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miércoles, 31 de mayo de 2017

Literatura i Territori









Cándido                                                               (capítulo xxx)                       

Cándido, en el fondo de su corazón, no tenía ganas de casarse con Cunegunda, pero la impertinencia del barón le determinó a casarse; además, Cunegunda insis­tía tan vivamente, que no podía negarse a ello. Consultó a Pangloss, a Martin y al fiel Cacambo. Pangloss dijo que recordaba muy bien que el hermano de Cunegunda no tenía ningún derecho y que ella podía, según todas las leyes del imperio, casarse con Cándido si así lo de­seaba. Martin dijo que había que tirar el barón al mar; Cacambo decidió que debían enviarle a galeras otra vez, devolviéndolo al patrón y, después de esto, llevarlo a Roma para ver al padre general, en el primer barco. El consejo le pareció muy bueno; la vieja lo aprobó. No se dijo nada a la hermana; se llevó a cabo el asunto con algún dinero y tuvieron el placer de atrapar a un jesuita y de castigar el orgullo de un noble alemán.
Es natural imaginar que, después de tantos desastres, Cándido, casado con su amada y viviendo con el filósofo Pangloss, el filósofo Martín, el prudente Cacambo y la vieja, habiendo cogido tantos diamantes de la patria de los antiguos incas, gozaría de la vida más agradable que se pueda imaginar; pero los judíos le robaron tanto, que sólo le quedó el cortijo y pocas cosas más; su mujer, cada día más fea, se volvió áspera e insoportable; la vieja, inválida, aún estaba de peor humor que Cune­gunda. Cacambo, que trabajaba en el jardín y que iba a vender legumbres a Constantinopla, tenía demasiado trabajo y maldecía su destino. Pangloss se sentía deses­perado porque no estaba en ninguna universidad alemana. En cuanto a Martín, se hallaba firmemente convencido de que, a pesar de todo, nada va bien, pero tomaba las cosas con paciencia. Cándido, Martín y Pangloss dis­cutían algunas veces de metafísica y de moral. Se veían pasar por las ventanas del cortijo barcos cargados de reyes, nobles y cadís que iban al exilio de Lemos, Mitile y Erzeroum; también se veían llegar a otros cadís, reyes y nobles que ocupaban la plaza de los anteriores y que también eran expulsados. Se veían cabezas hermosamente disecadas que se iban a presentar a la Sublime Puerta. Tales espectáculos promovían conversaciones y, cuando no se discutía, el aburrimiento era tal, que la vieja osó decir un día:
-Querría saber qué es peor, si ser violada cien veces por piratas negros, tener una nalga cortada, pasar por las varas de los búlgaros, ser apaleado y colgado en un auto-da-fe, ser disecado, remar en la galera, pasar todas las miserias posibles, o vivir aquí sin hacer nada.
-Es un gran interrogante -repuso Cándido.
