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lunes, 27 de febrero de 2017

D. Diogo de Sousa - Museu de Arqueología


Cuánta tierra necesita un hombre

I

Una hermana mayor fue al campo a visitar a su hermana menor. La mayor vivía en la ciudad y estaba casada con un comerciante; la menor, mujer de un campesino, residía en la aldea. Las hermanas bebieron té y charlaron. La mayor empezó a alabar las ventajas de vivir en la ciudad, comentando qué espaciosa y limpia era su casa, qué bien vestidos iban, qué elegantes prendas lucían sus hijos, cuántas cosas buenas comían y bebían, cómo iba en carroza, asistía al teatro e iba de paseo.
La menor, sintiéndose ofendida, empezó a menospreciar la vida de los comerciantes y a ponderar la de los campesinos.
-No cambiaría mi vida por la tuya -dijo-. Será todo lo gris que quieras, pero no sabemos lo que es el miedo. Es verdad que vuestro estilo de vida es más refinado, pero no es menos cierto que, aunque algunas veces obtenéis grandes ganancias, al día siguiente podéis perderlo todo. Recuerda lo que dice el proverbio: «La ganancia es hermana de la pérdida». A menudo sucede que hoy eres rico y mañana estás mendigando un pedazo de pan. En cambio, la vida del campesino es más segura: modesta, pero larga; nunca seremos ricos, pero siempre tendremos qué comer.
Entonces la mayor dijo:
-¡Ya! ¡En compañía de cerdos y terneros! ¡Sin ninguna elegancia ni modales! Por mucho que se afane tu marido, viviréis entre estiércol y entre estiércol moriréis; y la misma suerte conocerán vuestros hijos.
-¡Qué se le va hacer! -replicó la menor-. Nuestras labores lo exigen. Pero en cambio nuestra posición es más firme; no tenemos que inclinarnos ante nadie y a nadie tememos. Vosotros, en la ciudad, vivís rodeados de toda clase de tentaciones; hoy todo va bien, pero mañana el demonio puede tentar a tu marido con las cartas, el vino o una hermosa mujer. Y todo se convertirá en polvo. ¿Acaso no sucede así a menudo?
Pajom, el dueño de la casa, estaba tumbado en lo alto de la estufa y escuchaba lo que decían las mujeres.
-Es la pura verdad -exclamó-. Ocupados desde pequeños en cultivar a nuestra madre tierra, no tenemos tiempo de pensar siquiera en tonterías. ¡La única pena es que disponemos de poca tierra! ¡Si tuviera toda la que quisiera, no tendría miedo de nadie, ni siquiera del diablo!
Las mujeres acabaron de beber el té, charlaron un rato de vestidos, recogieron la vajilla y se fueron a la cama.
El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo. Se había alegrado mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse: se había jactado de que, si tuviese mucha tierra, no temería ni siquiera al diablo.
«De acuerdo -pensó el diablo-. Haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y gracias a ella te tendré en mi poder.»
II
Cerca de la aldea vivía una pequeña propietaria, dueña de una hacienda de ciento veinte desiatinas. Antes siempre había vivido en paz con los mujiks, sin perjudicarlos en modo alguno. Pero un día contrató como administrador a un soldado retirado, que empezó a abrumarlos con multas. Por muy atento que estuviera Pajom, tan pronto un caballo se metía en un campo de avena como una vaca se colaba en el huerto o las terneras entraban en los prados; y cada vez recibía una multa.
Pajom pagaba y luego, en casa, insultaba y pegaba a los suyos. Aquel verano tuvo tantos quebraderos de cabeza por culpa de ese administrador que se alegró cuando llegó el momento de encerrar el ganado en los establos; aunque le molestaba tener que procurarse forraje, al menos estaría libre de temores.
Durante el invierno corrió la especie de que la señora quería vender la tierra y ya estaba en tratos con el posadero del camino real. Los campesinos recibieron la noticia con no poca inquietud. «Si el posadero se queda con la tierra -pensaban- nos acribillará a multas; estaremos aún peor que con la señora. No podemos vivir sin esa tierra; la compraremos entre todos.»
Así pues, una asamblea de campesinos fue a ver a la señora para rogarle que no vendiera la tierra al posadero y le ofrecieron pagar un precio más alto. La señora aceptó. Los campesinos trataron de concertarse para comprar toda la tierra; se reunieron una vez y después otra, pero no se pusieron de acuerdo. El diablo sembró la discordia entre ellos y no fueron capaces de alcanzar un compromiso. Entonces los campesinos decidieron comprar parcelas individuales, cada cual según sus medios. La señora aceptó también esa solución. Pajom se enteró de que su vecino había comprado veinte desiatinas a la señora, que había aceptado aplazar la mitad del pago hasta el año siguiente. Lleno de envidia, pensó: «Comprarán toda la tierra y yo me quedaré sin nada». Entonces decidió hablar con su mujer.
-Todos compran -dijo-. También nosotros deberíamos comprar unas diez desiatinas. Así no podemos seguir: ese administrador va a acabar con nosotros a fuerza de multas.
Se pusieron a pensar en lo que podrían hacer para comprar esa tierra. Habían ahorrado cien rublos; vendieron el potro y la mitad de las colmenas, mandaron al hijo a trabajar y Pajom pidió un préstamo a su cuñado; de ese modo lograron reunir la mitad del dinero.
Una vez amasada esa suma, Pajom eligió una parcela de quince desiatinas con un bosquecillo y fue a tratar con la señora. Llegaron a un acuerdo, se estrecharon la mano y Pajom entregó una señal. Luego fueron a la ciudad para firmar el acta de compraventa; él entregó la mitad del dinero y se comprometió a pagar el resto en dos años.
Así fue como Pajom adquirió esa tierra. Compró semillas a préstamo y sembró. La cosecha fue tan buena que al cabo de un año consiguió saldar las deudas con la señora y con su cuñado. Y Pajom se convirtió en propietario: araba, sembraba y segaba heno en su propia tierra; talaba sus propios árboles y sacaba a pastar al ganado a sus propios prados. Cuando iba a arar sus campos o se quedaba mirando los sembrados y las praderas, su corazón exultaba de alegría. Hasta tenía la impresión de que las hierbas y las flores eran diferentes ahora. Antes, cuando pasaba por aquellas tierras, le parecían como las demás; ahora se le antojaban completamente distintas.
III
Pajom estaba muy satisfecho con su vida. Todo podría haber ido bien, pero los campesinos vecinos empezaron a hollar sus sembrados y sus prados. Les pidió por favor que no lo hicieran, pero no hubo manera: tan pronto los pastores dejaban pasar las vacas a los prados como los caballos que pastaban de noche entraban en sus sembrados. Al principio Pajom los echaba y perdonaba a los propietarios, pero luego perdió la paciencia y fue a quejarse al tribunal del distrito. Sabía que el comportamiento de los campesinos obedecía a su pobreza, que no lo hacían con mala intención, pero pensó: «No puedo dejar así las cosas; si no, acabarán con todo. Hay que darles una lección».
