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miércoles, 26 de octubre de 2016

Cerámica (2)




El Bureau d' Échange de Maux                           

A menudo pienso en el Bureau d'Échange de Maux y en el viejo extraordinariamente perverso que se sentaba allí den­tro. Estaba ubicado en un callejón que hay en París; el portal estaba construido con tres vigas marrones de madera, la de arriba superpuesta a las otras dos como la letra griega pi, el resto pintado de verde, una casa mucho más baja y estrecha que sus vecinas e infinitamente más extraña, cosa que me gustaba. Y sobre el portal, en la viga marrón, en letras de un amarillo desteñido rezaba esta leyenda: «Bureau d'Échange de Maux».
Entré enseguida y me dirigí al indiferente hombre que se repantigaba en un taburete al lado del mostrador. Pregunté  el porqué de la maravillosa casa, qué perversos artículos in­tercambiaba, y tantas otras cosas que deseaba saber, pues la curiosidad me empujaba: y efectivamente sé que no salí en seguida de la tienda porque había algo tan malvado en el as­pecto de aquel hombre cebado, con sus mejillas caídas y su pecaminosa mirada, que se habría dicho que había tenido tratos con el diablo y había sacado ventaja a fuerza de per­versidad.
Tal era mi anfitrión, pero su maldad residía por encima de todo en sus ojos, tan tranquilos y apáticos que uno habría jurado que estaba drogado o muerto; como las lagartijas que permanecen inmóviles en la pared y de repente salen como una flecha, toda su astucia se inflamó y se manifestó en lo que un momento antes no parecía más que un adormecido y ordinario viejo perverso. Y éste era el propósito y comercio de esta tienda peculiar, el Bureau d'Échange de Maux: pagabas veinte francos, que el viejo procedió a cobrarme, para la admisión en la oficina y luego tenías derecho a cambiar cual­quier mal o desgracia con cualquier persona del local por al­gún mal o desgracia que él «pudiera proporcionar», como expuso el viejo.
Había cuatro o cinco hombres al fondo de la sórdida ha­bitación de techo bajo que gesticulaban y murmuraban que­damente de dos en dos como hombres de negocios, y de vez en cuando entraban más, y los ojos del fláccido propietario saltaban sobre ellos cuando entraban; parecía saber de in­mediato qué los traía por allí y las peculiares necesidades de cada uno, y caía de nuevo en la somnolencia mientras reci­bía los veinte francos en una mano casi sin vida y mordía la moneda como por pura distracción.
-Algunos de mis clientes -me dijo.
Tan asombroso me parecía el comercio de esta extraordina­ria tienda que entablé conversación con el viejo, por repulsivo que fuera, y de su charlatanería deduje los hechos siguientes. Hablaba un inglés perfecto aunque su pronunciación era trabajosa y pesada; ninguna lengua parecía resultar inapropia­da para él. Regentaba el negocio desde hacía muchos años, aunque no dijo cuántos, y era mucho más viejo de lo que pa­recía. En su tienda hacía tratos todo tipo de gente. No le im­portaba lo que intercambiaban entre ellos, excepto que te­nían que ser desgracias; no estaba autorizado para dirigir ningún otro tipo de comercio.
No había mal, me dijo, que no fuera negociable allí; sabía que nunca nadie se había llevado de la tienda un mal por de­sesperación. Quizá alguna persona tenía que esperar y vol­ver al día siguiente y al otro y al otro, y pagar veinte francos cada vez, pero el viejo tenía las direcciones de sus clientes y conocía astutamente sus necesidades, y pronto se daba con el par correcto, que intercambiaba su mercancía ansiosa­mente. «Mercancía» fue la atroz palabra del viejo, dicha con un espantoso chasquido de sus gruesos labios, pues se vana­gloriaba de su negocio y para él las desgracias eran artículos de comercio.
Aprendí mucho sobre la naturaleza humana en diez mi­nutos con él, más de lo que nunca había aprendido con cual­quier otro hombre; aprendí que la desgracia propia es para un hombre la peor cosa que hay o puede haber, y que esta desgracia desequilibra las mentes de todos los hombres has­ta tal punto que llegan al extremo en esta pequeña y horrible tienda. Una mujer sin hijos hizo un trueque con una criatura empobrecida y medio loca que tenía doce. En una ocasión un hombre había cambiado cordura por locura.
-¿Por qué demonios hizo eso? -pregunté.
-No es asunto mío -respondió el viejo con la pesada indo­lencia que acostumbraba. Él se limitaba a tomar sus veinte francos y a ratificar el acuerdo en la pequeña habitación de la puerta trasera de la tienda donde los clientes negociaban. Aparentemente el hombre que se había desprendido de su cordura salió del establecimiento de puntillas con una ex­presión feliz pero estúpida en la cara, mientras que el otro se fue pensativo y con aspecto preocupado y muy perplejo. Casi siempre se negociaba con desgracias al parecer opues­tas.
Pero la cosa que más me desconcertó durante todas mis charlas con aquel hombre difícil de manejar, lo que más me desconcierta todavía es que nunca volvía nadie que hubiera negociado alguna vez en aquella tienda; un hombre podía ir día tras día durante varias semanas, pero cerraba el negocio y no volvía jamás; todo eso me lo contó el viejo, pero cuan­do le pregunté por qué no volvían, se limitó a murmurar que no lo sabía.
