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domingo, 28 de febrero de 2016

Punt de lectura




Un hombre feliz

Se corre un riesgo al pretender ordenar la vida ajena, y muchas veces me ha sorprendido la confianza en sí mismos que demuestran los políticos, los reformistas y otros personajes por el estilo, que se empeñan por la fuerza en que sus semejantes adopten normas que deben influir en el cambio de su modo de ser, en sus hábitos e incluso en sus puntos de vista.
Siempre he vacilado en dar consejos, pues, ¿cómo puede uno aconsejar a otro su forma de proceder si no le conoce tan bien como a sí mismo?
Dios sabe lo poco que yo me conozco y que nada sé sobre los demás. Sólo podemos adivinar los pensamien­tos y emociones de nuestros vecinos.
Cada uno de nosotros es como un prisionero en una torre solitaria, que se comunica con otros prisioneros -que forman la humanidad- por medio de signos convencionales que no tienen para ellos el mismo sen­tido que para uno mismo, y la vida real es algo que, des­graciadamente, sólo se vive una vez. Los errores son a menudo irreparables, y ¿quién soy yo para dictar nor­mas sobre la conducta que se ha de seguir?
La vida en sí es difícil de llevar, y he tropezado con muchos impedimentos para hacer la mía lisa y llana:
Nunca he sentido la tentación de dictarle normas a mi vecino. Pero hay seres que tienen dificultades desde sus comienzos, presentándoseles la vida de una forma confusa; en ocasiones, y muy a pesar mío, me he visto en la necesidad de señalarles su verdadero camino.
A veces los hombres me han preguntado qué harían con su vida, y por un momento he experimentado la sensación de hallarme en el oscuro monte del Destino.
Sin embargo, recuerdo que en cierta ocasión supe aconsejar bien.
Era entonces un joven, y vivía en un piso moderno de Londres, cerca de la estación Victoria. Cierta tarde, cuando creí que ya había trabajado bastante, oí sonar el timbre de la puerta.
Al abrir vi a un desconocido, que me preguntó mi nombre. Se lo di. Entonces me pidió permiso para en­trar.
-¿Cómo no? -le contesté, y le hice pasar, invi­tándole a tomar asiento.
Parecía ligeramente turbado. Le ofrecí un cigarrillo, que le fue difícil encender, pues aun tenía el sombrero en la mano. Cuando por fin lo logró, le sugerí si no sería mejor que le pusiera el sombrero en una silla. Se apresuró a hacerlo él, y entonces se le cayó el paraguas.
-Espero que sabrá usted disculpar que me presente de esta forma -me dijo-. Me llamo Stephens, y soy médico. Usted también lo es, ¿no es cierto?
-Sí, pero no ejerzo.
-Ya lo sé. Acabo de leer un libro suyo sobre España, y deseaba preguntarle algo sobre él.
-Me temo que mi libro no sea muy bueno.
-El hecho es que usted sabe algo de España, y no recuerdo a ningún otro que lo sepa. Por eso he pensado que tal vez no tuviera usted inconveniente en darme alguna información.
-Me será muy grato complacerle -repuse. Guardó silencio durante un instante. Alargó una mano para coger el sombrero, y cogiéndolo distraídamente comenzó a alisarlo sin cesar con la otra.
Presumí que se sentía así más confiado.
-Espero que no le extrañe a usted que un desconocido le hable de esta forma. -Esbozó una sonrisa de disculpa y añadió-: No vengo a contarle la historia de mi vida. Sé por experiencia que cuando uno dice esto es precisamente porque está deseando hacerlo.
Con firmes palabras le contesté, que lejos de molestarme, podría asegurarle que me agradaría oírla. 
-Fui criado por dos viejas tías -comenzó a decir-. Nunca he ido a ninguna parte y nunca hice nada. Me casé hace seis años. No hemos tenido hijos. Soy médico del sanatorio de Camberwell. No siento el menor deseo de seguir en él por más tiempo.
Había algo muy perceptible en sus cortas y agudas palabras, que parecían sonar con precisión. No lo había mirado hasta entonces con detenimiento, pero en aquel instante lo observé con curiosidad.
Era un hombre bajo, grueso, bien plantado, de unos treinta años. En su cara redonda y rubicunda brillaban unos ojos pequeños y oscuros. Su cabeza ovalada tenía una negra cabellera cortada casi al rape.
Llevaba un traje azul muy usado, con grandes rodi­lleras y con los bolsillos muy abultados.
-Ya sabrá cuáles son los deberes inherentes a un médico de sanatorio -me dijo-. Los días se parecen unos a otros, y a eso es a cuanto debo aspirar por el resto de mi vida. ¿Cree usted que esa manera de vivir vale la pena?
-Es una forma de ganarse la vida -respondí.
-Sí, es cierto. La remuneración es bastante buena.
-No llego a comprender exactamente por qué me ha venido a ver.
-Bien, deseaba saber si usted cree que habría en España oportunidades para un médico inglés.
-Pero, ¿por qué en España?
-No lo sé. Sólo se me ocurrió esto: España.
-No vaya usted a creer que en España todo pasa como en Carmen -le dije sonriendo.
-No importa, pero allí hay sol, buen vino y aire res­pirable... Permítame que le diga sin rodeos cuanto tengo que decirle. He logrado saber por casualidad que no hay en Sevilla ningún médico inglés. ¿Cree usted que podría ganarme allí la vida?
-Sería una locura dejar una ocupación buena y se­gura a cambio de una inseguridad. ¿Qué piensa de esto su esposa? -le pregunté.
-Está conforme.
-De cualquier forma, es un riesgo muy grande.
-Ya lo sé. Pero si usted me dice que lo haga, lo haré, y si me dice que me quede, me quedaré.
Me miraba fijamente con sus brillantes ojos, e inmediatamente comprendí que traducían su forma de pensar.
-Todo su futuro está en juego. Tiene que decidir usted por sí mismo. Pero le puedo aconsejar que si no va usted en busca de dinero y se resigna a no ganar sino lo necesario para vivir, vaya, porque disfrutará usted de una vida maravillosa.
El desconocido se marchó. Pensé en él durante uno o dos días; luego lo olvidé. El episodio se borró com­pletamente de mi memoria.
Muchos años después, quince por lo menos, hallán­dome casualmente en Sevilla y aquejándome una ligera indisposición, le pregunté al portero del hotel si habría un médico inglés en la ciudad. Me respondió que sí y me dio, una dirección. Tomé un coche y al acercarme a la casa, salió de ella un hombre bajo y grueso que vaciló al verme.
-¿Ha venido usted a consultarme? -me preguntó-. Soy el médico inglés.
Le expliqué el motivo de mi visita y me invitó a entrar. Vivía en una casa de tipo español común, con patio. El despacho, situado a un costado del mismo, es­taba repleto de papeles, libros, instrumentos médicos y trastos, Cualquier paciente remilgado se hubiese asus­tado al verlo. Terminada la consulta le pregunté a cuán­to ascendían sus honorarios. Movió la cabeza y sonrió.
-No me debe nada.
-Pero, ¿por qué?
-¿No se acuerda usted de mí? Estoy aquí por algo que me dijo usted en cierta ocasión. A usted le debo que mi vida haya cambiado completamente de curso. Soy Stephens.
No comprendí en absoluto de qué me hablaba.
Me recordó entonces nuestra entrevista, repitiéndome nuestra conversación, y gradualmente, como de muy le­jos, un leve recuerdo acudió a mi mente.
-Más de una vez he pensado si volvería a verle -me dijo-; deseaba tener la oportunidad de agradecerle lo mucho que providencialmente ha hecho usted por mí.
-Así, pues, ¿ha tenido usted éxito?
Lo miré fijamente. Estaba muy gordo y calvo, pero sus ojos brillaban alegremente; en su mofletudo y rubicundo rostro se reflejaba una expresión de intensa felicidad. Su traje gastado evidenciaba haber sido hecho por un sastre mediocre, y su sombrero era el usual en Sevilla, chato y de ala ancha.
Su mirada chispeante y alegre era de de un buen catador de vinos. Tenía un aspecto disipado, pero muy simpático.
No me habría extrañado que, si alguien hubiera necesitado una intervención quirúrgica, hubiese vacilado en exponer su vida con un médico como él, pero de lo que estoy seguro es de que no podría concebirse un compañero más cordial para beber un chato de manzanilla.
-Me dijo usted que estaba casado, ¿verdad?
-Sí. A mi esposa no le agradó España y regresó a Camberwell. Era más feliz allí.
-¡Oh! Lo siento.
En sus ojos negros había un brillo lúbrico. En ver­dad, tenía toda la apariencia de un joven fauno.
-La vida está llena de compensaciones –murmuró.
En cuanto acabó de decir esto entró una mujer es­pañola de edad madura, pero sugestiva y voluptuosamente bella, que le dirigió la palabra en castellano; sin esfuerzo pude reconocer en ella a la dueña de la casa.
Al despedirme, ya en la puerta, me dijo con voz emocionada:
-Recordará usted que aquella vez que fui a pedirle consejo me predijo usted que apenas si me ganaría aquí el sustento, pero que gozaría de una vida maravillosa…
Quiero decirle que acertó usted. Soy pobre y lo seré siempre, pero puedo asegurarle que he gozado, que me he divertido y que no cambiaría la vida de aquí por la de ningún rey de la tierra.

