En tiempos del maestre de campo
Chaumont, había una dama considerada como una de las mujeres más honestas de su
tiempo en la ciudad de Milán. Se había casado con un conde italiano y, al
enviudar, vivía en la casa de sus cuñados sin querer oír hablar de volverse a
casar y comportándose tan prudente y santamente que no había francés ni
italiano en el ducado que no la tuviera en gran estima. Un día sus cuñados y
cuñadas dieron un banquete en honor del gran maestre Chaumont y obligaron a la
dama viuda a asistir, lo que no acostumbraba a hacer en otras ocasiones. Cuando
los franceses la vieron, hicieron mucho aprecio de su belleza y gracia,
especialmente uno cuyo nombre no diré; mas os bastara saber que no había en
Italia otro francés tan digno de ser amado como él, que reunía cuanta apostura
y buenas prendas pueda tener un caballero. Y a pesar de ver a esta dama con su
crespón negro, alejada de la juventud y en un rincón junto a unas viejas, se
puso a conversar con ella como quien nunca sintió temor ante hombre o mujer
alguna, quitándose la máscara y abandonando el baile para permanecer en su
compañía. Y no se movió de su lado en toda la noche, hablando con ella y con
las viejas a un tiempo y hallándose más a gusto que con las más jóvenes y
distinguidas de la corte; de suerte que cuando hubo de retirarse, cayó en la
cuenta de que no había tenido ni tiempo para sentarse. Y aunque no hablara a la
dama más que de asuntos comunes, los que se dicen en tales reuniones, ella supo
que tenía deseos de tratarla y resolvió guardarse lo mejor que pudiera, de
suerte que no la vio nunca en banquetes o fiestas. Él se informó de sus
costumbres y supo que iba a menudo a iglesias y conventos, en donde se puso al
acecho de tal manera que, por muy secretamente que ella llegara, ya estaba él
allí antes y permanecía en la iglesia mientras tenía ocasión de verla. Y en
tanto que allí estaba, la contemplaba con tanto afecto que ella no pudo ignorar
el amor que sentía y, para estorbarlo, decidió fingir por algún tiempo que se
encontraba enferma y oír misa en su casa; con lo que el caballero quedó
apesadumbrado a más no poder, pues no tenía otro medio de verla.
Pensando que había acabado con
esta costumbre, volvió ella a la iglesia como antes, lo que el Amor hizo saber
enseguida al caballero francés, que reemprendió sus primeras devociones. Y por
miedo a que ella le pusiera algún otro impedimento sin haber tenido ocasión de
declararle su inclinación, una mañana en que ella creía estar bien oculta en
una capilla se situó al pie del altar en que oía misa y, viendo que llevaba
poca compañía, cuando el sacerdote alzaba el Corpus Domini, se volvió hacia ella y, con voz suave y afectuosa,
le dijo: «Señora, pongo por testigo a Aquel que está alzando el sacerdote y que
Él me condene si vos no sois la causa de mi muerte; porque, aunque me impidáis
que os hable, no podéis ignorar mi voluntad, que bastante os la revelan la
languidez de mis ojos y mi aspecto mortecino.» La dama, aparentando no
comprenderlo, respondió: «No debe tomarse el nombre de Dios en vano, pero dicen
los poetas que los dioses se ríen de los juramentos y embustes de los amantes;
así que las mujeres que se precian de su honor no deben ser crédulas ni
compasivas». Y diciendo esto, se levantó y regresó a su casa.
Los que hayan experimentado algo
parecido sabrán muy bien lo afligido que quedó el caballero tras estas
palabras. Pero como ánimo no le faltaba, prefirió una mala respuesta a dejar de
declarar sus sentimientos, en los que perseveró a lo largo de tres años,
cortejándola por carta y por diversos medios sin desperdiciar el tiempo.
