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viernes, 23 de diciembre de 2016

Fundaçao Ricardo do Espíritu Santo Silva


La gallina de los huevos de luz

-¡La gallina no! -gritó el guardián primero del fa­ro, Oyarzo, interponiéndose entre su compañero y la pequeña gallina de color flor de haba que saltó cacareando desde un rincón.
Maldonado, el otro guardafaro, miró de reojo al guar­dián primero, con una mirada en la que se mezclaban la de­sesperación y la cólera.
Hace más de quince días que el mar y la tierra luchan ferozmente en el punto más tempestuoso del Pacífico sur: el faro Evangelistas, el más elevado y solitario en los islotes que marcan la entrada occidental del estrecho de Magallanes, y sobre cuyo pelado lomo se levantan la torre del faro y su fanal, como única luz y esperanza que tienen los marinos para esca­par de las tormentas oceánicas.
La lucha de la tierra y el mar es allí casi permanente. La cordillera de los Andes trató, al parecer, de oponerle algu­nos murallones, pero en el combate de siglos todo se ha res­quebrajado; el agua se ha adentrado por los canales, ha llega­do hasta las heridas de los fiordos cordilleranos y sólo han permanecido abofeteando al mar los puños más fieros, cerra­dos en dura y relumbrante roca como en el faro Evangelistas.
Es un negro y desafiante islote que se empina a gran al­tura. Sus costados son lisos y cortados a pique.
La construcción del faro es una página heroica de los marinos de la Subinspección de Faros del Apostadero Naval de Magallanes, y el primero que escaló el promontorio fue un héroe anónimo, como la mayoría de los hombres que se en­frentan con esa naturaleza.
Hubo que izar ladrillo tras ladrillo. Hoy mismo, los va­lientes guardafaros que custodian el fanal más importante del Pacífico sur están totalmente aislados del mundo en medio del océano. Hay un solo y frágil camino para ascender del mar a la cumbre; es una escala de cuerdas llamada en jerga marinera «escala de gato», que permanece colgando al borde del siniestro acantilado.
Los víveres son izados de las chalupas que se atracan al borde por medio de un cabrestante instalado en lo alto e im­pulsado a fuerza de brazos.
Una escampavía de la Armada sale periódicamente de Punta Arenas a recorrer los faros del oeste, proveyéndolos de ví­veres y de acetileno.
La comisión más temida para estos pequeños y vigo­rosos remolcadores de alta mar es Evangelistas, pues cuando hay mal tiempo es imposible acercarse al faro y arriar las cha­lupas balleneras en que se transportan las provisiones.
Como una advertencia para esos marineros, existe mi­llas al interior el renombrado puerto de Cuarenta Días, único refugio en el cual han estado durante todo este tiempo barcos capeando el temporal. Algunas veces una escampavía, apro­vechando una tregua, ha salido a toda máquina para cumplir su expedición, y ya al avistar el faro se ha desencadenado de nuevo el temporal, teniendo que regresar al abrigado refugio de Cuarenta Días.
Esta vez la tempestad dura más de quince días. La tem­pestad de afuera, de los elementos, en la que el enhiesto pe­ñón se estremece y parece agrietarse cuando las montañas de agua se descargan sobre sus lisos costados, porque adentro, bajo la torre del faro, en un corazón humano, en un cerebro acribi­llado por las marejadas de goterones de lluvia repiqueteando en el techo de zinc, en una sensibilidad castigada por el aullido silbante del viento rasgándose en el torreón, en un hombre dé­bil y hambriento, el guardafaro Maldonado, se está desarro­llando otra lenta y terrible tempestad.
Era la segunda vez que el fortachón Oyarzo salvaba la milagrosa y única gallina de los ímpetus carnívoros de su com­pañero. ¡Porque la gallina había empezado a poner justamen­te el mismo día en que iba a ser sacrificada!
Los guardafaros habían agotado todos los víveres y re­servas. La escampavía se había atrasado ya en un mes y la convergencia de los temporales no amainaba, embotellándola seguramente en el puerto de Cuarenta Días.
Como por un milagro, la gallina ponía todos los días un huevo que, batido con un poco de agua con sal y la exigua ración de cuarenta porotos asignada a cada uno, servía de pre­cario alimento a los dos guardafaros.
