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martes, 5 de septiembre de 2017

Palabras por la Paz







El miedo a los bárbaros  (fragmento)

No basta con condenar la violencia. Si queremos impedir que vuelva a producirse, es preciso intentar entenderla, ya que nunca estalla sin razón. El brote de violencia que tuvo lugar en 2005, o más recientemente, no es una ex­cepción. Su origen se encuentra no tanto en el conflicto en­tre dos culturas cuanto en la ausencia de esa cultura inicial mínima que todo ser humano necesita para construir su identidad. Sus protagonistas sufren no el multiculturalis­mo, sino lo que los etnólogos llaman la desculturización. Los niños de las ciudades crecen a menudo en familias en las que el padre no está presente, o con un padre humilla­do y sin prestigio. Como la madre trabaja todo el día, o también ella está privada de toda integración social, no disponen de un marco en el que interiorizar las reglas de la vida en común. Desde los primeros cursos escolares se sienten excluidos. Suelen proceder de la inmigración, pero una o varias generaciones les separan de su origen, de modo que no disponen de una identidad anterior que co­locar en el lugar de la que tanto les cuesta construir donde viven. No siempre dominan perfectamente la lengua, y tampoco encuentran las condiciones necesarias para estu­diar tranquilamente en casa, donde no hay espacio y la te­levisión está todo el día encendida. Cuando alcanzan la edad de trabajar, no logran que los contraten, ya que no disponen de conocimientos específicos y su aspecto físico se considera poco fiable. Como no pueden acceder a nin­guna de las otras vías que conducen al reconocimiento so­cial, algunos de ellos se inclinan por la violencia y por la destrucción del marco social en el que viven.
Los extranjeros a los que deciden imitar no son los imams de El Cairo, sino los raperos de Los Ángeles. Sus inspiradores aparecen constantemente en la pequeña pan­talla, y también ellos se han atiborrado tanto de imágenes televisivas que confunden fácilmente ficción y realidad. No sueñan con el Corán, sino con el último modelo de te­léfono móvil, con zapatillas de deporte de marca y con vi­deojuegos. Se les muestra la riqueza, pero ellos viven en ciudades desprovistas de todo, encajonadas entre autopis­tas y vías de tren, sin calles bonitas, sin tiendas y sin servi­cios. Sus edificios baratos se caen a trozos, así que tanto da prenderles fuego. En alusión a las revueltas que tuvie­ron lugar en los barrios negros de las ciudades de Estados Unidos en 1968, Romain Gary hablaba de nuestra «socie­dad de provocación», una sociedad que «empuja al con­sumo y a la posesión mediante la publicidad [...] y al mis­mo tiempo deja al margen de ellos a una parte importante de la población». No es pues sorprendente, concluye, que «ese joven acabe lanzándose a la primera ocasión sobre los productos expuestos detrás de los escaparates». Aun­que no debemos excusarlo, es urgente y crucial enten­derlo. Sólo la demagogia más simplista confunde estos dos verbos.

Tzvetan Todorov


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a nuestros amigos Elisabet y Miquel Uyà