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sábado, 2 de julio de 2016

Alcalá de Henares



Una dama milanesa apreció el valor y coraje de su amigo, al que amó desde entonces de todo corazón

En tiempos del maestre de campo Chaumont, había una dama considerada como una de las mujeres más honestas de su tiempo en la ciudad de Milán. Se había casado con un conde italiano y, al enviudar, vivía en la casa de sus cuñados sin querer oír hablar de volverse a casar y comportándose tan prudente y santamente que no había francés ni italiano en el ducado que no la tuviera en gran estima. Un día sus cuñados y cuñadas dieron un banquete en honor del gran maestre Chaumont y obligaron a la dama viuda a asistir, lo que no acostumbraba a hacer en otras ocasiones. Cuando los franceses la vieron, hicieron mucho aprecio de su belleza y gracia, especialmente uno cuyo nombre no diré; mas os bastara saber que no había en Italia otro francés tan digno de ser amado como él, que reunía cuanta apostura y buenas prendas pueda tener un caballero. Y a pesar de ver a esta dama con su crespón negro, alejada de la juventud y en un rincón junto a unas viejas, se puso a conversar con ella como quien nunca sintió temor ante hombre o mujer alguna, quitándose la máscara y abandonando el baile para permanecer en su compañía. Y no se movió de su lado en toda la noche, hablando con ella y con las viejas a un tiempo y hallándose más a gusto que con las más jóvenes y distinguidas de la corte; de suerte que cuando hubo de retirarse, cayó en la cuenta de que no había tenido ni tiempo para sentarse. Y aunque no hablara a la dama más que de asuntos comunes, los que se dicen en tales reuniones, ella supo que tenía deseos de tratarla y resolvió guardarse lo mejor que pudiera, de suerte que no la vio nunca en banquetes o fiestas. Él se informó de sus costumbres y supo que iba a menudo a iglesias y conventos, en donde se puso al acecho de tal manera que, por muy secretamente que ella llegara, ya estaba él allí antes y permanecía en la iglesia mientras tenía ocasión de verla. Y en tanto que allí estaba, la contemplaba con tanto afecto que ella no pudo ignorar el amor que sentía y, para estorbarlo, decidió fingir por algún tiempo que se encontraba enferma y oír misa en su casa; con lo que el caballero quedó apesadumbrado a más no poder, pues no tenía otro medio de verla.
Pensando que había acabado con esta costumbre, volvió ella a la iglesia como antes, lo que el Amor hizo saber enseguida al caballero francés, que reemprendió sus primeras devociones. Y por miedo a que ella le pusiera algún otro impedimento sin haber tenido ocasión de declararle su inclinación, una mañana en que ella creía estar bien oculta en una capilla se situó al pie del altar en que oía misa y, viendo que llevaba poca compañía, cuando el sacerdote alzaba el Corpus Domini, se volvió hacia ella y, con voz suave y afectuosa, le dijo: «Señora, pongo por testigo a Aquel que está alzando el sacerdote y que Él me condene si vos no sois la causa de mi muerte; porque, aunque me impidáis que os hable, no podéis ignorar mi voluntad, que bastante os la revelan la languidez de mis ojos y mi aspecto mortecino.» La dama, aparentando no comprenderlo, respondió: «No debe tomarse el nombre de Dios en vano, pero dicen los poetas que los dioses se ríen de los juramentos y embustes de los amantes; así que las mujeres que se precian de su honor no deben ser crédulas ni compasivas». Y diciendo esto, se levantó y regresó a su casa.
