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martes, 24 de febrero de 2015

Museo de la Tipografía (2)



Polvo eres y en polvo te convertirás             

¡Sí, sí, sí! No me interpreten mal, por lo que más quieran. Les hablo con el corazón. Estoy de acuerdo en que el hombre le es­tá estafando brutalmente a la Madre Tierra sus antiguos dere­chos, al no devolverle al suelo todo el alimento que de él saca, y en que el sistema moderno de alcantarillado es, si ustedes quieren, una herida que supura en el cuerpo del Estado. Y en que los incineradores municipales son genocidas más que ger­micidas... Y en que la incineración debería ser considerada co­mo un crimen capital. Y en que los campos erosionados por los codiciosos arados...
Sí, sí, y otra vez sí. Pero ¡un momento!

A Elsie y a Roland Hedge -ella ilustradora de libros, él un ar­quitecto con los pulmones delicados- se les había prevenido en contra del doctor Eugen Steinpilz.
-No os traerá suerte -les dije-. Me lo asegura mi dedo meñique.
-¿También tú? -preguntó Elsie indignada (eso ocurría en Brixham, Devon, en marzo de 1940)-. No pensarás que por­que tiene acento extranjero y lleva barba ha de ser necesaria­mente un espía, ¿verdad?
-No -le dije fríamente-, no se me había ocurrido este detalle. Pero no quiero llevarte la contraria.
Al día siguiente, Elsie entabló deliberadamente amistad –no me gusta la expresión, pero eso fue lo que hizo- con el médi­co, un alsaciano con pasaporte norteamericano, que se descri­bía a sí mismo como un Naturphilosoph, y tanto ella como Ro­land pronto estuvieron inmersos hasta el cuello en Steinpilze­rei. Todo empezó cuando él les invitó a comer y les sirvió carne fría acompañada de dos platos de verduras rivales -patatas (al horno) y zanahorias (a la crema)- compradas en la verdulería del barrio, y patatas (al horno) y zanahorias (a la crema) culti­vadas con abono natural en su huerto particular.
La superioridad de estas últimas respecto a las primeras en apariencia, tamaño, y especialmente en sabor, fue una revela­ción para Elsie y Roland. Sí, ya sé, sé exactamente cómo se sin­tieron. Cuando voy al mercado aquí en Palma, nunca compro patatas de La Torre porque las cultivan para la venta temprana del mercado inglés, y en consecuencia apestan a fertilizantes quí­micos. En cambio, compro patatas de Son Sardina, que tienen tan buen sabor como las que comprábamos en Inglaterra hace cincuenta años. La razón estriba en que los granjeros de Son Sardina abonan sus campos con los desperdicios de cocina de Palma, que todavía cabe conseguir por carretas porque se trata de una ciudad de estructura anticuada que no puede permitir­se los sistemas modernos para destruir eficazmente la basura.
De este modo, el doctor Steinpilz convirtió a esta pareja ena­morada y sin hijos al método Steinpilz de hacer «compost». En realidad, no se diferenciaba mucho de los métodos que se ex­plican en la sección de jardinería de los principales periódicos, excepto que era mucho más violento. El doctor Steinpilz había inventado una fórmula para fabricar bacterias extremadamente feroces, capaces (según Roland) de descomponer una bota vieja o la Biblia familiar, o una vieja camiseta de lana, en precioso humus negro casi al instante. Sin embargo, la fórmula no se podía comprar y sólo se podía comunicar, bajo juramento de alto se­creto, a miembros de la Asociación Eugen Steinpilz, en la que yo me negué a ingresar. No voy a fingir que conozco la fórmula personalmente, pero una noche oí por casualidad a Elsie y a Ro­land discutir en el jardín acerca de si las influencias planetarias eran favorables, y también mencionaron el cuerno de carnero, dentro del cual, por lo visto, tenía que guisarse una mezcla com­plicada de productos animales y vegetales, técnicamente deno­minada «la Madre». También deduje que una pata de toro y el páncreas de una cabra formaban parte del asunto, porque más tarde el señor Pook, el carnicero, me dijo que se había extraña­do mucho de que Roland le encargara estos pedazos tan poco corrientes. Desde luego, la polígala, el poleo, la orquídea de abeja y la arveja figuraban entre los ingredientes herbarios de la Ma­dre, pues los reconocí un día en una cesta que Elsie se había dejado olvidada en la estafeta de correos.
