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sábado, 25 de febrero de 2017

Biblioteca de Asturias "Ramón Pérez de Ayala"



Caramelos escandalosos

A Gia le encantaba fumar un puro después de comer, sentado en un sillón y con plumas de indio en la cabeza. Tal era su costumbre, y no había nada raro en ello. La gente tiene costumbres diversas y no hay por qué sorprenderse. Por ejemplo, Pepi, hermano de Gia, no desayunaba sin antes cazar, como mínimo, cuatro cormoranes. Otro hermano, Kaku, tragaba aros de barril, su hermana Heja se cargaba veinte medallas en la espalda, la otra hermana, Hipa, cazaba chimpancés con lazo y jugaba a la lotería. Cada uno tiene, pues, por lo que vemos, sus rarezas, y hay que dejar a la gente en paz.
Pero Gia no tenía sosiego. En cuanto se sentaba en el sillón después de comer, encendía el puro y se ponía las plumas en la cabeza, de inmediato aparecía toda la familia: uno de los hermanos, atragantado con los aros, daba gritos de indignación, el otro sacudía enfurecido las manos, llenas de cormoranes recién cazados, una hermana, con las medallas tintineando en la espalda, le reprochaba severamente la indecencia de su comportamiento y la otra, con un chimpancé colgando del lazo y un manojo de billetes de lotería en la mano, gritaba que nunca consentiría que un hermano suyo hiciera el tonto de esa manera.
-¿Pero qué queréis que haga? -se quejaba Gia-. ¿Queréis que me ponga el puro en la cabeza y fume las plumas?
-Al menos eso sería más honesto -sentenciaba el hermano mayor.
-Y menos embarazoso -añadía una hermana.
-Pero yo no disfrutaría con ello -intentaba explicar Gia.
-¿Y qué? -gritaban todos al unísono-. ¡El hombre no vive solo para el placer! ¡Eres un egoísta y solo piensas en ti!
Gia, resignado, se quitaba las plumas de la cabeza y tiraba el puro. Cada día igual, por lo que Gia no tenía ni un momento para dedicarse tranquilamente a su actividad preferida. Finalmente se hartó y, para no exponerse a burlas continuas, empezó a fumar en pipa y a ponerse en la cabeza, en lugar de plumas, un sombrero de copa corriente. Los hermanos lo dejaron en paz.
Pero después de un tiempo, Gia se dio cuenta de que algunas de las costumbres de sus hermanos y hermanas le empezaban a fastidiar en extremo. Simplemente, no podía ver a su hermano mayor tragándose aros de barril. Se contuvo durante mucho tiempo, hasta que un día explotó.
-¡No soporto más -gritó- que tragues aros de esos todo el tiempo! ¡Es vergonzoso!
Curiosamente, después de decírselo, los hermanos y las hermanas, que antes tanto le criticaban sus costumbres, lo apoyaron enseguida y reprendieron al otro hermano por sus hábitos indecorosos. El hermano se defendió durante un tiempo, pero ante tanto grito se rindió. Dejó los aros y empezó a tragarse los muelles que sacaba del sofá. Entonces lo dejaron en paz.
Ahora le tocó el turno al hermano pequeño, que cada día, antes de desayunar, cazaba cormoranes. Resultó que los hermanos tampoco podían aguantarlo, especialmente los dos mayores. El hermano pequeño cedió ante la presión de los reproches y, apenado, dejó los cormoranes y empezó a cazar ibis por la mañana. Cada día traía a casa cuatro ibis, y de este modo los hermanos se quedaron satisfechos.
Sin embargo, el problema continuaba. Forzaron a una de las hermanas a dejar de cargarse medallas en la espalda: el tintineo de las medallas molestaba tanto a los hermanos y a la hermana pequeña que, finalmente, dieron rienda suelta a su indignación. Heja dejó las medallas en un rincón y, para consolarse, empezó a tomar regularmente baños de gelatina de arándano y comenzó a estudiar ciertas lenguas orientales que nunca existieron y que nadie conocía.
