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sábado, 8 de octubre de 2016

Editions Memo


Lluvia

Habitualmente, cuando mi mujer se despierta va al cuarto de baño a limpiarse los dientes. Luego vuelve, todavía atontada, y sólo entonces emite sus primeros juicios sobre la situación o sobre la vida en general. O bien, desentierra algo. Y eso es lo que pasó hoy, salvo que hoy salió con la siguiente y extraordinaria frase:
-Nuestro coche iba tirado por una araña, ¿no?
Ahora bien, entendámonos, yo estoy acostumbrado a sus ocasionales extravagancias, pero el hecho es que mi adorada esposa nunca había llega­do hasta tal punto. Por tanto, me convino asumir aquel aire tonto que tienen los maridos en las farsas de los buenos tiempos antiguos y exclamar:
-¿Eh? ¿Qué diablos estás diciendo?
-Te pregunto -respondió sin pestañear-, te pregunto simplemente si nuestro coche iba tirado por una araña. ¿Qué te pasa? ¿Es que no oyes o es que te has convertido en un bien pensante?
-¿Un bien pensante? ¿Qué tiene que ver eso? No te entiendo. Tu pregunta pudo parecerme extraña.
-¿Por qué extraña?
-Porque, porque... ¿Dónde has visto tú un coche tirado por una araña?
-En sueños, por supuesto.
-Ah, ya, en sueños. ¿Y yo qué puedo saber o cómo iba a precisarte las circunstancias de tu personal sueño?
-Tú no me amas.
-¿Qué dices? Te adoro.
-En absoluto, y bastaría este adjetivo para darme la amarga certeza de ello. «¡Sueño personal!» Si tú me amases de verdad todos nuestros sueños deberían ser comunes, todo debería ser común y en común. ¡Ah, qué fácil! Yo sueño que voy de paseo contigo en un coche tirado por una araña y tú no sabes nada y te lavas las manos.
-Ya sé lo que quieres decir...
-Menos mal.
-¿Pero qué puedo hacer yo si...?
-Muy bien, maravilloso. Habría apostado a que saldrías con la odiosa frase «¿Qué puedo hacer yo?» Entre paréntesis, ¿no podrías expresarte de un modo menos vulgar y más correcto? Sea como sea, ¿en qué idioma tengo que repetirte que si de verdad tú me amases tendrías mis sueños sin ningún esfuerzo?
-Eh, espera: estamos a la recíproca.
-A la recíproca. ¿Qué truco es éste? Dime, guapo, ¿crees que me vas a encantar con tus términos difíciles?
-No, escucha. ¿Tú me amas?
-Claro, desgraciadamente.
-Entonces, ¿por qué no tienes tú mis sueños, o, en todo caso, no tienes ninguno (como me pasó a mí esta misma noche)?
-¡Qué tontería! Tú mismo reconoces que no has soñado nada y, según tú, ¿yo debo uniformarme con la nada? Basta de discusiones. Además, ¿sabes lo que te digo? En realidad nosotros huíamos en el coche tirado por la araña de un joven que me estaba haciendo la corte. Y entérate, era un joven bellísimo; y entérate también de que su cortejo no me dejaba del todo indiferente. Viéndolo con sus ojos melancólicos y, sin embargo, ardientes, con su muda y, sin embargo, imperiosa demanda de amor, sentía que el corazón se me derretía... Así que ya sabes.
-¿Ah, sí? ¿Un joven bellísimo? ¿Rubio o moreno? ¿Vestido de raso o de terciopelo? ¿Y tú sentías...?
-¿Te lo tomas a la ligera, señor mío? ¿Pero es que no sabes que hasta los sueños, mejor dicho, sólo los sueños son peligrosos? Bueno, yo quiero una prueba de ti.
-¿O sea?
-Descríbeme y, eventualmente, explícame, todo este sueño.
-Que yo no he tenido.
-Que no has tenido pero que deberías haber tenido el elemental deber de tener y que, en cualquier caso, tienes la obligación de conocer punto por punto. O si no, eso querrá decir que no me quieres.
-Todo está claro.
-¡Por fin! Adelante, empieza.
-Bueno, para empezar, hemos discutido.
-Exacto, pero, ¿por qué razón? A ver si lo sabes.
-Por mis observaciones sobre los gastos de la casa.
-Sí, sí, es verdad. Tú pretendes que yo haga milagros. Pero si todo sube, si los precios suben día a día mientras tus ingresos siguen siendo los mismos...
-Calla. Y así, después de haber reñido, salimos juntos al atardecer, no, un momento, al alba.
-Al alba, sí. Todos los objetos tenían un extraño brillo; el cielo estaba claro y vacío. Sí, al alba. ¡Qué alegría oírtelo decir!
-Proseguimos. Cada uno de nosotros, aún enfurruñados, miraba a otro lado y, de repente, ante nosotros apareció el joven.
-El joven.