Los Hedge pronto tuvieron su primer montón de «compost» fermentando en el jardín, que era más o menos del tamaño de una pista de tenis y consistía sobre todo en un césped bien cui­dado. El doctor Steinpilz, que supervisaba, empezó entonces a infiltrarse en la pequeña casa de los Hedge como se infiltra el olor de los desagües, y yo tuve que dejar de visitarlos. Más tarde, después de la caída de Francia, Brixham se convirtió en una zona bélica de la cual todos, excepto nosotros, los ingleses y nuestros aliados los franceses libres o los belgas libres, fueron expulsados. En consecuencia, el doctor Steinpilz tuvo que mar­charse, cosa que hizo a regañadientes, y murió durante un ata­que aéreo en Liverpool el día antes de embarcar hacia Nueva York. Pero no terminó aquí la cosa. Creo que Elsie debía de es­tar enamorada del doctor, y, desde luego, Roland le tenía por un héroe. Guardaban como un tesoro una colección firmada de todos sus libros esotéricos, cada uno con el nombre de una pie­dra semipreciosa, y solían leérselos el uno al otro en voz alta durante las comidas, por turnos. Luego, sólo para demostrar que se trataba de una filosofía práctica y no de una colección acci­dental de hermosos pensamientos sobre la naturaleza, empeza­ron a hacer «compost» con una unción todavía más seria y reli­giosa que antes. Claro que habían arrancado el césped, pero utilizaron la hierba para intercalarla entre las capas de basura de cocina, que mezclaban con los residuos de una pocilga aban­donada, dos carretadas de hojas de chopo mojadas, recogidas en el parque, y un saco de nabos podridos. Mirando por enci­ma del seto, capté la mirada fanática de Elsie mientras echaba las hambrientas bacterias sobre el montón, dejándolas en liber­tad, y no pude reprimir el escalofrío de un mal presentimiento.
Hasta el momento, la cosa tenía un pase, supongo yo, pero cuando empezaron en serio los bombardeos y la comida comenzó a escasear hasta el punto de que a las amas de casa se les multa­ba por no entregar su basura a los cerdos del país, Elsie y Ro­land empezaron a preocuparse. Abandonando ya su sistema sa­nitario normal y tras haber construido una letrina en el jardín, intentaron entonces convencer a los vecinos de que era su deber hacer lo mismo, incluso a riesgo de un resfriado y de llenarse la espalda de arañas. Elsie también ordenó a Roland seguir las lentas vacas coloradas de Devon cuando regresaban a casa tam­baleándose, al anochecer, para rescatar los valiosos excrementos con una pala de cocina; mientras tanto, ella visitaba el vertede­ro municipal de basuras con un cajón de embalaje montado so­bre ruedas, y recogía todo lo que encontraba allí que fuese de naturaleza orgánica: gatos muertos, trapos viejos, flores marchitas, tallos de col y basura casera que incluso un cerdo nacional hu­biese rechazado en tiempos de guerra. También conservaba hasta la última gota del agua de sus baños para rociar los montones, porque contenía, según ella, valiosas sales animales.
Para verificar si un montón de «compost» es bueno, como bien sabe todo iluminado, hay que comprobar si cierto hongo de aspecto asqueroso, aunque beneficioso, brota en él. Una ca­pa gris de este cultivo cubría los montones de Elsie, y por den­tro estaban tan calientes que les servían para hornear la comi­da, cosa que seguramente les ahorró mucho combustible. Yo los llamo «montones elsianos» porque ella se consideraba entonces la delegada del doctor Steinpilz en la tierra, y el fiel Roland no le discutía esta atribución.