Finalmente le tocó el turno a la hermana pequeña. Todos los hermanos le dijeron que su afición por cazar chimpancés y jugar a la lotería los ponía en ridículo y que ya estaban más que hartos de sus juegos. Gritaron tanto tiempo que, al final, Hipa dejó su pasatiempo con un suspiro de tristeza. Se compró un trombón y con él empezó a hacer burbujas de jabón y, en vez de jugar a la lotería, empezó a jugar en la bolsa. Los hermanos se quedaron satisfechos y todo se apaciguó.
La calma reinó un tiempo y todos dejaron de echarse en cara sus malas costumbres. Pero, algún tiempo después, se puso de manifiesto que, realmente, el asunto no estaba resuelto. Los nuevos hábitos de cada uno empezaron a fastidiar tanto a los demás que el ambiente en casa se volvió insoportable. Se peleaban constantemente y cada cual exigía al resto que dejara inmediatamente una u otra actividad, porque resultaban inaguantables.
La situación se hizo insufrible. Antes estaban todos en contra de uno y después de otro, pero ahora estaban todos contra todos al mismo tiempo. Las riñas y los insultos llenaban todos sus encuentros. Y dado que todos ellos estaban enfadados entre sí, cada cual, por separado, cultivaba su pasatiempo de manera mucho más intensa y visible para fastidiar a los demás.
Eso duró mucho tiempo, hasta que un día se produjo un cambio inesperado. Vino de otra ciudad, para vivir con sus hermanos, la hermana más pequeña, Kiwi. Kiwi era joven y no quería molestar a nadie. Dejaba, sin protestar, que sus hermanos cazaran ibis, hicieran burbujas de jabón con un trombón, se tragaran muelles y se bañaran en gelatina. A ella le gustaba comer caramelos. Se los compraba en la tienda de al lado y, simplemente, se los comía con fruición.
Y fueron precisamente los caramelos lo que llevó las peleas domésticas al límite. Era algo que realmente nadie podía aguantar. En cuanto Kiwi llegaba a casa y sacaba una bolsa de caramelos, el hermano mayor, Pepi, saltaba de repente del sillón, la señalaba con el dedo y gritaba indignado:
-¡Oh, oh, caramelos! ¡Está comiendo caramelos!
Enseguida, el hermano mediano, Gia, venía corriendo de otra habitación y pataleaba enfurecido.
-¿Qué ven mis ojos? ¡Caramelos! -tronaba a pleno pulmón-. ¡Está comiéndose caramelos!
Las dos hermanas, Heja y Hipa, aparecían sin demora junto a Kiwi y su hermano pequeño Kaku ya estaba ahí. Se juntaban todos alrededor de ella, chillando de indignación y gritando uno tras otro.
-¡Kiwi! ¡Entra en razón! ¡Caramelos! ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?
-¡Kiwi! ¿Estás mal de la cabeza? ¡Caramelos!
-¡Kiwi! ¡Te has vuelto loca! ¡Caramelos!
-¡Kiwi! ¡Quieres hundir a tu familia! ¡Caramelos!
-¡Kiwi! ¿Dónde está tu moral? ¡Caramelos!
-¡Caramelos! ¡Caramelos! ¡Caramelos!
Cuanto más gritaban, más se excitaban y se indignaban, cosa que les hacía gritar aún más fuerte; y cuanto más gritaban, más crecía su excitación y más indignados se ponían, con lo que aún gritaban con más fuerza.
La pobre Kiwi, atemorizada, tragaba los caramelos con lágrimas en los ojos y no decía nada, porque tenía miedo de enfurecer más a sus hermanos y hermanas. Estaba, pues, en medio de la habitación entre los gritos y los dedos que la señalaban y, llorosa, se comía los caramelos. El griterío no paraba hasta que Kiwi terminaba los caramelos; y los hermanos y hermanas quedaban tan agotados de gritar que se retiraban a sus habitaciones resoplando de indignación.