-Que se puso a mirarte ávidamente en saltos sucesivos.
-¿Cómo en saltos sucesivos?
-A momentos parecía que se te echaba encima con los ojos desenca­jados y sólo en esos momentos adquiría verdadera consistencia, y luego volvía a echarse para atrás.
-¡Oh, Dios mío! ¡Perfecto! Ahora sí que me gustas.
-Ya sabes que yo entiendo algunas cosas. Bueno, como te decía, te miraba de ese modo y yo estaba muy incómodo, aunque me daba cuenta de que tenía poco que hacer con un tipo tan imprevisible. Cuando...
-¿Cuando...? -me incitó mi mujer con atención espasmódica. Pero en realidad yo ya no sabía cómo seguir ni qué inventar antes de la llegada del coche tirado por la araña. Que el mismo llegase sin más incidentes me parecía demasiado sencillo, demasiado elemental para el genio de mi mujer. De modo que intenté escabullirme:
-Un momento de descanso, ¡qué demonios!, que aprovecharemos para aclarar algunos puntos. Por ejemplo, tú a ese coche que va aparecer lo llamas pomposamente coche, y vale. Sin embargo, pensándolo mejor, más bien me parece una vulgar calesa... una calesa de alquiler. ¿Eh? -en efecto, también intentaba penetrar en la naturaleza de sus fantasías hasta poder secundarlas. Pero ella, implacable:
-Admitámoslo. Sigue y no te pierdas en minucias.
¿Y ahora...? Y aquí, imperdonablemente, me agarré a una circunstancia externa. Afuera llovía. Me arriesgué:
-Bueno, mientras tanto, se había puesto a llover...
Pero aquí, ¡maldición!, de repente, ella se enfadó y, fríamente, señalán­dome con el índice:
-No, de veras. Ahórrate más esfuerzos de imaginación. No, no llovía en absoluto. Eres hábil engañando a una pobre mujer. Suerte que yo tengo la cabeza sobre los hombros. No llovía, mi querido halagador, mi querido malvado seductor, y te diré en seguida por qué hasta ahora lo habías acertado todo. Tú debes poseer alguna secreta y diabólica facultad de leer el pensamiento. Como yo pensaba intensamente en mi sueño, digamos que tú habías captado algo de él. Pero en el punto justo, cuando verda­deramente había que explicarlo todo y precisar el valor de las distintas figuraciones, te has traicionado... Se necesita algo más que misteriosos y diletantes poderes, algo más que una benévola disposición a complacer al sexo débil. Se necesita afecto, afecto profundo, ¡amor! ¿Me has tomado por una niña? ¿Llueve en un sueño? ¿Cuándo se ha oído mayor disparate? Llueve en vuestro maldito mundo, ahora llueve, ¡no en los sueños! Y de  todo eso debo sacar la conclusión, me veo forzada a sacar la conclusión, por mucho que cueste, de que tú no me amas, de que tus palabras carecen de sentido... ¡Ah, desdichada! ¡En qué terrible aventura me veo involucra­da y engatusada! (¿Es así, no, como habláis y escribís los escritorzuelos?)
-Bueno, cálmate. Tal vez no lloviera, me habré equivocado.
-«Tal vez», «equivocado». Pero la cuestión es precisamente ésta. ¿Cómo habrías podido equivocarte si...? No habrías debido poder equi­vocarte o habrías debido no poder equivocarte si...
-¿No te parece complicado y, a fin de cuentas, no te parece irracional pretender...?
-Aquí te esperaba, aquí te esperaba a pie firme. ¡La irracionalidad! Vosotros creéis resolverlo todo, no ya con la razón (sería obvio), sino con las clasificaciones racionales: esto es razonable, esto otro no lo es... ¿Qué clase de presuntuosos sois?
-Mira, querida...
-Nada de querida y no tengo nada que mirar. Te repito que ya sabes. Si sigues así, la próxima noche me vuelvo con él.
-¿Él? ¿Quién, tontina?
-Él, el joven: date por enterado.
Con lo que estalló en llanto. Me echó los brazos al cuello y sollozaba y gemía. Miraba por la ventana y murmuraba: «Llueve, llueve sin remi­sión; el cielo está todo cerrado; llueve... Pero aquí, no allí, por amor de Dios. Malo, no debiste hacerme esto...».
Un poco de histerismo, naturalmente. ¡Con dos niños pequeños...! Pero nadie me quita de la cabeza que, en el fondo, ella pueda tener razón. En efecto, si dos se quieren, ¿cómo es que no se sueñan las mismas cosas en el mismo instante? O, en términos menos absurdos, ¿a qué se debe el perenne desacuerdo de nuestros humores y hasta de nuestros senti­mientos?

Tommaso Landolfi