Este discurso hizo renacer nuevas discusiones, y Martin decidió que el hombre había nacido  para vivir en las convulsiones de la inquietud, más que en el letargo del aburrimiento. Cándido no estaba de acuerdo, pero tampoco decidía nada. Pangloss afirmaba que siempre había sufrido muchísimo; pero como había sostenido una vez que todo iba de maravilla, lo sostendría siem­pre y no creería nada más.
Un hecho sirvió para reafirmar a Martin en sus detes­tables principios, acrecentar las dudas de Cándido y comprometer a Pangloss. Este hecho surgió un día que vieron llegar al cortijo a Paquette y al hermano Giroflée en la más absoluta miseria; habían gastado rápidamente las tres mil piastras, se habían alejado, se habían vuelto a encontrar, se habían peleado y habían sido puestos en prisión, habían huido de ésta y, finalmente, el hermano Giroflée se había hecho turco. Paquette seguía con su oficio, a pesar de todo, y casi no ganaba nada.
-Ya os advertí -comentó Martin a Cándido-, que gastarían rápidamente vuestras ofrendas y se harían aún más miserables. Vos y Cacambo habéis tenido mi­llones de piastras, pero no habéis sido más felices que Paquette y el hermano Giroflée.
-¡Ah! -dijo Pangloss a Paquette-. El cielo os envía aquí entre nosotros. ¡Mi pobre niño! No sabéis que me habéis costado la punta de la nariz, un ojo y una oreja. ¿Qué os ha ocurrido? ¡Eh! ¿Qué es este mundo?
Esta nueva aventura les sirvió para filosofar aún más.
Vivía en los alrededores un funcionario muy famoso que era considerado como el mejor filósofo de Turquía. Fueron a consultarlo. Pangloss llevó la voz cantante y dijo:
-Maestro, os venimos a preguntar por qué fue creado un animal tan extraño como el hombre.
-¿Por qué te interesas en estos asuntos? -le con­testó el árabe-. ¿Es tu caso?­
-Pero, mi reverendo padre -objetó Cándido-, hay mucho mal en la tierra.
-¿Qué importa que haya mal o bien? Cuando Su Al­teza envía un barco a Egipto, ¿se preocupa de que los ratones que hay en el barco se encuentren a gusto?
-¿Qué hay que hacer, pues? -preguntó Pangloss.
-Callar -declaró el otro.
-Me halagaría  -opinó Pangloss- que razonaseis con nosotros sobre los efectos y las causas, sobre el mejor de los mundos posibles, sobre el origen del mal, sobre la naturaleza del alma, y sobre la armonía pre­establecida.
Cuando oyó estas palabras el funcionario, le cerró la puerta en las narices.
Durante esta conversación corrió la noticia de que acababan de estrangular a dos visires y al mufti de Constantinopla y que habían degollado a muchos de sus amigos. Durante algunas horas, esta catástrofe causó una conmoción enorme en todas partes. Pangloss, Cándido y Martin, cuando volvían al cortijo, encontraron a un viejo que tomaba el fresco a la puerta de su casa, rodeada de naranjos. Pangloss, que era tan curioso como pensador, le preguntó el nombre del muftí que acababan de estrangular.
-No sé nada de eso -respondió el buen hombre-. No he sabido nunca el nombre de ningún muftí ni de ningún visir. Ignoro el asunto de que me habláis. Creo que, en general, todos los que se meten en asuntos públicos algún día mueren miserablemente, y se lo mere­cen; pero no sé nada de lo que sucede en Constantino­pla. Me contento con enviar a vender los frutos que recojo en mi jardín.
