Chela
El sol se
reía.
Sus dedos
encendidos se habían posado encima del platanal y jugaban alegremente con sus
hojas, retorciéndolas, secándolas, partiéndolas de arriba abajo en tiras
doradas.
El platanal
se tendía en el campo en la forma de un cuchillo pintado de verde. En la punta,
allá lejos, había un barranco y luego un río. En el mango estaba el bohío,
amplio e importante.
Sentada en la
puerta, Chela meditaba. Tenía la cara apoyada en las manos y sus ojos
recorrían constantemente el platanal. Le gustaba estar horas enteras así,
metida en aquel ambiente caldeado. La tierra se removía sedienta, el cielo
cegaba, la brisa no quería bajar. Ella misma era una racha de sol hiriente: el
rostro, perfecto, de color bronce; los ojos rasgados hacia la sien, vivos y
misteriosos; el cuerpo, lozano y
arrogante como una palmera.
Tenía
justamente dieciocho años y todo el trópico
dentro de ella. Cuando al atardecer bajaba al río, el sol, la tierra y el agua
se volvían ojos para quedarse
pasmados mirando sus perfecciones.
El río estaba enamorado
de Chela y le decía exaltados piropos. Todas las
tardes llegaba ella a su orilla cuando faltaba una hora para que la
noche viniese. Su vestido, único, caía al suelo. El agua, asombrada, reproducía su figura encendida y
dejaba que se recorriese toda lentamente,
gozándose. Sus senos eran dos estallidos que perforaban la superficie.
Permanecía así mucho tiempo. ¡Y el
río quieto, silencioso, sin respirar! Luego se dejaba caer voluptuosa, y toda el agua se alborotaba llena de gozo al recibirla
en su seno.
Baldomero, el hijo del «sitiero» vecino, la vio bañarse una tarde y desde
entonces habían intimado. He aquí de qué modo:
Acababa de
salir ella del agua
y, tendida en la orilla,
esperaba que su cuerpo se secase.
-Tienes un lunar en la espalda –oyó decir.
Se volvió como un tigre. Baldomero estaba allí, a unos cuantos
pasos, saliéndole el rostro
risueño de unos arbustos. Le vio la timidez
en sus ojos de niño y sonrió confiada. Comenzó a vestirse:
-¿Por qué no te acercas? -dijo.
Baldomero anduvo unos pasos, dando patadas en la hierba. Cuando lo
tuvo a su lado, le regañó
blandamente:
-¿Qué hacías
ahí? No me gusta que me espíen.
Y vio cómo la risa se le iba a él de los labios y decía, con torpeza,
unas cuantas disculpas. Había sido casualmente. Marchaba a su casa, sin pensar
en aquello, cuando la vio desnudarse. También él hubiera querido meterse en el
agua; pero pensó que se asustaría. Y sus ojos, azules, se turbaron:
-¡Tienes un cuerpo muy lindo!
Chela le vio
a Baldomero su misma edad en aquellas palabras. Era un muchacho sencillo sin
una sola malicia, y esto le agradaba.
-Abróchame aquí -dijo, mostrándole las espaldas desnudas.
Y notó que le
temblaban las manos al tocarla. Le hubiera gustado sentir un beso suyo en el
cuello.
Regresaron juntos. Baldomero fue animándose por el camino y habló de
algo que tenía dentro desde hacía mucho tiempo, según dijo. Y, ya cerca del
bohío, soltó esto:
-¡Si
me dejas, te hago el amor!
Chela le dejó
una sonrisa al despedirse, y a la tarde siguiente bajó como siempre al río.
Baldomero estaba allí, en los arbustos, y salió en seguida:
-No me gusta espiar, pero quisiera bañarme contigo.
Y no se le veía nada en los ojos. Chela comenzó a desnudarse.
-Bueno -dijo.
Se quitó una manga, y observó con un ojo cómo Baldomero se alejaba; lo
vio desnudarse nervioso y meterse dentro del agua en seguida. Y mientras
venía nadando, ella, limpia de paños, se puso a escuchar los piropos del río.
