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sábado, 20 de febrero de 2016

L´agence de l´eau Rhin-Meuse


 Los pájaros en el Frente Occidental

Considerando la enorme dislocación económica que las operaciones bélicas han causado en las regiones asoladas por la campaña, parece mínima la correspondiente alteración en la vida ornitológica de esas mismas zonas. Ratas y ratones se han movilizado y han irrumpido en la línea de combate, y se ha producido una movilización parcial de búhos y, en particular, de lechuzas, siguiendo a los ratones y realizando loables es­fuerzos por disminuir su número. No es posible calcular qué éxito tienen esas cacerías; siempre quedan suficientes ratones para poblar el refugio y convertirte la cara en plaza de armas y pista de carreras por la noche. Por lo que hace a los lugares de nidificación, las lechuzas están bien abastecidas; la mayoría de los graneros que quedan intactos en la zona se encuentran requisados con fines de alojamiento, pero hay una abundan­cia de casas, calles enteras e incluso grupos de calles en ruinas como apenas ha existido en ningún momento anterior de la historia del mundo desde que Nínive y Babilonia quedaran despobladas de sus habitantes. En aquel entonces, sin cultivo ni ocupación humana, no pudo haber cereales ni detritos, y en consecuencia muy pocos ratones, por lo que los búhos de Ní­nive no debieron de disfrutar de una caza demasiado buena; aquí, en el norte de Francia, los búhos disponen de devasta­ción y ratones en cantidades ilimitadas, y, dado que esas aves crían tanto en invierno como en verano, tendría que haber una importante producción de buhitos de la guerra para ha­cer frente a las ingentes generaciones de ratones de la guerra.
Al margen de los búhos, no se observa que la campaña esté produciendo ninguna diferencia notable en la vida orni­tológica del campo. Las inmensas bandadas de cornejas y cuervos que uno esperaría encontrar en los alrededores de la línea de combate no existen, lo cual es una verdadera lástima. La explicación obvia es que el fragor, el estrépito y los humos de los potentes explosivos han provocado el pánico entre la tribu córvida y la han expulsado de la zona de combate. Sin embargo, como muchas explicaciones obvias, no es correcta. Los cuervos locales no se sienten atraídos por el campo de ba­talla, pero no cabe duda de que éste no los asusta. El grajo suele ser tan nervioso y asustadizo en lo que se refiere al rui­do que el fuerte portazo en un granero o la detonación de una pistola de juguete inunda a veces de conmoción toda una co­lonia; aquí, lo he visto reposadamente ocupado entre los mon­tones de detritos de un pueblo derruido, con los obuses esta­llando a poca distancia y en medio del seco e impaciente repiqueteo de las ametralladoras; por el caso que hacía a todo ello podía encontrarse en un apacible prado inglés durante una somnolienta tarde de domingo. Al margen de otros posi­bles logros, la táctica alemana de la aterrorización no ha ate­rrorizado al grajo del noreste de Francia; más bien, ha templa­do sus nervios como nunca, y las futuras generaciones de niños dedicados a espantarlo de los sembrados tendrán que inventar algo superaterrorizante para lograr su propósito. Los cuervos y las urracas anidan bien en la zona barrida por los obuses, y una vez vi sobre un bosquecillo de hayas a una pa­reja de cuervos enfrascados en una reñida contienda con una pareja de gavilanes, mientras mucho más arriba en el cielo, pero casi justo encima de ellos, dos aeroplanos aliados enta­blaban combate con igual número de aviones enemigos.
A diferencia de las lechuzas, las urracas han visto restrin­gidas de modo considerable las posibilidades de elegir luga­res edificables a causa de los estragos de la guerra; todas las avenidas de álamos, en las que se habían acostumbrado a construir sus nidos, han sido reducidas a escombros, sin que queden más que lúgubres hileras de troncos partidos y astilla­dos en los lugares donde una vez se alzaron. El apego a un ár­bol particular ha llevado en un caso a una pareja de urracas a construir su voluminoso y abovedado nido en los maltrechos restos de un álamo del cual quedaba tan poco en pie que el nido parecía casi más grande que el propio árbol; el efecto más bien sugería una entronización arzobispal entre las rui­nas de la abadía medieval de Melrose. La urraca, cauta y rece­losa en estado salvaje, debe de estar bastante intrigada por el cambio experimentado por el otrora temible e ineludible ser humano, que antes recorría toda la tierra como si fuera su dueño y que ahora se arrastra por caminos ocultos y protegi­dos, como evitando mostrarse en terreno abierto igual que la más tímida de las criaturas salvajes.