Somerset Maugham


Para Lucía de Javier

viernes, 26 de febrero de 2016

Puzzle de propaganda electoral - ICV


Un testamento

Amado hijo, ya te habrás dado cuenta de que mi vida mor­tal está tocando a su fin. La sangre me corre por las venas pálida y lenta y en mi pulso el vigor de antaño se ha redu­cido de manera manifiesta. Hallarás esta carta entre mis papeles, junto con mi testamento hológrafo; también ésta es un testamento. Que no te engañe su concisión: cada pa­labra escrita está preñada de experiencia. Las palabras va­cías, que tanto han abundado en mi vida, las he suprimi­do una a una.
No dudo de que tú seguirás mis pasos y serás saca­muelas como yo lo he sido y como lo fueron también tus antepasados. Si no siguieses ese oficio, sería para mí como una segunda muerte, y para ti un error. No existe en el mundo ninguna profesión que compita con la nuestra en aliviar el dolor de los humanos, y en penetrar su valor, sus vicios y vilezas. Es mi propósito hablarte aquí de sus se­cretos.

De los dientes. En su inmensa sabiduría, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, como se lee en las Sa­gradas Escrituras. Repara en que se dice a su semejanza, no a su identidad. La figura humana diverge de la divina en algunos aspectos, entre los que destaca, en primer lu­gar, la dentadura. Los dientes que regaló Dios al hombre son más corruptibles que cualquier otra parte de su cuerpo con el fin de que no se olvide de que es polvo, pero también para que prospere nuestra corporación. Por donde se ve como Dios aborrece a los sacamuelas que abandonan su profesión, en cuanto, al actuar así, desprecian un privilegio concedido por Él.
Los dientes están hechos de hueso, carne y nervio. Se dividen en molares, incisivos y caninos. Un nervio se encarga de unir los colmillos a los ojos. En los molares más apartados, que son las muelas del juicio, anida a menudo un gusanillo. Éstas y otras cualidades de los dientes las podrás hallar descritas en los libros profanos, por lo que no hace falta que yo me detenga aquí.

De la música. Sin duda aprendiste en la escuela que Orfeo amansó con su lira a las fieras y a los demonios del abismo y que aplacó igualmente las olas del mar enfurecido. La música es necesaria para el ejercicio de nuestra profesión. Un buen sacamuelas debe andar siempre acompañado de por lo menos dos trompetistas y dos tamborileros, o mejor dos tocadores de bombo. Y conviene que todos ellos vistan espléndidas libreas. Cuanto más vigorosa sea la música que llena la plaza en que trabajes tanto mayor será el respeto que te profesen los clientes, y tanto menor el dolor que éstos sientan. Tú mismo lo notarías seguramente cuando asistías de niño a mi trabajo cotidiano. Los gritos del paciente no se oyen con la música; el público te admira con reverencia y los clientes que esperan su turno se despojan de sus temores secretos. Un sacamuelas que trabaje sin charanga es indecoroso y vulnerable como un cuerpo humano en cueros.
Escucha bien ahora lo que te digo con mi lucidez de moribundo. Vendrá el día en que esta admirable virtud de la música sea redescubierta por el gremio estúpido y so­berbio de los médicos, los cuales harán intrincados silo­gismos para explicar la razón física de ello. Guárdate de los médicos. En su altivez desdeñan los frutos de nuestra experiencia y se atrincheran en la torre de marfil de los dic­tados de Aristóteles. Rehúyelos, de la misma manera que ellos nos rehuyen.

De los errores. No olvides, hijo mío, que errar es hu­mano, pero que admitir el propio error es diabólico. Re­cuerda por otra parte que nuestro oficio se presta, por su naturaleza intrínseca, a cometer errores. Trata de evitar­los, naturalmente; pero en ningún caso confieses haber ex­traído un diente sano. Intenta más bien aprovechar el es­truendo de la orquesta, el aturdimiento del paciente, su mismo dolor y gritos y sus convulsiones desesperadas para extraer rápidamente después el diente enfermo. Recuerda que un golpe instantáneo y franco en el occipucio inmovi­liza al paciente más reluctante sin dañar sus constantes vi­tales, y sin que el público se dé cuenta. Recuerda asimismo que para estas necesidades, o para otras semejantes, un buen sacamuelas se cuida siempre de tener el carro listo, no alejado del tablado y con los caballos enganchados.

