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lunes, 6 de marzo de 2017

Delhy Tejero


Salvados por un pelo

Fue bajo tierra.
En aquella caverna malsana y húmeda bajo Belgrave Square, los muros goteaban. ¿Pero qué era esto para el mago? Era sigilo lo que necesitaba, no sequedad. Allí meditaba sobre el rumbo de los acontecimientos, daba forma a los destinos y preparaba pócimas mágicas.
Durante los últimos años, la serenidad de sus medi­taciones había sido perturbada por el ruido de los au­tobuses; a sus finos oídos llegaba el estruendo sísmico, distante, del metro, rumbo a Sloane Street. Cuando oía hablar del mundo de arriba, su cabeza no estaba en su favor.
Una noche, resolvió por encima de su malévola pipa, allá abajo, en su cámara malsana y húmeda, que Londres había vivido lo suficiente, había abusado de sus oportunidades, había llegado demasiado lejos, en resumen, con su civilización. Así que decidió destruirla.
Por lo tanto, llamó con un gesto a su acólito, que estaba en el otro extremo de la caverna, entre las malezas y le dijo: «Tráeme el corazón del sapo que mora en Arabia, junto a las montañas de Betania». El acólito se escurrió por la puerta oculta, dejando a aquel anciano siniestro con su espantosa pipa, y, adónde fue o por qué camino regresó, sólo lo saben los gitanos pero, al cabo de un año, estaba en la caverna de nuevo, escurriéndose sigilosamente por la trampa mientras el anciano fumaba, y le llevó una cosa pequeña y carnosa pudriéndose en un cofre de oro puro.
«¿Qué es esto?», croó el anciano.
«Es -dijo el acólito- el corazón del sapo que otrora moraba en Arabia, junto a las montañas de Betania».
El anciano retorció los dedos apretándolo, y bendijo al acólito con su voz áspera y su mano como una garra levantada; los autobuses retumbaban arriba en su recorrido sin fin; a lo lejos, el tren sacudía Sloane Street.
«Ven -dijo el viejo mago-, es hora». Dejaron en el acto la caverna cubierta de malezas, el acólito llevando el caldero, el espetón dorado y todo lo necesario, y salieron a la luz del día. Extremadamente maravilloso lucía el anciano en su toga de seda.
Su meta eran las afueras de Londres; el anciano andaba a zancadas delante y el acólito corría detrás de él, y había algo mágico sólo en las zancadas del anciano, además de su maravillosa vestimenta, el caldero y la varita, el acólito apresurado y el pequeño espetón dorado.
Algunos niños se burlaron de ellos hasta que atraje­ron la mirada del anciano. Así iba a través de Londres esta extraña procesión de dos sujetos, demasiado rápi­da para seguirla. Las cosas se veían peores arriba de lo que parecían en la caverna y, a medida que avanzaban hacia las afueras de Londres, peor se veía la ciudad. «Es hora -dijo el anciano-, sin duda».
Entonces llegaron por fin a los confines de Londres y a una pequeña colina, desde donde se veía la ciudad con una vista lúgubre. Ésta era tan miserable que el acólito extrañó la caverna, a pesar de lo malsana y hú­meda que era, y de las innumerables y terribles cosas que decía el anciano cuando dormía.
Escalaron la colina y pusieron el caldero sobre el suelo; echaron en él todo lo necesario y encendieron una fogata con hierbas que ningún farmacéutico ven­dería ni ningún jardinero decente cultivaría; luego re­movieron el caldero con el espetón dorado. El mago se apartó un poco y murmuró, luego avanzó hacia el caldero y, cuando todo estaba listo, abrió de repente el cofre y dejó caer dentro la cosa carnosa para que hir­viera.
Luego enunció conjuros, luego levantó los brazos hacia el cielo; como los humos que salían del caldero invadían su mente, dijo cosas iracundas que no conocía hasta entonces y runas que eran espantosas (el acólito gritaba); maldijo a Londres, desde la niebla hasta el margal, desde el cénit hasta el abismo, los autobuses, las fábricas, las tiendas, el parlamento, la gente. «Que todos perezcan -dijo- y que Londres muera, tranvías y ladrillos y andenes, pues han usurpado demasiado tiempo los campos, que todos mueran y las liebres sal­vajes regresen, la zarzamora y el escaramujo».
«Que todo desaparezca -dijo- que desaparezca ahora, que desaparezca por completo».
En un breve momento de silencio, el anciano tosió, luego se quedó esperando con una mirada ansiosa. El largo, largo zumbido de Londres zumbaba como siem­pre lo ha hecho desde que las primeras chozas de ca­rrizo se levantaron junto al río, cambiando su nota a ratos pero siempre zumbando, mucho más alto ahora de lo que había sido antaño, pero zumbando día y noche, aunque su voz estuviera agrietada por la edad. De manera que seguía zumbando.
El anciano se volvió hacia su tembloroso acólito y le dijo terriblemente mientras se hundía en la tierra: «¡NO ME HAS TRAÍDO EL CORAZÓN DEL SAPO QUE MORA EN ARABIA, JUNTO A LAS MONTAÑAS DE BE­TANIA!».

Lord Dunsany