Así pues, con la ayuda del tribunal, les dio una lección y luego otra; uno o dos campesinos fueron condenados a pagar una multa. Sus vecinos empezaron a cogerle ojeriza; volvieron a causar estragos en sus campos, esta vez a propósito. Una vez uno de ellos entró en su bosquecillo y taló diez jóvenes tilos para aprovechar la corteza. Al pasar un día por el bosque, Pajom creyó ver algo blanco. Se acercó y vio los troncos por el suelo, al lado de los tocones. Si al menos hubiera cortado los de los bordes y hubiese dejado uno aquí y allá, pero el muy canalla había cortado uno detrás de otro. Pajom se enfureció. «Ah, si pudiera saber quién ha sido -pensó-, se lo haría pagar.» Tras darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que sólo podía haber sido Siomka. Fue al patio de Siomka a echar un vistazo, pero no descubrió nada y acabó discutiendo con él. No obstante, plenamente convencido de su culpabilidad, puso una denuncia. Juzgaron a Siomka, pero el tribunal lo absolvió por falta de pruebas. Pajom se ofendió aún más y riñó con los jueces y con el jefe de la aldea.
-Estáis confabulados con los ladrones -dijo-. Si respetarais la justicia, no soltaríais a esos maleantes.
Pajom discutió con los jueces y con los vecinos, que le amenazaron con prender fuego a su casa. En definitiva, aunque Pajom tenía muchas más tierras, su posición era peor que antes.
Por esa época corrió el rumor de que la gente emigraba a lugares nuevos. «No tengo ninguna razón para marcharme de mis tierras -pensó Pajom-, pero, si algunos de nuestros vecinos se fueran, viviríamos con más holgura. Me quedaría con sus tierras y ampliaría mis propiedades. Entonces viviríamos mejor. Ahora padecemos demasiadas estrecheces.»
Un día en que se hallaba en casa llamó a la puerta un mujik que pasaba por la aldea. Pajom le ofreció un lecho donde dormir, le dio de comer y charló con él. Entre otras cosas Pajom le preguntó de dónde venía. El mujik le dijo que venía de más allá del Volga, donde había estado trabajando. Poco a poco el mujik le contó que mucha gente se estaba estableciendo en aquellos lugares.
-Han venido campesinos de fuera, se han inscrito en el Registro y han recibido diez desiatinas por cabeza -dijo-. Es una tierra tan buena que si siembras centeno crece como la paja, hasta alcanzar la altura de un caballo; y es tan grueso que cinco puñados forman un haz. Un mujik pobre de solemnidad -añadió-, que llegó sin un céntimo en el bolsillo, ahora tiene seis caballos y dos vacas.
Muy excitado, Pajom, pensó: «¿Por qué pasar apuros y estreches aquí cuando se puede vivir mejor en otro lugar?
Venderé mis tierras y mi casa y con ese dinero me estableceré y llevaré mi propia hacienda. Aquí, con tantas apreturas, no hay quien viva. Pero antes es preciso que vaya a enterarme de todo en persona».
Ese mismo verano preparó lo necesario y partió. Descendió por el Volga en un vapor hasta Samara y a partir de allí cubrió a pie unas cuatrocientas verstas. Llegó al lugar y comprobó que todo lo que había oído era cierto. Los campesinos vivían con holgura; cada hombre recibía diez desiatinas y en el Registro inscribían de buena gana a los recién llegados. Si alguien llegaba con dinero, además de la parcela que se le asignaba, podía comprar, con derecho a perpetuidad, toda la tierra que quisiera. La tierra de mejor calidad se vendía a un precio de tres rublos la desiatina. ¡Podía uno comprar cuanto se le antojara!
Una vez enterado de todo, Pajom regresó a su casa en otoño y empezó a vender cuanto tenía. Vendió la tierra con beneficio, vendió la casa, vendió todo el ganado, se dio de baja en el Registro y, cuando llegó la primavera, partió con su familia a esos nuevos lugares. 
IV
Una vez allí, Pajom se inscribió en el Registro de una gran aldea. Ofreció de beber a los ancianos y puso en orden todos los papeles. Como su familia se componía de cinco personas, le entregaron cincuenta desiatinas de tierra en campos diferentes, con los pastos aparte. Pajom se estableció y compró ganado. Ahora tenía tres veces más tierra que antes, contando sólo la que le habían asignado. Y era una tierra estupenda para el cultivo del cereal. Su situación era diez veces mejor. Había gran abundancia de pastos y de tierras de labor y podía tener todo el ganado que quisiese.
Al principio, mientras se ocupaba de la construcción de la casa y de todos los preparativos, estaba muy contento; pero, una vez que se acostumbró, también esa tierra le pareció poca. El primer año Pajom sembró trigo en la tierra asignada y obtuvo una buena cosecha. Le hubiera gustado sembrar más, pero había poca tierra para distribuir y la que tenía ya no le servía, pues en esas regiones el trigo se siembra en tierras incultas o cubiertas de hierba; siembran un año o dos y luego dejan la tierra en barbecho hasta que vuelve a cubrirse de hierba. Eran muchos los que querían esa tierra y no había suficiente para todos. Así pues, surgían disputas. Los más ricos querían cultivarlas y los más pobres se las arrendaban a los comerciantes a cambio del pago de la contribución. Pajom quería sembrar más tierra. Al segundo año fue a ver a un mercader y arrendó tierras por un año. En suma, pudo sembrar más y obtuvo una buena cosecha, pero aquellas tierras estaban lejos de la aldea: había que cubrir quince verstas con los carros. Al cabo de algún tiempo Pajom advirtió que algunos campesinos-comerciantes de los alrededores vivían en granjas y se enriquecían. «No estaría mal si yo también pudiera comprar tierras a perpetuidad y construirme una granja -se dijo-. Así lo tendría todo a la puerta de casa.» A partir de ese momento Pajom no pensó en otra cosa.
Vivió de ese modo por espacio de tres años. Arrendaba tierras y sembraba trigo. Esos años las cosechas fueron buenas y Pajom empezó a ganar dinero. Vivía bien, pero le molestaba pagar cada año el arriendo de la tierra y tener que luchar por ella; porque, allí donde había una buena parcela, acudían enseguida otros campesinos y la acaparaban toda; así que, si no llegaba a tiempo, se quedaba sin tierra para sembrar. El tercer año arrendó a medias con un mercader un prado de unos campesinos; habían empezado a ararlo cuando los campesinos les pusieron un pleito y el trabajo se perdió. «Si hubiera tenido mi propia tierra -pensaba-, no habría tenido que rendir cuentas a nadie y me habría ahorrado todos estos disgustos.»
Y empezó a informarse de dónde podía comprar tierra a perpetuidad. Al poco tiempo conoció a un mujik que había comprado quinientas desiatinas, pero se había arruinado y las vendía a un buen precio. Pajom entabló negociaciones con él. Tras mucho regatear, se pusieron de acuerdo en una suma de mil quinientos rublos, mitad al contado y mitad a plazos. Habían cerrado ya el acuerdo, cuando un día un comerciante de paso se detuvo en casa de Pajom para dar de comer a los caballos. Bebieron un poco de té y charlaron. El comerciante le contó que venía de la lejana región de los bashkirios, donde había comprado cinco mil desiatinas de tierra por mil rublos. Pajom le hizo algunas preguntas y el comerciante dijo lo siguiente:
-Sólo hay que ganarse la voluntad de los ancianos. Les he regalado batas y alfombras por valor de cien rublos, además de una caja de té; y he dado vino a los que les gusta la bebida. De ese modo he comprado la tierra a veinte kopeks la desiatina. -Le enseñó el acta de compraventa y añadió-: la tierra está a la orilla de un río y toda la estepa está cubierta de hierba.
Pajom le hizo más preguntas y el comerciante dijo:
-Hay tanta tierra que no podrías recorrerla en un año. Y toda pertenece a los bashkirios, que son tan inocentes como corderos. Se puede conseguir la tierra casi de balde.
«¿Por qué voy a pagar mil rublos por quinientas desiatinas -pensó Pajom- y a contraer una deuda, cuando con esa misma cantidad puedo conseguir allí toda la tierra que se antoje?»