Del dolor. Dios te guarde de volverte insensible al do­lor. Sólo los peores de entre nosotros se endurecen hasta el punto de reírse de sus pacientes cuando éstos sufren bajo nuestras manos. La experiencia te enseñará también a ti que el dolor, si bien no es probablemente el único dato de los sentidos del que sea ilícito dudar, es sin duda el menos dudoso. A mí me parece que aquel sabio francés cuyo nom­bre no recuerdo ahora y que afirmaba estar seguro de existir en tanto en cuanto estaba seguro de pensar no debió de sufrir mucho en su vida, pues, de lo contrario, habría construido su edificio de certidumbres sobre una base distinta. En efecto, a menudo ocurre que quien piensa no está se­guro de pensar: su pensamiento oscila entre el percatarse y el soñar, se le escapa de las manos, se niega a dejarse aferrar y a ser trasladado al papel en forma de vocablos. En cambio, quien sufre nunca tiene la menor duda; siempre está seguro de sufrir y por lo tanto de existir.
Es mi deseo que tú llegues a ser un maestro en nuestro arte y que nunca tengas que ser objeto pasivo del mismo. Sin embargo, si esto debiera suceder, el dolor de tu carne te proporcionará la brutal certeza de estar vivo, sin que debas buscarla en las fuentes de la filosofía. Ten, pues, en gran estima este arte: él hará de ti un ministro del dolor y te hará asimismo capaz de poner término a un largo dolor pasado mediante un breve dolor presente, y de prevenir un largo dolor de mañana gracias a una punzada infligida hoy. Nuestros adversarios nos escarnecen diciendo que sólo valemos para transformar el dolor en dinero. ¡Necios! No se dan cuenta de que es el mayor elogio que se puede hacer de nuestro magisterio.

Del discurso persuasivo. Las palabras persuasivas, llamadas también pregón de charlatán, conducen a que se decidan los clientes que dudan entre el dolor actual y el temor a las tenazas. Son de suma importancia. Hasta el más inepto de los sacamuelas se las apaña, mal que bien, para sacar una muela. La excelencia de nuestro arte se manifiesta sobre todo en el discurso persuasivo. Éste se profiere con voz alta y firme y con rostro alegre y sereno, como quien está seguro de lo que hace y contagia su seguridad a los demás. Pero, fuera de ésta, no existen reglas seguras. A tenor de los humores que olfatees entre los presentes, tu discurso será jocoso o austero, noble o plebeyo, prolijo o conciso, sutil o craso. Sin embargo, conviene que en todos los casos sea oscuro, pues el ser humano tiene miedo de la claridad, nostálgico tal vez de la dulce oscuridad del seno materno y del lecho en que fue concebido. Recuerda que, cuanto menos te entiendan los que te escuchen, tanta ma­yor será la confianza que tengan en tu sabiduría y tanta más música oirán en tus palabras. Así está hecho el vulgo y en el mundo no hay más que vulgo.
Por eso has de introducir en tu sermón voces de Fran­cia y de España, alemanas y turcas, latinas y griegas, sin importarte que sean o no propias y pertinentes. Si no te vienen a la punta de los labios, acostúmbrate a acuñar so­bre la marcha otras nuevas, nunca antes oídas. Y no temas que te pidan alguna explicación, pues esto no ocurre jamás: nadie tendrá valor suficiente para interrogarte, ni siquiera el que sube al tablado con pie firme para que le arranquen una muela.
Ni llames nunca, en tu discurso, a las cosas por su nom­bre. No dirás muelas, sino protuberancias mandibulares, o cualquier otra rareza que te venga a la cabeza; ni dolor, sino paroxismo o eretismo. No llamarás al dinero dinero, y menos aún tenazas a las tenazas; mejor dicho, no nom­brarás estas cosas en absoluto, ni siquiera por alusión. Ni tampoco dejarás ver las tenazas al público, y menos aún al paciente, procurando esconderlas en la manga hasta el úl­timo instante.

Del mentir. De todo lo leído aquí habrás concluido que la mentira es un pecado para los demás, pero virtud para nosotros. La mendacidad está indisolublemente ligada a nuestro oficio. A nosotros nos conviene mentir con el idioma, con los ojos, con la sonrisa, con la indumentaria. Y no solamente para iludir a los pacientes. Tú sabes bien que nosotros miramos más alto, y que la mentira es nuestra verdadera fuerza (no la de nuestras manos). Con la men­tira, pacientemente aprendida y piadosamente ejercida, si Dios nos asiste llegaremos a dominar este país y quizá tam­bién el mundo. Pero esto sólo acontecerá si sabemos men­tir mejor y durante más tiempo que nuestros adversarios. Tal vez tú lo veas, pues yo ya no: será una nueva edad de oro, en la que sólo en casos extremos seremos llamados a sacar muelas, en tanto que, ante el gobierno de la nación y ante la administración de la cosa pública, nos bastará ampliamente con la mentira piadosa, llevada por nosotros a la perfección. Si nos mostramos capaces de ello, el im­perio de los sacamuelas se extenderá de oriente a occiden­te hasta las islas más remotas y no tendrá nunca fin.
Primo Levi


De Javier para Eli

miércoles, 24 de febrero de 2016

Fundación Mapfre


El hombre que simulaba tocar la flauta

Cuando el príncipe Shuan del Reino de Chi pedía un concierto de flauta, solía tener hasta trescientos músicos tocando al unísono. Por esto un letrado, lla­mado Nanguo, solicitó un lugar en la orquesta y el príncipe, tomándole simpatía, le asignó un sueldo más que suficiente para mantener a varios cientos de hom­bres.
Después de la muerte del príncipe Shuan, subió al trono el príncipe Min, a quien le gustaban los solos.
En vista de eso, el letrado huyó.
P. Wei Chin-Chi - Fábulas chinas 


Para Montse de Javier

lunes, 22 de febrero de 2016

V&B Porcellana Blanca


El juez y los dos litigantes

Cuando de justicia se trata, hay un cuento que encontramos en casi todas partes, tanto en los viejos relatos anamitas como en la tradición islámica.
Esta versión introduce en escena a dos litigantes irritados, Ahmed y Lakhdar, que se presentaron ante un cadí, magistrado encargado de impartir justicia.
Lakhdar tomó la palabra y dijo, señalando a Ahmed con el dedo:
-Mi amigo Ahmed me ha traicionado. Se ha comportado de forma abyecta. Ha ido a mi casa en mi ausencia, me ha robado el dinero, me ha robado el asno, ha violado a mi mujer y ha golpeado a mi hijo hasta hacerle sangrar. ¡Cadí, tienes que hacer justicia!
El cadí le dijo: -Tienes razón. Entonces Ahmed dio un paso al frente y dijo con  tono vigoroso:
-¡Falso! ¡No ha ocurrido así! Es cierto, he ido a  casa de Lakhdar, pero aquél era mi asno, ¡él me lo había cogido prestado y no me lo quería devolver! ¡Aquel dinero era mío y quería recuperarlo! ¡Yo no he violado a su mujer, fue ella quien se me echó encima, porque siempre está falta de amor! ¡Y al querer desembarazarme de ella, su hijo ha empezado a golpearme! ¡Me he defendido como he podido y he salido de allí con las manos vacías! ¡Es a mí, cadí, a quien tienes que hacer  justicia!
El cadí, que escuchaba atentamente, le dijo:
-Tienes razón.
Entonces el primer ayudante del cadí, que estaba en pie detrás de él, se inclinó y dijo a media voz:
-¡Pero, cadí, estos dos hombres te han contado cosas completamente contradictorias y tú les has dicho a los dos que tienen razón! ¡Eso no es posible! 
Y el cadí le dijo a su ayudante:
-Tienes razón.
Jean-Claude Carrière


