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lunes, 17 de abril de 2017

Biblioteca Foral de Bizkaia




Antes del puente Río-Niterói

Pues sí.
Cuyo papá era amante, con su alfiler en la corbata, amante de la esposa del médico que atendía a la hija, es decir, de la hija del amante y todos lo sabían, y la mujer del médico colgaba una toalla blanca en la ventana, lo que sig­nificaba que el amante podía entrar. Si ponía una toalla de color, él no entraba.
Pero me estoy confundiendo toda o el caso es tan enredado que si puedo voy a desenredarlo. La realidad de éste es inventada. Pido disculpas porque además de contar los hechos también adivino y lo que adivino aquí lo escri­bo, escribana que soy por fatalidad. Yo adivino la realidad. Pero esta historia no es de mi cosecha. Es de la zafra de quien puede más que yo, humilde que soy.
Pues a la hija la invadió la gangrena en la pierna y tuvieron que amputársela. Jandira, de diecisiete años, fogo­sa como un potrillo y con hermoso cabello, estaba compro­metida. Apenas el novio vio la figura en muletas, toda ale­gre, alegría que no entendió que era patética, pues bien, el novio tuvo sencillamente el valor de deshacer el noviazgo sin remordimientos, pues lisiada no la quería. Todos, inclu­so la resignada mamá de la chica, le imploraron que fingie­ra que todavía la amaba, lo que -le decían- no sería tan penoso porque sería a corto plazo: es que la novia tenía vida a corto plazo.
Y después de tres meses -como si hubiera cumpli­do la promesa de no pesar en las débiles ideas del novio-, después de tres meses murió, bonita, con su cabellos sueltos, inconsolable, extrañando al novio y asustada con la muerte como niño que tiene miedo a lo oscuro: la muerte es una gran oscuridad. O tal vez no. No sé cómo es, aún no me muero, y después de morir no sabré. Quién sabe si no es tan oscura. Quién sabe si es un deslumbramiento. A la muer­te, a ésta me refiero.
El novio, conocido por su apellido Bastos, al parecer vivía -aun en el tiempo en que la novia no había muer­to-, vivía con una mujer. Y así continuó con ésta, hacién­dole poco caso.
Bien. Esa mujer ardiente un día tuvo celos. Y era refinada. No puedo no advertir los detalles crueles. Pero ¿dónde estaba yo que ya me perdí? Sólo empezando todo de nuevo, en otro renglón y en otro párrafo para comenzar mejor.
Bien. La mujer tuvo celos y mientras Bastos dor­mía, por el pico de la tetera, le vació agua hirviendo dentro del oído. Sólo tuvo tiempo de dar un berrido antes de desmayarse, berrido, el cual podemos adivinar que era el peor que daba, como un grito de animal. Bastos fue llevado al hospital y permaneció entre la vida y la muerte, ésta en lu­cha feroz con aquélla.
La mujer hombruna, llamada Leontina, pasó un año y pico en la cárcel.
De donde salió para encontrarse, ¿adivinen con quién? Pues fue a reunirse con Bastos. En ese entonces, un Bastos consumido y, claro, sordo para siempre, él, que no perdona­ba ningún defecto físico.
¿Qué sucedió? Pues volvieron a vivir juntos, amor para siempre.
En cuanto a esto, la niña de diecisiete años, muerta hace mucho tiempo, sólo dejó huella en la madre desgra­ciada. Y si me acordé de la muchachita fuera de tiempo, es por el amor que siento por Jandira.
Ahí es cuando entra el papá de ella, como quien no quiere nada. Siguió siendo el amante de la mujer del médi­co, quien había tratado a su hija con devoción. Hija, quiero decir, del amante. Y todos lo sabían, el médico y la mamá de la ex novia muerta. Creo que me perdí de nuevo, está to­do un poco confuso, pero ¿qué puedo hacer?
El médico, incluso sabiendo que el papá de la mucha­chita era el amante de su mujer, había cuidado mucho a la no­viecita demasiado asustada con la oscuridad de la que hablé. La esposa del papá -por tanto, mamá de la ex noviecita-­ sabía de las elegancias adulterinas del marido que usaba reloj de oro en el chaleco, un anillo que era una joya y un alfiler de brillante en la corbata. Negociante acomodado, como se di­ce, pues las gentes respetan y saludan con amplia deferencia a los ricos, a los victoriosos, ¿no es así? Él, el papá de la chica, vestido con traje verde y camisa color de rosa de rayitas. ¿Có­mo es que lo sé? Vaya, simplemente sabiendo, como lo hace la gente con la adivinación imaginativa. Lo sé y listo.
No puedo olvidar un detalle. Es el siguiente: el aman­te tenía al frente un pequeño diente de oro, por puro lujo, y olía a ajo. Toda su aura era ajo puro, pero la amante no le daba importancia, lo que quería era tener amante, con o sin olor a comida. ¿Cómo lo sé?  Sabiendo.
No sé qué fin tuvieron esas personas, no tuve más noticias. ¿Se disgregaron? Pues es una historia antigua y tal vez ya haya habido fallecimientos entre ellas, entre esas perso­nas. La oscura, oscura muerte. Yo no quiero morir.
Agrego un dato importante y que, no sé por qué, explica el maldito lugar de nacimiento de toda esta histo­ria: ésta ocurrió en Niterói, con las tablas del muelle siem­pre húmedas y ennegrecidas, y con el vaivén de sus barcas. Niterói es un lugar misterioso y tiene casas viejas, oscuras. ¿Y ahí pudo haber sucedido lo del agua hirviendo en el oí­do del amante? No lo sé.
¿Qué hacer de esta historia que sucedió cuando el puente Río-Niterói no pasaba de ser un sueño? Tampoco lo sé, la doy de regalo a quien la quiera, pues estoy asqueada de ella. Hasta demasiado. A veces me da asco la gente. Des­pués pasa y me siento de nuevo curiosa y atenta.
Y es tan sólo eso.

Clarice Lispector