Para descubrir el porqué de esta extraña cosa, y en abso­luto por otra razón, determiné hacer un negocio más pronto o más tarde en la pequeña habitación detrás de la misteriosa tienda. Resolví canjear algún mal insignificante por otro igualmente trivial, y procurarme una pequeña y escasa ven­taja que fuera para el destino como un apretón de manos, ya que desconfiaba profundamente de ese tipo de acuerdos y sabía perfectamente que el hombre aún no ha sacado prove­cho de lo maravilloso y que cuanto más milagroso parece ser el beneficio, más firme y estrechamente agarran los dioses o las brujas al hombre. Dentro de pocos días iba a regresar a Inglaterra y empezaba a tener miedo de marearme: decidí cambiar este temor al mareo -no la enfermedad en sí sino sólo el simple temor- por la pequeña desgracia que fuese más apropiada. No sabía con quién negociaría, quién era en realidad el dueño de la empresa (uno nunca lo sabe cuando compra), pero resolví que nadie daría demasiada importan­cia a un trato tan poco relevante como éste.
Le conté mi proyecto al viejo, que se mofó de la pequeñez de mi mercancía y trató de animarme a llevar a cabo algún negocio más oscuro, pero no consiguió que modificase mi propósito. Y entonces me contó historias con aire un poco jactancioso de los grandes negocios, de los grandes tratos que habían pasado por sus manos. En una ocasión entró un hombre para intentar cambiar la muerte; había ingerido un veneno accidentalmente y tan sólo le quedaban doce horas de vida. El viejo siniestro lo había podido complacer. Un cliente quería intercambiar la mercancía.
-¿Pero qué dio a cambio de la muerte? -pregunté.
-La vida -dijo el lúgubre viejo con una risita furtiva.
-Debió de tener una vida horrible -dije.
-Ése no era mi problema -contestó el propietario, hacien­do sonar perezosamente mientras hablaba un pequeño bol­sito con monedas de veinte francos.
Después de esto, contemplé durante unos pocos días ex­traños negocios en aquella tienda, el intercambio de insóli­tas mercancías, y oí raros murmullos en las esquinas entre parejas que luego se levantaban y se dirigían a la habitación trasera, con el viejo siguiéndolas para ratificar el acuerdo.
Dos veces al día durante una semana pagué mis veinte francos, observando mañana y tarde la vida y sus grandes y pequeñas necesidades, expuestas ante mí con toda su mara­villosa variedad.
Y un día encontré un hombre tranquilo con una única y pequeña necesidad; parecía tener justo el mal que yo quería. Siempre tenía miedo de que se rompiera el ascensor. Yo sabía demasiado de hidráulica como para temer cosas tan tontas como ésta, pero mi problema no era remediar su ridículo te­mor. Con muy pocas palabras lo convencí de que mi indis­posición era la apropiada para él, que nunca cruzaba el mar, mientras que yo, por el contrario, siempre podría subir por las escaleras, y sentí en aquel momento, como muchos sen­tían en aquella tienda, que un miedo tan absurdo nunca me trastornaría. Y todavía en ocasiones constituye la maldición de mi vida. Cuando ambos firmamos el pergamino en la ha­bitación trasera llena de arañas y una vez que el viejo hubo firmado y ratificado (por lo que tuvimos que pagar cincuen­ta francos cada uno), regresé a mi hotel, y allí vi el mortal aparato en el sótano. Me preguntaron si iba a subir en el as­ censor, por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y apreté las manos y contuve la respiración durante todo el trayecto. Nada me inducirá a realizar un viaje como éste nunca más. Preferiría subir a mi habitación en globo. ¿Por qué? Porque si un globo se estropea tienes una oportunidad, se puede desplegar como un paracaídas después de estallar, se pue­de enganchar a un árbol, pueden pasar cientos de cosas, pero si el ascensor se precipita por el hueco estás acabado. En cuanto al mareo no lo sufrí más; no puedo explicar por qué pero sé que es así.
Y la tienda donde hice este extraordinario negocio, la tienda a la que nadie vuelve cuando el trato está cerrado..., a ella me encaminé al día siguiente. Con los ojos vendados en­contraría el camino hacia el viejo barrio por el que pasa una calle principal, al final de la cual tomas el callejón del que parte el cul-de-sac donde estaba la misteriosa tienda. A su lado hay una tienda con columnas estriadas pintadas de rojo y la otra tienda colindante es una humilde joyería con pe­queños broches de plata en el escaparate. En tal incongruen­te compañía estaba la tienda de vigas y paredes pintadas de verde.
En media hora llegué al cul-de-sac al que había acudido dos veces al día durante la última semana. Encontré la tien­da con las feas columnas pintadas y al joyero que vendía broches, pero la casa verde con las tres vigas había desapa­recido.
La habrían derribado, diréis, aunque fuese en una sola noche. Pero ésta no puede ser de ningún modo la respuesta al misterio, ya que la casa de las columnas estriadas pintadas y la humilde joyería con sus broches de plata (todos los cua­les podía identificar uno por uno) estaban una al lado de la otra.

Lord Dunsany