Para Irati de Javier

sábado, 20 de febrero de 2016

L´agence de l´eau Rhin-Meuse


 Los pájaros en el Frente Occidental

Considerando la enorme dislocación económica que las operaciones bélicas han causado en las regiones asoladas por la campaña, parece mínima la correspondiente alteración en la vida ornitológica de esas mismas zonas. Ratas y ratones se han movilizado y han irrumpido en la línea de combate, y se ha producido una movilización parcial de búhos y, en particular, de lechuzas, siguiendo a los ratones y realizando loables es­fuerzos por disminuir su número. No es posible calcular qué éxito tienen esas cacerías; siempre quedan suficientes ratones para poblar el refugio y convertirte la cara en plaza de armas y pista de carreras por la noche. Por lo que hace a los lugares de nidificación, las lechuzas están bien abastecidas; la mayoría de los graneros que quedan intactos en la zona se encuentran requisados con fines de alojamiento, pero hay una abundan­cia de casas, calles enteras e incluso grupos de calles en ruinas como apenas ha existido en ningún momento anterior de la historia del mundo desde que Nínive y Babilonia quedaran despobladas de sus habitantes. En aquel entonces, sin cultivo ni ocupación humana, no pudo haber cereales ni detritos, y en consecuencia muy pocos ratones, por lo que los búhos de Ní­nive no debieron de disfrutar de una caza demasiado buena; aquí, en el norte de Francia, los búhos disponen de devasta­ción y ratones en cantidades ilimitadas, y, dado que esas aves crían tanto en invierno como en verano, tendría que haber una importante producción de buhitos de la guerra para ha­cer frente a las ingentes generaciones de ratones de la guerra.
Al margen de los búhos, no se observa que la campaña esté produciendo ninguna diferencia notable en la vida orni­tológica del campo. Las inmensas bandadas de cornejas y cuervos que uno esperaría encontrar en los alrededores de la línea de combate no existen, lo cual es una verdadera lástima. La explicación obvia es que el fragor, el estrépito y los humos de los potentes explosivos han provocado el pánico entre la tribu córvida y la han expulsado de la zona de combate. Sin embargo, como muchas explicaciones obvias, no es correcta. Los cuervos locales no se sienten atraídos por el campo de ba­talla, pero no cabe duda de que éste no los asusta. El grajo suele ser tan nervioso y asustadizo en lo que se refiere al rui­do que el fuerte portazo en un granero o la detonación de una pistola de juguete inunda a veces de conmoción toda una co­lonia; aquí, lo he visto reposadamente ocupado entre los mon­tones de detritos de un pueblo derruido, con los obuses esta­llando a poca distancia y en medio del seco e impaciente repiqueteo de las ametralladoras; por el caso que hacía a todo ello podía encontrarse en un apacible prado inglés durante una somnolienta tarde de domingo. Al margen de otros posi­bles logros, la táctica alemana de la aterrorización no ha ate­rrorizado al grajo del noreste de Francia; más bien, ha templa­do sus nervios como nunca, y las futuras generaciones de niños dedicados a espantarlo de los sembrados tendrán que inventar algo superaterrorizante para lograr su propósito. Los cuervos y las urracas anidan bien en la zona barrida por los obuses, y una vez vi sobre un bosquecillo de hayas a una pa­reja de cuervos enfrascados en una reñida contienda con una pareja de gavilanes, mientras mucho más arriba en el cielo, pero casi justo encima de ellos, dos aeroplanos aliados enta­blaban combate con igual número de aviones enemigos.
A diferencia de las lechuzas, las urracas han visto restrin­gidas de modo considerable las posibilidades de elegir luga­res edificables a causa de los estragos de la guerra; todas las avenidas de álamos, en las que se habían acostumbrado a construir sus nidos, han sido reducidas a escombros, sin que queden más que lúgubres hileras de troncos partidos y astilla­dos en los lugares donde una vez se alzaron. El apego a un ár­bol particular ha llevado en un caso a una pareja de urracas a construir su voluminoso y abovedado nido en los maltrechos restos de un álamo del cual quedaba tan poco en pie que el nido parecía casi más grande que el propio árbol; el efecto más bien sugería una entronización arzobispal entre las rui­nas de la abadía medieval de Melrose. La urraca, cauta y rece­losa en estado salvaje, debe de estar bastante intrigada por el cambio experimentado por el otrora temible e ineludible ser humano, que antes recorría toda la tierra como si fuera su dueño y que ahora se arrastra por caminos ocultos y protegi­dos, como evitando mostrarse en terreno abierto igual que la más tímida de las criaturas salvajes.
El ratonero común, ese concienzudo buscador de ratones, no parece correr riesgos en la guerra, al menos no he visto nunca ninguno por aquí; en cambio, los cernícalos sobrevue­lan todo el día las partes más conflictivas del frente, nada des­concertados en apariencia si una prometedora zona ratonera se eleva de pronto por los aires en una cascada de tierra negra o amarilla. Los gavilanes son bastante numerosos, y dos o tres kilómetros por detrás de la línea de combate vi a una pareja de halcones que me parecieron cernícalos patirrojos volando en círculo sobre un robledal. Según las investigaciones reali­zadas por los naturalistas rusos, la guerra ha tenido sobre la vida ornitológica del frente oriental un efecto más marcado que aquí. «Durante el primer año de guerra, los grajos desapa­recieron, las alondras dejaron de cantar en los campos, y tam­bién desapareció la paloma salvaje.» La alondra se ha aferrado tenazmente en esta región a los prados y los campos de culti­vo, que se han visto cruzados y divididos por trincheras y acri­billados de cráteres. En la fría y neblinosa hora de penumbra que precede a un amanecer lluvioso, cuando nada parecía vivo salvo unos pocos centinelas recelosos y empapados y mu­chas ratas escurridizas, la alondra salía de pronto disparada hacia el cielo y emitía un canto de extático júbilo que sonaba terriblemente forzado y falso. Apenas parecía posible que el pájaro pudiera llevar su despreocupación hasta el extremo de intentar criar a su prole entre esos desolados restos de terro­nes deshechos y boqueantes cráteres de obuses, pero en una ocasión, tras tener la oportunidad de arrojarme al suelo de cara con cierta brusquedad, me encontré casi encima de una nidada de jóvenes alondras. Dos de ellas ya habían sido gol­peadas por algo y estaban en un estado bastante maltrecho, pero las supervivientes parecían tan tranquilas y cómodas como los polluelos corrientes.
En el extremo de un bosque asolado (que se ha ganado un nombre en la historia, pero que aquí permanecerá innominado), en un momento en que la lidita, la metralla y el fuego de ametra­lladora barrían, azotaban y arrasaban ese abnegado lugar como si la artillería de una división entera se hubiera concentrado de pronto sobre él, una pequeña hembra de pinzón se puso a revo­lotear melancólicamente de un lado a otro, entre ramas astilladas y caídas en las que no quedaba una ramita verde. Los heridos que allí yacían, en caso de que alguno se fijara en el pajarito, bien pudieron preguntarse por qué algo con alas y sin ningún motivo apremiante para quedarse ahí decidía permanecer en semejante lugar. Había un huerto destrozado junto al asolado bosque, y la probable explicación de la presencia del pájaro era que tenía un nido con crías a las que era incapaz de alimentar por miedo y de abandonar por lealtad. Más tarde, una pequeña bandada de pinzones se adentró por error en el bosque, que sin duda acos­tumbraban a utilizar como camino de paso hacia sus zonas de ali­mentación; a diferencia del solitario pinzón hembra, no oculta­ron en absoluto su deseo de salir de ahí tan aprisa como se lo permitiera su aturdido ingenio. El único otro pájaro que vi ahí fue una urraca volando bajo sobre los restos de las ramas caídas; «Una es dolor», dice la superstición popular. El dolor abundaba en ese bosque.
El guardabosque inglés, cuyo conocimiento de la fauna suele seguir unos derroteros reducidos y distorsionados, ha desarrollado una especie de religión acerca de la debilidad nerviosa de las aves de caza, incluidas las más valientes; de acuerdo con sus creencias, un terrier cruzando un campo donde anida una perdiz, o un cernícalo sobrevolando el seto en busca de ratones, es causa suficiente para alejar al trastor­nado animal y enviarlo zumbando al condado vecino.
La perdiz de la zona de guerra no muestra señales de te­ner unos nervios tan sensibles. El traqueteo y el estruendo del transporte, el constante ir y venir de cuerpos de soldados, las incesantes descargas de fusilería y las ensordecedoras explo­siones de la artillería, el destello y el parpadeo durante toda la noche de los cohetes luminosos, no han bastado para ahuyen­tar a las aves locales de sus zonas de alimentación escogidas, y, según todas las apariencias, no les ha hecho desistir de criar sus nidadas. Los guardabosques que se encuentran sirviendo la bandera podrían aprovechar la oportunidad para dedicarse a un pequeño y útil estudio de la naturaleza.
Saki


