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lunes, 2 de mayo de 2016

Marià Fortuny i Marsal


Chela

El sol se reía.
Sus dedos encendidos se habían posado en­cima del platanal y jugaban alegremente con sus hojas, retorciéndolas, secándolas, par­tiéndolas de arriba abajo en tiras doradas.
El platanal se tendía en el campo en la forma de un cuchillo pintado de verde. En la punta, allá lejos, había un barranco y luego un río. En el mango estaba el bohío, amplio e importante.
Sentada en la puerta, Chela meditaba. Te­nía la cara apoyada en las manos y sus ojos recorrían constantemente el platanal. Le gus­taba estar horas enteras así, metida en aquel ambiente caldeado. La tierra se removía se­dienta, el cielo cegaba, la brisa no quería ba­jar. Ella misma era una racha de sol hiriente: el rostro, perfecto, de color bronce; los ojos rasgados hacia la sien, vivos y misteriosos; el cuerpo, lozano y arrogante como una palmera.
Tenía justamente dieciocho años y todo el trópico dentro de ella. Cuando al atardecer bajaba al río, el sol, la tierra y el agua se vol­vían ojos para quedarse pasmados mirando sus perfecciones.
El río estaba enamorado de Chela y le decía exaltados piropos. Todas las tardes llegaba ella a su orilla cuando faltaba una hora para que la noche viniese. Su vestido, único, caía al suelo. El agua, asombrada, reproducía su figura encendida y dejaba que se recorriese toda lentamente, gozándose. Sus senos eran dos estallidos que perforaban la superficie.
Permanecía así mucho tiempo. ¡Y el río quieto, silencioso, sin respirar! Luego se dejaba caer voluptuosa, y toda el agua se alborotaba llena de gozo al recibirla en su seno.
Baldomero, el hijo del «sitiero» vecino, la vio bañarse una tarde y desde entonces habían intimado. He aquí de qué modo:
Acababa de salir ella del agua y, tendida en la orilla, esperaba que su cuerpo se secase.
-Tienes un lunar en la espalda –oyó decir.
Se volvió como un tigre. Baldomero estaba allí, a unos cuantos pasos, saliéndole el ros­tro risueño de unos arbustos. Le vio la timidez en sus ojos de niño y sonrió confiada. Comenzó a vestirse:
-¿Por qué no te acercas? -dijo.
Baldomero anduvo unos pasos, dando pa­tadas en la hierba. Cuando lo tuvo a su lado, le regañó blandamente:
-¿Qué hacías ahí? No me gusta que me espíen.
Y vio cómo la risa se le iba a él de los la­bios y decía, con torpeza, unas cuantas dis­culpas. Había sido casualmente. Marchaba a su casa, sin pensar en aquello, cuando la vio desnudarse. También él hubiera querido me­terse en el agua; pero pensó que se asustaría. Y sus ojos, azules, se turbaron:
-¡Tienes un cuerpo muy lindo!
Chela le vio a Baldomero su misma edad en aquellas palabras. Era un muchacho sencillo sin una sola malicia, y esto le agradaba.
-Abróchame aquí -dijo, mostrándole las espaldas desnudas.
Y notó que le temblaban las manos al to­carla. Le hubiera gustado sentir un beso suyo en el cuello.
Regresaron juntos. Baldomero fue animán­dose por el camino y habló de algo que tenía dentro desde hacía mucho tiempo, según dijo. Y, ya cerca del bohío, soltó esto:
-¡Si me dejas, te hago el amor!
Chela le dejó una sonrisa al despedirse, y a la tarde siguiente bajó como siempre al río. Baldomero estaba allí, en los arbustos, y sa­lió en seguida:
-No me gusta espiar, pero quisiera bañarme contigo.
Y no se le veía nada en los ojos. Chela co­menzó a desnudarse.
-Bueno -dijo.
Se quitó una manga, y observó con un ojo cómo Baldomero se alejaba; lo vio desnudar­se nervioso y meterse dentro del agua en se­guida. Y mientras venía nadando, ella, limpia de paños, se puso a escuchar los piropos del río.