Habiendo dicho estas palabras, hizo entrar a los extranjeros en su casa; sus dos chicas y sus dos chicos les presentaron muchas clases de sorbetes que hacían ellos mismos, kaimak picado de cortezas de cidra confitada, naranjas, limones, bananas, pistachos, café moka, que no se había mezclado con el mal café de Batavia y de las islas. Después de esto, las hijas de aquel buen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, de Mar­tin y de Pangloss.
-Debéis de tener -manifestó Cándido al turco- ­una tierra grande y magnífica.
-Sólo poseo veinte agrimensuras -respondió el tur­co-. Las cultivo con mis hijos; el trabajo nos libra de nuestros tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la  necesidad.
Cándido, de vuelta a su casa, reflexionó profundamen­te sobre el discurso del turco. Dijo a Pangloss y a Martín:
-Ese buen viejo me parece que tiene mejor suerte que los seis reyes que encontramos en Venecia y con quienes cenamos.
-Las grandezas son muy peligrosas -comentó Pan­gloss-, según la opinión de todos los filósofos. Porque, al fin y al cabo, Eglon, rey de los moabitas, fue asesina­do por Aod; Absalón fue colgado por los cabellos y atravesado por tres dardos; el rey Nadab, hijo de Jera­boam, fue asesinado por Baasa; el rey Ela, por Zambri; Ososcias, por Jehu; Ayhalia, por Joiada; los reyes Joa­quim, Jesoniosas y Sedecias fueron esclavos. ¿Sabéis cómo murieron Creso, Astiages, Darío, Dionisio de Sira­cusa, Pirro, Perseo, Aníbal, Yugarta, César, Pompeyo, Nerón, Otón, Vitelio, Ricardo II de Inglaterra, Eduar­do II, Enrique IV, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de Francia, el emperador Enrique IV, sabéis...?
-También sé -objetó Cándido- que tenemos que cultivar nuestro jardín.
-Tenéis razón  -repuso Pangloss-. Pues cuando el hombre fue colocado en el jardín del Edén, lo fue ut operatur eum para que trabajara: esto prueba que el hombre no ha nacido para el descanso.
-Trabajemos sin pensar -dijo Martin-; es el único camino para llevar una vida soportable.
La pequeña comunidad aceptó este loable plan; cada uno se puso a ejercer sus facultades. La poca tierra que tenían produjo mucho. Cunegunda, es verdad, se había vuelto muy fea; pero se convirtió en una excelente pastelera; Paquette bordó; la vieja cuidaba de la ropa. Hasta el hermano Giroflée trabajó, fue un buen carpintero y se volvió honrado.
Pangloss decía algunas veces a Cándido:
-Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posibles: porque, a pesar de todo, si no os hubieran echado a patadas del castillo por el amor hacia Cunegunda, si no hubierais sido condenado por la Inqui­sición, si no hubieseis recorrido América a pie, atrave­sado con la espada al barón y perdido todos los carne­ros del país de Eldorado, no comeríais cidras confitadas ni pistachos.
-Todo eso está bien dicho -respondió Cándido-, pero es preciso cultivar nuestro huerto.