Javier se la dedica a Eduard, Estanislao y Gran Gálvez.

jueves, 18 de febrero de 2016

Ocho y medio



El pasajero de al lado

Fue sólo un susto.
El frenazo y el golpe. Los golpes. Estás un poco aturdi­do, pero puedes moverte. Abres la portezuela y te bajas sin mirar al taxista. No te duele nada. Eres un turista. Tu única obligación es pasarlo bien.
Para tu suerte, un autobús frena en la plaza. Te subes sin ver adónde va. Caminas hacia al fondo. Aparte del mendigo que duerme, no hay nadie más ahí. Te sientas. Miras por la ventanilla. La ciudad y la mañana se extienden ante tus ojos. Respiras hondo. Te relajas.

En la primera parada, sube una chica. Tiene unos veinte años y es muy atractiva. Rubia. Todos aquí son rubios. Es la chica que siem­pre has querido que se siente a tu costado. Va vestida informal­mente, con jeans ajustados y zapatillas. Su abrigo está cerrado, pero sugiere su rebosante camiseta blanca. Se sienta a tu lado. No puedes evitar mirarla.
Notas que te mira.     
Al principio es imperceptible. Pero lo notas. Voltea a verte rápidamente con el rabillo del ojo, durante sólo un instante. Cuando le devuelves la mirada, vuelve a bajar los ojos. Se ruboriza. Trata de disimular una sonrisa. Finalmente, como venciendo la timidez, dice coqueta:
-¿Qué estás mirando? ¡No me mires!
Vuelve a apartar la vista de ti, pero ahora no puede dejar de sonreír. Hace un gesto, como cediendo a su impulso:
-¿Por qué me miras tanto? ¿Ah? Ya sé -ahora se entristece-. Se me nota ¿No? ¿Se me nota? Pensaba que no -sonríe pícara-. ¿Te la enseño? Si se me nota, ya no tengo que esconderla. ¿Quieres verla? -se da aires de interesante, pone una mirada cómplice y habla en voz baja, como si transmitiese un secreto-. Está bien, mira.
Se abre el abrigo y deja ver una enorme herida de bala en su corazón. El resto del pecho está bañado en sangre.
Ríe pícaramente y se pone repentinamente seria para anunciar:
-¿Ves? Estoy muerta.
¿Verdad que no se nota a primera vista? Nunca se nota a primera vista. No lo noté ni yo. Será porque es la primera vez que muero. No estoy acostumbrada a ese cambio. En un momento estás ahí y lo de siempre: una bala perdida, un asalto, quizá un tiroteo entre policías y narcos, pasa todos los días. Y luego ya no estás. Sabes a qué me refiero ¿Verdad?
A mí, además, me dispararon por ser demasiado sensible. De verdad. Por solidarizarme. Íbamos Niki y yo a una pelea de perros. Niki es mi novio y es héroe de guerra. Sí. De una guerra que hubo hace poco... No. No recuerdo dónde. Niki tiene un perrito que se llama Buba y una pistola que se llama Umarex CP-Sport. Pero al que más quiere es a Buba. Es un perro muy profesional. Ya ha despedazado a otros tres perros y a un gato. No deja ni los pellejos. Increíble. A Niki le encanta. Es su mejor amigo, de hecho. Entonces, íbamos en el auto, y Niki Y Buba iban delante. Yo iba en el asiento trasero. A Niki le gusta que nos sentemos así, dice que es el orden natural de las cosas. Niki es muy ordenado con sus cosas. Y muy natural.
Saliendo de la ciudad hacia el... ¿Perródromo? No, eso es para carreras ¿Cómo se llama donde hay peleas de perros? Bueno, íba­mos para allá y paramos en una gasolinera para que Niki fuese al baño. Aparte de una pistola y un perro, Niki tiene problemas de incontinencia, pero no se lo digas nunca en voz alta, de verdad, por tu bien. O sea que Buba y yo nos quedamos a solas en el auto. Perdona que me interrumpa, pero no me mires demasiado la he­rida, por favor. Odio a los hombres que no pueden levantar la vista del pecho de una. Y a las mujeres también. Si no estuviera muerta, llamaría a Niki para que me haga respetar. ¿OK? OK.
Bueno, sigo: estamos en el auto, ¿no? Buba y yo. Y Buba me empieza a mirar con esa carita de que quiere ir al baño. O sea, no al baño, porque es un animal ¿no? Pero a lo más cercano a un baño que pueda ir ¿OK? Y me mira para que lo lleve. De verdad, no creerías que es un perro asesino si vieras la cara que pone cuando quiere ir al baño. Se le chorrean los mofletes, se le caen los ojos y hace gemiditos liiindis. Así que lo miro con carita de pena, lo comprendo, ¿me entiendes?, y le abro la puerta para que pueda desahogarse.
Buba baja y yo lo acompaño unos pasos, pero luego veo que en la tienda de la gasolinera hay una oferta de acondicionadores Revlon, así que me detengo porque es algo importante, y él sigue. Y entonces, aparece el otro perro. O sea, una mierda de perro, perdón por la palabra, ¿no? un chucho callejero y chusco con la cola sin cortar y las orejas caídas ¿Has visto a los perros sin corte de orejas y cola? Aj, horribles. Pues peor.
Bueno, te imaginarás, ¿no? El chusco se pone a ladrar, Buba se pone a ladrar, se caldean los ánimos, los acondicionadores Revlon sólo están de oferta si te llevas un champú; Niki no ter­mina nunca de hacer pila y, de repente, la persecución de Buba al otro, los ladridos, los mordiscos. Lo de siempre, excepto el camión. Lo del camión si que no había cómo preverlo porque, o sea, no es que una pueda adivinar el futuro. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? Yo llegué a escuchar el frenazo y el quejido perruno. Francamente, por esa mariconada de quejido, yo pensé que había chancado al chusco.
Pero no fue así.
