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martes, 6 de junio de 2017

Met Publications





El álbum

El consejero honorario Kratérov, delgado, y fino como la aguja del Almirantazgo, se adelantó y, dirigién­dose a Zhmíjov, dijo:
-¡Su Excelencia! Movidos y conmovidos hasta el fondo del alma por sus largos años de jefatura y por su patriarcal tutela...
-Durante más de diez años enteros -le apuntó Za­kusin.
-Durante más de diez años enteros, sus subordina­dos, en este... día... tan señalado para nosotros, ofrece­mos a Su Excelencia, como prueba de nuestro respeto y profundo agradecimiento, este álbum con nuestros re­tratos y deseamos que todavía durante mucho tiempo, mucho, hasta la misma muerte, no nos deje en el transcurso de toda su ilustre vida...
-Con sus paternales admoniciones para que sigamos el camino de la verdad y del progreso...   -añadió Za­kusin, secándose el sudor que de pronto le había perlado la frente; por lo visto, sus deseos de hablar eran muchos y tenía preparado un discurso-. ¡Y que tremole su estandarte -terminó diciendo- todavía durante muchos años, muchos, por los campos del genio, del trabajo y de la conciencia social!
Una lágrima se deslizó por la mejilla izquierda, surcada de arrugas, de Zhmíjov.
-¡Señores! -dijo éste con voz temblorosa-. No esperaba, no tenía la menor noción de que se disponían­ ustedes a conmemorar este modesto aniversario mío... Estoy emocionado... muy emocionado... Recordaré este momento hasta la tumba y crean... crean, amigos míos, que nadie desea tanto su bien como se lo deseo yo... Si alguna vez he sido severo, ha sido únicamente en be­neficio de ustedes mismos...
Zhmíjov, consejero de Estado, besó al consejero hono­rario Kratérov, quien no esperaba tanto honor y palide­ció de emoción. Luego, el jefe, dando a entender que la suya le impedía seguir hablando, hizo un gesto con la mano y se puso a llorar como si en vez de recibir en ofrenda el valioso álbum se lo quitaran... Sosegado un poco, después de pronunciar aún otras palabras que le salían del corazón, y después de permitir que todos le estrecharan la mano, bajó a la calle entre jubilosos gri­tos, subió al coche y partió, acompañado de un sinfín de bendiciones. Al tomar asiento en el coche sintió en el pecho un aflujo de gozosos sentimientos, ignotos para él hasta entonces, y volvió a llorar.
En su casa le esperaban nuevas alegrías. Allí, su fami­lia, sus amigos y conocidos le tributaron tal salva de aplausos que él tuvo la impresión de haber prestado, en efecto, grandes servicios a la patria, hasta el punto de que mal le habrían ido las cosas a la patria de no haber existido él en el mundo. El banquete fue un rosario de brindis, discursos, abrazos y lágrimas. En una palabra, Zhmíjov no esperaba de ningún modo que sus méritos fueran apreciados en tan alto grado.
-¡Señores! -dijo, antes de tomar los postres-. Hace dos horas me he sentido recompensado por todos los sinsabores que experimenta quien presta sus servicios, por así decirlo, no pro forma, no ateniéndose a la letra de las disposiciones, sino movido por el sentimiento del deber. Durante todo el tiempo de mi labor me he atenido in­variablemente al principio de que el público no existe para nosotros, sino que nosotros existimos para el públi­co. ¡Hoy he recibido por ello la más alta de las recom­pensas! Mis subordinados me han ofrecido un álbum... ¡Helo aquí! Estoy emocionado.
Alegres fisonomías se inclinaron sobre el álbum y se pusieron a examinarlo.
-¡Qué bonito! -exclamó Olia, la hija de Zhmíjov-. Costará por lo menos cincuenta rubios. ¡Qué maravilla! Oye, papaíto; dame el álbum. ¿Oyes? Lo conservaré muy bien... ¡Es tan bonito!
Después de comer, Ólechka se llevó el álbum a su cuarto y lo guardó bajo llave en su mesa. Al día siguien­te sacó las fotografías de los funcionarios, las tiró al sue­lo y en su lugar colocó las de sus amigas de instituto.
Las levitas de uniforme cedieron su puesto a las blancas pelerinas. Kolia, el retoño de Su Excelencia, recogió las cartulinas de los empleados y pintó de rojo sus unifor­mes. A los que no llevaban bigote, les dibujó bigotes ver­des; a los que iban sin barba, les pintó barbas marrón.
Cuando no quedaba ya nada para pintar, recortó las figuras, les pinchó los ojos con alfileres y empezó a jugar con ellas a soldados. Recortó al consejero honorario Krá­terov y lo pegó en una cajita de cerillas; de este modo lo llevó al gabinete de su padre.
-¡Papá, un monumento! ¡Mira!
Zhmíjov se echó a reír a carcajadas, balanceando el cuerpo; enternecido, estampó un fuerte beso en la me­jilla de Kolia.
-¡Vete, vete, travieso! Enséñaselo a mamá. Que lo vea ella también.

Anton Chejov