Dentro del agua, a Baldomero se le fue un poco la transparencia de los ojos y le vino cierto brillo. Comenzaron a jugar alegremen­te. Los dos nadaban muy bien, y sus cuerpos eran de un mismo color. Cuando estaban muy juntos se confundían. De pronto él, sin saber cómo, se atrevió a besarla. El río, en vengan­za, los hizo hundirse, llevándolos a la misma arena del fondo, abrazados, hasta que la res­piración los empujó para arriba. Se separa­ron. Chela, entonces, sin decir nada, nadó ha­cia la orilla.
-¿Ya te vas? -preguntó Baldomero un poco extrañado.
-¡Sí -dijo ella-; estoy brava! ¡No debiste haberme besado!
El brillo de los ojos de Baldomero se marchó corriendo y estos se tornaron grises:
-¡Lo hice sin querer!
Se tumbaron en la hierba. Ella comenzó a dibujar con el dedo en la tierra. El cabello, empapado, le tapaba el rostro. Él se le fue acercando en silencio.
El sol, lleno de envidia, secó sus cuerpos en seguida, para que se vistieran, y como no se movían comenzó a quemarles la piel.
Dijo Baldomero:
-¿No quieres mirarme?
Pasó un rato. Chela se volvió y le puso los ojos dentro de los suyos. Sus cuerpos se to­caban. En la mirada de Baldomero se encon­traba otra vez el brillo de antes. Chela le echó los brazos al cuello.
Lo que pasó en seguida lo vieron el sol y el río llenos de indignación.
Se hicieron novios. A Chela le gustaba mu­cho aquel modo de ser de Baldomero y sentía cariño por él. Lo manejaba como un niño que era. Todas las tardes se bañaban juntos. Al­gunas noches también se encontraban en el platanal cuando todos dormían.
***
Por la vereda venían dos jinetes. Chela los vio aparecer a la vuelta de un recodo y notó que el pecho le latía apurado. Eran su padre y su hermano José, que regresaban del pueblo.
El hermano de Chela llevaba ocho años au­sente del «sitio». Su padre quiso que fuese médico y lo había mandado a La Habana con el encargo de no regresar sin serlo. Chela tenía entonces diez años. Apenas si se acordaba de él.
Casi todos los días sus padres hablaban en las comidas de aquel hijo que se encontraba estudiando, y Chela se había formado una idea grandiosa de él. El vivir en La Habana era lo más importante para ella. La carrera daba lo mismo. En su cabeza llena de sol vivía un gusano que se la roía toda: la ciudad.
Su amor sano estaba en el río. Por eso se había entregado a Baldomero en él. Pero el gusano le hablaba de otro vivir, misterioso y atrayente. Era algo morboso en ella. Por las noches, antes de quedarse dormida, pensaba en aquello ¡y temblaba! Luego venían los sue­ños. El gusano la conducía entonces a la ciudad y le enseñaba una calle larga llena de luz. ¡He aquí lo extraordinario! La luz de la ciudad, que nunca había visto, le hacía el amor por el lado perverso, disputándosela al río. Desde que venía el sol hasta que se iba, ella prefería el primer enamorado, limpio y transparente. Cuando llegaba la noche, el gusano vencía.
José se apeó del caballo con importancia. Era un mozo de veintitantos años, alto y enér­gico. En su boca, cínica, había una perenne sonrisa perversa. «¡Este no ha estudiado nada!», pensó su padre cuando lo vio bajar del tren en el pueblo. Pero no quiso hacerle preguntas. Luego, camino del bohío, el hijo lo fue conquistando. Hablaba bonito y «se le veía» el saber a través de sus palabras.
José preguntó:
-¿Es esta Chela?
-La misma -dijo el padre.
La recorrió con una mirada y sintió que el sexo le subía a los ojos. «¡Qué buena está!», pensó. Esto fue una chispa, pero Chela la vio, y también prendió en ella. Se abrazaron. Él no lo hubiera querido, pero algo le hizo buscar los labios de su hermana. Les supo a carne el beso a los dos. En seguida Chela se separó, brusca. El sol estaba allá arriba y el río a esa hora podía más.
La madre apareció en la puerta y José fue hacia sus brazos. Entraron los cuatro en el bohío.