Cuando Niki salió del baño y vio a su perro, yo ya estaba buscando protectores solares. Niki se arrodilló junto a Buba, le besó las heridas, se puso de pie y vino directamente hacia mí. Yo lo recibí con una sonrisa, pensando, mira, qué bien, ¿no? Nosotros estamos vivos, o sea, ha podido ser peor. Y él me recibió con cuatro dispa­ros de la Umarex CP-Sport. Es amarilla la Umarex CP-Sport ¿Al­guna vez has visto una pistola amarilla? Niki tiene una.
Lo demás de estar muerto es rutinario. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? Es aburrido, porque ya nadie que esté vivo te escucha. Eso sí, vienen por ti, te llevan en una camilla, o sea, ya estás muerta pero igual te llevan en una camilla y en una ambulancia. Qué fuerte, ¿no? Como si estuvieras viva. Eso te hace sentir bien, ¿no? Valorada. Te llevan a una clínica, privada, llenan unos papeles y ahí te guardan. Hace frío ahí.
Hace mucho frío.
Ya ahí conoces otros cadáveres, te comparas con ellos, te das cuenta de que estás mucho mejor que ellos, o sea, te ves bien a pesar de las dificultades, ¿no? Y eso es importante para sentirte bien con­tigo misma. Claro, la herida no ayuda, pero no te imaginas cómo está la gente ahí, ¿ah? O sea, no se cuidan nada. Y eso que son gente bien, ¿ah? No creas que a cualquier muerto lo llevan a una clínica de esas.
Al principio sobre todo te sientes bien insegura. Es como si te diera la regla pero sin parar y por el pecho. Entonces, es bien incó­modo. Pero luego llega un doctor guapísimo, de verdad. Sabes a lo que me refiero, ¿no? Entonces están tú y él a solas, pero no como con Buba en el auto, sino distinto, porque tú estás muerta y él no es un perro, es como más íntimo, ¿no? Y él empieza a tocarte, a acariciarte, masajearte, pasa sus manos por tu cuerpo. Y están calientes sus manos. La mayoría de las cosas vivas están calientes. Y luego te abre en canal para buscar cosas en tu interior. Y, ¿sabes qué? Sientes... no sé... sientes que es la primera vez que un hombre tiene interés en tu interior. No sé. Es como muy personal. Pero te dejas, permites que sus manos recorran tu anatomía, te parece que nadie te había tocado antes en serio. Y te da un poco de penita, de verdad. Hay cosas que yo no sabía que tenía, que en toda mi vida nunca lo supe, como el duodeno, la aorta, el esternocleido­mastoideo, ¿no? El tríceps si sabía, por el gimnasio. Y te dices, pucha, me habría gustado saber que tenía todo esto porque, no sé, ¿no? Es parte de ti y tienes que vivir con eso, y este hombre las descubre para ti. No sé cómo explicarlo. Es algo supersuperpersonal. De haber tenido fluidos, creo que hasta habría tenido un orgasmo. ¿Y sabes por qué hace eso el forense? ¿Por qué me lo hizo a mí con ese cariño? No sé, lo he estado pensando un montón, no creas, y... creo que lo hace porque a mí no se me nota. Claro, si me miras bien, sí. Pero a primera vista no se me nota lo muerta. Yo creo que al forense le gustan las muertas poco ostentosas. Yo soy muy sen­cilla. Y tú también, de verdad. Si no hubiera visto tu accidente en el taxi, hasta pensaría que estás vivo. Uno te tiene que mirar bien para darse cuenta, pero al final, un ojo con experiencia pue­de percibirlo.
Es por tu mirada, creo.
Tienes ojos de muerto.
Santiago Roncagliolo


Pepi quiere dedicar esta canción a todos los que son capaces de emocionarse con este tipo de música.

martes, 16 de febrero de 2016

Institut d´estudis penedesencs




La carga

Un beduino viajaba, montado en un camello cargado de trigo. En el camino encontró a un hombre que le hizo mil preguntas sobre su país y sus bienes. Después le preguntó en que consistía la carga de su camello.
El beduino mostró los dos sacos que colgaban a una y otra parte de la silla de su montura:
«Este saco está lleno de trigo y este otro de arena.»
El hombre preguntó:
«¿Hay alguna razón para cargar así tu camello con arena?».
El beduino:
«No. Es únicamente para equilibrar la carga".
El hombre dijo entonces:
«Hubiese sido preferible repartir el trigo entre los dos sacos. De ese modo, la carga de tu camello habría sido menos pesada.
¡Tienes razón! exclamó el beduino, eres un hombre con una gran agudeza de pensamiento. ¿Cómo es que vas así a pie? Monta en mi camello y dime: siendo tan inteligente ¿no eres un sultán o un visir?
-No soy ni visir ni sultán, dijo el hombre. ¿No has visto mi vestimenta?"
El beduino insistió:
«¿Qué clase de comercio practicas? ¿Dónde está tu almacén? ¿Y tu casa?
-No tengo ni almacén ni casa, replicó el hombre.
-¿Cuántas vacas y camellos posees?
-¡Ni uno solo!
-Entonces ¿cuánto dinero tienes? Porque gozas de una inteligencia tal que podría, como la alquimia, transformar el cobre en oro.
-Por mi honor, ni siquiera tengo un trozo de pan que comer. Voy con los pies descalzos, vestido de harapos, en busca de un poco de comida. Todo lo que sé, toda mi sabiduría y mi conocimiento, todo eso no me trae más que dolores de cabeza!"
El beduino le dijo entonces:
«¡Márchate! ¡Aléjate de mí para que la maldición que te persigue no recaiga sobre mí! Déjame irme por ese lado y toma tú la otra dirección. Más vale equilibrar el trigo con arena que ser tan sabio y tan desventurado. Mi idiotez es sagrada para mí. ¡En mi corazón y en mi alma está la alegría de la certeza!» 
Rumi