(Sigue en la próxima entrada)

sábado, 25 de febrero de 2017

Biblioteca de Asturias "Ramón Pérez de Ayala"



Caramelos escandalosos

A Gia le encantaba fumar un puro después de comer, sentado en un sillón y con plumas de indio en la cabeza. Tal era su costumbre, y no había nada raro en ello. La gente tiene costumbres diversas y no hay por qué sorprenderse. Por ejemplo, Pepi, hermano de Gia, no desayunaba sin antes cazar, como mínimo, cuatro cormoranes. Otro hermano, Kaku, tragaba aros de barril, su hermana Heja se cargaba veinte medallas en la espalda, la otra hermana, Hipa, cazaba chimpancés con lazo y jugaba a la lotería. Cada uno tiene, pues, por lo que vemos, sus rarezas, y hay que dejar a la gente en paz.
Pero Gia no tenía sosiego. En cuanto se sentaba en el sillón después de comer, encendía el puro y se ponía las plumas en la cabeza, de inmediato aparecía toda la familia: uno de los hermanos, atragantado con los aros, daba gritos de indignación, el otro sacudía enfurecido las manos, llenas de cormoranes recién cazados, una hermana, con las medallas tintineando en la espalda, le reprochaba severamente la indecencia de su comportamiento y la otra, con un chimpancé colgando del lazo y un manojo de billetes de lotería en la mano, gritaba que nunca consentiría que un hermano suyo hiciera el tonto de esa manera.
-¿Pero qué queréis que haga? -se quejaba Gia-. ¿Queréis que me ponga el puro en la cabeza y fume las plumas?
-Al menos eso sería más honesto -sentenciaba el hermano mayor.
-Y menos embarazoso -añadía una hermana.
-Pero yo no disfrutaría con ello -intentaba explicar Gia.
-¿Y qué? -gritaban todos al unísono-. ¡El hombre no vive solo para el placer! ¡Eres un egoísta y solo piensas en ti!
Gia, resignado, se quitaba las plumas de la cabeza y tiraba el puro. Cada día igual, por lo que Gia no tenía ni un momento para dedicarse tranquilamente a su actividad preferida. Finalmente se hartó y, para no exponerse a burlas continuas, empezó a fumar en pipa y a ponerse en la cabeza, en lugar de plumas, un sombrero de copa corriente. Los hermanos lo dejaron en paz.
Pero después de un tiempo, Gia se dio cuenta de que algunas de las costumbres de sus hermanos y hermanas le empezaban a fastidiar en extremo. Simplemente, no podía ver a su hermano mayor tragándose aros de barril. Se contuvo durante mucho tiempo, hasta que un día explotó.
-¡No soporto más -gritó- que tragues aros de esos todo el tiempo! ¡Es vergonzoso!
Curiosamente, después de decírselo, los hermanos y las hermanas, que antes tanto le criticaban sus costumbres, lo apoyaron enseguida y reprendieron al otro hermano por sus hábitos indecorosos. El hermano se defendió durante un tiempo, pero ante tanto grito se rindió. Dejó los aros y empezó a tragarse los muelles que sacaba del sofá. Entonces lo dejaron en paz.
Ahora le tocó el turno al hermano pequeño, que cada día, antes de desayunar, cazaba cormoranes. Resultó que los hermanos tampoco podían aguantarlo, especialmente los dos mayores. El hermano pequeño cedió ante la presión de los reproches y, apenado, dejó los cormoranes y empezó a cazar ibis por la mañana. Cada día traía a casa cuatro ibis, y de este modo los hermanos se quedaron satisfechos.
Sin embargo, el problema continuaba. Forzaron a una de las hermanas a dejar de cargarse medallas en la espalda: el tintineo de las medallas molestaba tanto a los hermanos y a la hermana pequeña que, finalmente, dieron rienda suelta a su indignación. Heja dejó las medallas en un rincón y, para consolarse, empezó a tomar regularmente baños de gelatina de arándano y comenzó a estudiar ciertas lenguas orientales que nunca existieron y que nadie conocía.
Finalmente le tocó el turno a la hermana pequeña. Todos los hermanos le dijeron que su afición por cazar chimpancés y jugar a la lotería los ponía en ridículo y que ya estaban más que hartos de sus juegos. Gritaron tanto tiempo que, al final, Hipa dejó su pasatiempo con un suspiro de tristeza. Se compró un trombón y con él empezó a hacer burbujas de jabón y, en vez de jugar a la lotería, empezó a jugar en la bolsa. Los hermanos se quedaron satisfechos y todo se apaciguó.
La calma reinó un tiempo y todos dejaron de echarse en cara sus malas costumbres. Pero, algún tiempo después, se puso de manifiesto que, realmente, el asunto no estaba resuelto. Los nuevos hábitos de cada uno empezaron a fastidiar tanto a los demás que el ambiente en casa se volvió insoportable. Se peleaban constantemente y cada cual exigía al resto que dejara inmediatamente una u otra actividad, porque resultaban inaguantables.
La situación se hizo insufrible. Antes estaban todos en contra de uno y después de otro, pero ahora estaban todos contra todos al mismo tiempo. Las riñas y los insultos llenaban todos sus encuentros. Y dado que todos ellos estaban enfadados entre sí, cada cual, por separado, cultivaba su pasatiempo de manera mucho más intensa y visible para fastidiar a los demás.
Eso duró mucho tiempo, hasta que un día se produjo un cambio inesperado. Vino de otra ciudad, para vivir con sus hermanos, la hermana más pequeña, Kiwi. Kiwi era joven y no quería molestar a nadie. Dejaba, sin protestar, que sus hermanos cazaran ibis, hicieran burbujas de jabón con un trombón, se tragaran muelles y se bañaran en gelatina. A ella le gustaba comer caramelos. Se los compraba en la tienda de al lado y, simplemente, se los comía con fruición.