-¡Toma tus cuarenta porotos! -dijo Oyarzo, duramente, alargando la ración a su compañero.
Maldonado miró el diminuto montón de fréjoles en el hueco de su mano. «¡Nunca -pensó- su vida había estado reducida a esto! ¡No -ahora recuerda-, sólo una vez ocurrió lo mismo en el faro San Félix, cuando al naipe perdió su sol­dada de dos años y, convertida también en un montón de po­rotos, pasó de sus manos a las de sus compañeros!».
Pero eran tan sólo dos años de vida y ahora estos porotos constituían toda su vida, la salvación de las garras del hambre, que en su ronda se acercaba cada día más al faro.
«¡Y este Oyarzo -continuaba en las reflexiones de su cerebro debilitado-, tan duro, tan cruel, pero al mismo tiempo tan fuerte y tan leal!». Se había ingeniado para racionar la pequeña cantidad de porotos muy equitativamente, y, a veces, le pasaba hasta unos cuantos más, sacrificando su parte. Hasta la gallina tenía su ración: se los daba con conchuela molida y un poco recalentados para que no dejara de poner.
Cada día y cada noche que pasaban junto al estruendo constante del mar embravecido, la muerte estaba más cerca y el hambre hincaba un poco más sus lívidas garras en las grie­tas de esos seres.
Oyarzo era un hombre alto, grueso, de pelo tieso y tez morena. Maldonado era delgado y en realidad más débil.
Si no hubiera sido por aquel hombronazo, seguramente el otro ya habría perecido con gallina y todo.
Oyarzo era el sabio artífice que prolongaba esas tres existencias en un inteligente y denodado combate contra el hambre y la muerte, que ya se colaba por los resquicios del hambre. ¡La gallina, el hombre y el hombre! ¡La energía de unos diminutos fréjoles que pasaba de uno a otros! ¡El milagroso huevo que día a día levantaba las postreras fuerzas de esos hombres para encender el fanal, seguridad y esperanza de los mari­nos que surcaban la temida ruta!
Maldonado empezó a obsesionarse con una idea fija: la gallina. Debilitado, el hambre, después de corroerle las en­trañas como un fuego horadante y lento, empezaba a corroerle también la conciencia y algunas luces siniestras, que él trata­ba en vano de apagar, empezaron a levantarse en su mente.
Por fin llegó a esta conclusión: si él pudiera saciar su hambre una sola vez, moriría feliz. No pedía nada más a la vida.
Sin embargo, no se atrevía a pensar o llegar hasta donde sus instintos lo empujaban. ¡No, él no era capaz de asesi­nar a su buen compañero para comerse la gallina!
«¡Pero qué diablos!», se decía y se ponía a temblar, y se daba vuelta, asustado, como si alguien lo empujara a empello­nes al borde de un abismo.
El mar seguía en su ronco tronar envolviendo el faro, la lluvia con su repiqueteo incesante contra el zinc y el mugi­do del viento que hacía temblar la torre, en cuya altura seguía encendiéndose todas las noches el fanal gracias al huevo de una gallina y a la reciedumbre de un hombre que lo convertía en luz.
Las tempestades del mar no son parejas, toman alien­to de cuatro en cuatro horas. En una de estas culminaciones, una noche arreció en tal forma que sólo podía compararse con un acabo de mundo. El trueno del mar, el aullido del viento y las marejadas de lluvia que se descargaban sobre el techo, es­tremecían en tal forma el peñón que éste pareció desprender­se de su base y echádose a navegar a través de la tempestad. Adentro la tormenta también llegó a su crisis.
Maldonado, sigilosamente, entre las sombras, se dirigió puñal en mano al camarote de Oyarzo; donde éste guarda­ba cuidadosamente la gallina milagrosa, por desconfianza ha­cia su compañero.
Maldonado no había aclarado muy bien sus intencio­nes. Angustiado por el hambre, avanzaba hacia un todo con­fuso y negro. No había querido detenerse mucho a determinar contra quién iba puñal en mano. Él iba a apoderarse de la gallina simplemente; una vez muerta ya no habría remedio y Oyarzo tendría que compartir con él la merienda; pero si se interponía como antes..., ¡ah!, entonces levantaría el puñal, pero para amenazarlo solamente.
