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sábado, 28 de febrero de 2015

Museo Barbier-Mueller

      

El Museo Barbier-Mueller de Arte Precolombino de Barcelona fue un museo especializado en arte precolombino que estaba situado en la calle de Montcada número 14 de Barcelona, en el Palau Nadal justo delante del Museo Picasso. Fue una extensión del Museo Barbier-Mueller de Suiza.
Se inauguró en 1997 gracias a un préstamo inicial de 5 años que hizo el museo suizo en el Instituto de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona y cerró sus puertas en septiembre de 2012, debido a una falta de acuerdo entre el Ayuntamiento y el propietario de la colección en cuanto a la renovación del préstamo.
Su colección estaba formada por un conjunto de esculturas, cerámicas y otros objetos provenientes de diversos territorios americanos, como la Amazonia, América andina, América Central y Mesoamérica.
En su lugar se ha abierto el Museu de cultures del Món.

El capitán Funes

Como seguridad de pulso -interrumpió Gonzalo­, no conozco nada que equivalga al hecho del capitán Funes.
-Y ¿cómo es? -preguntamos en coro.
-Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.
Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje.
Se truqueaba por poca plata y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.
Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.
El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.
Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:
¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.
Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.
-¿Así que usted, capitán -le decía Pastor-, ha peleado mucho?
-Bastante -movía los hombros como coqueteando.
-Ha de saber lo que son balas -guiñándonos los ojos-; ¿hasta por el olor las conocerá?
-¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!
-Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?
-Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban gordote; así: chchch... Nos mordíamos los labios; mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...
-Pero vea -decía Pastor con gravedad-: así que las de remington hacen... ¿cómo?
-Chchchch...
-¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Nosotros debíamos estar violetas a fuerza de contenernos.
-Las de carabina, ssssss...
-¿Y las de cañón?
El capitán nos miró, riendo de buena gana.
-Pa eso no me alcanza la voz.
Aprovechamos la coyuntura para aflojar la risa que nos retozaba en el vientre. Nos reíamos, pero desmesuradamente, largando todo el embuchao, queriendo sujetar y volviendo, como a una enfermedad, a nuestras carcajadas inconcluibles.
El capitán Funes tuvo un pequeño encogimiento de cejas, imperceptible.
-Así que no podría, capitán... claro está...; pero cuando hace como la de carabina... vea, es igualito..., me parece estarlas oyendo..., formal... y dígame, capitán, las de revólver, ¿cómo hacen?
-¡Así, mi amigo! -y antes que pensáramos siquiera, dos balazos llenaron de humo el aposento. Hubo un ruido de sillas y mesas volteadas. Recuerdo un tumulto de empujones dados y recibidos, una multitud de gente caía por todas partes, mientras, en pelotón confuso, rodábamos hacia cubierta. Pastor y Funes luchaban a brazo partido, y este último, más débil, corría el riesgo de ser echado al mar, por sobre la borda, cosa que Pastor trataba de lograr con todas sus fuerzas.
Los separamos, al fin. Queríamos ver la herida de nuestro amigo, cuya sangre nos manchaba.
El capitán Funes, retenido por dos marineros, gritaba:
-No lo he querido matar de lástima; pero ya sabe ese mocito que si no sé cómo silban las balas de revólver, sé manejarlas.
-Y ¿en qué quedó Pastor? -preguntamos.
-Pastor ha quedado señalado con una muesca en cada oreja, y lo peor es que cada vez menos puedo resistir la tentación de preguntarle cómo silbaban las balas que lo hirieron.
-No te aconsejo -dijo alguien.
-Yo tampoco -concluyó Gonzalo-, pero temo que la tentación me venza.
Ricardo Güiraldes

jueves, 26 de febrero de 2015

El Ripollès




Los dos pájaros

Éstos eran dos pájaros que se alimentaban de los peces del mar. Uno de ellos, para no morirse de hambre, se aventuraba a meterse en el agua y pescar un pez diciendo:
-Si los días de mi vida están contados por Dios, ¿por qué he de temer?
Cuando ya estaba arriba, otro pájaro, que no le gustaba arriesgarse, le quitaba el pez de la boca, a la vez que decía:
-Si el sustento está asegurado por Dios, ¿para que he de arriesgarme?

Rodolfo Gil Grimau

martes, 24 de febrero de 2015

Museo de la Tipografía (2)



Polvo eres y en polvo te convertirás             

¡Sí, sí, sí! No me interpreten mal, por lo que más quieran. Les hablo con el corazón. Estoy de acuerdo en que el hombre le es­tá estafando brutalmente a la Madre Tierra sus antiguos dere­chos, al no devolverle al suelo todo el alimento que de él saca, y en que el sistema moderno de alcantarillado es, si ustedes quieren, una herida que supura en el cuerpo del Estado. Y en que los incineradores municipales son genocidas más que ger­micidas... Y en que la incineración debería ser considerada co­mo un crimen capital. Y en que los campos erosionados por los codiciosos arados...
Sí, sí, y otra vez sí. Pero ¡un momento!