Y fueron precisamente los caramelos lo que llevó las peleas domésticas al límite. Era algo que realmente nadie podía aguantar. En cuanto Kiwi llegaba a casa y sacaba una bolsa de caramelos, el hermano mayor, Pepi, saltaba de repente del sillón, la señalaba con el dedo y gritaba indignado:
-¡Oh, oh, caramelos! ¡Está comiendo caramelos!
Enseguida, el hermano mediano, Gia, venía corriendo de otra habitación y pataleaba enfurecido.
-¿Qué ven mis ojos? ¡Caramelos! -tronaba a pleno pulmón-. ¡Está comiéndose caramelos!
Las dos hermanas, Heja y Hipa, aparecían sin demora junto a Kiwi y su hermano pequeño Kaku ya estaba ahí. Se juntaban todos alrededor de ella, chillando de indignación y gritando uno tras otro.
-¡Kiwi! ¡Entra en razón! ¡Caramelos! ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?
-¡Kiwi! ¿Estás mal de la cabeza? ¡Caramelos!
-¡Kiwi! ¡Te has vuelto loca! ¡Caramelos!
-¡Kiwi! ¡Quieres hundir a tu familia! ¡Caramelos!
-¡Kiwi! ¿Dónde está tu moral? ¡Caramelos!
-¡Caramelos! ¡Caramelos! ¡Caramelos!
Cuanto más gritaban, más se excitaban y se indignaban, cosa que les hacía gritar aún más fuerte; y cuanto más gritaban, más crecía su excitación y más indignados se ponían, con lo que aún gritaban con más fuerza.
La pobre Kiwi, atemorizada, tragaba los caramelos con lágrimas en los ojos y no decía nada, porque tenía miedo de enfurecer más a sus hermanos y hermanas. Estaba, pues, en medio de la habitación entre los gritos y los dedos que la señalaban y, llorosa, se comía los caramelos. El griterío no paraba hasta que Kiwi terminaba los caramelos; y los hermanos y hermanas quedaban tan agotados de gritar que se retiraban a sus habitaciones resoplando de indignación.
Esta escena se repetía cada día, pero, por lo que parecía, Kiwi era un caso incurable. Oía los gritos con lágrimas en los ojos, pero, a pesar de ello, cada día traía sus caramelos y se los comía en medio de la habitación.
En consecuencia, en la casa se produjo un cambio fundamental. La indignación que provocaban las vergonzosas prácticas de Kiwi dejó en la sombra el resto de cuestiones. Ya no tenían ni siquiera fuerzas ni ganas de irritarse unos con otros, pues todos juntos se irritaban con Kiwi. A medida que se irritaban, se ponían de acuerdo entre sí hasta que dejaron totalmente de pelearse. Así pues, en la casa reinaban la armonía y la paz, que se interrumpían solo cuando Kiwi comía los malditos caramelos.
Cuando la familia se juntaba, Pepi, tragando sus muelles, suspiraba con dificultad y decía:
-Ay, esa Kiwi! ¡Qué bien estaríamos todos juntos si no fuera por esos asquerosos caramelos!
-¡Es terrible! -gemía Heja desde su bañera llena de gelatina de arándano-. ¡Es realmente terrible! ¡Esa Kiwi es el oprobio de toda nuestra familia!
-¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! -añadía Gia bajo su verde sombrero de copa-. No entiendo cómo nosotros, unos hermanos tan bien avenidos y cariñosos, tenemos una hermana pendenciera que, con sus caramelos, nos hace la vida imposible.
-Tampoco lo entiendo yo, queridos míos -se quejaba Hipa agitando el trombón por encima de una palangana llena de espuma-. De verdad que no lo entiendo. ¿Podéis creer que esa Kiwi está comiendo caramelos constantemente? Llevándonos todos tan bien y, de repente, ¡una cosa así!
-¡Ya está! ¡Hay que acabar con eso! -decía Kaku con firmeza-. No podemos permitir que Kiwi nos amargue la vida. Al fin y al cabo, somos hermanos. Tenemos que querernos unos a otros. No podemos tener en casa interminables riñas por culpa de esos asquerosos caramelos.
Tanto se quejaron, movieron la cabeza con desaprobación, lloraron, se asombraron y maldijeron su destino que, finalmente, llegaron a la conclusión de que debían poner las cosas claras. Le dijeron a Kiwi:
-Lo sentimos, tienes que marcharte de nuestra casa. No podemos permitir que arruines nuestras vidas con tus horrorosos caramelos. Tienes que buscarte otro domicilio.
Kiwi no dijo nada. ¿Y qué podía decir? Abandonó la casa en busca de otro lugar para vivir. Y, realmente, en cuanto se fue, otra vez la paz y la tranquilidad reinaron en la casa.
-¿Lo veis? ¿Qué os decía yo? -dijo Pepi acomodándose en el sillón-. Ahora tenemos paz y armonía.
-Paz, armonía y amistad -añadió Kaku.
- Y se acabó lo de los malditos caramelos -intervino Heja.
-Me sabe mal -dijo Hipa-, pero no podíamos hacer otra cosa. No convertiremos nuestra casa en un infierno por culpa de la pequeña Kiwi y sus caramelos.
Gia también movía con aprobación la cabeza. Reinaban la armonía y un ambiente agradable. Pero, de repente, Gia se acordó de algo. Silenciosamente, fue a otro cuarto, donde en un rincón se hallaban las plumas, cubiertas de polvo por no haber sido usadas durante mucho tiempo, junto a un puro a medio fumar. Cogió una y otra cosa, les quitó el polvo y, volviendo al comedor, se topó con Pepi que, sigilosamente, bajaba del ático algunos viejos aros de barril. Se abrió una puerta y apareció la cabeza de Heja con el lazo para cazar chimpancés y, tras otra puerta, por donde Hipa acababa de desaparecer, se oyó el sonido metálico de unas medallas.