Dentro del
agua, a Baldomero se le fue un poco la transparencia de los ojos y le vino
cierto brillo. Comenzaron a jugar alegremente. Los dos nadaban muy bien, y sus
cuerpos eran de un mismo color. Cuando estaban muy juntos se confundían. De
pronto él, sin saber cómo, se atrevió a besarla. El río, en venganza, los hizo
hundirse, llevándolos a la misma arena del fondo, abrazados, hasta que la respiración
los empujó para arriba. Se separaron. Chela, entonces, sin decir nada, nadó hacia
la orilla.
-¿Ya te vas? -preguntó Baldomero un poco extrañado.
-¡Sí -dijo ella-; estoy
brava! ¡No debiste haberme besado!
El brillo de los ojos de Baldomero se marchó corriendo y estos se
tornaron grises:
-¡Lo hice sin querer!
Se tumbaron en la hierba. Ella comenzó a dibujar con el dedo en
la tierra. El cabello, empapado, le tapaba el rostro. Él se le fue acercando en
silencio.
El sol, lleno de envidia, secó sus cuerpos en
seguida, para que se vistieran, y como no se movían comenzó a quemarles la
piel.
Dijo Baldomero:
-¿No quieres mirarme?
Pasó un rato. Chela se
volvió y le puso los ojos dentro de los suyos. Sus cuerpos se tocaban. En la
mirada de Baldomero se encontraba otra vez el brillo de antes. Chela le echó
los brazos al cuello.
Lo que pasó en seguida
lo vieron el sol y el río llenos de indignación.
Se hicieron novios. A Chela le gustaba mucho aquel
modo de ser de Baldomero y sentía cariño por él. Lo manejaba como un niño que
era. Todas las tardes se bañaban juntos. Algunas noches también se encontraban
en el platanal cuando todos dormían.
***
Por la vereda venían dos jinetes. Chela los vio
aparecer a la vuelta de un recodo y notó que el pecho le latía apurado. Eran su
padre y su hermano José, que regresaban del pueblo.
El hermano de Chela llevaba ocho años ausente del
«sitio». Su padre quiso que fuese médico y lo había mandado a La Habana con el
encargo de no regresar sin serlo. Chela tenía entonces diez años. Apenas si se
acordaba de él.
Casi todos los días sus padres hablaban en las
comidas de aquel hijo que se encontraba estudiando, y Chela se había formado
una idea grandiosa de él. El vivir en La Habana era lo más importante para
ella. La carrera daba lo mismo. En su cabeza llena de sol vivía un gusano que
se la roía toda: la ciudad.
Su amor sano estaba en el río. Por eso se había
entregado a Baldomero en él. Pero el gusano le hablaba de otro vivir,
misterioso y atrayente. Era algo morboso en ella. Por las noches, antes de
quedarse dormida, pensaba en aquello ¡y temblaba! Luego venían los sueños. El
gusano la conducía entonces a la ciudad y le enseñaba una calle larga llena de
luz. ¡He aquí lo extraordinario! La luz de la ciudad, que nunca había visto, le
hacía el amor por el lado perverso, disputándosela al río. Desde que venía el
sol hasta que se iba, ella prefería el primer enamorado, limpio y transparente.
Cuando llegaba la noche, el gusano vencía.
José se apeó del caballo con importancia. Era un mozo
de veintitantos años, alto y enérgico. En su boca, cínica, había una perenne
sonrisa perversa. «¡Este no ha estudiado nada!», pensó su padre cuando lo vio
bajar del tren en el pueblo. Pero no quiso hacerle preguntas. Luego, camino del
bohío, el hijo lo fue conquistando. Hablaba bonito y «se le veía» el saber a
través de sus palabras.
José preguntó:
-¿Es esta Chela?
-La misma -dijo el padre.
La recorrió con una
mirada y sintió que el sexo le subía a
los ojos. «¡Qué buena está!», pensó. Esto fue una
chispa, pero Chela la vio, y también prendió en ella. Se abrazaron. Él no lo
hubiera querido, pero algo le hizo buscar los labios de su hermana. Les supo a
carne el beso a los dos. En seguida Chela se separó, brusca. El sol estaba allá
arriba y el río a esa hora podía más.
La madre apareció en la puerta y José fue hacia sus
brazos. Entraron los cuatro en el bohío.