Voltaire


lunes, 29 de mayo de 2017

No somos invisibles
















                      No somos invisibles










                                  No somos invisibles


                             








                       No somos invisibles


¡Piú avanti!

No te des por vencido, ni aun vencido, 
No te sientas esclavo, ni aun esclavo; 
Trémulo de pavor, piénsate bravo, 
Y arremete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido, 
Que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo; 
No la cobarde intrepidez del pavo 
Que amaina su plumaje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora, 
O como Lucifer, que nunca reza, 
O como el robledal, cuya grandeza 
Necesita del agua y no la implora... 
¡Que muerda y vocifere vengadora, 
Ya rodando en el polvo tu cabeza! 

Pedro B. Palacios    (Almafuerte)


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Marta y Martín y la queremos acompañar con un grito, advertencia o canto: ¡¡¡Que no se nos haga de noche!!!

sábado, 27 de mayo de 2017

Caixa Galicia - Museo Dolores Olmedo



La propiedad

En esa propiedad de campo que daba sobre el mar, cuyo jardín no tenía flores por culpa del viento, pero toda suerte de cascadas, de grutas, de fuentes y de glorietas, vivíamos en un Edén. La señora a veces iba a la ciudad y durante su ausencia yo aprovechaba para descansar. Bonita como nadie, yo salía esos días y bajaba a la playa, con el kimono y las sandalias puestos; no llevaba ninguna uña sin barniz, ninguna pierna sin depilar.
Aproveché las vacaciones, que pasaron en un abrir y cerrar de ojos, para someterme a operaciones de cirugía estética: empecé por la nariz, después fue el turno de los ojos y de los senos. Los médicos no me cobraban nada. Yo no tenía inconveniente en prestarme para experimentos de esos, porque me atendían médicos importantes y serios, verdaderos doctores y no practicantes que la matan a una, prometiendo el oro y el moro.
No había propiedad en el continente tan bonita como esa. Muchos huéspedes millonarios venían a alojarse y pasaban días, a veces semanas, a veces meses, en la casa. La señora era buena, tanto para las visitas como para la servidumbre. Mi trabajo era agradable. No enceraba pisos, ni limpiaba vidrios, que es tan engorroso.
Lo que más me costaba era levantarme a las seis y media de la mañana: ni la limpieza de los baños, ni atender el teléfono cuando me colgaban el tubo, me desagradaba tanto como ese momento en que abandonaba mis castillos en el aire, para levantarme y servir los desayunos, que no es trabajo de cocinera.
En aquella mansión, en lugar de flores, peces rojos, que nadaban en sus peceras como Pedro por su casa, adornaban los dormitorios. Esta era una de las tantas originalidades de la patrona. Además de ser generosa, mi señora era bonita y rubia como el trigo, «tal vez un poquito delgada para su estatura», decían el panadero Ruiz y Langostino, el del muelle, que eran unos envidiosos; para mí, estaba en su peso. Pero ella nunca estaba satisfecha. Siempre quería adelgazar más: ¡Qué pecado! El tratamiento de un especialista, con hormonas, que valían un ojo de la cara, le hizo aumentar cuarenta kilos, que rebajaba fácilmente, sin querer, y comiendo como un tiburón o como un pajarito. ¡Cuántas veces la sostuve en mis brazos, llorando porque no había bajado de peso o porque había subido injustamente, con muchos sacrificios! Una vez me resfrié de tantas lágrimas que recibí sobre los hombros. ¡Yo era su paño de lágrimas!
-Si fuera pobre como yo, no se alimentaría tan mal -le decía para consolarla-. Peor sería parecer un elefante como la señora Macuri, o un palillo de dientes como doña Selena, o el hambre en la India, como otras de sus invitadas -yo agregaba con el corazón en la mano. Ella me hacía callar. Sabía que era perfecta, pero se encaprichaba con la misma retahíla: gorda y flaca, flaca y gorda.
Desde las ocho de la mañana, los compañeros llevaban las peceras al jardín para cambiarles el agua y dar comida a los peces, que eran unos comilones.
Las persianas cerraban bien, tan bien que se necesitaban maña y fuerza para abrirlas. Un día uno de los invitados me llamó para que abriera una de ellas.
-Yo me ahogo en esta casa. Es bonita, pero las persianas no se abren.
Se lo conté a la señora y aprovechó para no invitar más al desagradecido, que nunca me dio propina, ni cuando le buscaba los zapatos debajo de la cama, que no era mi trabajo.