Durante estos tres años no logró otra respuesta, porque ella le rehuía como el
lobo al lebrel del que teme ser presa; y no porque le odiara, sino por el
riesgo de su honor y reputación. Así lo percibió él, de manera que continuó
cortejándola con más intensidad que lo había hecho; y después de muchos
rechazos, penas, tormentos y desesperaciones, viendo la magnitud y
perseverancia de su amor, la dama se apiadó de él y le concedió lo que tanto
había deseado y tan largo tiempo esperado. Y cuando hubieron acordado los
medios, el caballero francés no dejó de arriesgarse a ir a su casa por mucho
peligro que su vida corriera, pues todos los parientes de ella vivían allí.
Pero como él no tenía menos astucia que apostura, llevó el asunto con tanta
discreción que penetró en la cámara de la dama a la hora concertada, hallándola
a solas y acostada en un hermoso lecho. Y mientras se apresuraba a desnudarse
para acostarse con ella oyó ruido a la puerta, de voces que murmuraban y de
espadas que rozaban los muros. La dama viuda le dijo, con aspecto de hallarse
medio muerta: «Vuestra vida y mi honor corren ahora el mayor de los peligros,
porque estoy oyendo a mis hermanos, que os buscan para mataros. Así que, os lo
ruego, escondeos bajo el lecho y, cuando no os encuentren, podré enojarme con
ellos por haberme alarmado sin motivo.» El caballero, que no sabía lo que era
el miedo, le respondió: «¿Y quiénes son vuestros hermanos para asustar a un
hombre de bien? Estoy seguro de que, ni reunido todo su linaje, aguantarán más
de cuatro asaltos de mi espada. Así que permaneced tranquila en el lecho y
dejadme guardar esta puerta.»
Entonces se lió la capa alrededor
del brazo y, con la espada desnuda en la mano, fue a abrir la puerta para ver
de cerca las espadas cuyo ruido oyera. Y una vez abierta vio a dos criadas que,
con una espada en cada mano, producían tal alarma y que le dijeron:
«Perdonadnos, señor, porque hacemos esto por orden de nuestra señora; pero no
tendréis más estorbo por nuestra parte.» El caballero, viendo que eran mujeres,
no les hizo más daño que mandarlas al diablo y darles con la puerta en las
narices; y se fue lo antes que pudo a acostarse con su dama. El miedo no había
mermado su amor por ella y, olvidándose de preguntarle la causa de la
escaramuza, no pensó más que en satisfacer sus deseos. Mas, al ver que se
acercaba el día, rogó que le dijera por
qué le había puesto tantos impedimentos, desde el largo tiempo que le había
hecho esperar hasta esta última empresa; y ella le respondió riendo: «Desde que
enviudé resolví no volver a amar y lo había cumplido muy bien; mas, desde el
momento en que me hablasteis en el banquete, vuestra honestidad me hizo mudar
de propósitos y amaros tanto como vos a mí. Bien es cierto que el honor que
siempre me había gobernado, no quería permitir que el amor me impulsara a hacer nada que
ultrajara mi reputación. Pero, así como la corza herida de muerte piensa que,
mudando de lugar, desaparecerá el mal que lleva consigo, yo iba de iglesia en iglesia
pensando huir de aquel que llevaba en mi
corazón, cuyas pruebas de perfecta amistad han conformado al honor con el amor.
Mas para asegurarme aún más de que entregaba mi corazón y mi amor a un cumplido
hombre de bien, quise hacer esta última prueba de mis criadas; y os aseguro que
si, por miedo a perder la vida o por cualquier otro reparo, os hubiera visto
atemorizado hasta el punto de esconderos bajo mi lecho, tenia resuelto
levantarme y marcharme a otro aposento sin volveros a ver de cerca nunca. Mas
como he hallado en vos más apostura, gallardía, virtud y valor que me habían
dicho, y como el miedo no ha tenido poder para alterar vuestro corazón, ni para
enfriar siquiera un poco el amor que me tenéis, he decidido dedicarme a vos
hasta el fin de mis días, confiada en que no podría poner mi vida y mi honor en
mejores manos que las de aquel que no creo tenga rival en todas las
virtudes.»
Y como si la voluntad del hombre
no fuera mudable se juraron y prometieron lo que no estaba a su alcance, esto
es, una amistad perpetua, que no puede nacer ni vivir en el corazón humano. Y
esto sólo lo saben los que han experimentado lo que duran tales propósitos.
Heptamerón