No habían acabado de hacerlo cuando la cara de
Baldomero salió del platanal y detrás el cuerpo. Se había escondido allí para
ver. Desde hacía días Chela le venía hablando de su hermano. La primera vez fue
en el río, y sucedió que ella le echó los brazos al cuello, apretando como
nunca, del mismo modo que cuando se tiene miedo. Era la primera vez que lo
hacía, y la cabeza de Baldomero se llenó de recelos. Comenzó a cavilar. Ya lo
había notado antes. Chela tenía algo en ella. Por las noches no era la misma.
Llegaba al platanal encendida, con los ojos iluminados, llenos de luz, ¡y
besaba diferente, igual que si tuviera fuego en los labios! Era como si fuese
una llama; ¡y de pronto se ponía a mirar fijo a las sombras, queriendo
encenderlas, según parecía!
Baldomero hizo cuanto pudo por no pensar mal del
hermano de Chela. Algo extraño, sin embargo, iba a pasar allí. Eran hermanos,
naturalmente; no había que olvidarlo. Hacía ocho años que no se veían y cuando
él partió ella penetraba en los diez. No es que esto fuese una justificación.
Un hermano siempre es un hermano. Es decir, ¡en el campo! En la ciudad todo
varía. Siempre es en las ciudades donde suceden esas cosas extrañas. ¡Y José
venía de la ciudad!
Si se ha de decir la verdad, mala no fue la impresión
que José le produjo a Baldomero; pero buena tampoco. No le agradó su mirar. Son
cosas estas que no pueden explicarse. Cuando lo vio meterse en el bohío, juntó
las cejas sin saber por qué y se fue mirando al suelo. No iba pensando nada, es
cierto. Fue al día siguiente cuando comenzó a notar que tenía algo en el pecho.
¿Celos? ¡No estaba bien esto!...
Pero Chela no bajó al río aquella tarde y Baldomero
vio claramente las cosas oscuras. Le entraron pensamientos extraños y violentos,
y algo le penetró en la cabeza, llenándosela de vapor. Terminó por admitir que
estaba dispuesto a matar a cualquiera.
Chela no había bajado al río porque temía que
Baldomero le viese los pensamientos de la noche anterior. El gusano había
trabajado. Al quedarse dormida, en lugar de llevarla a la ciudad como siempre,
le trajo la ciudad a ella. Toda la luz de aquella calle misteriosa estaba
allí, en el bohío, prendida en su hermano. ¡Y por las noches la ciudad la
vencía!
Se pasó la tarde dando vueltas al platanal. José iba
a su lado, y Baldomero los vio desde lejos. Parecían contentos, sobre todo él.
A cada rato se detenían para hablar, y soltaban la risa sin preocuparse. José,
de cuando en cuando, detenía los ojos golosos en los pechos de su hermana y
resbalaba por ella hasta llegar a los pies. Chela observaba esto y, a medida
que la tarde se iba, los suyos se llenaban de luz. Ya estaba cerca la noche,
cuando él le pasó los brazos por la espalda y la besó en la boca. Aquel beso le
supo a ciudad y no había en él más que llama viva.
Baldomero los vio alejarse desde el barranco,
después de haber visto lo demás. El platanal era un cuchillo y él estaba allí,
en la punta, mientras ellos se iban. La idea del cuchillo penetró en su
cabeza: «¡Lo clavo, por mi madre!», dijo en alto. Y siguió detrás de los dos.
Cuando estuvo cerca del bohío, entró en el platanal y se sentó en la tierra.
No tenía la menor idea fija de nada. Estaba allí y
sus ojos no salían de la puerta por donde ellos habían entrado. Vino la
noche. La luna apareció en lo alto, con un párpado caído. Detrás se reía,
lleno de gozo, el sol.
Pasaron dos horas. Se
apagaron las luces adentro.
El gusano no esperó a que Chela se quedase dormida.
La ciudad fue a ella y, con los ojos abiertos, gozó de su luz.
Cuando esto pasaba,
Baldomero sentía un escalofrío.
Tampoco a la tarde siguiente bajó Chela al río. Ahora
temía que Baldomero le encontrase el pecado en los ojos. El río no sabía nada
aún y le gritaba para que fuese. Pero tenía que enterarse, estaba segura; con
acercarse a él nada más.