Leszek Kolakowski 

jueves, 23 de febrero de 2017

Muvim




Aquel Abril

Hacía calor y jugábamos a «saltar el burro». En casa quedaba mi padre acostado. Mi hermana mayor y mi madre habían ido a por leña.
No es que mi padre no trabajara, es que había terminado la guerra civil tres días antes y aún tenía la tristura de la derrota metida dentro del cuerpo. No salía a la calle, y permanecía tiempo y tiempo encerrado en su habitación.
Lo más que hacía era el contarnos historias o andar por el pasillo a grandes zancadas. Sentado en el borde de la cama nos acariciaba la cara, o nos revolvía la maraña rubia de la cabeza con sus manos rudas y suaves a un tiempo. Su voz era agradable y sus historias nos llegaban al corazón. Permanecíamos embobados delante de él, y, luego, nos refugiábamos en sus brazos.
Madre era alta y tenía la mirada grande y como llena de orgullo. Hablaba poco y nos regañaba mucho. Mas, a pesar de ello, sabía mejor que nadie el consolarnos con su silencio. Recta y sencilla, la mirábamos con adoración. Quizá nosotros, mi hermana y yo, éramos más parecidos a nuestro padre y no la entendíamos por completo.
Mi padre, seguro estoy que la adoraba, sabía permanecer junto a ella en silencio, y también contarle cosas agradables que deseaba para todos nosotros y para la gente. Tenía gran fe en sus ideas y creía a pies juntillas todos los proyectos que forjaba en su mente. Madre le escuchaba con aquella rara sonrisa que sólo de tarde en tarde florecía en su boca. A nosotros, mi hermana y yo, nos gustaba mucho cuando sonreía.
Mas en estos días su fortaleza de ánimo la había abandonado. Andaba nerviosa y nos regañaba más que de costumbre cuando alborotábamos la casa.
Padre, desde su cuarto, decía en alta voz que nos dejara jugar que no le molestábamos.
Aquella mañana ella se sentó en la cama y empezó a hablar:
-¿Por qué no te marchas? Se están llevando a mucha gente.
-¿Para qué? Da lo mismo, a nada conduce el huir. Esperaremos a ver qué pasa.
Cayó el silencio en la habitación en que estaban mis padres, sentados el uno junto al otro.
Volvió a hablar mi madre:
-¿Por qué no sales con los chicos a tomar el aire? Llevas mucho tiempo encerrado.
Yo estaba en el comedor escuchando la conversación.
-Mañana, si estoy en casa, les llevaré a dar un paseo.
Cuando padre estaba libre de trabajo, y era domingo o fiesta, nos llevaba a dar grandes caminatas. Yo no cambiaba por nada aquellas mañanas en que salíamos temprano y en la esquina de una calle desayunábamos café con churros. Íbamos al Retiro a montar en las barcas y luego nos sentábamos en un banco de madera hasta la hora de la comida.
Pero lo que más le gustaba era el callejear por barrios alejados que ya lindaban con los arenales de los alrededores de Madrid. Gustaba de entrar en las tabernas, y yo disfrutaba de lo lindo cuando mi padre pedía dos vasos de vino, el mío con gaseosa, y me hablaba de cosas serias, como si yo fuera un compañero suyo.
A veces, nos quedábamos a ver un partido de fútbol y se nos hacía tarde. Y madre nos regañaba, pues el arroz que comíamos todos los domingos se pasaba dentro del horno.
Madre casi nunca venía con nosotros, era poco andariega.
El caso es que, como dije, aquella tarde hacía calor y jugábamos a «saltar el burro».
La calle estaba llena de gente y de otras banderas que yo no recordaba. Pasaban grupos de voluntarios italianos que decían cosas a las muchachas que tomaban el sol recostadas contra las fachadas de las casas. También recuerdo a unos soldados moros que vendían relojes y garbanzos. Cuando se acercaban ofreciendo sus mercancías, o a meterse con las mujeres, suspendíamos nuestros juegos para mirarles, entre atemorizados y atraídos, pues tenían facha de fieros guerreros. Una mujer dijo que no nos acercáramos a ellos, que tendrían piojos. No vendieron nada y se alejaron entre las bromas de unas muchachas que se reían de de sus pantalones grandes, anchos como bragas de mujer.
Fue entonces cuando se acercó mi padre. Iba entre dos hombres bien vestidos. Tenía la cara seria y tranquila.
-Oye, me voy con estos señores. Díselo a mamá. Me llevan a Las Salesas, detenido.
Me miró largamente. Mis amigos se habían acercado. Las mujeres que tomaban el sol, quedaron en silencio.
Me acarició la cabeza de esa manera que tanto me gustaba. Sonreía.
-Cuando gusten.
Se fueron andando despacio, mi padre entre los dos hombres, seguidos por las miradas de las mujeres, las mías y las de mis amigos.
Una mujer dijo: ¡Maldita guerra!
Inesperadamente comencé a andar detrás del grupo. Al llegar a la esquina volví la cabeza para mirar a mi calle y a mi casa. Los chicos de nuevo habían comenzado a jugar a «dola». Las vecinas seguían cosiendo, seguramente hablando de mi pobre madre.
Doblé la esquina, lleno de tristeza. Había visto en el cine muchas historias de prisioneros de guerra, verdaderas aventuras de hombres duros a través de unas montañas o de una llanada sin límites. De grandes marchas a través de la lluvia y de la nieve en noches oscuras y terribles.
Pero hacía sol, y esto era todo. Mi padre caminaba por la calle como un hombre más, acaso más serio y silencioso, y yo iba tras él.
Bajamos por Trafalgar hasta Luchana. Esta calle era la linde de nuestras correrías habituales. Permanecía indeciso pensando en ello, mas de nuevo continué el camino por la acera de enfrente a la que llevaban a mi padre.
Vi que le metían en un caserón que estaba pegado a una iglesia con una escalinata muy grande. Junto al portón grande que tenía una puerta chica en una de sus hojas, dos guardias civiles permanecían apoyados en sus fusiles. En la puerta guardaba cola un grupo de gente silenciosa, y pude ver que, de rato en rato, una furgoneta cerrada llegaba llena de hombres con las manos esposadas.
