Blogs que sigo

martes, 11 de julio de 2017

Sant Pau Recinte Modernista


El viaje del cantero

Un cantero muy hábil vivía al pie de una montaña. Poseía el don de ele­gir los mejores bloques de la cantera, de extraerlos en un abrir y cerrar de ojos, de tallarlos con destreza. El dominio de su arte le proporcionó una buena repu­tación, que se divulgó hasta la cabeza de partido. Un rico comerciante le hizo ve­nir para encargarle unos peldaños de arenisca rosada con el fin de reemplazar su vieja escalera de madera carcomida. Durante su trabajo, el cantero pudo contemplar con toda tranquilidad la esplén­dida vivienda del burgués, sus muebles de madera preciosa, sus copiosos manja­res, sus numerosos sirvientes, su mujer y su concubina acicaladas con sus vesti­dos de seda.
Cuando el artesano regresó a su casa, el contraste fue tan sobrecogedor que le embargó la nostalgia. Pese a su talento, se extenuaba para lograr apenas alimen­tar a su numerosa descendencia. Estaba condenado a vivir en una casa en ruinas, estrecha y llena de humo, a comer ga­chas de arroz en compañía de su mujer mal vestida, en medio de su ruidosa chi­quillería. ¡Jamás llegaría a tener la bue­na vida del burgués!
A la mañana siguiente, el cantero partió hacia la montaña. Sin ánimo para trabajar, abandonó el sendero que con­ducía a la cantera y tomó el que subía hacia la cabaña de bambú de un taoísta. El viejo anacoreta, del que se decía que era inmortal y mago, le sirvió una tisa­na agridulce y le preguntó qué tormen­to le había conducido hasta su humilde retiro. El artesano le contó su visita a la casa del burgués y finalmente se lamentó de su suerte.
-Quien ha percibido la ilusión de este mundo cambiante -contestó el sabio-, quien se ha abierto al Tao, no querría cambiar su choza por un palacio. Pero ¿cómo renunciar a lo que no se conoce?
Y el anciano esbozó con su mano una especie de ideograma, murmurando a la vez unas palabras impenetrables.
El cantero se encontró de pronto ocu­pando el lugar del rico comerciante, en su suntuosa casa ¡ornada con una nueva escalera de arenisca rosada! No se plan­teó ya pregunta alguna y se apresuró a disfrutar al máximo de esa vida opulen­ta y delicada.
Unos días después, mientras vagaba por la calle principal del lugar, el cante­ro vio que la multitud se apartaba para dejar paso a un cortejo. Era el prefecto en viaje de inspección, confortable­mente instalado en un palanquín dora­do, rodeado de sus lacayos y de sus guardias rutilantes. Totalmente boquia­bierto, el hombre de las montañas se paró en medio del paso para contem­plar el espectáculo, deteniendo de este modo la procesión. Los guardias se aba­lanzaron sobre él y presentaron al man­darín al desgraciado que había tenido la desfachatez de detener su palanquín. El dignatario, furibundo, lo condenó a recibir cien bastonazos y a pagar cien taeles de plata. ¡No se ultraja impune­mente al representante del Hijo del Cielo!
Nuestro cantero lamentó no haber preferido desear ser prefecto... ¡y de inmediato se encontró en el palanquín dorado!
Cuando el cantero descubrió el pala­cio del mandarín, no daba crédito a sus ojos. Maderas lacadas, estatuillas de jade y de marfil, manjares refinados, seduc­toras concubinas con delicados vestidos de satén; tanto lujo hacía que la cabeza le diera vueltas. En el colmo de la felicidad, pensó que había llegado al reino de los Inmortales.
Pero nuestro dignatario, que carecía de la experiencia de su predecesor, fue un buen día convocado a la Ciudad prohi­bida, donde se le comunicó que Su Alte­za Imperial, a la vista de las numerosas quejas contra su persona, lo destituía de sus funciones y lo enviaba a combatir contra los bárbaros del norte.
Nuestro cantero lamentó no ser em­perador. De ese modo, al menos, no ten­dría que rendir cuentas a nadie, y sería el dueño del mundo. Disfrutaría además del palacio más grandioso que ojos mor­tales pudiesen contemplar.