La señora me trataba bien, salvo cuando se enojaba y eso sucedía todos los días: por una puerta abierta, por un sillón colocado en otro sitio, por una basurita que había caído en un rincón, por los bichofeos que ensuciaban las sillas de la terraza. ¡Qué culpa tenía yo!
La señora era elegante. Con verdadera pena, yo veía envejecer los trajes, los zapatos, los guantes, la ropa interior, que iba a regalarme. No soy interesada. A veces, si caía el lápiz de rouge al suelo, me lo regalaba; si le faltaba un solo diente al peine, aunque fuera de carey, también me lo regalaba. No mezquinaba los perfumes: el perfume desaparecía de a medio frasco por día: las visitas tenían todas el mismo olor relajante de algunas flores, que no me dejan dormir de noche.
Las mallas de baño, yo las estrenaba nuevecitas, porque el día en que la señora las compraba ya le parecían horribles, por esto, por lo otro y por lo de más allá. Yo era muy feliz en aquella vida de abundancia y de lujo: nunca faltó vino en mi comida, ni café, ni té, si lo quería. Los remedios viejos y los postres que habían salido mal, me los regalaba para mi madre enferma, que la adoraba como yo.
Todo cambió cuando llegó Ismael Gómez. La señora ya no me regaló sus vestidos viejos, ni sus remedios, porque Ismael Gómez pretendía que cuanto más viejo era un traje o un remedio, sentaban mejor. Las comidas también cambiaron: me obligaron a preparar muchos postres con crema y huevo batido, mucho merengue con dulce de leche, y yemas quemadas, que me hacían mal al hígado. Ismael Gómez tenía una verdadera adoración por la señora pero la respetaba, eso sí. No la dejaba mover, le alcanzaba cualquier cosita que necesitaba. Todo el día le ofrecía algo de comer, le compraba bebidas finísimas y el no compartía nada, como si no quisiera abusar de las riquezas de la señora. La gente decía que era un pan de Dios, pero yo no lo tragaba. En aquella época la señora tomó a su servicio a un cocinero gigante, recomendado por Ismael Gómez. Me sacaron de la cocina sin decir agua va. Las comidas cambiaron de nuevo. Enormes postres de cuatro pisos, adornados con figuras aparentemente alegres, desfilaban a diario por el comedor. Con el tiempo descubrí que esas figuras hechas de merengue rosado, que en el primer momento me parecían tan bonitas, representaban calaveras, monstruos con cuatro cabezas, diablos con guadañas, en fin, todo un mundo de cosas horribles, que mi señora no advirtió, porque no era maliciosa; yo no me atreví a explicarle nada. Resolví, sin embargo, vigilar las comidas, y a las horas en que preparaban las fuentes, entraba intempestivamente en la cocina, donde me recibían de mala gana.
Ismael Gómez redobló sus cuidados con la señora. No permitía que se molestara ni para ir al Banco. Durante varios días, en un cuaderno con hojas cuadriculadas, como un nene que no sabe escribir, se ejercitó en imitar la firma de la señora, hasta que nadie pudo distinguir qué mano había escrito aquellas líneas.
Varias veces me escondí detrás de la puerta, para oír las conversaciones entre la señora e Ismael Gómez, al atardecer, antes de que nos fuéramos a la cama. Yo presentía que alguna desgracia iba a suceder en la casa, pero no podía explicar en qué fundaba mis presentimientos. Tuve que consultar a un médico, porque durante varias noches tuve pesadillas que me dejaron afiebrada.
Mis presentimientos se cumplieron el día en que vi a mi señora acostada con perfil de santa, entre coronas de flores blancas, en la capilla ardiente. Yo llegaba de casa de mis tías, donde había pasado un mes de vacaciones, y pregunté en la puerta, sujetando con la mano mi corazón, que latía como un despertador:
-¿Dónde está la señora?
-Está en la sala, de cuerpo presente -me respondieron.
Se me doblaron las rodillas. En los espejos yo parecía ni más ni menos que una enana. ¿Quién es ésa?, pensé, y era yo. Entré en la sala llorando como una Magdalena. El señor Ismael Gómez me tomó del brazo y me dijo:
-Tengo que darte una buena noticia. La señora te deja una pequeña fortuna, a condición de que cuides esta casa, que ahora es mía, como la cuidaste siempre para mí y para ella, que seguirá viviendo en nuestra memoria -y agregó, conteniendo las lágrimas-: ¡Ya ves lo que es la vida! No quiso ser mi novia y ahora es la novia de la muerte, que es menos alegre que yo.
Un zumbido de moscardones llenó la sala: mujeres enlutadas rezaron. Perdí la cabeza.
Me arrojé en los brazos que Ismael Gómez me tendía como un padre y comprendí que era un señor bondadoso.