Le estaba pesando el pecado, después de tenerlo en
el cuerpo y haberse manchado con él. Conseguido aquello, el gusano la abandonó,
roída, dejándole sin nada la cabeza, y a ella le parecía que estaba hueca.
Cuando pensaba, todo se le convertía en un borrón.
A José le escamaba la impureza de Chela y se sentía
ofendido como hermano: «¡Es una ramera!» Anduvo buscando con las ideas al
causante: «¡Cualquier animal de estos!», y una vez se fijó en Baldomero. Lo
había visto rondar por allí con los ojos nublados ¡y quién sabe! Esto de que Chela era su
hermana, no quería pensarlo mucho. Dentro de unas semanas volvería a La
Habana y ¡como si nada hubiera ocurrido! La cosa ya no tenía remedio ahora que
él estaba allí, y ella ¡estaba muy buena!
La idea del cuchillo se le había clavado a Baldomero
y la veía continuamente, sin poder arrancarla. A medida que avanzaba el día
penetraba más en él. Había ido para el barranco por la mañana y estuvo todo el
día espiando. Vio lo mismo que la vez anterior. Estaba lejos y no pudo notar
que los ojos de Chela no tenían ya el brillo de antes. Cuando llegó la noche,
el instinto le hizo ir a sentarse en el mismo sitio de ayer.
Vino la luna, y traía consigo unas nubes negras.
Pasaron dos horas. Se apagaron las luces. Todo igual,
hasta aquí. Lo diferente estaba en su cabeza. Por eso se levantó a las dos
horas y media y fue hacia el bohío. Llevaba un cuchillo en la mano y con él le
hizo cosquillas a la cerradura. La puerta, muerta de risa, lo dejó pasar. El
bohío estaba dividido en cuatro compartimentos. Hacia la derecha dormían los
padres; luego venía la cocina, después el comedor, donde estaba la cama de
José, y, finalmente, el de Chela.
Los ojos de Baldomero dominaron las sombras y vieron
vacía la cama del comedor. Masticó con los dientes una blasfemia que se le
quiso salir. Estuvo un rato sin moverse, haciéndose a la oscuridad. Se
dirigió, cauteloso, hacia la izquierda. La puerta era una cortina. Asomó la
cabeza. Chela y su hermano estaban allí. Desapareció él y quedó el instinto.
Dio un salto y se puso a descargar golpes con el cuchillo.
Todo en silencio. La primer cuchillada le había
quitado el habla a José. Chela estaba intacta ¡y no gritaba! Baldomero, con
los ojos saltones y el cuchillo en el aire, le buscó la vista.
-¡Debía
matarte!
Chela no movió ni un
pensamiento. Uno, dos, veinte segundos. El silencio se respiraba. Dijo
después, con la voz como un hilo:
-¡Vete! ¡Que no te encuentren aquí!
Baldomero dio un paso:
-¡Tú
conmigo!
Chela sintió un estallido en el corazón,
comprendiendo que recuperaba lo perdido.
-¡Bueno!
-dijo. Y comenzó a vestirse.
Veinte segundos más.
Salieron a la calle. La luna, al verlos, se tapó con las nubes, horrorizada.
Los dos estaban manchados de sangre y fueron a
lavarse al río.
***
Al amanecer, el padre encontró a José muerto en la
cama de Chela. La tragedia le dio un golpe en la frente y lo puso como loco. El
bohío se llenó de juramentos. De la pared pendía una escopeta y la descolgó
con intención de vaciar los dos cañones en el cadáver. Una idea lo contuvo:
«¡El muy descastao!» y aplaudió el crimen. La figura de Chela se agrandó en su
cerebro: «¡Ha sabido cumplir!»
Colgó la escopeta, miró la hora y pensó en salir de
aquello: «¡Ni Dios se entera de lo que ha
pasado aquí! »
El sol lo sorprendió tapando una cueva en medio del
platanal. Y como sabía lo otro se echó a reír, llenando los campos con su risa
dorada.
Manuel Millares Vázquez
Y para terminar, ésta se la dedica Marcapaginasporuntubo a todos los que habéis participado. Gracias.