Los que hayan experimentado algo parecido sabrán muy bien lo afligido que quedó el caballero tras estas palabras. Pero como ánimo no le faltaba, prefirió una mala respuesta a dejar de declarar sus sentimientos, en los que perseveró a lo largo de tres años, cortejándola por carta y por diversos medios sin desperdiciar el tiempo. Durante estos tres años no logró otra respuesta, porque ella le rehuía como el lobo al lebrel del que teme ser presa; y no porque le odiara, sino por el riesgo de su honor y reputación. Así lo percibió él, de manera que continuó cortejándola con más intensidad que lo había hecho; y después de muchos rechazos, penas, tormentos y desesperaciones, viendo la magnitud y perseverancia de su amor, la dama se apiadó de él y le concedió lo que tanto había deseado y tan largo tiempo esperado. Y cuando hubieron acordado los medios, el caballero francés no dejó de arriesgarse a ir a su casa por mucho peligro que su vida corriera, pues todos los parientes de ella vivían allí. Pero como él no tenía menos astucia que apostura, llevó el asunto con tanta discreción que penetró en la cámara de la dama a la hora concertada, hallándola a solas y acostada en un hermoso lecho. Y mientras se apresuraba a desnudarse para acostarse con ella oyó ruido a la puerta, de voces que murmuraban y de espadas que rozaban los muros. La dama viuda le dijo, con aspecto de hallarse medio muerta: «Vuestra vida y mi honor corren ahora el mayor de los peligros, porque estoy oyendo a mis hermanos, que os buscan para mataros. Así que, os lo ruego, escondeos bajo el lecho y, cuando no os encuentren, podré enojarme con ellos por haberme alarmado sin motivo.» El caballero, que no sabía lo que era el miedo, le respondió: «¿Y quiénes son vuestros hermanos para asustar a un hombre de bien? Estoy seguro de que, ni reunido todo su linaje, aguantarán más de cuatro asaltos de mi espada. Así que permaneced tranquila en el lecho y dejadme guardar esta puerta.»
Entonces se lió la capa alrededor del brazo y, con la espada desnuda en la mano, fue a abrir la puerta para ver de cerca las espadas cuyo ruido oyera. Y una vez abierta vio a dos criadas que, con una espada en cada mano, producían tal alarma y que le dijeron: «Perdonadnos, señor, porque hacemos esto por orden de nuestra señora; pero no tendréis más estorbo por nuestra parte.» El caballero, viendo que eran mujeres, no les hizo más daño que mandarlas al diablo y darles con la puerta en las narices; y se fue lo antes que pudo a acostarse con su dama. El miedo no había mermado su amor por ella y, olvidándose de preguntarle la causa de la escaramuza, no pensó más que en satisfacer sus deseos. Mas, al ver que se acercaba el día, rogó que le dijera  por qué le había puesto tantos impedimentos, desde el largo tiempo que le había hecho esperar hasta esta última empresa; y ella le respondió riendo: «Desde que enviudé resolví no volver a amar y lo había cumplido muy bien; mas, desde el momento en que me hablasteis en el banquete, vuestra honestidad me hizo mudar de propósitos y amaros tanto como vos a mí. Bien es cierto que el honor que siempre me había gobernado, no quería permitir que  el amor me impulsara a hacer nada que ultrajara mi reputación. Pero, así como la corza herida de muerte piensa que, mudando de lugar, desaparecerá el mal que lleva consigo, yo iba de iglesia en iglesia pensando huir de aquel que llevaba en mi corazón, cuyas pruebas de perfecta amistad han conformado al honor con el amor. Mas para asegurarme aún más de que entregaba mi corazón y mi amor a un cumplido hombre de bien, quise hacer esta última prueba de mis criadas; y os aseguro que si, por miedo a perder la vida o por cualquier otro reparo, os hubiera visto atemorizado hasta el punto de esconderos bajo mi lecho, tenia resuelto levantarme y marcharme a otro aposento sin volveros a ver de cerca nunca. Mas como he hallado en vos más apostura, gallardía, virtud y valor que me habían dicho, y como el miedo no ha tenido poder para alterar vuestro corazón, ni para enfriar siquiera un poco el amor que me tenéis, he decidido dedicarme a vos hasta el fin de mis días, confiada en que no podría poner mi vida y mi honor en mejores manos que las de aquel que no creo tenga rival en todas las virtudes.» 
Y como si la voluntad del hombre no fuera mudable se juraron y prometieron lo que no estaba a su alcance, esto es, una amistad perpetua, que no puede nacer ni vivir en el corazón humano. Y esto sólo lo saben los que han experimentado lo que duran tales propósitos. 

Heptamerón