Silvina Ocampo

jueves, 25 de mayo de 2017

Lemus





El gato y la carne

Un hombre tenía una mujer de carácter desabrido, sucia y mentirosa, que derrochaba todo lo que su marido traía a la casa. Un día, este hombre, que era muy pobre, compró carne para obsequiar a sus invitados. Pero la mujer se la comió a escondidas, rociándola con un poco de vino. En el momento de la comida, el hombre le dijo:
"¡Los invitados están aquí! ¿Dónde está la carne y el pan? ¡Sirve a mis invitados!
-El gato se ha comido toda la carne, respondió la mujer. ¡Vuelve a comprar, si quieres!»
El hombre tomó entonces al gato y lo pesó en una balanza. Encontró que el animal pesaba cinco kilos. Exclamó:
"¡Oh, mujer mentirosa! ¡La carne que he comprado pesaba también cinco kilos! Si acabo de pesar el gato, ¿dónde está la carne? Pero si es la carne lo que acabo de pesar, entonces ¿dónde ha ido a parar el gato?» 

Rumi

martes, 23 de mayo de 2017

Oficios Artesanos





Oigo cantar a América

Oigo cantar a América; tonadas variadas oigo.

Las de los mecánicos alegres y fuertes;
la del carpintero, que entona la suya mientras mide la tablas y las vigas;
la del albañil que canta la suya aprestándose a trabajar o a dejar ya el trabajo;
la del botero que canta a cuanto le pertenece en el bote y la del estibador que canta en la cubierta del vapor;
la del zapatero, que canta al sentarse ante su banco y la del sombrerero, que entona de pie la suya;
la canción del leñador, y la del labrador que se encamina al trabajo por la mañana, para dejarlo al mediodía o a la puesta del sol;
la deliciosa nana de la madre, de la joven trabajadora y de la obrerita que cose o lava.

Cada uno de ellos canta lo que a él o ella le pertenece. Nada más.
El día lo que al día pertenece; por la noche, la reunión de jóvenes compañeros, robustos, amistosos,
canta a plena voz sus fuertes y melodiosos cantos.

Walt Whitman

domingo, 21 de mayo de 2017

Palace of the Grand Dukes of Lithuania


Flor trasplantada

En un pueblo de pastos, la luz estaba llena de flores. Unas flores de la familia de las rosáceas, de hojas ovales, acumi­nadas, dentadas y atormentadas por debajo. Cambiaban de color. Todo el pueblo estaba enamorado de ellas y las cuida­ba; las cuidaban tanto que olvidaban, los hombres, llevar los animales a pastar, y, las mujeres, encender el fuego y poner las cosas a cocer dentro de las ollas. Cuando la noche huía todos salían de sus casas, a regar, a mirar, a rezar por las flores. Hasta que un día el rey dijo que ya había tenido bas­tante paciencia y que tal desenfreno tendría que acabar. Hizo preparar mil carros de mula e hizo llevar las flores muy lejos. Sin las flores todo el mundo trabajaba. Y llegó la peste. Los sabios estudiaban, el rey se arruinaba. Los bueyes y las ter­neras se iban muriendo. Un mosquito de color de vinagre picaba a las bestias con picadura mortal. Hasta que se des­cubrió que el perfume de aquellas flores que habían echado de casa alejaba al mosquito, porque le molestaba. El rey en persona las fue a buscar. Y las flores volvieron a su país. Delan­te de cada mata, un centinela. Cada noche, la visita del obis­po y del rey. Las flores encontraban la tierra magra y las cere­monias desagradables. Su país no era su país y pronto se murieron desmedradas. Entonces el rey hizo poner en fila a todas las muchachas y las fue oliendo una por una. Las que olían a flor las separaba y las hacía plantar hasta el cuello para ver si los cabellos les florecían con flores de aquéllas. Pero no. Y el rey gritaba arrancándose los bordados del pecho: «¡Volverán los mosquitos!»... Y el obispo decía: «Volverán los mosquitos...». Y ya venían.