A petición de Eduard.

domingo, 14 de febrero de 2016

Cafés Literarios


 El desventurado novio de Aurelia

Los datos del caso que voy a exponer a continuación han llegado a mi conocimiento por medio de la carta de una joven que reside en la hermosa ciudad de San José; me es completamente desconocida y firma sencillamente «Aurelia María», empleando tal vez un nombre supuesto. Pero dejando esto a un lado, el caso es que la pobre joven tiene casi destrozado el corazón a causa de las desventuras que ha padecido, y se encuentra en tal perplejidad ante los encontrados consejos de amigos mal orientados y enemigos insidiosos, que no sabe qué camino seguir para desenmarañar la red de dificultades en que parece casi irremediablemente envuelta. En este conflicto, se dirige a mí en busca de ayuda y solicita la guíe y aconseje con una elocuencia patética capaz de conmover el corazón de una estatua. Es­cuchad su triste historia:
Dice que cuando tenía dieciséis años conoció y amó, con todo el afecto de una naturaleza apasionada, a un joven de Nueva Jersey, llamado Wi­lliamson Breckinridge Caruthers, unos seis años mayor que ella. Se hicieron novios, con el espontáneo consentimiento de sus amistades y parien­tes, y durante algún tiempo pareció que su vida estaba destinada a caracterizarse por una inmunidad contra el infortunio que sobrepasaba la usual asignación de la humanidad. Pero finalmente el curso de la fortuna cambió: el joven Caruthers se contagió de viruelas de la peor clase, y cuando pasó la enfermedad, tenía la cara llena de hoyos, como un molde de waffles, y el atractivo de su rostro había desaparecido para, siempre. Aurelia pensó al principio en romper su compromiso, pero, apiadada de su infortunado amante, decidió retrasar una temporada la fecha de la boda y ponerle a prueba.
La víspera misma de la boda, Breckinridge, absorto en la contemplación de un globo, se metió en un pozo y se rompió una pierna y tuvieron que cortársela por encima de la rodilla. De nuevo Aurelia se sintió inclinada a romper el compromiso definitivamente, pero de nuevo triunfó el amor, y aplazó la fecha y le dio otra oportunidad para reformarse.
Y de nuevo sorprendió la desgracia al desventurado joven: el disparo prematuro de un cañón del cuatro de julio le hizo perder un brazo, y a los tres meses una cargadora mecánica le arrancó el otro. El corazón de Au­relia casi quedó triturado con estas últimas calamidades. La afligía profundamente tan desastroso proceso­ de reducción, pero sin saber como detener su espantosa carrera; ­y en su acongojada desesperación casi se arrepintió, como los corredores de Bolsa que por esperar pierden, de no haberse adueñado de él al principio, antes de que hubiera sufrido tan alarmante depreciación. Aún  así, su animoso corazón la sostuvo, y resolvió soportar un poco más la contranatural propensión de su amigo.
De nuevo se acercó el día de la boda, y de nuevo fue ensombrecido por un contratiempo: Caruthers cayó con la erisipela y perdió por completo uno de sus ojos. Los amigos y parientes de la novia, considerando que ya había tolerado más de lo que razonablemente se podía esperar de ella, insistieron ahora en que se deshiciera el noviazgo; pero, tras un corto titu­beo, Aurelia, con un espíritu generoso que la acreditaba, dijo que había reflexionado detenidamente sobre el asunto y no hallaba indicios de que pudiera culparse a Breckinridge.
Así pues, aplazaron la fecha una vez más, y él se rompió la otra pierna.
Fue un día muy triste para la pobre joven aquel en que vio cómo los ci­rujanos se llevaban el saco cuyo uso conocía por experiencia previa y su corazón le reveló la amarga verdad de que se había marchado para siem­pre un poco más de su amado. Sintió que el campo de sus afectos se iba reduciendo de día en día, pero, una vez más, puso ceño a sus parientes y renovó su noviazgo.
Poco antes del día fijado para las nupcias ocurrió otro desastre. El año pasado, los indios del río Owens no arrancaron la cabellera más que a un hombre. Ese hombre fue Williamson Breckinridge Caruthers, de Nueva Jersey. Se dirigía presuroso a su casa, llevando la felicidad en el corazón, cuando perdió el pelo para siempre, y en aquella hora de amargura casi maldijo la equivocada clemencia que había respetado su cabeza.
Por fin Aurelia se encuentra seriamente perpleja respecto a lo que ha de hacer. Ama aún a su Breckinridge -escribe- con verdadera ternura femenil, ama aún lo que queda de él; pero sus padres se oponen tenaz­mente a la boda porque él carece de bienes y está incapacitado para tra­bajar, y ella no cuenta con medios suficientes para sostener a ambos hol­gadamente. «Y ahora, ¿qué hacer ?», pregunta con afligido y ansioso afán.
Es una cuestión delicada; una cuestión que implica la felicidad vitalicia de una mujer, y la de casi dos tercios de un hombre, y siento que sería asumir una responsabilidad excesiva el hacer algo más que una mera suge­rencia sobre el asunto. ¿Y si se le encargara lo que le falta?  Si Aurelia puede costearlo, que proporcione a su mutilado amante brazos de madera y piernas de madera y un ojo de cristal y una peluca, y que le ponga a prueba de nuevo. Dele usted noventa días, sin apelación, y si no se desnuca en ese plazo, cásese con él y corra el albur. No me parece, Aurelia, que de todos modos sea mucho el riesgo, porque si él se aferra a su singular propensión a averiarse cada vez que encuentra la ocasión, su próximo experimento está destinado a acabar con él, y entonces quedará usted li­bre, casada o soltera. Si se ha casado, las piernas de madera y demás obje­tos análogos de valor que posea, pasarán a la viuda, así que, como puede usted ver, no se expone a otra pérdida que la del querido fragmento de un noble pero desventuradísimo esposo que se esforzó honradamente en conducirse como es debido, pero cuyos extraordinarios instintos estaban en contra suya. Pruebe, María. He meditado mucho y detenidamente so­bre el asunto, y eso es lo único que puede hacer. Hubiera sido una feliz idea por parte de Caruthers empezar por el cuello y haberse desnucado lo primero; pero ya que ha creído más conveniente elegir una política dis­tinta y prolongarse durante el mayor tiempo posible, no creo que deba­mos echárselo en cara, si ello le divierte. Hagamos lo que podamos, dadas las circunstancias, y tratemos de no impacientarnos con él. 
Mark Twain