El ratonero común, ese concienzudo buscador de ratones, no parece correr riesgos en la guerra, al menos no he visto nunca ninguno por aquí; en cambio, los cernícalos sobrevue­lan todo el día las partes más conflictivas del frente, nada des­concertados en apariencia si una prometedora zona ratonera se eleva de pronto por los aires en una cascada de tierra negra o amarilla. Los gavilanes son bastante numerosos, y dos o tres kilómetros por detrás de la línea de combate vi a una pareja de halcones que me parecieron cernícalos patirrojos volando en círculo sobre un robledal. Según las investigaciones reali­zadas por los naturalistas rusos, la guerra ha tenido sobre la vida ornitológica del frente oriental un efecto más marcado que aquí. «Durante el primer año de guerra, los grajos desapa­recieron, las alondras dejaron de cantar en los campos, y tam­bién desapareció la paloma salvaje.» La alondra se ha aferrado tenazmente en esta región a los prados y los campos de culti­vo, que se han visto cruzados y divididos por trincheras y acri­billados de cráteres. En la fría y neblinosa hora de penumbra que precede a un amanecer lluvioso, cuando nada parecía vivo salvo unos pocos centinelas recelosos y empapados y mu­chas ratas escurridizas, la alondra salía de pronto disparada hacia el cielo y emitía un canto de extático júbilo que sonaba terriblemente forzado y falso. Apenas parecía posible que el pájaro pudiera llevar su despreocupación hasta el extremo de intentar criar a su prole entre esos desolados restos de terro­nes deshechos y boqueantes cráteres de obuses, pero en una ocasión, tras tener la oportunidad de arrojarme al suelo de cara con cierta brusquedad, me encontré casi encima de una nidada de jóvenes alondras. Dos de ellas ya habían sido gol­peadas por algo y estaban en un estado bastante maltrecho, pero las supervivientes parecían tan tranquilas y cómodas como los polluelos corrientes.
En el extremo de un bosque asolado (que se ha ganado un nombre en la historia, pero que aquí permanecerá innominado), en un momento en que la lidita, la metralla y el fuego de ametra­lladora barrían, azotaban y arrasaban ese abnegado lugar como si la artillería de una división entera se hubiera concentrado de pronto sobre él, una pequeña hembra de pinzón se puso a revo­lotear melancólicamente de un lado a otro, entre ramas astilladas y caídas en las que no quedaba una ramita verde. Los heridos que allí yacían, en caso de que alguno se fijara en el pajarito, bien pudieron preguntarse por qué algo con alas y sin ningún motivo apremiante para quedarse ahí decidía permanecer en semejante lugar. Había un huerto destrozado junto al asolado bosque, y la probable explicación de la presencia del pájaro era que tenía un nido con crías a las que era incapaz de alimentar por miedo y de abandonar por lealtad. Más tarde, una pequeña bandada de pinzones se adentró por error en el bosque, que sin duda acos­tumbraban a utilizar como camino de paso hacia sus zonas de ali­mentación; a diferencia del solitario pinzón hembra, no oculta­ron en absoluto su deseo de salir de ahí tan aprisa como se lo permitiera su aturdido ingenio. El único otro pájaro que vi ahí fue una urraca volando bajo sobre los restos de las ramas caídas; «Una es dolor», dice la superstición popular. El dolor abundaba en ese bosque.
El guardabosque inglés, cuyo conocimiento de la fauna suele seguir unos derroteros reducidos y distorsionados, ha desarrollado una especie de religión acerca de la debilidad nerviosa de las aves de caza, incluidas las más valientes; de acuerdo con sus creencias, un terrier cruzando un campo donde anida una perdiz, o un cernícalo sobrevolando el seto en busca de ratones, es causa suficiente para alejar al trastor­nado animal y enviarlo zumbando al condado vecino.
La perdiz de la zona de guerra no muestra señales de te­ner unos nervios tan sensibles. El traqueteo y el estruendo del transporte, el constante ir y venir de cuerpos de soldados, las incesantes descargas de fusilería y las ensordecedoras explo­siones de la artillería, el destello y el parpadeo durante toda la noche de los cohetes luminosos, no han bastado para ahuyen­tar a las aves locales de sus zonas de alimentación escogidas, y, según todas las apariencias, no les ha hecho desistir de criar sus nidadas. Los guardabosques que se encuentran sirviendo la bandera podrían aprovechar la oportunidad para dedicarse a un pequeño y útil estudio de la naturaleza.
Saki


Javier se la dedica a Eduard, Estanislao y Gran Gálvez.