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sábado, 16 de julio de 2016

Trino






A los campos hay que acudir… 

Fue esa vez, cuando saliste de Trouville para ir hasta aque­lla colina, caminando a través de un estrecho sendero, pa­sando luego por un campo cosechado. Ibas en pos de la vis­ta perfecta. La tierra se pegaba en gordos terrones a tus za­patos, y la humedad atravesaba el cuero. Allí estaba aquel crío, un niño que aún no habría cumplido los diez años. Él te observó mientras caminabas por el campo, mientras co­locabas tu silla plegable y empezabas a esbozar aquel pai­saje. Primero te observó desde lejos, pero luego se fue acer­cando poco a poco, paso a paso, desconfiado como un gato. Sus viejas ropas estaban sucias, su color se asemejaba al del polvo del que había venido. Sus cabellos tenían cierto tono rojizo, y se volvían casi transparentes cuando el sol incidía en ellos, un sol que iba apareciendo de vez en cuando por entre las nubes. Tenía la nariz taponada, y se sorbía los mo­cos una y otra vez. Mantenía la boca ligeramente abierta a fin de poder respirar mejor, a raíz de lo cual su rostro, nor­malmente atractivo, se deformaba en una mueca y cobraba una expresión estúpida.

Tú le alcanzas un trapo sacado de tu caja de pintura, un pe­queño trozo de lienzo con el que sueles limpiar los pinceles.
-Límpiate la nariz.
Qué manera la suya de mirarte. El chico se sopla la nariz y se enjuga la nuca con el trapo, como si sudara. Sin em­bargo, hacía frío, y él no llevaba chaqueta. Debe de haber­le copiado los movimientos a su padre.
-¿Vives aquí?
El niño asiente y se quita la gorra de la cabeza.
-¿Ese campo es vuestro?
Él vuelve a asentir y, a continuación, intenta ver el cua­derno de bocetos. Al hacerlo, ha encogido la cabeza como si esperase algún golpe. Ves en su rostro cómo va surgiendo la pregunta, a través de muchos atajos. Y luego notas el miedo que siente de formularla. Pero la curiosidad es más fuerte.
-¿Por qué hace usted eso, monsieur?
¿Por qué haces eso? Es la más terrible de las preguntas. La pregunta que uno ni siquiera puede hacerse a sí mismo. El chico no pregunta qué haces. No parece ser ningún es­túpido. Debe de haber observado a otros pintores.
¿Habría visto alguna vez un cuadro? Tal vez en la igle­sia, las imágenes de los santos. Pero ¿y un paisaje? ¡Cuán absurdo debe de parecerle que estés allí, en el campo que pertenece a su padre, con los zapatos sucios, intentando fi­jar en un lienzo la desembocadura del río, el mar y las po­cas casas que hay en su pueblo, el único pueblo que conoce!
Pagas tu rescate con una moneda. El chico da las gracias con una inclinación y luego desaparece; tú sigues trabajan­do, con rapidez, a fin de no perder el instante. Han estado a punto de escapársete los botes de pescadores que hay en la desembocadura. Van camino del puerto.
Más tarde lloverá, y entonces te preguntarás dónde es­tará el niño, si tiene algún techo bajo el cual cobijarse. Esa pregunta te inquieta. Te preguntas de qué dirección vie­nen las nubes. Da igual. El estado del tiempo sólo preocu­pa a los labriegos.
Ahora sólo eres manos y ojos. Tarareas una melodía de Mozart, tu Mozart. Pintar del mismo modo que él compu­so, con esa ligereza y obviedad. Pintar de tal manera que ya nadie pueda hacer preguntas.
¿Por qué hace usted eso? Porque eres un pintor. Nada más que un pintor.