Pregunté a una mujer que si aquello era Las Salesas, y me contestó que sí, y que a quién tenía dentro. La dije que acababan de meter a mi padre. La mujer añadió que sería bueno que lleváramos una manta y comida, pues allí dentro no les daban nada.
Ya oscurecía cuando regresé a casa. Volví siguiendo los carriles del tranvía. Madre ya lo sabía, se lo había dicho una vecina. Ni siquiera me regañó, aunque ya era tarde y no había merendado.
Pasaban los días, y madre lloraba por las noches. Por las mañanas llevaba el paquete con la comida de padre y luego se iba a trabajar. Fregaba las escaleras de una casa muy cercana a la nuestra, y yo no quería jugar en la calle, pues el ver a mi madre arrodillada fregando el portal me daba vergüenza y pena. Me hubiera gustado ser mayor, y le decía que cuando lo fuera, ella no tendría necesidad de fregar suelos. Sonreía, y por las noches, yo no podía ir al colegio, me tomaba la lección que me ponía por las mañanas.
Por las tardes trabajaba lavando ropa en casa de algún vecino de la calle. Mi hermana hacía la comida, y ya, como una mujer mayor, cuidaba de mí y hasta me regañaba.
Me dijo que nuestro padre estaba en la cárcel por «rojo». Yo le dije que si él era «rojo», yo también lo sería cuando mayor. Mi hermana se quedaba en casa casi todo el día, y, al atardecer, cuando yo iba a jugar y quedaba sola, cantaba por escuchar su voz y no sentir miedo de las habitaciones vacías. Si no tenía nada que hacer, salía al pasillo y se sentaba en la escalera, debajo de la bombilla, a esperar a madre, y a comerse un tarugo de pan y a leer una novela.
En la escalera no sentía miedo alguno, pues veía subir a los vecinos y escuchaba las voces de ellos.
Madre, cuando la encontró la primera vez y ella le dijo por qué lo hacía, la dio un moquete para luego en la cama llorar más que de costumbre. Por eso, aunque seguía sentándose en la escalera, en cuanto oía su voz dando las buenas noches a los porteros, escapaba a correr para casa y se sentaba en la cocina.
Yo, muchas veces, como me sabía el camino, andando por encima de los raíles del tranvía iba hasta Las Salesas. Miraba un rato a los guardias y a la gente, que, como todos los días, se arremolinaba junto a las puertas con sus paquetes debajo del brazo. Luego daba vuelta al edificio para irme a los jardines de atrás y allí jugar. Al principio no conocía a nadie y me entretenía viendo patinar a los chicos por la explanada de cemento. Cuando tuve amigos, algunas veces me dejaron patinar, aunque se reían de mis caídas. Pero no me importaba, me encontraba a gusto allí, a la sombra de la cárcel donde mi padre estaba. Miraba una a una todas las ventanas del edificio, preguntándome tras cuál de ellas se encontraría. Cuando el sol se ocultaba, volvía a mirar a la puerta por donde lo metieran, y regresaba al barrio andando de nuevo sobre los raíles.
Una de las tardes vi a mi padre. Salió por el portón entre dos guardias civiles. Le vi desde la acera de enfrente. Llevaba las manos esposadas, igual que cuando jugábamos a policías y ladrones. Una mujer y un hombre que iban para la Castellana se pararon a mirarle. Hablaban, yo les escuché por oír qué decían. Ella dijo: «¡Pobre hombre! Lo llevan a declarar».
La gente volvía sus cabezas o se detenía. Dije en alta voz que aquel hombre era mi padre y luego eché a correr. La gente me miró, pero no hice caso.
Me puse delante de ellos. Un guardia me apartó de un manotón.
-Fuera, chico. ¡Vete!
Padre me miró largamente y se le incendiaron los ojos.
-Hola, hijo.
El otro guardia, el más viejo, dijo a su compañero:
-Deja un poco, es su hijo.
Padre extendió las manos, las dos a un tiempo, y me revolvió el pelo. Chocaron los grilletes y luego brillaron un instante bajo el sol de la tarde.
-Adiós, hijo.
Entraron en otro edificio y desde la puerta se volvió para sonreír. Sentado junto a las verjas de la iglesia, en el encintado de la acera, veía patinar a mis amigos, pero no me acerqué a ellos.
Doblaban las campanas y las estuve escuchando. Pensé que cuando le tomaran declaración, eso había dicho la mujer, podría volver a verle. Jugué al «palmo y dao» con unas piedras que encontré en la calzada. Y cuando, aburrido, me senté de nuevo, estuve contando tranvías.
Salió la luna y miré para su cara sucia. Conté, también, más de cien estrellas. Pero padre no salía. Me recosté en un tapial, el sereno preguntó qué hacía allí, y por qué no iba para casa. No le dije nada y me escondí detrás de un árbol.
Era ya oscuro del todo. De cuando en cuando pasaba algún coche con los focos encendidos. De nuevo el sereno me encontró y no sé por qué, pero salí corriendo.
Tenía hambre y un escalofrío culebreaba por mi espalda. Comencé a andar pegado a las fachadas de los edificios. Llevaba las manos metidas dentro de los bolsillos del pantalón.
El portal ya estaba cerrado. Madre y mi hermana aguardaban junto al quicio. Llegué hasta ellas, despacio, silenciosamente. No me disculpé, no dije nada. Madre me paró con una voz;
-¡Sinvergüenza!
No dije nada, dócilmente subí los escalones escuchando la regañina.
-Tu padre fuera y tú dándome disgustos -. Luego añadió con voz quebrada -: Anda, cena.
Mojé en el café una rebanada de pan untado de aceite. Mientras madre miraba el suelo, Luisa, mi hermana, miraba para el pan, con ojos de hambre. Era la escasez de la guerra, el hambre de la posguerra.
-¿Dónde has estado?
Tampoco contesté, pero no pude mirarle a la cara. Luego ya, cuando me encontré arrebujado en la cama, lloré un rato pensando en que no me había atrevido a contarles que había visto a mi padre esposado, conducido por la calle entre dos guardias civiles.
Y pensando en ello quedé dormido hasta las nueve del otro día...

