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lunes, 20 de junio de 2016

Estanislao Canet, fotografía.




La fotografía                         

El fotógrafo del pueblo se mostró muy complaciente. Le ense­ñó varios telones pintados. Fondos grises, secos, deslucidos. Uno, con árboles de inmemoriable frondosidad, desusada naturaleza. Otro, con sendas columnas truncas, que -según el hombre- hacían juego con una mesa de hierro fundido que simulaba una herradura sostenida por tres fustas de caza.
El fotógrafo deseaba conformarla. Madame Dupont era muy simpática a pesar del agresivo color de su cabello, de los polvos de la cara pegados a la piel y de alguna joya, dañina para los ojos cándidos del vecindario. Con otro perfume, quizá sin ninguna fragancia, habría conquistado un sitio decoro­so en la atmósfera pueblerina. Pero aquella señora no sabía renunciar a su extraña intimidad.
-Salvo que la señora prefiera sacarse una instantánea en la plaza. Pero no creo que tenga ese mal gusto -dijo el fotó­grafo. Y rió, festejándose su observación-. Me parece más propio que obtengamos una fotografía como si usted se ha­llase en un lindo jardín, tomando el té... ¿He interpretado sus deseos?
Y juntó una polvorienta balaustrada y la mesa de hierro fundido al decorado de columnas. Dos sillas fueron corridas convenientemente, y el fotógrafo se alejó en busca del ángulo más favorable. Desapareció unos segundos bajo el paño ne­gro y volvió a la conversación como quien regresa después de hacer un sensacional descubrimiento:
-¡Magnífico, magnifico!... -el paño fue a parar a un rincón-. Acabo de ver perfectamente lo que usted me ha pedido...
La mujer miraba el escenario con cierta incredulidad. La po­bre no sabía nada de esas cosas. Se había fotografiado dos veces en su vida. Al embarcarse en Marsella, para obtener el pasapor­te. Y un retrato en América, con un marinero, en un parque de diversiones. Por supuesto, no había podido remitir esa fotogra­fía a su madre. ¿Qué iba a decir su madre al verla con un mari­nero, tan luego su madre que odiaba el mar y la gente de mar?
Volvió a explicarle al fotógrafo sus intenciones:
-Quiero un retrato para mi madre. Tiene que dar la impresión de que me lo han sacado en una casa de verdad. En mi casa.
El hombre ya sabía de memoria las explicaciones. Preten­día un retrato elocuente que hablase por ella. Conocía la dedi­catoria que llevaría el pie: «A mi inolvidable madre querida, en el patio de mi casa con mi mejor amiga».
Era fácil simular la casa. Los telones quedarían admirable­mente. Faltaba la compañera, la amiga.
-Eso es cosa suya, señora. Yo no se la puedo facilitar. Ven­ga usted con ella y le garantizo un grupo perfecto.
Madame Dupont volvió tres o cuatro veces. El fotógrafo se mostraba complaciente, animoso.
-Ayer saqué a dos señoras contra ese mismo telón. ¡Fantás­tico! Ya está probado. El grupo sale perfecto. Vea la muestra. Parece el jardín de una casa rica.
La clienta sonrió ante la muestra. Tenía razón el fotógrafo. Un retrato verdaderamente hermoso. Dos señoras en su pe­queño jardín, tomando el té.
Y volvió alegremente hasta las puertas de su casa vergon­zosa, en los arrabales del pueblo.
A unos cien metros de su oscuro rincón vivía la maestra, la única vecina que respondía a su tímido saludo:
-Buenas tardes.
-Buenas...
A la pobre señora del pelo oxigenado le temblaban las pier­nas. El saludo se le desarticulaba en los labios. Y seguía pega­da a los muros, sin levantar la vista.
Tal vez algún día consiguiese valor para detener el paso y hablarle. La maestra parecía marchita, apoyada en el balcón de mármol con aire melancólico y fracasado. El balcón era se­mejante al de utilería. Bien podría ella prestarle un favor. ¿Por qué no atreverse? No se negaría ante una solicitud tan insigni­ficante.