Cuando realizaste el boceto en el taller, cuando intentaste recordar la luz y las sombras, los reflejos del mar -¿había reflejos sobre el mar?-, cuando intentaste recordar los co­lores y los matices, sólo te venían a la mente aquel chico y la pregunta que te hizo. La pregunta que nunca te has he­cho. ¿Por qué lo haces?
Podrías seguir así para siempre. Seguirás haciéndolo siempre. Entretanto has acumulado material para toda una vida. Bocetos, carpetas llenas de bocetos, la cabeza llena de paisajes que hay que pintar. Y cada día se suman otros nue­vos. Cada paisaje que ves es una tarea. Para ti sale el sol y se pone, para ti empuja el viento las nubes a través del cie­lo, y para ti crecen la hierba y los árboles.
¿Por qué lo haces? ¿Y por qué no? Los cuadros son bue­nos. Sabes que son buenos. Amas tus cuadros por encima de todas las cosas, los pequeños bocetos. Las paredes de tu estudio están llenas de ellos. Y adoras trabajar al aire libre, estar fuera, contemplar paisajes y pintar. Sólo la luz cam­bia, sólo las sombras se desplazan lentamente, de un modo casi inadvertido. Qué enojoso era siempre que intentabas dibujar a los chicos de la calle en Roma y éstos salían co­rriendo antes de que acabaras. Te quedabas allí con los bo­cetos inconclusos. Pero con los paisajes eso no pasa, los paisajes no huyen.
No los pintas para andar exhibiéndolos por ahí. Nunca expones los bocetos. Cuando tus amigos te visitan en el es­tudio, quieren ver las grandes obras que piensas entregar, los paisajes con escenas mitológicas o religiosas. Ellos ha­cen comentarios que a ti no te sirven de nada. Pero tú no los escuchas. Prefieres hacer las cosas mal a tu manera que ha­cer lo correcto siguiendo el estilo de otras veinte personas. Todos creen saber mejor las cosas, te dan consejos, como si tú no supieras que los temas grandes no te salen bien y el porqué de que no te salgan bien. En el fondo, no te inte­resan las figuras bíblicas ni los personajes mitológicos. Tu verdadero amor son los bocetos, las atmósferas.
¡Si consiguieras representar el momento tal y como tú lo has sentido, de modo tal que el chico de Trouville pudiera reconocer su pueblo! Que él viera la belleza de ese pueblo, la belleza de ese instante. Pero ¿a quién le interesa?
El viejo Sennegon adoraba las puestas de sol. Cuando estaban en Ruán, salía a pasear cada día contigo, a última hora de la tarde. Te contaba historias de la Biblia, siempre las mismas historias. Era como si necesitara un pretexto para estar contigo. A ti las historias no te interesaban; ja­más te interesó lo que había sido, lo que se contaba. A ti no te interesa el pasado, sólo te interesa el presente, el ins­tante. El padre Sennegon caminaba dos pasos por delan­te de ti, con las manos cruzadas a la espalda. Hablaba con parsimonia y mesura, y de repente callaba, se detenía y decía: «Mira eso, los colores de las nubes». Como si tú estuvieras viendo otra cosa.
Os sentabais en un banco y contemplabais en silencio cómo se ponía el sol. Muy lentamente, iba oscureciendo, y el cambio apenas se notaba. Luego, cuando el sol desapa­recía tras el horizonte, todo se hacía diferente en el inter­valo de un segundo. Era ese momento terrible en que la luz parece fenecer. Tú has pintado el crepúsculo repetidas ve­ces, como si quisieras detener el tiempo, escapar a lo úni­co seguro: la muerte.

