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domingo, 8 de enero de 2017

Street Art en Gijón









El hombre del hielo de la calle Market

A principios de la década de 1970 trabajé durante tres años como conductor de un trolebús de la línea 8 para la Compañía de Transportes Municipales de San Francisco. La calle Market es una vía principal y durante el día la recorren gentes de todos los niveles sociales. Yo trabajaba de noche y mi turno comenzaba a la hora punta. Durante los primeros recorridos de la jornada llevaba sobre todo a oficinistas que iban desde el distrito financiero al área residencial que quedaba al oeste del centro urbano. Ya más avanzada la noche, los pasajeros eran menos variados: trabajadores del turno de noche, gente que salía de juerga y los «habituales» de la calle Market. Los habituales eran aquellos que vivían en dicha calle o en sus alrededores y casi todos, sin excepción, se alojaban en pensiones o en hoteles baratos. El mayor centro de acogida de la asistencia social era un edificio colosal conocido como el Lincoln. Estaba situado casi al principio de la calle Market, a una manzana de los muelles.
El Hotel Lincoln era un edificio de cinco plantas que tenía unas doscientas o trescientas habitaciones pequeñitas. Una vez entré cuando fui a visitar a un amigo al que le iban mal las cosas. Ésta no es su historia, pero mi recuerdo de ese edificio proviene de esa visita. Nada más entrar en el estrecho vestíbulo, uno se encontraba de frente con una cabina pequeñita de enrejado metálico. Dentro había un aburrido conserje que realizaba transacciones poco frecuentes. A su derecha había uno de esos ascensores antiguos que no tenían cristales ni paredes sólidas: otra cabina. A la derecha del ascensor había un pasillo largo y estrecho con una escalera en cada extremo. Los desnudos suelos de madera tenían ya surcos de tantos años de uso. Cada pocos metros se sucedían las puertas de los pequeños habitáculos, que constituían los dominios privados de cada residente.
En el Hotel Lincoln vivía todo tipo de gente. Algunos eran huéspedes transitorios, a quienes la seguridad social les había procurado un alojamiento de emergencia. Unos pocos eran presos que estaban en libertad condicional. Sin embargo, la mayoría eran residentes fijos que se quedaban allí meses y hasta años; muchos de ellos eran gente que vivía sola y que se las arreglaba para pagar el modesto alquiler gracias a sus pensiones, a la seguridad social o a las ayudas por invalidez. Unos hacían trabajos deplorables ganando apenas lo suficiente como para subsistir. La mayoría estaba entre la mediana edad y la vejez. Casi todos tenían una característica en común: la dignidad. Sus medios eran limitados; su futuro, gris; pero se comportaban con dignidad y solían tratarse los unos a los otros con amabilidad.
Ya casi al final de mi jornada, tenía un pequeño número de pasajeros habituales que subían y bajaban del trolebús en las mismas paradas y a la misma hora todas las noches. Uno de ellos era un hombre de raza negra que parecía tener edad para retirarse. Era delgado, un poco más bajo que la media y se movía con rapidez y seguridad. Yo diría que era enjuto y fibroso. Como era muy reservado y nunca iniciaba ninguna conversación, yo jamás me habría fijado en él si no hubiera sido porque todos los viernes a las 11.20 de la noche subía al trolebús cargando al hombro un enorme saco verde, de un material muy resistente, de los que se utilizan para la basura. Su contenido tintineaba y hacia ruiditos como un sonajero. Era igual de grande que el saco de Santa Claus, aunque transportado por un Santa Claus bajito, fibroso y urbano. Yo me moría de curiosidad por saber que hacía aquel tipo con aquella bolsa, pero preferí respetar su silencio. Se subía en la calle Siete y se bajaba en la calle Mayor, que era la parada más próxima al Hotel Lincoln.
Mi curiosidad iba creciendo viernes tras viernes. Después de cuatro o cinco semanas, decidí arriesgarme y preguntarle. Cuando subió al trolebús y me enseñó su ticket de transbordo, le pregunté:
-¿Le importa si le pregunto qué es lo que lleva en ese saco?
-Hielo -contestó.
-¿Hielo?
-Sí, hielo.
No cabía duda de que no era un hombre locuaz. Yo no dije nada más, aunque esperaba que me ampliase la información. Los habituales de la calle Market suelen ser personas solitarias y enseguida entablan conversación cuando alguien les da pie. Pero él no volvió a abrir la boca. Yo estaba demasiado perplejo para tirarle de la lengua. Poco después bajaba del trolebús con su tintineante cargamento.
Mediada la siguiente semana, ya había resuelto aprovechar la próxima oportunidad y desvelar el misterio del Hombre del Hielo de la calle Market. Estaba ansioso de hacerlo. ¿Y si no volvía a aparecer? ¿Se convertiría en uno de esos misterios de la vida que nunca se resuelven? Durante todo el viernes estuve esperando el momento de nuestro encuentro.  Por fin, cuando me acercaba a la parada de la calle Siete a las 11.20 de la noche, le vi esperando con el saco. Cuando subió le saludé.
-Hola
-Hola  -contestó.
Parecía que nuestra escueta conversación del viernes anterior había dejado alguna huella. Fui directo al grano.
-¿Es hielo lo que lleva en el saco? 
-Sí -contestó.
Dejando de lado cualquier reticencia, le confesé que sentía  una gran curiosidad por saber por qué cargaba con aquel enorme saco de hielo. Y entonces me contó su historia. Trabajaba en la cocina de la cafetería de la Universidad de San Francisco. Fregaba el suelo y sacaba la basura. El viernes la cocina se cerraba durante todo el fin de semana. Para ahorrar electricidad, la universidad desconectaba las neveras. Puesto que durante esos días el hielo se derretía, a él se le permitía coger todo el que quisiese.
Casi todos los trabajos tienen sus beneficios adicionales. Los cocineros consiguen comida gratis. A algunos profesores todavía les regalan manzanas. A los oficinistas nunca les faltan clips ni gomas. A aquel empleado se le permitía llevarse una vez  a la semana todo el agua congelada que pudiese acarrear.  A estas alturas, Querido Lector, es probable que usted también esté pensando lo que pensaba yo en aquel momento: que aquello no era más que una codicia absurda que le condenaba a llevar a cuestas una pesada carga todos los viernes por la noche. Pero estaba equivocado. A continuación me explicó que vivía (como yo había supuesto) en el Hotel Lincoln. En su habitación tenía un gran cajón congelador que mantenía el hielo durante todo el fin de semana.
Muchos de los que residían en el hotel recibían cheques semanales y a veces podían permitirse el lujo de invertir en una petaca de whisky. Todos estaban invitados a pasar por su habitación a coger hielo gratis. A veces le ofrecían una copa. A veces aceptaba, pero no siempre. Por sus modales, resultaba obvio que no era un borracho. Un pequeño grupo de sus vecinos -pensionistas, inválidos, fracasados- se reunía con frecuencia para compartir su botín y él para compartir el de ellos.
Cumplía un papel social en el centro de una comunidad. Transportaba hielo que pronto se derretiría y desaparecería. Pero mientras se derretía, había gente que se reunía para compartir hielo, bebidas, compañía y muchos brindis de buena  ventura.
Los tiempos cambian.
Donde estaba el Hotel Lincoln, hoy se levanta el edificio del Banco de la Reserva Federal.

R. C. van Kooy


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