Esta escena se repetía cada día, pero, por lo que parecía, Kiwi era un caso incurable. Oía los gritos con lágrimas en los ojos, pero, a pesar de ello, cada día traía sus caramelos y se los comía en medio de la habitación.
En consecuencia, en la casa se produjo un cambio fundamental. La indignación que provocaban las vergonzosas prácticas de Kiwi dejó en la sombra el resto de cuestiones. Ya no tenían ni siquiera fuerzas ni ganas de irritarse unos con otros, pues todos juntos se irritaban con Kiwi. A medida que se irritaban, se ponían de acuerdo entre sí hasta que dejaron totalmente de pelearse. Así pues, en la casa reinaban la armonía y la paz, que se interrumpían solo cuando Kiwi comía los malditos caramelos.
Cuando la familia se juntaba, Pepi, tragando sus muelles, suspiraba con dificultad y decía:
-Ay, esa Kiwi! ¡Qué bien estaríamos todos juntos si no fuera por esos asquerosos caramelos!
-¡Es terrible! -gemía Heja desde su bañera llena de gelatina de arándano-. ¡Es realmente terrible! ¡Esa Kiwi es el oprobio de toda nuestra familia!
-¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! -añadía Gia bajo su verde sombrero de copa-. No entiendo cómo nosotros, unos hermanos tan bien avenidos y cariñosos, tenemos una hermana pendenciera que, con sus caramelos, nos hace la vida imposible.
-Tampoco lo entiendo yo, queridos míos -se quejaba Hipa agitando el trombón por encima de una palangana llena de espuma-. De verdad que no lo entiendo. ¿Podéis creer que esa Kiwi está comiendo caramelos constantemente? Llevándonos todos tan bien y, de repente, ¡una cosa así!
-¡Ya está! ¡Hay que acabar con eso! -decía Kaku con firmeza-. No podemos permitir que Kiwi nos amargue la vida. Al fin y al cabo, somos hermanos. Tenemos que querernos unos a otros. No podemos tener en casa interminables riñas por culpa de esos asquerosos caramelos.
Tanto se quejaron, movieron la cabeza con desaprobación, lloraron, se asombraron y maldijeron su destino que, finalmente, llegaron a la conclusión de que debían poner las cosas claras. Le dijeron a Kiwi:
-Lo sentimos, tienes que marcharte de nuestra casa. No podemos permitir que arruines nuestras vidas con tus horrorosos caramelos. Tienes que buscarte otro domicilio.
Kiwi no dijo nada. ¿Y qué podía decir? Abandonó la casa en busca de otro lugar para vivir. Y, realmente, en cuanto se fue, otra vez la paz y la tranquilidad reinaron en la casa.
-¿Lo veis? ¿Qué os decía yo? -dijo Pepi acomodándose en el sillón-. Ahora tenemos paz y armonía.
-Paz, armonía y amistad -añadió Kaku.
- Y se acabó lo de los malditos caramelos -intervino Heja.
-Me sabe mal -dijo Hipa-, pero no podíamos hacer otra cosa. No convertiremos nuestra casa en un infierno por culpa de la pequeña Kiwi y sus caramelos.
Gia también movía con aprobación la cabeza. Reinaban la armonía y un ambiente agradable. Pero, de repente, Gia se acordó de algo. Silenciosamente, fue a otro cuarto, donde en un rincón se hallaban las plumas, cubiertas de polvo por no haber sido usadas durante mucho tiempo, junto a un puro a medio fumar. Cogió una y otra cosa, les quitó el polvo y, volviendo al comedor, se topó con Pepi que, sigilosamente, bajaba del ático algunos viejos aros de barril. Se abrió una puerta y apareció la cabeza de Heja con el lazo para cazar chimpancés y, tras otra puerta, por donde Hipa acababa de desaparecer, se oyó el sonido metálico de unas medallas.

Leszek Kolakowski