Tienes veintinueve años. Pronto abandonarás a tus padres y viajarás a Italia. Si quieres ser pintor, tienes que viajar a Italia. Te alegra la perspectiva del viaje, pero también te inspira temor. Todo será diferente. Conocerás gente nue­va, dormirás en camas extrañas, aprenderás un idioma des­conocido. Piensas en las mujeres romanas. Has estado un par de veces en la rue du Pélican, pero en Roma las muje­res son distintas. Michallon te ha contado algunas historias acerca de las romanas. Y esa vez las historias te interesaron.
Has comprado una maleta y ropa para el viaje, un som­brero de ala ancha, pinturas y pinceles. Estás listo. Partirás dentro de un par de días. Y ahora, cuando caminas por Pa­rís, lo ves todo distinto. Es como si vieras la ciudad por pri­mera vez, una ciudad que ahora te parece nueva y excitan­te. Te sientes asustado por la belleza de la ciudad. La última mirada es como la primera.
Pintas un autorretrato. Tu padre te lo ha solicitado. Te ha pedido que le dejes una imagen tuya. Seguramente se lle­vará mejor con el cuadro que contigo. No tendrá que enfa­darse porque no te levantas a la hora por la mañana, por­que olvidas cosas o vagas por ahí, sin rumbo fijo.
Por primera vez te contemplas en el espejo con la mira­da de un pintor. No eres atractivo, pero te gustas. Sonríes. Te pintarás sonriendo, con esa sonrisa con la que seduces a las mujeres y sacas de quicio a tu padre, cuando él te gri­ta y te mete prisa. Sonríes, y ya nadie puede hacerte nada. Tú no gritas, sonríes.
Pintas tu cara. Te fijas en la tela. Siempre has intentado fijarte a través de los cuadros. Durante tus estudios, cuan­do hacías de mensajero, te detenías delante de las galerías para contemplar los cuadros, siempre los mismos cuadros. En una ocasión en que uno de ellos desapareció -un estu­dio de Valenciennes-, entraste en la galería en medio de tu excitación con intenciones de informarte sobre el des­tino de la obra, verla una vez más. Fue como si hubieses perdido a un ser querido. Pero luego no te atreviste. Dijis­te que te habías equivocado de puerta, te ruborizaste y sa­liste corriendo de allí.
Te aferras a los cuadros, a tus cuadros. No tienes ningu­na intención de venderlos. Has llegado incluso a recomprar un cuadro comprándoselo al comprador. Esos cuadros son parte de ti, forman parte de tu vida. Los contemplas, y ellos no cambian. Cuando apagas la luz por las noches, sabes que están ahí, en la penumbra.
¡Si hubieras pintado a Victoire cuando aún vivía! Sin ella jamás te hubieras convertido en pintor. Tu padre que­dó destrozado a raíz de su muerte. Después de eso, todo le dio igual. Te dio a ti el dinero que estaba destinado a ella. Si la hubieras pintado, ella aún estaría allí. Pero fue más tarde que aprendiste a pintar a las personas. Sólo más tar­de aprendiste a ver.
Aprendiste que el mundo era plano, que el espacio esta­ba formado por opacidades y sombras, por matices. Apren­diste que no existía el tiempo.
Cuando lleves mucho tiempo muerto, cuando ese chi­co que conociste en el campo de Trouville lleve ya mucho tiempo muerto, tus cuadros seguirán ahí. Apenas habrán cambiado. Si le hubieras dicho eso a aquel chico: «Cuan­do tú y yo estemos muertos, este cuadro todavía existirá y mostrará tu pueblo, tal como era, como hace mucho tiempo dejó de ser». Pero ¿quién mirará este cuadro cuando ambos hayamos muerto? Los niños siempre te recordaron la muer­te, tu muerte, te recordaron el paso del tiempo. Tal vez fue por eso que jamás quisiste tener una familia.
«Todo lo que quiero hacer realmente en mi vida es pin­tar paisajes». Eso le escribiste a Abel Osmond desde Italia; por entonces habías cumplido los treinta años. «Pintar pai­sajes. Jamás renunciaré a ello. Esta firme decisión me im­pedirá establecer vínculos duraderos, es decir, casarme».
Como si una cosa descartara la otra. ¿Sólo le mentiste a él, o también te mentiste a ti mismo? Eres un hombre de bocetos, ésa es la razón. No puedes decidirte por un paisaje ni por una mujer. Te bastan una fugaz caricia, una breve mirada. Tan breve que nada cambie. Los ojos, los hombros, las manos, el trasero. Cuadros de mujeres. Pero esos breves momentos salen demasiado caros. Incluso en Roma.
Tu pasión es mirar. Tu acto de amor es la pintura. Lo otro, el aspecto físico, es más bien algo molesto para ti, sólo te distrae del trabajo. Haces el amor de la misma manera que comes: cuando tienes hambre, de forma rápida y sin con­centración. Jamás fuiste muy selectivo. Para la cama, las be­llas italianas; para el sentimiento, las adorables francesas. Y en ello, según le escribiste a Abel, prefieres, como pintor, a las primeras. Las prostitutas romanas. Ellas trabajan por un precio fijo, y luego, cuando el trabajo está terminado, desaparecen con una risotada.
Nunca amaste verdaderamente a las personas, tenías miedo de amarlas, de perderlas, de volverte dependiente. El amor nos hace vulnerables. Y tal vez por eso tú seas tan po­pular: porque no esperas nada de la gente, porque las per­sonas te dan igual. Siempre fuiste generoso. Ayudaste a mu­chos sin grandes aspavientos. Pero te compras tu rescate. Quieres que se te deje en paz.
No te gusta la gente por la misma razón por la que no te gusta el mar. Aquella vez, en el campo de Trouville, es­tuviste mirando el mar, y viste entonces con claridad por qué no te gustaba. Porque el mar está cambiando constan­temente. Es peligroso. Uno puede ahogarse en él. Y tú necesitas tierra firme bajo tus pies. Habría que congelar el mundo. Resulta curioso que nunca hayas pintado la nieve.