Armando López Salinas

martes, 21 de febrero de 2017

Memorias de Idhún





El bigote del Emperador

El Emperador se dedicaba permanentemente a buscar nuevas maneras de poner a prueba a sus cortesanos. Un día, Akbar planteó una pregunta extraña:
-Si alguien me tirara del bigote, ¿cómo habría que castigarlo?
-¡Habría que darle mil azotes! -sentenció un cortesano.
-¡Habría que colgarlo boca abajo! -replicó otro.
-¡Habría que colgarlo hasta que muriera! -insistió un tercero.
-¡Habría que decapitarlo! -añadió un cuarto.
Birbal no decía nada, de modo que el Emperador se dirigió a él.
-¿Qué castigo propondrías, Birbal?
-Habría que darle una caja de dulces -respondió Birbal fríamente.
-¿Una caja de dulces? -exclamaron todos con cara de espanto. ¡Birbal se había vuelto loco! El Emperador no pasaría por alto una respuesta tan descarada.
-¿Por qué dices esto? -preguntó Akbar.
-Jahanpanah, sólo hay en el mundo una persona que se atrevería a tiraros del bigote: ¡vuestro pequeño nieto!
Desde luego, el mejor «castigo» sería una caja de dulces.
-Birbal, nadie más que tú es capaz de dar la respuesta correcta -le felicitó el Emperador. Toda la Corte aplaudió en homenaje a la sabiduría de Birbal.

Clifford Sawhney

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Andrea Soler.

domingo, 19 de febrero de 2017

Escuela Benaiges - Bañuelos de Bureba - Burgos


Lo que sucedió al hombre que por pobreza comía altramuces

Un hombre llegó a tal extremo de pobreza que no le quedaba en el mundo nada que comer. Habiéndose esforzado por encontrar algo. No pudo hallar más que una escudilla de altramuces. Al recordar cuán rico había sido y pensar que ahora estaba hambriento y que no tenía más que los altramuces, que son tan amargos y que saben tan mal, empezó a llorar, aunque sin dejar de comer los altramuces, por la mucha hambre, y de echar las cáscaras hacia atrás. En medio de esta congoja y de este pesar notó que detrás de él había otra persona y, volviendo la cabeza, vio que un hombre comía las cáscaras de altramuces que él tiraba al suelo.
Cuando aquello vio el de los altramuces preguntó al otro por qué comía las cáscaras. Respondióle que, aunque había sido más rico que él, había ahora llegado a tanto extremo de pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho de encontrar aquellas cáscaras que él arrojaba. Cuando esto oyó el de los altramuces se consoló, viendo que había otro más pobre que él y que tenía menos motivos para serlo. 

