Blogs que sigo

domingo, 14 de febrero de 2016

Cafés Literarios


 El desventurado novio de Aurelia

Los datos del caso que voy a exponer a continuación han llegado a mi conocimiento por medio de la carta de una joven que reside en la hermosa ciudad de San José; me es completamente desconocida y firma sencillamente «Aurelia María», empleando tal vez un nombre supuesto. Pero dejando esto a un lado, el caso es que la pobre joven tiene casi destrozado el corazón a causa de las desventuras que ha padecido, y se encuentra en tal perplejidad ante los encontrados consejos de amigos mal orientados y enemigos insidiosos, que no sabe qué camino seguir para desenmarañar la red de dificultades en que parece casi irremediablemente envuelta. En este conflicto, se dirige a mí en busca de ayuda y solicita la guíe y aconseje con una elocuencia patética capaz de conmover el corazón de una estatua. Es­cuchad su triste historia:
Dice que cuando tenía dieciséis años conoció y amó, con todo el afecto de una naturaleza apasionada, a un joven de Nueva Jersey, llamado Wi­lliamson Breckinridge Caruthers, unos seis años mayor que ella. Se hicieron novios, con el espontáneo consentimiento de sus amistades y parien­tes, y durante algún tiempo pareció que su vida estaba destinada a caracterizarse por una inmunidad contra el infortunio que sobrepasaba la usual asignación de la humanidad. Pero finalmente el curso de la fortuna cambió: el joven Caruthers se contagió de viruelas de la peor clase, y cuando pasó la enfermedad, tenía la cara llena de hoyos, como un molde de waffles, y el atractivo de su rostro había desaparecido para, siempre. Aurelia pensó al principio en romper su compromiso, pero, apiadada de su infortunado amante, decidió retrasar una temporada la fecha de la boda y ponerle a prueba.
La víspera misma de la boda, Breckinridge, absorto en la contemplación de un globo, se metió en un pozo y se rompió una pierna y tuvieron que cortársela por encima de la rodilla. De nuevo Aurelia se sintió inclinada a romper el compromiso definitivamente, pero de nuevo triunfó el amor, y aplazó la fecha y le dio otra oportunidad para reformarse.
Y de nuevo sorprendió la desgracia al desventurado joven: el disparo prematuro de un cañón del cuatro de julio le hizo perder un brazo, y a los tres meses una cargadora mecánica le arrancó el otro. El corazón de Au­relia casi quedó triturado con estas últimas calamidades. La afligía profundamente tan desastroso proceso­ de reducción, pero sin saber como detener su espantosa carrera; ­y en su acongojada desesperación casi se arrepintió, como los corredores de Bolsa que por esperar pierden, de no haberse adueñado de él al principio, antes de que hubiera sufrido tan alarmante depreciación. Aún  así, su animoso corazón la sostuvo, y resolvió soportar un poco más la contranatural propensión de su amigo.
De nuevo se acercó el día de la boda, y de nuevo fue ensombrecido por un contratiempo: Caruthers cayó con la erisipela y perdió por completo uno de sus ojos. Los amigos y parientes de la novia, considerando que ya había tolerado más de lo que razonablemente se podía esperar de ella, insistieron ahora en que se deshiciera el noviazgo; pero, tras un corto titu­beo, Aurelia, con un espíritu generoso que la acreditaba, dijo que había reflexionado detenidamente sobre el asunto y no hallaba indicios de que pudiera culparse a Breckinridge.
Así pues, aplazaron la fecha una vez más, y él se rompió la otra pierna.
Fue un día muy triste para la pobre joven aquel en que vio cómo los ci­rujanos se llevaban el saco cuyo uso conocía por experiencia previa y su corazón le reveló la amarga verdad de que se había marchado para siem­pre un poco más de su amado. Sintió que el campo de sus afectos se iba reduciendo de día en día, pero, una vez más, puso ceño a sus parientes y renovó su noviazgo.
Poco antes del día fijado para las nupcias ocurrió otro desastre. El año pasado, los indios del río Owens no arrancaron la cabellera más que a un hombre. Ese hombre fue Williamson Breckinridge Caruthers, de Nueva Jersey. Se dirigía presuroso a su casa, llevando la felicidad en el corazón, cuando perdió el pelo para siempre, y en aquella hora de amargura casi maldijo la equivocada clemencia que había respetado su cabeza.
Por fin Aurelia se encuentra seriamente perpleja respecto a lo que ha de hacer. Ama aún a su Breckinridge -escribe- con verdadera ternura femenil, ama aún lo que queda de él; pero sus padres se oponen tenaz­mente a la boda porque él carece de bienes y está incapacitado para tra­bajar, y ella no cuenta con medios suficientes para sostener a ambos hol­gadamente. «Y ahora, ¿qué hacer ?», pregunta con afligido y ansioso afán.
Es una cuestión delicada; una cuestión que implica la felicidad vitalicia de una mujer, y la de casi dos tercios de un hombre, y siento que sería asumir una responsabilidad excesiva el hacer algo más que una mera suge­rencia sobre el asunto. ¿Y si se le encargara lo que le falta?  Si Aurelia puede costearlo, que proporcione a su mutilado amante brazos de madera y piernas de madera y un ojo de cristal y una peluca, y que le ponga a prueba de nuevo. Dele usted noventa días, sin apelación, y si no se desnuca en ese plazo, cásese con él y corra el albur. No me parece, Aurelia, que de todos modos sea mucho el riesgo, porque si él se aferra a su singular propensión a averiarse cada vez que encuentra la ocasión, su próximo experimento está destinado a acabar con él, y entonces quedará usted li­bre, casada o soltera. Si se ha casado, las piernas de madera y demás obje­tos análogos de valor que posea, pasarán a la viuda, así que, como puede usted ver, no se expone a otra pérdida que la del querido fragmento de un noble pero desventuradísimo esposo que se esforzó honradamente en conducirse como es debido, pero cuyos extraordinarios instintos estaban en contra suya. Pruebe, María. He meditado mucho y detenidamente so­bre el asunto, y eso es lo único que puede hacer. Hubiera sido una feliz idea por parte de Caruthers empezar por el cuello y haberse desnucado lo primero; pero ya que ha creído más conveniente elegir una política dis­tinta y prolongarse durante el mayor tiempo posible, no creo que deba­mos echárselo en cara, si ello le divierte. Hagamos lo que podamos, dadas las circunstancias, y tratemos de no impacientarnos con él. 
Mark Twain


Esta canción como en el juego de "La Oca": De Pato a Pato