Sería preciso que pudiéramos acoger dentro de nosotros ese momento de amor y luego vivir únicamente de su recuerdo. Pero la memoria es engañosa. Uno recuerda los sentimien­tos, no el aspecto externo. En una ocasión intentaste dibu­jar a Anna de memoria, tu amada y adorable Anna. Pero en cuanto tuviste el lápiz en la mano, su rostro desapareció. Tu recuerdo sólo era un sentimiento, y un sentimiento no tiene nariz, mejillas, boca. No se puede confiar en los sentimien­tos, porque son imprecisos. Y la precisión fue siempre tu mandamiento supremo. Cuando pintas, no sabes dejar las cosas sin haber tomado una decisión.
La memoria te engaña, y tú engañas a tu memoria. Pin­tas sobre ella, la destruyes. El mundo no tiene colores. Los colores se derivan los unos de los otros, se condicionan mutuamente. Tú obedeces a los colores. Este verde, este marrón, este azul: los has visto por primera vez cuando los has mezclado sobre la paleta. Tu mundo se conforma de lí­neas, de superficies y colores. Tu luz es de una tonalidad blanca-plomiza.
¡Cuánto te asustaste cuando te pintaste a ti mismo! ¡Cómo se transformó tu rostro bajo el pincel! El propio rostro se convirtió en un paisaje, un paisaje indeterminado, una su­perficie. Por un momento tuviste miedo de perderlo.
«Pinto los pechos de una mujer exactamente del mismo modo que si se tratara de un bidón de leche común y co­rriente. La forma y los contrastes de los valores del color, eso es lo esencial». ¿Acaso, cuando dijiste eso, pensaste en los pechos de Anna?
Su amor sólo te vuelve impaciente. Tendrías que acostarte con ella para liberarte de su figura, tendrías que pin­tarla. «¿Por qué no me pinta usted?», había preguntado ella una vez, en tono de broma. ¿Por qué quiere ella que tú la pintes? Cree que sería una prueba de tu amor. No sabe que eso destruiría tu amor, forzosamente lo destruiría. Lo que tú contemplas, se transforma, se convierte en imagen. Y si la contemplases a ella, su rostro quedaría petrificado. Por mucho que te opongas a ello, ves las líneas, las super­ficies, los colores. Si la pintaras, redescubrirías su belleza, la belleza de su imagen. Y adorarías esa imagen. Y la Anna de carne y hueso ya no podría imponerse contra eso jamás.

-Podría colgarlo en su estudio, de ese modo siempre es­taré con usted.
-Ya sabe usted que el hacer de modelo es un trabajo duro. No puede moverse usted durante largo rato.
-Eso me resulta fácil. No he hecho otra cosa en toda mi vida.
-No puedo pintarla, porque no puedo verla. Mis sen­timientos para con usted enturbian mi mirada. No puedo pintar aquello que amo.
Ella se ríe. Se siente halagada, pero te mira con ojos de reproche.
-Si me amara usted...
Anna no concluye la frase. Ahora te tocaría intervenir a ti, pero te limitas a besarle la mano. Nadie es capaz de ca­llar como tú.
Anna reflexiona.
-Entonces, ¿no ama usted los paisajes que pinta?
-Amo mis cuadros. Los paisajes me dan igual.