A Elsie y a Roland Hedge -ella ilustradora de libros, él un ar­quitecto con los pulmones delicados- se les había prevenido en contra del doctor Eugen Steinpilz.
-No os traerá suerte -les dije-. Me lo asegura mi dedo meñique.
-¿También tú? -preguntó Elsie indignada (eso ocurría en Brixham, Devon, en marzo de 1940)-. No pensarás que por­que tiene acento extranjero y lleva barba ha de ser necesaria­mente un espía, ¿verdad?
-No -le dije fríamente-, no se me había ocurrido este detalle. Pero no quiero llevarte la contraria.
Al día siguiente, Elsie entabló deliberadamente amistad –no me gusta la expresión, pero eso fue lo que hizo- con el médi­co, un alsaciano con pasaporte norteamericano, que se descri­bía a sí mismo como un Naturphilosoph, y tanto ella como Ro­land pronto estuvieron inmersos hasta el cuello en Steinpilze­rei. Todo empezó cuando él les invitó a comer y les sirvió carne fría acompañada de dos platos de verduras rivales -patatas (al horno) y zanahorias (a la crema)- compradas en la verdulería del barrio, y patatas (al horno) y zanahorias (a la crema) culti­vadas con abono natural en su huerto particular.
La superioridad de estas últimas respecto a las primeras en apariencia, tamaño, y especialmente en sabor, fue una revela­ción para Elsie y Roland. Sí, ya sé, sé exactamente cómo se sin­tieron. Cuando voy al mercado aquí en Palma, nunca compro patatas de La Torre porque las cultivan para la venta temprana del mercado inglés, y en consecuencia apestan a fertilizantes quí­micos. En cambio, compro patatas de Son Sardina, que tienen tan buen sabor como las que comprábamos en Inglaterra hace cincuenta años. La razón estriba en que los granjeros de Son Sardina abonan sus campos con los desperdicios de cocina de Palma, que todavía cabe conseguir por carretas porque se trata de una ciudad de estructura anticuada que no puede permitir­se los sistemas modernos para destruir eficazmente la basura.
De este modo, el doctor Steinpilz convirtió a esta pareja ena­morada y sin hijos al método Steinpilz de hacer «compost». En realidad, no se diferenciaba mucho de los métodos que se ex­plican en la sección de jardinería de los principales periódicos, excepto que era mucho más violento. El doctor Steinpilz había inventado una fórmula para fabricar bacterias extremadamente feroces, capaces (según Roland) de descomponer una bota vieja o la Biblia familiar, o una vieja camiseta de lana, en precioso humus negro casi al instante. Sin embargo, la fórmula no se podía comprar y sólo se podía comunicar, bajo juramento de alto se­creto, a miembros de la Asociación Eugen Steinpilz, en la que yo me negué a ingresar. No voy a fingir que conozco la fórmula personalmente, pero una noche oí por casualidad a Elsie y a Ro­land discutir en el jardín acerca de si las influencias planetarias eran favorables, y también mencionaron el cuerno de carnero, dentro del cual, por lo visto, tenía que guisarse una mezcla com­plicada de productos animales y vegetales, técnicamente deno­minada «la Madre». También deduje que una pata de toro y el páncreas de una cabra formaban parte del asunto, porque más tarde el señor Pook, el carnicero, me dijo que se había extraña­do mucho de que Roland le encargara estos pedazos tan poco corrientes. Desde luego, la polígala, el poleo, la orquídea de abeja y la arveja figuraban entre los ingredientes herbarios de la Ma­dre, pues los reconocí un día en una cesta que Elsie se había dejado olvidada en la estafeta de correos.
Los Hedge pronto tuvieron su primer montón de «compost» fermentando en el jardín, que era más o menos del tamaño de una pista de tenis y consistía sobre todo en un césped bien cui­dado. El doctor Steinpilz, que supervisaba, empezó entonces a infiltrarse en la pequeña casa de los Hedge como se infiltra el olor de los desagües, y yo tuve que dejar de visitarlos. Más tarde, después de la caída de Francia, Brixham se convirtió en una zona bélica de la cual todos, excepto nosotros, los ingleses y nuestros aliados los franceses libres o los belgas libres, fueron expulsados. En consecuencia, el doctor Steinpilz tuvo que mar­charse, cosa que hizo a regañadientes, y murió durante un ata­que aéreo en Liverpool el día antes de embarcar hacia Nueva York. Pero no terminó aquí la cosa. Creo que Elsie debía de es­tar enamorada del doctor, y, desde