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miércoles, 8 de marzo de 2017

Llibrería Carlos : 8 de Marzo. Día Internacional de la Mujer Trabajadora.


Está bien

Cuando la madre de Chandra tuvo que anunciar a su esposo que su hija estaba embarazada y que se empeci­naba en no decir quién era el padre de la criatura, todo el pueblo se enteró de ello. Gritos y gemidos, ruidos de golpes y sú­plicas invadieron el aire tranquilo y las ventanas abiertas. Se oyeron palabras reducidas a sollozos, preguntas furibun­das, respuestas inaudibles, luego un gran silencio roto por una exclamación:
-¡No! ¡Qué infamia!
Después de eso, el padre furioso, de­lante, la hija confusa, en medio, y, detrás, la madre avergonzada escondida tras el faldón de su sari salieron de la casa des­honrada. Se encaminaron hacia la cueva donde un asceta vivía apartado del pueblo.
En el umbral de la cueva, lleno de maleza, el padre insultó al anciano soli­tario que había osado romper su voto de castidad para gozar sin escrúpulos de la inocente, ahora cargada con el fruto de sus hábitos nefastos. El asceta le escuchó sin menear ni un dedo del pie de su co­jín de hierbas kusha.
-¡Ay! -dijo el padre-, debimos ex­pulsarte del pueblo cuando la bolsa del mercader desapareció justo cuando, su­puestamente, estabas ocupado en mendi­gar. Pero tuvimos la debilidad de creer que un asceta es incapaz de cometer una mala acción como ésa. ¡Pues además de ser un ladrón has deshonrado a esta chica y a nuestra familia! ¡Debes recibirla a tu lado! ¡Sobre todo, no cuentes conmi­go para sustentar tu hogar!
-Está bien -dijo el asceta.
Chandra se quedó de pie ante él, cabizbaja, mientras sus padres se alejaban a grandes pasos. Tras las ventanas y las puertas entreabiertas, todos observaban el regreso de los padres sin su hija. Ellos, humillados, se encerraron en casa dando un portazo.
Chandra se quedó junto al asceta, quien, sin decir palabra, la dejó instalar­se al fondo de la cueva. Él colocó su cojín de hierbas a una distancia respetuosa. La vida recobró su curso apacible. Él, sin embargo, tomó una escudilla más gran­de para mendigar su pitanza cotidiana. Ahora tenía otra boca que alimentar. Los aldeanos, indignados ante su osadía, le daban con las puertas en las narices. Sus colectas fueron más escasas que nunca.
El mercader robado, advertido por los padres de Chandra de que el asceta no había desmentido su hurto, acudió sin demora a reclamarle las rupias que le habían arrebatado.
-Está bien, aquí las tienes -dijo el asceta.
Le entregó todo el contenido de su pobre bolsa.
En cuanto dio a luz, Chandra desapa­reció, abandonando al niño junto al as­ceta. Él se limitó a decir:
-Está bien, yo me ocuparé de ti.
Luego, tomando dos escudillas, una para su pitanza, la otra para leche, se di­rigió al pueblo para mendigar como cada día. Las ancianas y las madres, preocu­padas por el niño, se deslizaron furtiva­mente al exterior para entregarle, a toda prisa, un poco de leche, antes de que los vecinos las vieran y se lo impidieran.
En el pueblo vecino se detuvo a un ladrón de bolsas que no era precisamen­te un principiante. La bolsa del mercader se encontró, por supuesto vacía, entre las halladas en su equipaje. El mercader, confuso, acudió para devolverle al asceta su dinero y disculparse.
-Está bien -dijo el anciano-, conser­va ese dinero, es tuyo, nunca recojo mis regalos.
El niño empezaba a sentarse cuando Chandra volvió con el padre de la cria­tura. El joven se había marchado a es­tudiar lejos del pueblo sin saber nada de su paternidad. Cuando había visto a Chandra en el umbral del cuarto donde vivía, se había alegrado, porque la ama­ba. Ella le había contado lo que acaba de vivir. Él había decidido acto seguido desposarla. Primero pasó sus exámenes para que sus suegros le admitieran. Ahora acudía con ella a buscar a su hijo. Chandra se prosternó a los pies del as­ceta.
-Perdóname por haberme atrevido a decir que el niño era tuyo. ¡Estaba tan desesperada y tan asustada ante el furor de mi padre! Como ya tenías mala repu­tación en el pueblo desde la desaparición de la bolsa, me era fácil hacer creer que me habías deshonrado, que yo era ino­cente en cierto modo.
-Está bien, lo entiendo -respondió el asceta.
Bendijo al niño, y se lo devolvió a sus padres sin otro comentario.
Los padres de Chandra, terriblemen­te avergonzados de haber creído a su hija y de haber insultado indebidamente a un asceta, acudieron también a proster­narse a sus pies.
-Hombre santo -le suplicaron-, te rogamos que nos perdones.
Él los levantó amablemente, diciendo:
-Está bien. Quedad en paz.
Los aldeanos, confusos por haber permitido que se acusara al asceta sin intentar llegar al fondo de la cuestión, acudieron a implorar su perdón, cubrién­dolo con toda clase de dones. Él se limitaba a murmurar:
-Está bien, gracias.
Una chiquilla que había seguido todo el asunto, acudió a preguntarle al asceta:
-¿Por qué has permitido que los al­deanos te cubrieran de mentiras, y por qué respondes siempre: «Está bien»?
-¿Sabes? Krishna dijo: «El sabio se­ría incapaz de alegrarse en una conjetura agradable y de asustarse agitándose en una conjetura desagradable». Todo cuan­to nos ocurre es una oportunidad para progresar, un regalo de Dios, una puerta abierta a una libertad cada vez mayor. Honra, deshonra, injusticia, equidad, ado­ración o rechazo, todo esto no es más que un juego de lo divino, olas sobre el agua que en nada modifican la realidad del océano. Nunca te preocupes de las apa­riencias, aprende quién eres en Verdad y sigue siendo Eso.

Martine Quentric-Seguy