reprimo en mi garganta incluso cuando estoy con gente a la que quiero. La vida a ras de tierra es un inmenso agujero negro, más negro que todos los agujeros negros que salpican el universo. Yo creí en un tiempo remoto que la verdad podía ser un regalo, pero ahora lo único que deseo es no perder a los míos, aunque eso me exija asumir estrategias retorcidas, comportamientos maquiavélicos, conductas tan innobles y perversas que llegan incluso a avergonzarme. Por ejemplo, ser amable.

Pedro Ugarte