Conde Lucanor

viernes, 17 de febrero de 2017

Museo Picasso - Málaga


La apuesta del califa

Un califa avaro y cruel tenía verdadera pasión por las apuestas. Pero era tan avaro y cruel que él mismo fijaba las normas de las apuestas, para no correr el menor riesgo. Se decía que sólo apostaba cuando tenía la certeza absoluta de que iba a ganar. Los cortesanos encontraban mil pretextos para evitar jugar con él.  El califa se veía reducido a apostar con comerciantes, con sus mujeres, con sus guardias e incluso con sus sirvientas. Una mañana, mientras atravesaba el patio principal, vio una enorme pila de ladrillos, que unos albañiles acababan de apilar. Al instante gritó:
-¿Quién quiere apostar conmigo?
Ninguna persona de las que se encontraban en aquel momento en el patio contestó. El califa repitió su pregunta en medio de un repentino silencio:
-¿Quién quiere apostar conmigo? Y precisó:
-¡Apuesto a que nadie es capaz de transportar esta pila de ladrillos con la única ayuda de sus manos, de un lado al otro del patio, antes de que el sol se ponga!  ¿Quién quiere apostar?
Todos los allí presentes se mantenían cabizbajos porque la tarea parecía imposible. Pero de repente un joven albañil avanzó unos pasos y preguntó:
-¿Cuál sería la apuesta?
-Diez tinajas de oro si lo consigues. 
-¿Y de no conseguirlo?
-Una cabeza cortada.
El joven albañil pensó un instante y dijo:
-Estoy listo a aceptar esa apuesta, pero con una condición.
-Te escucho.
-Podrás detener el juego en cualquier momento y, en caso de hacerlo, sólo me darás una tinaja de oro.
El califa hizo que le repitiese aquella singular condición y se quedó pensativo un momento, temiéndose una trampa. Podía detener el juego en cualquier momento y sólo perdería una tinaja de oro. ¿Qué sentido tenía aquella cláusula? ¿Qué escondía? El albañil se negó a decir más e hizo un movimiento para retirarse. El califa, movido por la pasión del juego, aceptó.
El joven se puso a transportar los ladrillos de un lado del patio al otro, con sus manos, observado por el califa y toda la corte. Después de una hora de trabajo, sólo había transportado una ínfima parte de la pila de ladrillos. Y sin embargo, sorprendentemente, sonreía. 
-¿Por qué sonríes? -le preguntó el califa-. ¡Está claro que has perdido! ¡Nunca lo conseguirás!
-Te equivocas -contestó el joven albañil, mientras atravesaba el patio. Estoy seguro de ganar.
-¿Cómo?
-Porque te has olvidado de algo. Y por eso sonrío.
-¿De qué me he olvidado?
-Oh, una cosa muy sencilla.
El joven prosiguió con su trajín, dejando al califa  con sus oscuros pensamientos. ¿De que se había olvidado? Recordó las frases exactas pronunciadas y no vio ninguna posible trampa. La pila de ladrillos, después de tres horas de trabajo, seguía allí, apenas disminuida. Tres o cuatro días no bastarían para transportarla de un lado del patio al otro. Y sin embargo el califa se sentía  inquieto.
Al principio de la hora cuarta, viendo que el joven albañil seguía sonriendo, le preguntó:
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Seguro.
-¿De que me he olvidado? Dímelo. ¿He evaluado mal el volumen de esa pila de ladrillos?  ¿Soy víctima de una ilusión?
-¡Oh, no! -contestó el joven-. Es algo mucho  más simple.
Y prosiguió con su tarea.
Al principio de la quinta hora el califa, que mostraba signos de inquietud, pregunto: 
-¿Sigues estando seguro de ganar?
-Lo sigo estando.
-Sin embargo, mira, la pila sigue estando muy alta, y apenas te quedan cuatro horas antes de que el sol se  ponga. ¿Cómo esperas ganar tu apuesta?
-Te lo repito -dijo el albañil mientras transportaba un montón de ladrillos-, te has olvidado de una cosa muy sencilla.
La frente del califa se arrugó y los ojos se le enturbiaron. Pensó una vez más en todos los elementos del problema sin llegar a encontrar la fatal falla donde su tesoro corría peligro de caer. En voz baja, empapado en sudor, pidió la opinión de los consejeros que tenía alrededor. Ni los más astutos pudieron darle respuesta alguna. Su opinión era que de forma evidente el califa iba a ganar una vez más su apuesta y a cortar una cabeza imprudente.
Al principio de la sexta hora el califa, al ver que el joven albañil, a pesar del cansancio, seguía sonriendo, le preguntó:
-¿Por qué sonríes?
-Sonrío porque voy a ganar un tesoro.
-¡Eso es imposible! ¡El sol está en la segunda mitad del cielo y la pila sigue siendo muy alta! No puedes ganar.
-Has olvidado algo muy sencillo -le dijo el albañil.
-¿Qué? ¿Qué he olvidado? -gritó el califa levantándose, acalorado, las manos temblorosas-.  ¿Vas a utilizar alguna clase de sortilegio? ¿Eres un djinn?  ¿Van a salir criaturas sobrenaturales de las murallas para ayudarte?
-No -contestó el albañil-, es mucho más sencillo que eso.
El califa convocó a los matemáticos y a los astrólogos, hizo medir las dos pilas de ladrillos, hizo observar el sol que seguía con su curso regular. Al principio de la séptima hora, viendo que el joven albañil seguía sonriendo, gritó:
-¿Sigues estando seguro de ganar? -Seguro.
-¡Apenas te queda una hora y los ladrillos que has transportado forman una ridícula pila comparado con la otra! ¡Mira! ¡Compara las dos pilas! ¿Cómo puedes decir que estás seguro de ganar esta apuesta?
-Te lo repito -contestó el joven-, has olvidado una cosa muy sencilla.
-¿De qué me he olvidado?
-¿Decides detener el juego? -¡Sí! ¡Lo detengo!
-¿Y darme una tinaja de oro?
-¡Sí! ¡Te la doy! Pero dime, te lo pido, ¿qué es eso tan sencillo de lo que me he olvidado? ¿Cómo te las habrías apañado para privarme de mis tesoros? ¿Qué precaución no he tomado?
El joven albañil dejó en el suelo los ladrillos que transportaba y, como el juego acababa de terminar y él había ganado, le dijo al califa:
-No has prestado la atención necesaria a la condición que he puesto. 
-¡Sólo he pensado en esa condición! -contestó el califa.
-Sí, pero sin comprender que para mí una tinaja de oro, sólo una, es un inestimable tesoro. Desde el principio sabía que no podía ganar las diez tinajas. Yo sólo, quería esa tinaja, esa única tinaja. Tú te jugabas diez tinajas de oro y yo sólo me jugaba una.
-Pero ¿cómo has conseguido ganar? ¿Cuál es esa cosa tan sencilla de la que me he olvidado?
-Te has olvidado -le dijo el joven-, de lo más sencillo. Te has olvidado de que podías perder la confianza en ti mismo.
El califa quedó en silencio. 
El joven albañil cogió la tinaja de oro que unos sirvientes acababan de traer. Se la cargó al hombro, cruzó el patio entre las dos desiguales pilas de ladrillos y se fue a otro reino.

Jean-Claude Carrière