No habían acabado de hacerlo cuando la cara de Baldomero salió del platanal y detrás el cuerpo. Se había escondido allí para ver. Desde hacía días Chela le venía hablando de su hermano. La primera vez fue en el río, y sucedió que ella le echó los brazos al cuello, apretando como nunca, del mismo modo que cuando se tiene miedo. Era la primera vez que lo hacía, y la cabeza de Baldomero se llenó de recelos. Comenzó a cavilar. Ya lo había notado antes. Chela tenía algo en ella. Por las noches no era la misma. Llegaba al platanal encendida, con los ojos iluminados, llenos de luz, ¡y besaba diferente, igual que si tuviera fuego en los labios! Era como si fuese una llama; ¡y de pronto se ponía a mirar fijo a las sombras, queriendo encenderlas, según parecía!
Baldomero hizo cuanto pudo por no pensar mal del hermano de Chela. Algo extraño, sin embargo, iba a pasar allí. Eran hermanos, na­turalmente; no había que olvidarlo. Hacía ocho años que no se veían y cuando él partió ella penetraba en los diez. No es que esto fue­se una justificación. Un hermano siempre es un hermano. Es decir, ¡en el campo! En la ciudad todo varía. Siempre es en las ciudades donde suceden esas cosas extrañas. ¡Y José venía de la ciudad!
Si se ha de decir la verdad, mala no fue la impresión que José le produjo a Baldomero; pero buena tampoco. No le agradó su mirar. Son cosas estas que no pueden explicarse. Cuando lo vio meterse en el bohío, juntó las cejas sin saber por qué y se fue mirando al suelo. No iba pensando nada, es cierto. Fue al día siguiente cuando comenzó a notar que tenía algo en el pecho. ¿Celos? ¡No estaba bien esto!...
Pero Chela no bajó al río aquella tarde y Baldomero vio claramente las cosas oscuras. Le entraron pensamientos extraños y violen­tos, y algo le penetró en la cabeza, llenándose­la de vapor. Terminó por admitir que estaba dispuesto a matar a cualquiera.
Chela no había bajado al río porque temía que Baldomero le viese los pensamientos de la noche anterior. El gusano había trabajado. Al quedarse dormida, en lugar de llevarla a la ciudad como siempre, le trajo la ciudad a ella. Toda la luz de aquella calle misteriosa es­taba allí, en el bohío, prendida en su hermano. ¡Y por las noches la ciudad la vencía!
Se pasó la tarde dando vueltas al platanal. José iba a su lado, y Baldomero los vio desde lejos. Parecían contentos, sobre todo él. A cada rato se detenían para hablar, y soltaban la risa sin preocuparse. José, de cuando en cuan­do, detenía los ojos golosos en los pechos de su hermana y resbalaba por ella hasta llegar a los pies. Chela observaba esto y, a medida que la tarde se iba, los suyos se llenaban de luz. Ya estaba cerca la noche, cuando él le pasó los brazos por la espalda y la besó en la boca. Aquel beso le supo a ciudad y no había en él más que llama viva.
Baldomero los vio alejarse desde el barran­co, después de haber visto lo demás. El pla­tanal era un cuchillo y él estaba allí, en la punta, mientras ellos se iban. La idea del cu­chillo penetró en su cabeza: «¡Lo clavo, por mi madre!», dijo en alto. Y siguió detrás de los dos. Cuando estuvo cerca del bohío, entró en el platanal y se sentó en la tierra.
No tenía la menor idea fija de nada. Estaba allí y sus ojos no salían de la puerta por don­de ellos habían entrado. Vino la noche. La luna apareció en lo alto, con un párpado caí­do. Detrás se reía, lleno de gozo, el sol.
Pasaron dos horas. Se apagaron las luces adentro.
El gusano no esperó a que Chela se queda­se dormida. La ciudad fue a ella y, con los ojos abiertos, gozó de su luz.
Cuando esto pasaba, Baldomero sentía un escalofrío.
Tampoco a la tarde siguiente bajó Chela al río. Ahora temía que Baldomero le encontra­se el pecado en los ojos. El río no sabía nada aún y le gritaba para que fuese. Pero tenía que enterarse, estaba segura; con acercarse a él nada más.
