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domingo, 22 de febrero de 2015

Marina Martori




Al otro lado

Desde el interior, por el hueco de la puerta, lanzaron un cubo de agua sucia a la calle. El perro, que dormitaba cer­cano al umbral, huyó con los cuartos traseros alobados de miedo, el rabo capón perdido entre las patas. Paró carrera a una veintena de metros, a pleno sol. Se sacudió. Giró la cabeza para tomar enemigo. Nada se oía. Alzó las orejas. Se tensó en guardia. Los ojos, estriados de venillas coloradas, observaron cautelosos. Ladró asustado  Su propia voz le produjo un espeluzno. Gañió. Silencio. Estaba todo tran­quilo y solitario. Agachó la cabeza, husmeó el suelo y se decidió. Lentamente fue acercándose. Dos veces se detuvo. Cogió confianza y avanzó más rápido. La tierra, endurecida y húmeda, le hizo buscar otro lugar donde tumbarse. Dio vueltas en pausado remolino hasta que se echó. A los po­cos momentos dormía en ovillo.
En el interior de la chabola, oscuridad; oscuridad cargada de modorra. Una mujer friega platos metálicos en un cubo. Un hombre duerme, al fondo, tendido en el suelo, la cabeza invisible bajo un periódico abierto a doble plana. Medio cuerpo cubierto con una camiseta agujereada; medio sin ta­pujos, un chiquillo panzudo se mueve con torpeza de cacho­rro de un lado a otro. Se atusa el pelo la mujer con el dorso de la mano, hinchada y roja, que saca del agua, grasa, ocre, espumeante. Vuelve la cabeza hacia el cajón sobre el que blanquea un trapo, alegran flores en un bote y pica el tiempo un reloj despertador.
-¡Martín!
Llama la mujer suavemente, tal vez un poco temerosa. El hombre que duerme no se mueve.
-¡Martín! -levanta el tono-. ¡Que son las tres!
El durmiente hace un movimiento previo de estirar las piernas. Se incorpora de golpe, apartando el periódico, que cruje entre sus manos. Tiene los ojos medio cerrados, abultados de sueño. Sopla. Tras soplar, pregunta:
-¿Ya son las tres, Prudencia?
-Sí, ya son las tres. Has de ir a la ciudad.
El hombre se levanta.
-Sí, sí; desde luego.
El niño, sentado en el suelo, se lleva algo a la boca. Pru­dencia le mira.
-Paquito, cochinísimo, tira lo que tienes en la mano.
El niño queda en suspenso, con los ojos avizorantes.
-Tira eso, hijo, o mamá te va a dar azotes.
Es la escena de siempre. Martín abre las piernas al pasar sobre el niño. Se asoma a la puerta. La cruda luz le deslumbra. Vuelve al interior.
-Prudencia, ¿hay un poco de agua para que me pueda refrescar?
-Sí, hombre.
-Vaya calor el de hoy. El río viene cada vez más bajo.
Prudencia recuerda:
-No olvides los papeles, que te los pedirán.
-Los llevo en la chaqueta.
-Bueno.
Los enseres son pocos en la chabola: un colchón de saco y paja; algunas cajas vacías; una maleta de cartón roídas las cantoneras; dos cubos; platos de metal y pucheros ahumados; la ropa colgada de un clavo junto a la puerta; mantas dobladas haciendo cojín de una silla de las llamadas de tijera; un rebujo de trapos...
La chabola está construida con un trozo de valla, hojalatas, piedras grandes, ladrillos viejos, ramas y papeles embreados, además de otros materiales de difícil especificación. Los papeles embreados han sido cubiertos de limo, ya seco, para que no se ablanden con el calor. A pesar de las precauciones tomadas por Martín se descuelgan breves estalactitas negras por alguna juntura del techo y churretones lacrimosos por las paredes.
En la chabola huele a brea, a recocido de ranchada, a un olor animal, violento, de suciedad y miseria. Se sienten los roídos de las chapas, el zumbido de los insectos, un largo gemido de madera seca de sol. Lejana se oye a la cigarra monotonizar a la orilla del río, en un árbol. Duermen en esta hora, en los rincones, las arañitas que pican de noche los párpados. Duerme el mal bicho que espanta, en las fronteras de la madrugada, el sueño del chiquillo.
Es la chabola de Martín Jurado y su mujer, una más de las que se extienden a la orilla derecha del río, frente a la ciudad, blanca y hermosa, al otro lado.
Martín se ha lavado y está dispuesto a marchar. Al ir a salir repara que una avispa ronda la cabeza de su hijo, distraído en su juego de tatuar el suelo con un clavo roñoso. Martín golpea el aire con la boina de color humo, vieja y sin forro, endurecida de sebo en los bordes. Acierta a la avispa. Esta, moribunda, se revuelve con furia. Martín sale a la claridad total del campo, afueras de la ciudad. El poblado de los forasteros, de los que llegaron a la ciudad en busca de trabajo, está callado, solitario, al parecer inhabitado. Cambia de árbol la cigarra. Espejea el río. Al pasar el puente, Martín lo contempla un momento. Es de débil corriente. No se mue­ven las plantas de agua alargadas en tirabuzones. Martín ca­mina inquieto. La mirada en la ciudad. Tras de él queda el aduar de las gentes de afuera.
