El bosque de la autopista
El frío tiene mil formas y mil
maneras de moverse por el mundo: por el mar corre como una manada de caballos,
a los campos se arroja como una nube de langostas, en las ciudades como una
hoja de cuchillo corta las calles y se mete por las rendijas de las casas sin
calefacción. En casa de Marcovaldo aquella noche se había terminado hasta la
última astilla, y la familia, abrigada hasta los ojos, veía en la estufa
empalidecer las brasas y de sus bocas brotar las nubecillas a cada respiro.
Nada decían ya; las nubecillas hablaban por ellos: la mujer las expulsaba
largas largas como suspiros, los hijos las soltaban absortos como pompas de
jabón y Marcovaldo las disparaba al techo como fulguraciones que al momento se
disipan.
Finalmente Marcovaldo se decidió:
-Voy por leña; a lo mejor
encuentro -se embutió cuatro o cinco periódicos entre chaqueta y camisa a modo
de coraza contra las corrientes de aire, disimuló bajo el gabán un largo
serrucho, y así se lanzó a la noche, seguido por largas miradas esperanzadas de
la familia, produciendo crujidos de papel a cada paso y con el serrucho
asomando de vez en cuando por el embozo.
Andar en busca de leña por la
ciudad: ¡casi nada! Marcovaldo se dirigió inmediatamente hacia un trocito de
jardín publico que había entre dos calles. Todo estaba desierto. Marcovaldo
estudiaba las desnudas plantas una a una pensando en la familia que le
aguardaba entre castañeteo de dientes...
El pequeño Michelino,
castañeteando los dientes, leía un libro de cuentos, tomado en préstamo de la
bibliotequilla de la escuela. El libro hablaba de un niño, hijo de un leñador,
que salía con su hachuela a partir leña en el bosque.
-Ahí es donde hay que ir -dijo
Michelino-, ¡al bosque! ¡Allá sí hay leña! -nacido y crecido en la ciudad, en
su vida había visto un bosque ni de lejos.
Dicho y hecho, lo organizó con
sus hermanos: uno tomó un hacha, otro un gancho, el tercero una cuerda, dijeron
adiós a su madre y partieron en busca de un bosque.
Caminaban por la ciudad alumbrada
por las farolas, y no veían más que casas: lo que es bosques, ni la sombra. Se
cruzaban con algún raro transeúnte, mas no se atrevían a preguntarle dónde
había un bosque. Así llegaron donde se acababan las casas de la ciudad y la
calle se convertía en autopista.
A ambos lados de la autopista los
chiquillos vieron el bosque: una tupida vegetación de extraños árboles cubría
la vista de la llanura. Tenían troncos muy finos, tiesos o torcidos; y copas
chatas y extendidas, con las más extrañas formas y los más extraños colores
cuando algún auto al pasar las iluminaba con los faros. Ramas en forma de
dentífrico, de rostro, de queso, de mano, de navaja, de botella, de vaca, de
neumático, cubiertas con un follaje de letras del alfabeto.
-¡Viva! -soltó Michelino-, ¡aquí
está el bosque!
Y los hermanos miraban
embelesados a la luna despuntando entre aquellas extrañas sombras:
-Qué bonito es...
Michelino los devolvió de pronto
al objeto que los había llevado allá: la leña. Así que derribaron un arbolillo
que tenía forma de prímula amarilla, lo hicieron pedazos y se lo llevaron para
casa.
Marcovaldo regresaba con su
escasa carga de ramas húmedas, y se encontró con la estufa encendida.
-¿Dónde la habéis encontrado?
-exclamó señalando los restos del cartel publicitario que, por tratarse de
aglomerado, había ardido muy aprisa.
-¡En el bosque! -respondieron los
niños.
-¿Y qué bosque?
-El de la autopista. ¡Está hasta
arriba!
Dado que era tan sencillo, y que
otra vez hacía falta leña, más valía seguir el ejemplo de los chicos.
Marcovaldo volvió a salir con su serrucho y se encaminó hacia la autopista.
El agente Astolfo, de la policía
de tráfico, era algo corto de vista, y de noche, cuando cumplía corriendo en
moto su servicio, la verdad es que necesitaba gafas; pera no lo decía, por
miedo a que pudiera perjudicarle en su carrera.
Esta noche alguien ha denunciado
que en la autopista una banda de pilluelos está derribando los carteles con
anuncios. El agente Astolfo sale de inspección.
A los lados de la carretera, la
selva de extrañas figuras admonitorias y gesticulantes acompaña a Astolfo,
quien las escudriña una a una, saliéndosele de las órbitas los ojos miopes. De
pronto, a la luz del faro de la moto, sorprende a un granujilla encaramado en un cartel. Astolfo frena:
-¡Eh!, ¿qué haces ahí, tú?
¡Bájate ahora mismo! -el otro no se mueve y le saca la lengua. Astolfo se
acerca y ve que se trata del anuncio de unos quesitos, con un mofletudo que se
relame-. Vaya, vaya -dice Astolfo, y parte a todo gas.
Al rato, en la sombra de un
cartel enorme, ilumina una triste cara asustada.
-¡Alto ahí! ¡No intentes escapar!
-pero nadie se escapa: es un dolorido rostro humano pintado en mitad de un pie
todo lleno de callos: el anuncio de un callicida-. Oh, perdón -dice Astolfo, y sale zumbando.
El cartel de un comprimido contra
la jaqueca era una gigantesca cabeza de hombre, con las manos sobre los ojos por
tanto dolor. Astolfo pasa, y el faro ilumina a Marcovaldo subido en todo lo
alto, que con su serrucho intenta cortarle un trozo. Deslumbrado por aquella
claridad, Marcovaldo se hace pequeño pequeño y permanece inmóvil, agarrado a
una oreja de semejante cabezudo, con el serrucho que ha llegada ya a mitad de
la frente.
Astolfo la estudia a fondo, dice:
-¡Ah, sí: comprimidos Despeja!
¡Un cartel eficaz! ¡Bien ideado! ¡El hombrecillo allá arriba con su serrucho
representa la jaqueca que parte la cabeza en dos! ¡Al momento lo he entendido!
-y prosigue satisfecho su camino.
Todo es silencio y hielo.
Marcovaldo lanza un suspiro de alivio, se afianza en el incómodo caballete y
reanuda su tarea. En el cielo iluminado por la luna se propaga el tenue graznar
del serrucho contra la madera.
Italo Calvino