Le estaba pesando el pecado, después de te­nerlo en el cuerpo y haberse manchado con él. Conseguido aquello, el gusano la abando­nó, roída, dejándole sin nada la cabeza, y a ella le parecía que estaba hueca. Cuando pen­saba, todo se le convertía en un borrón.
A José le escamaba la impureza de Chela y se sentía ofendido como hermano: «¡Es una ramera!» Anduvo buscando con las ideas al causante: «¡Cualquier animal de estos!», y una vez se fijó en Baldomero. Lo había visto rondar por allí con los ojos nublados ¡y quién sabe! Esto de que Chela era su hermana, no quería pensarlo mucho. Dentro de unas se­manas volvería a La Habana y ¡como si nada hubiera ocurrido! La cosa ya no tenía reme­dio ahora que él estaba allí, y ella ¡estaba muy buena!
La idea del cuchillo se le había clavado a Baldomero y la veía continuamente, sin po­der arrancarla. A medida que avanzaba el día penetraba más en él. Había ido para el ba­rranco por la mañana y estuvo todo el día espiando. Vio lo mismo que la vez anterior. Estaba lejos y no pudo notar que los ojos de Chela no tenían ya el brillo de antes. Cuando llegó la noche, el instinto le hizo ir a sentarse en el mismo sitio de ayer.
Vino la luna, y traía consigo unas nubes negras.
Pasaron dos horas. Se apagaron las luces. Todo igual, hasta aquí. Lo diferente estaba en su cabeza. Por eso se levantó a las dos horas y media y fue hacia el bohío. Llevaba un cu­chillo en la mano y con él le hizo cosquillas a la cerradura. La puerta, muerta de risa, lo dejó pasar. El bohío estaba dividido en cuatro compartimentos. Hacia la derecha dormían los padres; luego venía la cocina, después el comedor, donde estaba la cama de José, y, finalmente, el de Chela.
Los ojos de Baldomero dominaron las som­bras y vieron vacía la cama del comedor. Mas­ticó con los dientes una blasfemia que se le quiso salir. Estuvo un rato sin moverse, ha­ciéndose a la oscuridad. Se dirigió, cauteloso, hacia la izquierda. La puerta era una cortina. Asomó la cabeza. Chela y su hermano estaban allí. Desapareció él y quedó el instinto. Dio un salto y se puso a descargar golpes con el cuchillo.
Todo en silencio. La primer cuchillada le ha­bía quitado el habla a José. Chela estaba in­tacta ¡y no gritaba! Baldomero, con los ojos saltones y el cuchillo en el aire, le buscó la vista.
-¡Debía matarte!
Chela no movió ni un pensamiento. Uno, dos, veinte segundos. El silencio se respira­ba. Dijo después, con la voz como un hilo:
-¡Vete! ¡Que no te encuentren aquí!
Baldomero dio un paso:
-¡Tú conmigo!
Chela sintió un estallido en el corazón, comprendiendo que recuperaba lo perdido.
-¡Bueno! -dijo. Y comenzó a vestirse.
Veinte segundos más. Salieron a la calle. La luna, al verlos, se tapó con las nubes, horro­rizada.
Los dos estaban manchados de sangre y fue­ron a lavarse al río.
***
Al amanecer, el padre encontró a José muer­to en la cama de Chela. La tragedia le dio un golpe en la frente y lo puso como loco. El bohío se llenó de juramentos. De la pared pen­día una escopeta y la descolgó con intención de vaciar los dos cañones en el cadáver. Una idea lo contuvo: «¡El muy descastao!» y aplaudió el crimen. La figura de Chela se agrandó en su cerebro: «¡Ha sabido cum­plir!»
Colgó la escopeta, miró la hora y pensó en salir de aquello: «¡Ni Dios se entera de lo que ha pasado aquí! »
El sol lo sorprendió tapando una cueva en medio del platanal. Y como sabía lo otro se echó a reír, llenando los campos con su risa dorada.
Manuel Millares Vázquez


Y para terminar, ésta se la dedica Marcapaginasporuntubo a todos los que habéis participado. Gracias.