Vista de Villeneuve-les-Avignon, Vista de la iglesia de Saint­ Paterne en Orleans, El bosque de Fontainebleau, Trouville, Desembocadura del Touques. Les pones nombres a tus cua­dros, como si te importara mostrar este o aquel pueblo, una iglesia, un puente. Amas esos pueblos, los paisajes, pero una vez que los has pintado, deberían darte igual. Lo ha­bías dicho en son de broma, pero es cierto: trabajas a par­tir de una apasionada indiferencia.
Es algo difícil de explicar y difícil de entender. Pintas lo que ves, y lo haces con la mayor precisión posible, pero lo que menos te importa es la precisión de la copia. Intentas atrapar el sentir, retener y fijar ese sentimiento de la mane­ra más exacta posible. Lo que cuenta es la decisión.
Tu mirada es fría, pero no está despojada de sentimien­tos. La frialdad de la mirada es una premisa. Si pretendes ver con claridad, no puedes vibrar con lo que ves. Ver algo con mirada fría significa ser todo ojos. De otro modo no es posible meterse en un paisaje o en una persona. Meterse e involucrarse en algo significa, sobre todo y en primer lu­gar, olvidarse de uno mismo, estar fuera de sí. Tu meta es la no proximidad. Siempre has fracasado con el primer plano cuando no lo has ignorado. Has tomado una decisión en contra de la proximidad. La proximidad significa calidez, se está próximo cuando uno ama.

Cuando estuviste de nuevo en Trouville, fuiste de nuevo hasta aquella elevación para verificar algunos detalles. «A los campos hay que acudir, no a los cuadros». ¡Con cuánta frecuencia les dijiste eso a tus colegas, esos rumiantes que van al Louvre a copiar los cuadros de los grandes maestros, y creen que con eso llegarán a ser tan grandes como ellos! Bertin te había dicho que fueras y te encargó que copiaras algunos cuadros, pero tú sólo dibujaste a los pintores, esas lamentables figuras que se esforzaban con los rostros desen­cajados. A los campos hay que acudir...
Subiste aquella empinada cuesta. Aunque hacía frío, su­dabas. Todavía estabas un poco adormilado por la comida. A lo lejos escuchaste el oleaje del mar y los ladridos de un perro. Esta vez caminaste por el borde del campo, a fin de no ensuciarte los zapatos. Y luego por fin tuviste de nuevo ante ti aquella vista sobre el pueblo, sobre la desemboca­dura del río y el mar.
Y de repente, tuviste una extraña sensación, sentiste que el paisaje no encajaba, no coincidía con la realidad que tú habías creado. Más tarde pintarás esa sensación una y otra vez. Como en La lectora. Ella interrumpe su lectura, levanta la vista de su libro y ya no reconoce el mundo. En sus ojos pintarás la perplejidad. Su sonrisa es tu sonrisa. Ella sabe que ya no hay cosa que pueda hacerle nada. Vive en su pro­pio mundo, un mundo en el que el tiempo no transcurre, en el que no existe la muerte.

Estás en la colina, al borde de un campo con vistas hacia Trouville. Es tu campo, y miras hacia abajo, hacia un pue­blo que es tu pueblo, hacia tu mar, tu cielo; contemplas esa luz de tono blanco plomizo.
Al anochecer, cuando regresas al pueblo, ves al chico que conociste la última vez. Está en cuclillas al borde de un ca­mino, jugando con un pedazo de madera. Lo empuja por el suelo como si fuera una vaca, un cerdo, quién sabe lo que el niño ve en él. Le preguntas, y el chico levanta la mira­da temerosa hacia donde estás tú, como si lo hubieses sor­prendido haciendo algo prohibido. Tal vez no te reconoce.
-Es un carruaje, monsieur.
Como si tú tuvieras que ver lo mismo.
-¿Y hacia dónde se dirige?
-A París.
-Yo también viajaré a París muy pronto. ¿Hay sitio en tu carruaje?
Entonces el chico ríe. Se burla de ti. Has caído en su trampa.
-Es sólo un trozo de madera.
Un trozo de madera, una hoja de papel, un lienzo. Llámalo como quieras: carruaje, puente, paisaje. Di que es un ser humano. A fin de cuentas es sólo un juego, y cualquier niño lo sabe.
-¿Por qué haces eso?
Él te mira con ojos totalmente vacíos, esos ojos que sólo los niños tienen. Entonces se levanta y se aleja corriendo. Ha dejado allí su juguete, que ahora está a tus pies. Te aga­chas y lo recoges. Es sólo un trozo de madera, un noble tro­zo de madera. 
Peter Stamm