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jueves, 16 de marzo de 2017

Escola d´Art






Petición de mano

El celebérrimo Explorador, a quien nadie lograba fastidiar tanto como un periodista, se decidió, por vez pri­mera en su vida y fiado en su inconmovible fama, a decir la verdad, aun a riesgo de que aquella pavesa de informadora granujienta, que le torturaba desde la hora del café, sospechase que estaba siendo engañada. Cuando él creía que la entrevista finalizaba, a la pregunta -be­llaca-: -Dígame, señor Explorador, ¿qué motivo concreto le impulsó en su juventud a recorrer sin tregua las más ignoradas regiones del planeta?
Contestó: -Un chiste.
-¿Un chiste? -consideró delicado reiterar la entrevistadora.
-Un chiste acerca de una petición de mano.
-¿De una petición de mano?
El celebérrimo Explorador, superando la sólita náu­sea que sólo un ejemplar de la misma especie puede pro­vocar a su prójimo, cerró y abrió los ojos pacientemente, buscó sobre la mesa su bolsa de tabaco de pipa y, resbalando su salacot hacia la nuca, condescendió a explicar:
-Espero que no le sea desconocida la inquietud que inocula olvidar a medias un chiste que recientemente nos han contado. En una persona, como yo, privilegiada por una memoria sin fisuras, ese inconcebible olvido puede determinar una existencia. La mía, desde luego, así quedó determinada hace cuarenta años, cuando, al despertar en mi habitación de Punch Palace, en Escocia, no logré reconstruir el sucedido que la noche anterior y ante la chimenea de la sala de armas había juzgado saludable narrarnos el Mayor Maimed, uno más de los invitados al week-end de los Duques de Punch. Las horas del alba, durante las que intenté recordar, poseído por la soberbia de mi autonomía mnemotécnica, resultaron funestas. Indudablemente tres elementos estructuraban el chiste. Los recordaba: un cartero, una petición de mano y un movimiento final, en el que precisamente radicaba la supuesta gracia de la historieta. Pero, aun­que poseía estos tres elementos, me era imposible combinarlos de una manera adecuada. Incluso, créame, conseguí chistes mucho más hilarantes que el maldito que había contado el Mayor Maimed, pero jamás el auténtico. Al sonar la campana para el desayuno, bajé exhausto, casi patético, y mi infortunio no hizo sino acrecentarse con la noticia de que el Mayor había partido aquella madrugada misma para el Continente.
-Y usted, infatuado por su autonomía -supuso la chica-, no preguntó a los otros invitados.
-Si había bajado decidido a que el propio Mayor Maimed me repitiera el infernal cuentecillo, deberá conceder que no tenía otra alternativa, por muy estúpida que pareciese, que importunar a mis anfitriones y al resto de los invitados. Unos no habían escuchado al Mayor, otros habían olvidado también y sólo Lady Punch insistió en una versión de alucinante inexactitud, que por cortesía admití como buena. He de confesar, y no creo que merezca reproche alguno si considera usted la situación en que yo había caído, que llegué a interrogar a la servidumbre, confiado en esa costumbre secular, que les corroe, de registrar por entero las conversaciones de sus señores. En aquel caso los criados, ni a prueba de soborno, habían oído nada. Me impuse olvidar, desechar tan irritante episodio, y el martes, de regreso a mi des­pacho de Londres, reconocí incondicionalmente que no podría ni anudarme una corbata, ni atacar una pipa, mientras no oyese de labios del Mayor Maimed el chiste.
-Y partió usted en su busca.
-A lo largo de cuarenta años y por todos los países, comprendidos los más salvajes -confirmó el celebérri­mo Explorador, hasta con un ápice de asombro por la repentina sagacidad de la reportera-. Sin resultado alguno.
-¿Sin ningún resultado? -volvió a repetir la mu­chachuela, recuperando su innata tendencia a enmasca­rar con una fingida sordera su estulticia real.
-Todavía no he encontrado al Mayor y, por tanto, como hasta usted misma entenderá, todavía no he con­seguido reconstruir aquel chiste.

El chiste que el Mayor Maimed relató al que luego sería celebérrimo Explorador durante una velada en la sala de armas del castillo de los Duques de Punch hacia la segunda década del siglo era éste:

-Míster Smith -anuncia el cartero-, traigo una carta para usted.
-Gracias, Tom. Se tratará probablemente de la respuesta a mi petición de mano -y míster Smith, cogiendo la carta con la mano izquierda, se la colo­ca bajo el sobaco derecho­.

-Parece inconcebible -suspiró la infeliz, no atreviéndose a declarar tajantemente que era inconcebible.
-No, no lo es. En cuarenta años de exploraciones con un único y secreto objetivo, he aprendido los ilimi­tados contornos de la imprecisión humana. Todo desierto, cualquier extensión polar, la más gigantesca ciu­dad o el más impenetrable bosque, en algún punto del espacio acaba. La frivolidad, inconsecuencia y torpeza de nuestros semejantes, no. Cuando llegaba a la Tierra de Baffjn se me juraba que el condenado Mayor Maimed había partido para Monrovia, donde, al desembarcar yo, se me aseguraba que unas horas antes había volado con destino a Punaka.
-¿Por qué viajaba incesantemente el Mayor Maimed? -interrumpió la encuestadora.
-A causa de su condenada profesión de Mayor del Imperio -masculló despectivamente el celebérrimo Ex­plorador.
-¿No pudo dejarle una nota, mandarle un aviso, telegrafiarle o telefonearle su estricta necesidad de en­trevistarse con él? -preguntó la chica, refiriéndose al Mayor Maimed.
-Además de todos esos imperfectos sistemas de co­municación que ha logrado usted enumerar, he grabado mensajes en los troncos de árboles que crecen en selvas inexploradas hasta mi descubrimiento, he lanzado bote­llas a las aguas de archipiélagos que no figuraban en las cartas de navegación, he ascendido a cumbres desde las que la luna se huele, horadado túneles, paseado ciénagas, padecido terribles infecciones -la voz del celebérrimo Explorador, indudablemente afectado por el crepúsculo, se agudizó-, combatido con serpientes, caimanes, agen­cias de viaje, barreras aduaneras, buitres, toros de Espa­ña y panteras de Bengala. Mi cuerpo, como mostrarán esas fotos que ha tomado usted con destino al reportaje, siempre que no haya velado la película, se fue llenando de cicatrices, mutilaciones, huellas y surcos, algunas heridas que jamás se cerrarán. Este, señorita, el de mi piel, es el mapa de una existencia sin reposo ni compen­sación.
La demudada periodista temió que su interlocutor iba a arrancarse sus ropas excesivamente tropicales, a exhi­bir, en una furiosa enajenación, su cuerpo como símbolo de derrota. Pero el famoso trotamundos cogió con la mano izquierda la bolsa del tabaco, la colocó bajo el sobaco derecho y luego, con una mueca de sonrisa, recibió la pipa de manos de la muchacha, quien se la entregaba con esa precipitada amabilidad que, en su dudoso colegio, le habrían enseñado como la más adecuada, cuando se ha de ayudar a un manco celebérrimo y, por si fuera poco, amnésico Explorador.

García Hortelano, Juan