Blogs que sigo

lunes, 28 de agosto de 2017

Leyendo





Carta de su padre       (8)

Lo que acabo de decir puede sorprender. Esa últi­ma parte, quiero decir. Pero desde que morí en 1931, sé que el mundo ha cambiado mucho. La gente, inclu­so padres e hijos, habla de cosas de las que no se de­bería hablar. La gente no se avergüenza de leer cual­quier cosa, incluso diarios privados, incluso cartas. No hay vergüenza en ninguna parte. En eso también te adelantaste a tu época, Franz. No te daba vergüenza escribir en tu diario, que tu amigo Brod publicaría -tú tenías que haber sabido que lo publicaría todo, que se ganaría la vida a nuestra costa- cosas que han llevado a uno de los famosos expertos en Kafka a es­tudiar los ruidos en nuestro piso de Praga. Sobre mí escribió: «No hubiera estado en consonancia con el ca­rácter de Hermann Kafka el reprimir los ruidos que le apetecía hacer durante el acoplamiento; no hubiera estado en consonancia con Kafka, que era ultrasensi­ble al ruido y haber crecido con esos ruidos a su alre­dedor, el mencionar el sufrimiento que le causaban.»
Dejaste escrito para que todos lo leyeran que ver el pijama de tu padre y el camisón de tu madre sobre la cama te asqueaba. Permíteme hablar también libre­mente, como todo el mundo. En esa cama fuiste he­cho. Eso me asquea a mí: tu asco de un lugar que te debería resultar sagrado, un lugar por el que deberías tener el mayor respeto. Sin embargo, tú eres el que se lamentó de mi vulgaridad cuando te sugerí que de­bías procurarte una mujer -comprada, alquilada ­en vez de tratar de probarte a ti mismo que eras un hombre al fin a los treinta y seis años, casándote con una buscona judía de Praga que agitaba sus tetas bajo su delgada blusa. Sí, me refiero a esa Julie Wohryzek, la hija del zapatero, tu segunda novia. Incluso tuviste la insolencia de lanzarme la observación a la cara, en esa carta que no enviaste pero que, de todos modos, he leído, lo he leído todo ahora, aunque dijiste que puse «En la Colonia Penitenciaria» en la mesilla de noche y no volví a mencionar el libro.
Tengo que hablar de otro asunto del que no trata­mos, padre e hijo, cuando ambos estábamos vivos -de acuerdo, fue culpa mía, quizá tengas razón, como ya he dicho eran otros tiempos... Mujeres. Tengo que sacar el tema porque -pobre hijo mío- el matri­monio era «el mayor temor» de tu vida. Eso has es­crito. Hablas de tus intentos de explicar por qué no podías casarte -de ellos depende «el éxito» de la carta entera que no enviaste. Según tú, casarse, fundar una familia, era «lo máximo que un ser humano po­día hacen>. Sin embargo, no podías casarte. ¿Cómo debe entender eso un ser humano corriente? Escri­biste más de un cuarto de millón de palabras a Felice Bauer, pero no podías ser su marido. Hiciste que tus padres pasaran por la comedia de ir hasta Berlín para una fiesta de compromiso (a propósito, hay una fo­tografía que hiciste sacar, la feliz pareja, en los libros que se escriben sobre ti). El compromiso se rompió, luego se rehizo, luego se rompió otra vez. ¿Te extra­ña? Cualquiera que entre en una librería o en una bi­blioteca puede leer lo que escribiste a tu novia cuando tu hermana Elli dio a luz a nuestra primera nieta. Sólo sentiste desagrado, repudio de tu cuñado porque «yo nunca tendré un hijo». No, no con la chica Bauer, no dentro de un matrimonio decente, como el hijo de cualquier otra persona, pero he averiguado que tuvis­te un hijo, eso dice Brod, con una mujer, Grete Bloch, a la que se tenía por la mejor amiga de la chica Bauer, que incluso actuó de casamentera entre vosotros. ¿Qué dices a eso? Quizás no lo sabías. No lo sé. (Así es como eras de irresponsable.) Dicen que ella se fue. Quizá nunca te lo dijo.

Nadine Gordimer