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jueves, 27 de abril de 2017

El Paraíso perdido


El Paraíso perdido

Yo, estos poderes los tenía de muchacho. Me acuerdo muy bien de aquella conejera vacía, que era nuestro labora­torio: de mi hermano y mío. Teníamos lagartos en alcohol, mariposas clavadas con alfileres, en planchas de corcho, que no se movían apenas, durante días y días, aunque siempre estaban suspirando por librarse de aquellos clavos hasta que el dibujo de las alas las desaparecía con la esperanza; cami­sas de culebras, saltamontes atados a un hilo, ranas en una palangana con agua, que morían y se volvían de espalda, mostrando su indecente tripa blanca y palpitante; flores de todas clases, mustias en seguida por la nostalgia de los pra­dos, aunque las alimentábamos con aspirinas. Y hacíamos vivisecciones crueles, en las lagartijas, y autopsias de todos los otros bichos como buscando a la vida que se había ido inexplicablemente; y producíamos truenos artificiales con chapas de metal que dejábamos caer con arte, y lluvia de pé­talos para cuando decíamos misa, vestidos con casullas de periódicos y consagrábamos pan y agua. Y también tenía­mos una linterna mágica, que habíamos fabricado, y un imán, y un muñeco chico y otro chica, que se casaban o eran obispos y generales, monjas y reinas; y vendíamos pi­miento de ladrillo molido y aceite y velas, o enterrábamos a un pájaro sin plumas, que se había caído de un nido y po­níamos una cruz sobre su sepultura, al pie del moral. Y es­cuchábamos por las cerraduras lo que hacían los mayores, y, una vez, así asomados al misterio de las habitaciones cerra­das, vimos un equipo de novia, y, otro día, en la iglesia mi­ramos al Cristo del Miserere por debajo de las faldas, por­que tenía faldas como las chicas y a éstas también las mirá­bamos por debajo, pero no vimos nada, como no veíamos nada a las chicas, ni a las otras imágenes que tenían falda y no sabíamos entonces para qué servían las faldas.
Pero sabíamos, sin embargo, muchas cosas y teníamos po­deres sobre la naturaleza toda y experimentábamos el hielo, cuando, en invierno, se helaban las botellas de agua y los mol­des del hielo eran fantásticos cristales y abalorios en nuestras repisas de boticarios, como si algún genio, maestro en vidrie­ras, por la noche de enero, los hubiera tallado.
Sabíamos de dónde venían los niños y los pájaros o los perros que cuidábamos con biberón, y, en el otoño, ligába­mos a los chuchos callejeros y éramos demiurgos, escribía­mos poesías y hacíamos comedias y nos disfrazábamos de personajes o del tonto Muñomer que iba pidiendo por las casas y anunciaba las cosechas o los mellizos que nacerían y llevaba una brújula, pretendiendo que Arévalo siempre caía al norte y no fallaba. Pero, un día, Toño, nuestro veci­no, que era también nuestro inseparable amigo y ayudante fáustico, que trataba de resucitar las lagartijas después de las vivisecciones, acostándolas sobre las placas y haciéndoles la respiración artificial, se puso malo de la garganta y luego del vientre y tuvimos que ir a jugar con él a la cama. Y lue­go, otro día, ya no nos dejaron y, al otro, madre dijo que Toño estaba muerto y que nosotros, mi hermano y yo, lle­varíamos el ataúd blanco con bordes muy dorados con otros dos muchachos. Y fuimos y vimos cómo le bajaban a la fosa, al Toño, todo amarillo, con su traje azul marino que se manchó de pastel el día de la Primera Comunión; y su madre, llorando, nos dio luego un roscón y la cinta del ata­úd, que habíamos llevado, y cuando la fuimos a guardar en nuestro laboratorio ya las ranas y el lagarto grande estaban secos y la linterna mágica nos pareció un tubo engañoso y ridículo, y mi hermano dijo que lo que necesitábamos era una calavera de persona humana de verdad para estudiarla. Y así anduvimos años buscándola, sin otra obsesión, hasta que, un día, mi hermano cumplió quince años y dijo que, una noche después del Rosario, había besado a la Alicia, la hija del doctor, y que estaba bueno el beso y que ya no ne­cesitábamos calaveras, ni mariposas, ni ranas, ni poesías, ni ninguna otra cosa, sino una Alicia. Y yo le di la razón, por­que vi que aquel laboratorio nuestro era ya solamente una conejera abandonada y que aquellas cosas no eran nada más que cachivaches absurdos que nos habían entretenido como a niños ciegos y, además, mi madre dijo que quitásemos de allí aquellas porquerías, que iban a llevar conejos para criar. Y noté que a mi prima Carmencita le habían crecido los pe­chos y que sus labios se habían puesto más gruesos y que se­ría una Alicia para otros, aunque no para mí, aunque me gustaba, y, un día, cuando la besé, me puse colorado y me sofoqué. Y así me hice hombre, según dicen, y perdí mis an­tiguos poderes, que estaban en la conejera y nos compró Alicia con un beso. Pero ¡ahora!, Alicia se casó con un no­tario adinerado y nadie nos ha devuelto aquel viejo paraíso. Con mi hermano hace que no me hablo diez años por la mezquina herencia de mi padre y sobre todo porque él y su mujer se quedaron con el reloj del comedor que tenía una monja que montaba a caballo con un soldado napoleónico, cuando daba las horas enteras hasta las seis y luego de las seis en adelante se bajaba y se iba a su convento. Y ahora vivo solo, en el campo, mucho más desolado todavía por haber leído muchos libros. Pero estoy construyendo una co­nejera en mi casa para que los niños que viven aquí cerca hagan allí su mundo de gusanos de seda y renacuajos. A lo mejor, mirándolos, me crece, de nuevo, en las manos, el viejo Paraíso y pueda renovarlo: como cuando extendía mis alas para volar como un murciélago por las noches oscuras o cuando veía a los conejos, con gabán de cuadros y sombre­ro de copa, ir a pedirle a papá que nos dejara quietos y tran­quilos en la conejera, porque ni comer necesitábamos.

José Jiménez Lozano