Durante la ofensiva aérea alemana, esta historia llegó a un punto crítico. Se recordará que al estallar la guerra llegaban al sur de Devonshire trenes llenos de londinenses que habían sido evacuados y que a partir de entonces se fueron desevacuando, reevacuando y redes evacuando por cuenta propia de la forma más desorganizada. Daba la casualidad de que Elsie y Roland se habían librado de tener que alojar evacuados, porque no con­taban con ningún dormitorio libre, pero una noche un viejo ju­bilado de la marina llamó a su puerta pidiendo alojamiento para la noche. Había tenido que huir de su casa en llamas en Plymouth, donde todo era un caos, y se había ido alejando, an­dando a ciegas y aturdido hasta llegar allí, hambriento y ago­tado. Le dieron de comer y le acomodaron en el sofá, pero cuando Elsie bajó por la mañana para revolver los montones con la horquilla, lo encontró muerto de paro cardíaco.
Roland rompió un largo silencio al venirme a ver, un poco avergonzado, para pedirme consejo. Según me dijo, Elsie había decidido que sería improcedente molestar a la policía con el ca­so, porque la policía estaba muy ocupada aquellos días, y el po­bre hombre había dicho que no tenía ni parientes ni amigos. Así que le habían oficiado las exequias fúnebres y, tras extraer la hebilla del cinturón, los botones de los pantalones, la funda metálica de las gafas y un manojo de llaves, todos ellos objetos no perecederos, lo había colocado reverentemente sobre el últi­mo montón de «compost». Los demás componentes de este mon­tón eran una carretada de desechos de la fábrica de sidra, es­tiércol de vaca recuperado y varios capazos de desbrozo de seto. ¿Habían hecho mal?
-Si lo que quieres decir es si voy a denunciarte a las autori­dades civiles la respuesta es no -le aseguré-. Yo no estaba mi­rando por encima del seto en aquel preciso momento y lo que sé sólo es de oídas.
Roland se marchó arrastrando los pies, satisfecho.
La guerra continuó. Los Hedge no sólo convirtieron todo el jardín en hileras apretadas de montones en homenaje a Eugen Steinpilz, sin dejar lugar para plantar las patatas o las zanaho­rias para los que el «compost» había sido proyectado, sino que además andaban recogiendo los desperdicios del mercado de pescado de Brixham y hacían uso de los contenidos del cubo colocado junto a la sala de cirugía del hospital local. Recuerdo que cada primavera Elsie cogía grandes ramos de prímulas y los colocaba inmediatamente sobre el «compost», sin olfatearlas siquiera; por lo visto, las prímulas vírgenes eran la comida favo­rita de las bacterias.
Aquí la historia podría herir la sensibilidad, por ejemplo, de un círculo familiar de lectores y la suavizaré todo lo que pueda. Una mañana, un policía llegó a casa de los Hedge con una no­tificación. Casualmente vi a Roland echar una miradita ansiosa por la ventana y luego volver a esconder rápidamente la cabeza. El policía llamó al timbre y luego con los nudillos en la puerta y esperó; luego probó la puerta trasera y al cabo de un rato se marchó. La notificación era por no haber cumplido los regla­mentos de los apagones obligatorios durante los bombardeos, pero por lo visto los Hedge no lo sabían. A la mañana siguiente volvió a llamar y, al no contestar nadie, forzó la cerradura de la puerta trasera. Los dos yacían muertos sobre la cama; habían ingerido una sobredosis de píldoras somníferas. Sobre la colcha había una sencilla nota:

Rogamos coloquen nuestros cuerpos sobre el montón más próximo a la pocilga. Se admiten flores. Esparzan unas cuantas sobre los cuer­pos, mezcladas con un poco de basura de cocina, y luego echen un poco de tierra por encima, con la horquilla.

E. H. y R. H.

George Irks, el nuevo inquilino, se propuso cultivar patatas y cavar «por la patria». Alquiló un carro y empezó a tirar el «com­post» al río Dart (pues, como me explicó más adelante, «no le gustaba el aspecto de aquellas setas»). Los cinco esqueletos hu­manos, perfectamente limpios, que George desenterró durante este proceso aún esperaban identificación cuando acabó la guerra. 

Robert Graves