Mercé Rodoreda

viernes, 19 de mayo de 2017

Víctor Oliva


Historia de un niño malo 

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim, a pesar de que si atienden ustedes a los libros de la escuela dominical encontrarán que los niños malos que allí figuran se llaman casi siem­pre James. Era extraño y, no obstante, cierto que éste se llamaba Jim.
Tampoco tenía la madre enferma, una madre pia­dosa y doliente, atacada de tisis, que deseara yacer en su tumba y descansar, de no haber sido por el mucho amor que prodigaba a su hijo y la angustia de que el mundo fuera duro y cruel hacia él cuando ella faltase. La mayoría de los niños malos de los libros de las escuelas dominicales se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir «Voy a acostarme...», etc., y les arrullan con voz dulce y plañidera, besándoles luego para desearles las bue­nas noches, arrodilladas junto a la cama y llorando en silencio. Con éste ocurría todo lo contrario. Se llamaba Jim y su madre no tenía absolutamente nada: ni tisis ni nada de todo esto. Era bastante robusta, más robusta que otra cosa, y no era piadosa; y, lo que es aún más, no tenía la menor inquietud respec­to a su hijo Jim.
Solía decir que si se rompía la cabeza no iba a per­derse gran cosa. Le mandaba a acostarse dándole un sopapo y no le besaba jamás deseándole las buenas noches; por el contrario, cuando estaba ella dispuesta a ir a acostarse le daba pescozones en las orejas.
En cierta ocasión, este niño malo robó la llave de la despensa, se metió en ella y se comió la confitura que le vino en gana, acabando de llenar el bote con alquitrán para que así su madre no se diera cuenta de la diferencia; pero no le asaltó de pronto un cruel remordimiento ni tampoco voz alguna que le susu­rrara: «¿Está bien desobedecer así a mi madre? ¿No es pecaminoso hacer una cosa tal? ¿Adónde van a parar los niños malos que engullen glotonamente la confitura de su excelente madre?» Ni se arrodilló a solas, ni prometió no ser nunca jamás malo como hasta entonces, ni se levantó con el corazón feliz y contento, ni se lo contó todo a su madre solicitando su perdón y su bendición con los ojos arrasados en lágrimas de orgullo y arrepentimiento. No. Así es como se comportan todos los otros niños malos de los libros; pero, por extraño que parezca, con este Jim sucedía todo de manera distinta. Se comió aque­lla confitura y dijo, con su forma de hablar vulgar y pecaminosa, que estaba estupenda. Volvió a colocar el bote diciendo que también aquello era estupendo y riéndose pensó que cuando la vieja lo descubriera iba a poner el grito en el cielo. Cuando la madre lo descubrió negó que supiera absolutamente nada del asunto y ella le dio una paliza severísima, encargán­dose él de los lloros. Todo lo que pasaba con aquel chico era curioso; todo se desenvolvía de manera distinta a como les sucede a los James malos de los libros.
En otra ocasión se subió al manzano de Acorn, el granjero, para robarle manzanas, y no se rompió ninguna rama, ni él se cayó y se rompió un brazo, ni fue arrollado por el perrazo del granjero teniendo que languidecer en cama durante semanas enteras, teniendo tiempo de arrepentirse y prometer enmendarse en lo sucesivo. No; robó tantas manzanas corno le dio la gana y bajó perfectamente; también se encargó del perro y en cuanto le vio venir para echár­sele encima le arrojó un ladrillo que lo dejó malpa­rado. Era muy extraño. Jamás ocurría nada parecido en aquellos libritos de cubiertas veteadas como mármol, con dibujos de hombres con chaquetas de faldo­nes, sombreros acampanados y pantalones hasta la rodilla y mujeres con el talle justo debajo del brazo y sin miriñaque. Nada había parecido en ninguno de los libros de la escuela dominical.