¿Y si aquél lo atacaba? ¡Diantre, aquí estaba, pues, ese todo confuso y negro contra el cual él iba a enfrentarse ato­londrado y ciego!
Abrió la puerta con cautela. El guardián primero parecía dormir profundamente. Avanzó tembloroso hacia el rincón donde sabía se encontraba la gallina, pero en el instante de abalanzarse sobre ella fue derribado de un mazazo en la nuca. El pesado cuerpo de Oyarzo cayó sobre el suyo y de un retorcijón de la muñeca hízole soltar el puñal.
Casi no hubo resistencia. El guardián primero era muy fuerte y después de dominarlo totalmente lo ató con una soga con las manos a la espalda.
-¡No pensaba atacarte con el cuchillo; lo llevaba para amenazarte no más en caso de que no hubieras permitido matar la gallina! -dijo con la cabeza agachada y avergonzado el farero.
Al día siguiente, estaba atado a una gruesa banca de roble, con las manos atrás aún.
El guardián primero continuó trabajando y luchan­do contra las garras del hambre. Hizo el batido del huevo con los porotos y con su propia mano fue a darle de comer su ración al amarrado. Éste, con los ojos bajos, recibió las cu­charadas, pero a pesar del hambre que lo devoraba, sintió es­ta vez un atoro algo amargo cuando el alimento pasó por su garganta.
-¡Gracias -dijo al final-, perdóname, Oyarzo!
Éste no contestó.
El temporal no amainó en los siguientes días. El alud de agua y viento seguía igual.
-¡Suéltame, voy a ayudarte, te sacrificas mucho! -dijo una mañana Maldonado, y continuó con desesperación-: ¡Te juro que no volveré a tocar una pluma de la gallina!
El guardián primero miró a su compañero amarrado; éste levantó la vista y los dos hombres se encontraron frente a frente en sus miradas. ¡Estaban exhaustos, débiles, corroídos por el hambre!, fue sólo un instante; los dos hombres parecieron comprenderse en el choque de sus miradas; luego los ojos se apartaron.
-¡Todavía lucharé solo; ya llegará la hora en que tenga que soltarte para el último banquete que nos dará la ga­llina! -dijo Oyarzo con cierto tono de vaticinio y duda.
Las palabras resonaron como un latigazo en la con­ciencia del farero. Hubiera preferido una bofetada en pleno rostro a esa frase cargada con el desprecio y la desconfianza de su compañero.
Pero la milagrosa gallina puso otro huevo al siguiente día. Oyarzo preparó como siempre la precaria comida. Iban quedando sólo las últimas raciones de fréjoles.
Otra vez se acercó al prisionero con la exigua parte de porotos, levantó la cuchara a medio llenar, como quien va a dar de comer a un niño, pero al querer dársela, el preso, con la cabeza en alto y la mirada duramente fija en su dadivoso com­pañero, exclamó rotundo:
-¡No, no como más; no recibiré una sola migaja de tus manos!
Al guardián primero se le iluminó la cara como si hubiera recibido una buena nueva. Miró a su compañero con cierta atención y, de pronto, sonrió con una extraña sonri­sa, una sonrisa en que se mezclaban la bondad y la alegría. Dejó a un lado el plato de comida y desatando las cuerdas dijo:
-¡Tienes razón, perdóname, ya no mereces este castigo; otra vez Evangelistas tiene sus dos fareros!
-¡Sí, otra vez! -dijo el otro, levantándose ya libre y estrechando la mano de su compañero.
Cuando se terminó la entrega de los víveres y el co­mandante de la escampavía fue a ver las novedades del faro, le extrañaron un poco algunas huellas de lucha que observó en la cara de los dos fareros. Miró fijamente a uno y a otro; pero antes de que los interrogara se adelantó Oyarzo sonriendo y, acariciando con la ruda mano la delicada cabeza de la gallina, flor de haba que cobijaba bajo su brazo, dijo:
-¡Queríamos matar la gallina de los huevos de oro, pero ésta se defendió a picotazos!...
-¡La gallina de los huevos de luz, querrá decir, porque cada huevo significó una noche de luz para nuestros barcos! -profirió el comandante de la escampavía, sospechando lo ocurrido.

Francisco Coloane