Prudencia quiere quitar de las manos de su hijo el clavo roñoso con el que el niño ha machacado el cuerpo vibrátil de la avispa. Se resiste el chiquillo, y ha de cambiar la madre el clavo por un peine roto. El simple juguete le alboroza. Del peine nace un terco zumbar de insecto prisionero. Pru­dencia está en la calle. Duerme el perro calentado por el sol, corrida la sombra con la hora. Perro flaco y de poco medro. Perro mil padres y ninguno bueno, peludo, roano, morro de mono. Perro de husma en vertederos, de crueles diversiones de muchachos, de mal fin en caza de laceros. El perro se despierta atosigado de calor, palpitantes los flancos, la lengua afuera. Se entra Prudencia y el perro tras de ella. Este se acerca al niño, que le mete una mano entre las fauces y luego le tira de las orejas. El perro le lengüetea. Prudencia almacena ropa en un cubo; encima de la ropa, un pequeño trozo de jabón color verde de berzal.
-¿Quieres venir al río, Paquito?
El niño balbucea. A un brazo, el hijo; al otro, el cubo de la breve colada. De salida no cierra Prudencia la puerta inútil de la chabola. Anda veloz. Las piernas blancas, con pelotones de músculos, azuleadas de varices. Martín anda dando vueltas por la ciudad. Cuando llegó con su familia se presentó en los talleres de pintura decorativa en busca de trabajo. Martín, pintor de brocha gorda, regular oficial, allá en su pueblo grandote, había hecho de todo. Sin embargo, decidió marcharse aconsejado del hambre. Las oportunidades, creyó él, están esperando a la misma entrada de las grandes ciudades, en los fielatos. Pero en la entrada de las grandes ciudades y en el corazón de las grandes ciudades las oportuni­dades para el forastero pobre se escapan con grotescos saltos de langosta. Al ir a ser cogidas brincan, se van, y detrás no queda nada, o queda desesperación, un poco de desesperación.
Martín Jurado hizo alto con su familia a la orilla del río, frente a la ciudad, en un pueblo como un pájaro negro, pronto a levantar el vuelo hacia cualquier región o provincia donde se pudiera trabajar. Martín sonreía al llegar, pero sus labios están ya demasiado apretados para la sonrisa, y ahora...
Ahora Martín Jurado sigue dando vueltas por la ciudad. Es un forastero del otro lado del río, hombre que inspira alguna desconfianza. Sabe que primero son los de casa, los de la ciudad, y después él y sus vecinos. Martín se siente extranjero: ellos están fuera de la ciudad, la ciudad tiene fronteras con ellos.
Encuentra Martín a un vecino apoyado en una esquina, junto a un gran anuncio de teatro.
-¿Qué haces tú aquí? -le pregunta.
-¿Y tú?
Martín se encoge de hombros.
-Ni sé...
-¿Has encontrado algo?
-No.
Se miran los dos hombres. El vecino desvía los ojos y sigue con la vista a una anciana señora apoyada en un bas­tón, sostenida del brazo derecho por una mujer joven.
-El asunto cada vez está peor -dice Martín.
El otro contesta, al parecer despreocupado:
-Sí, cada vez está peor.
-¿Sabes qué hora es?
-Las ocho, por lo menos.
-Pues yo me vuelvo para allá. ¿Vienes?
-No, me quedo.
Martín echa a andar sin tener que sortear a la gente. Se le ocurre volver la cabeza. Se fija en la esquina. Su vecino extiende la mano en un gesto tímido de petición. Alguien le deja algo en ella.
No supo Martín si era ira lo que sentía. Apresuró el paso. Buscó las calles vacías. Fue bajando hacia el río. Cruzó el puente. Las primeras sombras ennegrecían las aguas; los últimos resplandores del sol reflejaban en las nubes unas manchas rojas. Martín descendió a la orilla.
A las puertas de las chabolas discutían sus habitantes. Martín pasó cuatro; la quinta era la suya. Sentada en un cajón descansaba su mujer con el niño sobre las rodillas. Se reconocía el perro a unos pasos. Prudencia le vio llegar. Le dijo Prudencia:
-Nada, ¿verdad?
-Nada.
-Bueno, siéntate, hombre.
Prudencia se levantó y le dejó sitio a su marido. Quedaron los dos en silencio. Martín comenzó a hablar muy lentamente.
-Nos tenemos que volver al pueblo, Prudencia.
-¿Tú crees que tenemos que volver?
-Sí, nos tenemos que volver.
Martín calló. Luego volvió a afirmar:
-Sí, nos tenemos que volver.
-Bien, Martín, lo que tú digas, pero ya sabes que allá...
Las sombras abarcaban todo el río. Todavía brillaba alta y blanca, en el anochecer casi azul, la ciudad, al otro lado. Volaban los murciélagos sobre las aguas, unas a otras se contestaban las ranas.
-¿Prendo el carburo, Martín?
-No, trae mosquitos.
-Te he preparado unos tomates, Martín.
-Bueno, mujer.
El niño se dormía sobre el pecho materno.
-Prudencia, no vamos a esperar a tener que pedir, a que nos echen por pedir. Mañana nos largamos.
-¿Mañana?
-Sí. Nos darán el billete en la Alcaldía, no te preocupes.
El perro se fue a refugiar entre las piernas de Prudencia. Se despertó el niño. Prudencia bajó la voz y palmeó las nalgas de su hijo. La voz era un soplo.
-Duérmete, hijo, duérmete.
Y comenzó a tararear una canción de los aceituneros de su tierra. Martín Jurado miró al sereno, profundo cielo del verano. Susurró:
-¿Prudencia?
-¿Qué?
-Tú, ¿qué dices?
-Yo lo que tú, si es que al otro lado no hay nada...
-No, al otro lado no hay nada.
Prudencia suspiró. Del río llegaba un ligero frescor. Mar­tín se levantó. La ciudad iba perdiendo blancor, haciéndose sombra de mil ojos. Martín se entró a la oscuridad de su chabola.

Ignacio Aldecoa