Al fin, una tarde se detuvo. Una tarde sin gente, con perros vagabundos. Pasaba un carro de pasto verde, de esos a los que se les pide una gracia. Y la otorgan...
Se detuvo repentinamente. Claro, no la esperaban. Y le expli­có el caso, lo mejor que pudo. Sí, era nada más que para sacarse un retrato destinado a su madre. Un retrato de ella con alguien, así como la señorita, respetable... Sonrió, segura de ayudarse con un gesto. Se retratarían las dos y ella le pondría una dedica­toria. La madre, una viejita ya en sus últimos años, comprende­ría que su hija habitaba una casa decente y tenía amigas, buenas amigas a su alrededor. La escena ya estaba preparada desde días atrás. ¿Sería ella tan amable de complacerla? Las relaciones de madame Dupont son muy escasas y no se prestan para cosas así. No sirven. Además, no la entienden. ¿La podía esperar en casa del fotógrafo? Sí, la esperaría a la salida de clase. Mañana. Cuan­do los niños volviesen a sus hogares. «Merci, merci...»
Madame Dupont no recordaba si había monologado, sim­plemente. Si la maestrita había dicho que sí o que no... Pero recordaba una frase desvanecida en su memoria, no escuchada desde tiempo atrás: «Con mucho gusto».
Y dio las gracias con palabras de su madre. Y antes de dor­mirse besó el retrato de su madre, poniéndolo nuevamente en su sitio, entre una pila de sábanas, amortajado.
Al fin, alguien del otro lado del mundo se había dignado ten­derle la mano para que ella pudiese dar un salto. Pensaba, mientras se dirigía a la Casa del fotógrafo, que tal vez fuese el comienzo de una nueva etapa en su vida. La maestra le había contestado con naturalidad, como si prometiese sin mayor esfuerzo. Aquel detalle la tranquilizaba.
No acababan de acomodar las sillas, de situar la mesa, de dar golpes de plumero al polvoriento balcón de «papier maché».
El fotógrafo, cansado de rectificar el cuadro, se asomó a la puerta de la calle a ver pasar la gente. Cuando los niños salie­ron de la escuela, entró a enterar a su clienta. La maestra ya estaría en camino.
-Dentro de un momento llegará -aseguró la mujer-. Ha de estar arreglándose.
Al cuarto de hora los alumnos habían colgado sus delanta­les blancos y se les veía otra vez vagabundear por la calle, su­cios, gritones, comiendo bananas, cuyas cáscaras arrojaban en los zaguanes con crueles intenciones, a la expectativa del porrazo. Los días que se sentían malos, sin saber por qué.
-Ya debería estar aquí. Lamento comunicarle -dijo el hom­bre- que dentro de poco no tendremos luz suficiente para una buena placa.
La mujer aguardaba, disfrutando del apacible rincón, feliz en su espera. Nunca había permanecido tanto tiempo en un sitio tan amable y familiar. Se colmó de una dicha honrada, sencilla, desconocida.
Con las primeras sombras, madame Dupont abandonó el local. Se alejó envuelta en una disimulada tristeza. Dijo que volvería al día siguiente. La maestra, sin duda, había olvidado la cita.
Al doblar la esquina de su calle, la vio huir del balcón. Oyó el estrépito de la celosía como una bofetada. Después lo sintió en sus mejillas ardiendo.
No es fácil olvidar un trance semejante. Y menos aún si se vive una vida tan igual, tan lentamente igual. Porque mada­me Dupont acostumbraba a salir una vez a la semana y ahora ha reducido sus paseos por el pueblo. Suele pasar meses sin abandonar los horribles muros de su casa.
No ha vuelto a ver a la maestra marchitarse en el balcón de mármol, a la espera del amor, de la ventura.
El fotógrafo archivó el decorado, la tela pintada con aquel árbol de fronda irreal. Sobre la balaustrada cae un polvillo su­til, que es el alma del pueblo, la huella de sus horas apacibles.
Los niños siguen arrojando cáscaras de fruta en los zagua­nes con perversas intenciones. Sobre todo cuando sopla el viento norte. Y se oyen gritos de madres irritadas, de padres coléricos.
A veces, no está de más decirlo, hay que encoger los hom­bros y seguir viviendo.

 Enrique Amorim