Esta canción como en el juego de "La Oca": De Pato a Pato

viernes, 12 de febrero de 2016

IV centenario Don Quijote de la Mancha








Mi hombre

Me he casado con un descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio es un fracaso. Cuando conocí a mi marido yo tenía diecinueve años. Por entonces estaba convencida de que el día más hermoso en la vida de una muchacha era el día de su boda, y cada vez, que veía una novia me ponía a moquear de emoción como una tonta. Ahora tengo cuarenta y tres años y no me divorcio porque me da miedo vivir sola.
Él es un hombre muy bueno. Es decir, no me pega, no se gasta nuestros sueldos en el juego, no apedrea a los gatos callejeros. Por lo demás, es de un egoísmo insoportable. Viene de la oficina y se tumba en el sofá delante de la tele. Yo también vengo de mi oficina, pero llego a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la compra del hiper. Que me ayudes, le digo. Que ahora voy, responde. Nunca dice que no directamente. Pero yo termino de subir todas las bolsas y él no ha meneado aún el culo del asiento. Voy a la sala, le grito, le insulto, manoteo en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en una silla de la cocina y me pongo a llorar. Al ratito aparece él, en calcetines. "¿Qué hay de cena?", pregunta con su voz más inocente. Hago acopio de aire para soltarle una parrafada venenosa, pero él me intercepta con una habilidad nacida de años de práctica: "Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar los dedos", exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y manzana que tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque refunfuñando, le ayudo a sacar los platos, la fruta, los cuchillos, y le ato a la espalda el delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente estirados ante sí como si fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a corazón abierto.
Entonces él empieza a pelar los aguacates y yo, por hacer algo, lavo y corto la lechuga, pico la cebolla, casco y parto las nueces, convierto dos manzanas en pequeños cubitos. Le miro por el rabillo del ojo y él sigue pelando.
De modo que saco las patatas, las mondo, las lavo, las corto finitas, que es como a él le gustan; cojo la sartén, echo el aceite, enciendo el fuego, frío primero las patatas bien doradas y luego hago también un par de huevos. El aceite chisporrotea y salta, y, como no tengo puesto el delantal, me mancho de grasa la pechera de la blusa. Le miro: él continúa impertérrito, manipulando morosa- mente su aguacate. Tan torpe, tan lento y tan inútil que más que cortar el fruto se diría que está haciéndole una meticulosa autopsia. "No sirves para nada", le gruño. Y él me mira con cara de dignidad ofendida. "¡Y encima no me mires así!", chillo exasperada. Él frunce el ceño y se desanuda el delantal con parsimonia. Después se va a la sala y se deja caer en el sofá, frente al televisor, mientras se chupa el pringoso verdín que el aguacate ha dejado en sus dedos. Yo sé que ahora pondré la mesa como todas las noches y cenaremos sin decirnos nada.
Lo más terrible es que, en nuestro fracaso como pareja, apenas si hay batallas de mayor envergadura que estos sórdidos conflictos domésticos. Y no es que me importe mucho hacerme cargo de las labores de la casa. No me gustan, pero si hay que hacerlas, pues se hacen. No, lo que me amarga la vida es su presencia. Porque me encanta cocinar para mi hija, por ejemplo, aunque, por desgracia, viene muy poco a vernos; pero servirle a él me desespera. Será que le odio. Hay momentos en los que no soporto ni su manera de abrir el periódico: estira los brazos y sacude el diario delante de sí, antes de darle la vuelta a la hoja, como quien orea una pieza de tela. Hace muchos años ya que, si no es para discutir, apenas si hablamos.
No siempre fue así. Al principio todo era distinto. Él estudiaba dibujo lineal por las noches. Y soñaba con hacerse arquitecto. Quería ser alguien. Es más, yo creía que él era alguien. Pero nunca se atrevió a dejar la gestoría. No sé cuándo le perdí la confianza, pero sé que me decepcionó hace ya mucho. No era ni más listo ni más trabajador ni más capaz que yo. Tampoco era más fuerte, me refiero a más fuerte por dentro; por ejemplo, no me sirvió de nada cuando creímos que la niña tenía la meningitis. Y yo, para estar enamorada, necesito admirar al que ha de ser mi hombre. Me has decepcionado, le he dicho muchas veces. Y él se calla y se pone a orear el periódico.
Claro que quizá yo también he cambiado. Antes la vida me parecía un lugar lleno de aventuras, y por las noches, mientras me dormía, la cabeza se me llenaba de imágenes felices: nosotros dos con nuestra hija pequeña, envidiados por todos; él trabajando en un estudio de arquitectura y envidiado por todos; nosotros dos viajando en avión por medio mundo y envidiados por todos. Eran estampas quietas, como las de los álbumes de cromos de mi infancia. Después dejé de pensar en esas cosas, porque estaba siempre tan cansada que me dormía nada más acostarme. Y luego se me pasó la juventud. Llega un día en el que te despiertas y te dices: así que en esto consistía la vida. Poca cosa.
Le he engañado en dos ocasiones. Con dos compañeros de la oficina. Fue un desastre. Yo buscaba el amor a través de ellos y me temo que ellos sólo me buscaban a mí.
Los dos estaban casados. Me sentí ridícula. Entre unos y otros, entre estas cosas y todas las demás, se me ha agriado el carácter. Yo de joven era muy alegre. Él me lo decía siempre: me encanta tu vitalidad. Y de novios me llamaba Cascabelito. Ahora que lo pienso, quizá para él yo también haya sido una decepción: últimamente no hago otra cosa que gruñir, protestar y estar de morros todo el día.
A veces, sin embargo, me despierto de madrugada sin saber dónde estoy. Me rodea la oscuridad, me acosa el vértigo, me encuentro sola e indefensa en la inmensidad de un mundo hostil. Entonces mi brazo tropieza con una espalda blanda y cálida. Y el rítmico sonido de una respiración muy conocida cae en mis oídos como un bálsamo. Es él, durmiendo a mi lado; reconozco su olor, su tacto, su tibieza. Poco a poco, las tinieblas dejan de ser tinieblas y la habitación comienza a reconstruirse a mi alrededor: la mesilla, el despertador, la pared del fondo, la blusa manchada de grasa que me quité anoche, y que descansa ahora sobre la silla. La cotidianidad triunfa una vez más sobre el vacío. Me abrazo a su espalda y, medio dormida, contemplo cómo el alba pone una línea de luz sobre el tejado de las casas vecinas. Y entonces, sólo entonces, me digo: es mi hombre.

Rosa Montero


Marcapáginasporuntubo, en nombre de todos los coleccionistas, dedica esta canción a Laura