Y por el poder del taoísta de la mon­taña, el cantero se encontró sentado so­bre el trono imperial.
Pero el nuevo emperador, al no en­tender gran cosa de la jerga diplomática ni del estereotipado lenguaje político, dejó que sus ministros gobernaran en su lu­gar. Prefirió hacer tareas de jardinería en los jardines deliciosamente diseñados de la Ciudad prohibida y apoltronarse en los acogedores divanes del gineceo. Con su inocencia, el cantero había puesto en práctica, sin saberlo, el precepto de Lao Tse: Por la virtud del no-obrar se man­tiene el orden natural.
Pero un Hijo del Cielo no se improvi­sa impunemente, y sin duda éste desa­tendió algún rito ancestral que mantenía la armonía entre el Cielo y la Tierra. Una terrible sequía se abatió sobre el Imperio del Medio. Los cursos de agua y los estanques se secaron, los manan­tiales y los pozos se agotaron. Incluso a la sombra de los muros del jardín de la Ciudad prohibida, el calor canicular hizo estragos. Bajo el sol de plomo, las peo­nías, las rosas, las orquídeas, los bambú­es y los bosquecillos enanos murieron de sed entre las manos enternecidas del emperador. El soberano más poderoso del mundo comprendió que el astro so­lar era superior a él. Y el cantero la­mentó profundamente no reinar en el cielo en su lugar.
Desde su lejana montaña, el viejo taoísta captó de inmediato su pensa­miento, pues, de repente, el insaciable cantero se encontró pavoneándose sobre la bóveda celeste. Desde ahí podía im­poner su poder en toda la superficie de la Tierra, acariciar y hacer cantar la diversidad de paisajes, de cosas y de seres. Y admirar sin cesar su obra renovada. Hasta el día en que las nubes regresaron. Al principio se quedó tuerto, después, totalmente ciego. Ya no podía disfrutar del espectáculo que creaba. Sintió rabia. La nube, ese vapor inconsistente, era, pues, más poderosa que él, hoguera ar­diente. Lamentó no estar en su lugar.
El sabio de la montaña ejecutó su pequeño truco, y nuestro cantero se en­contró convertido en nube. Durante algún tiempo le hizo la burla al sol, lanzándo­le al desgaire su pantalla de humo. Pero pronto fue arrastrado por una corriente de aire taciturno que lo zarandeó en las seis direcciones, lo deshilachó, lo desgarró. Estaba sin fuerzas a merced del viento. Había encontrado a su amo, sin duda el más poderoso, el más huidizo del uni­verso. Lamentó no haber pensado antes en ello.
Por el poder del viejo sabio, el can­tero fue soplo de viento. Cobró veloci­dad, vigor, se transformó en un temible huracán. Se divertía derribando árboles, aventando tejados, desplomando muros. Una alta montaña lo detuvo. Se ensañó con ella, trató de sacudirla, de arrancar­la, de escalarla. Todo fue inútil. Se que­dó sin aliento. Había encontrado, por tanto, algo más fuerte que él. Deseó ser montaña.
Y por la magia del Tao, el cantero fue un pico altivo, coronado de nubes. Era inamovible e insensible a la nieve y a los rayos de sol. Pensaba haber alcanzado la felicidad suprema de un Inmortal. Pero pestañeó, manifestando una pequeña molestia. ¡Le picaba un dedo del pie y no podía rascarse! ¡Qué exasperante resul­taba! ¡Insoportable, incluso! Finalmente, a través de una brecha en la bruma divisó a un ser humano minúsculo, un miserable mortal, que llevaba un mazo en la mano. ¡Era un humilde cantero, un ser insignificante, quien le comía la moral! No había, por tanto, nada más poderoso en el mundo que ese pobre individuo...
Y tras el viaje mágico que el sabio le hizo hacer, el cantero se encontró de nuevo en su cantera, al pie de la monta­ña. Admiró el paisaje como si sus pier­nas nunca le hubiesen llevado hasta este lugar. Luego se puso manos a la obra, cantando a voz en grito. Al anochecer re­gresó a su casa, besó complacido a su mujer y a sus hijos, que le parecieron más hermosos y más auténticos que los cortesanos. Y nunca más se quejó de su suerte.

No busques la felicidad
en el vergel de tu vecino.
Cava más bien en el interior
de tu jardín.

Pascal Fauliot