En otra ocasión, robó el cortaplumas del maestro, y cuando tuvo miedo de que se descubriera y le azo­taran, lo deslizó bajo el gorro de George W. Wilson, el hijo de la pobre viuda de Wilson, el chico intacha­ble, el niño bueno del pueblo, que siempre obedecía a su madre, no decía jamás una mentira y estaba or­gullosísimo de sus lecciones e infatuado con la es­cuela dominical. Cuando el cortaplumas cayó del gorro y el pobre George bajó la cabeza, sonrojándose, como consciente de su culpa, y el ultrajado profesor le atribuyó el hurto, estando a punto de dejar caer el puntero sobre sus hombros temblorosos, no acudió de pronto a interponerse ningún improbable juez de paz con el pelo blanco que, adoptando una actitud adecuada, dijera: «No castiguéis a este noble muchacho. Ahí está el infame culpable. Pasaba por casuali­dad por la puerta de la escuela y, sin ser visto, observé cómo se cometía el hurto.»  Ni entonces Jim fue expuesto a la vergüenza general ni hubo venerable juez que dirigiera ningún sermón a toda la escuela bañada en lágrimas y tomara a George de la mano, diciendo que un niño así merecía ser glorificado, ofreciendo luego el ir a vivir con él y barrer la oficina, encender el fuego, hacer los recados, cortar leña, estudiar leyes y ayudar a su mujer a hacer las labores caseras, concediéndole todo el tiempo restante para jugar, proporcionándole la dicha de ganar cuarenta centavos al mes. No, así habría ocurrido en los libros, pero no sucedía de tal forma con Jim. No hubo ningún viejo trasto de juez que se entremetiera para armar jaleo, y así, George, el niño modelo, recibió una paliza y Jim se alegró de ello, porque detestaba a los niños modelos. Jim solía decir que era partidario de gritar: «¡Abajo con estos mequetrefes!» Tal era el lenguaje grosero de este niño malo y mal educado.
Pero lo más extraño que jamás le ocurriera a Jim sucedió aquella vez que salió a pasear en barca, en domingo, sin que se ahogara, y aquella otra vez que se vio sorprendido por la tormenta cuando estaba pescando en domingo y no fue herido por el rayo. Ya pueden ustedes consultar y volver a consultar los libros de la escuela dominical de arriba abajo, desde el momento presente hasta las próximas Na­vidades, y no se tropezarán jamás con una cosa pa­recida. ¡Oh, no! Encontrarán que todos los niños malos que salen a pasear en barca el domingo se aho­gan, invariablemente, y que todos los niños malos que son sorprendidos por la tormenta cuando están pescando acaban infaliblemente por ser aniquilados por el rayo. Los botes en que van niños malos en domingo naufragan siempre y hay siempre tormenta cuando los niños malos van a pescar ese día. Cómo logró escapar siempre este Jim, resulta para mí un misterio.
Aquel Jim debió de recibir algún encanto al nacer. Esta ha de ser la explicación. Nada podía dañarle. Incluso llegó a darle al elefante de la casa de fieras un paquete de tabaco, sin que éste le golpeara la cabeza con la trompa. Fue a registrar la alacena en busca de pippermint y no se equivocó y bebió aguarrás. Robó la escopeta de su padre y se fue a cazar en día feriado sin arrancarse dos o tres dedos. Cuando estaba furioso golpeó a su hermanita con el puño en las sienes y ésta no estuvo todo el verano pos­trada en cama, sufriendo, ni murió con dulces palabras de perdón en sus labios que redoblaran la angustia de su corazón destrozado. No; lo resistió perfectamente. Por fin escapó para irse en un barco y al regresar no se encontró triste y solo en el mundo, con aquellos a quienes amaba durmiendo en el tranquilo cementerio, ni encontró el hogar de su infancia desmoronado y en ruinas. No. Regresó borracho como una cuba y lo primero que vio fue el puesto de policía donde lo detuvieron.
Y creció, y se casó, y fundó una familia numerosa a la que una noche partió la cabeza con una hacha, enriqueciéndose con toda clase de canalladas y fraudes. Y ahora es el truhán más perverso e infernal de su pueblo natal y es universalmente respetado y forma parte del Parlamento.
Así es que, como ustedes ven, jamás hubo ningún James, de esos malos de los libros de escuela dominical, que tuviera una suerte tan portentosa como este pecaminoso Jim con su vida encantada.

Mark Twain