luego, Roland le tenía por un héroe. Guardaban como un tesoro una colección firmada de todos sus libros esotéricos, cada uno con el nombre de una pie­dra semipreciosa, y solían leérselos el uno al otro en voz alta durante las comidas, por turnos. Luego, sólo para demostrar que se trataba de una filosofía práctica y no de una colección acci­dental de hermosos pensamientos sobre la naturaleza, empeza­ron a hacer «compost» con una unción todavía más seria y reli­giosa que antes. Claro que habían arrancado el césped, pero utilizaron la hierba para intercalarla entre las capas de basura de cocina, que mezclaban con los residuos de una pocilga aban­donada, dos carretadas de hojas de chopo mojadas, recogidas en el parque, y un saco de nabos podridos. Mirando por enci­ma del seto, capté la mirada fanática de Elsie mientras echaba las hambrientas bacterias sobre el montón, dejándolas en liber­tad, y no pude reprimir el escalofrío de un mal presentimiento.
Hasta el momento, la cosa tenía un pase, supongo yo, pero cuando empezaron en serio los bombardeos y la comida comenzó a escasear hasta el punto de que a las amas de casa se les multa­ba por no entregar su basura a los cerdos del país, Elsie y Ro­land empezaron a preocuparse. Abandonando ya su sistema sa­nitario normal y tras haber construido una letrina en el jardín, intentaron entonces convencer a los vecinos de que era su deber hacer lo mismo, incluso a riesgo de un resfriado y de llenarse la espalda de arañas. Elsie también ordenó a Roland seguir las lentas vacas coloradas de Devon cuando regresaban a casa tam­baleándose, al anochecer, para rescatar los valiosos excrementos con una pala de cocina; mientras tanto, ella visitaba el vertede­ro municipal de basuras con un cajón de embalaje montado so­bre ruedas, y recogía todo lo que encontraba allí que fuese de naturaleza orgánica: gatos muertos, trapos viejos, flores marchitas, tallos de col y basura casera que incluso un cerdo nacional hu­biese rechazado en tiempos de guerra. También conservaba hasta la última gota del agua de sus baños para rociar los montones, porque contenía, según ella, valiosas sales animales.
Para verificar si un montón de «compost» es bueno, como bien sabe todo iluminado, hay que comprobar si cierto hongo de aspecto asqueroso, aunque beneficioso, brota en él. Una ca­pa gris de este cultivo cubría los montones de Elsie, y por den­tro estaban tan calientes que les servían para hornear la comi­da, cosa que seguramente les ahorró mucho combustible. Yo los llamo «montones elsianos» porque ella se consideraba entonces la delegada del doctor Steinpilz en la tierra, y el fiel Roland no le discutía esta atribución.
Durante la ofensiva aérea alemana, esta historia llegó a un punto crítico. Se recordará que al estallar la guerra llegaban al sur de Devonshire trenes llenos de londinenses que habían sido evacuados y que a partir de entonces se fueron desevacuando, reevacuando y redes evacuando por cuenta propia de la forma más desorganizada. Daba la casualidad de que Elsie y Roland se habían librado de tener que alojar evacuados, porque no con­taban con ningún dormitorio libre, pero una noche un viejo ju­bilado de la marina llamó a su puerta pidiendo alojamiento para la noche. Había tenido que huir de su casa en llamas en Plymouth, donde todo era un caos, y se había ido alejando, an­dando a ciegas y aturdido hasta llegar allí, hambriento y ago­tado. Le dieron de comer y le acomodaron en el sofá, pero cuando Elsie bajó por la mañana para revolver los montones con la horquilla, lo encontró muerto de paro cardíaco.
Roland rompió un largo silencio al venirme a ver, un poco avergonzado, para pedirme consejo. Según me dijo, Elsie había decidido que sería improcedente molestar a la policía con el ca­so, porque la policía estaba muy ocupada aquellos días, y el po­bre hombre había dicho que no tenía ni parientes ni amigos. Así que le habían oficiado las exequias fúnebres y, tras extraer la hebilla del cinturón, los botones de los pantalones, la funda metálica de las gafas y un manojo de llaves, todos ellos objetos no perecederos, lo había colocado reverentemente sobre el últi­mo montón de «compost». Los demás componentes de este mon­tón eran una carretada de desechos de la fábrica de sidra, es­tiércol de vaca recuperado y varios capazos de desbrozo de seto. ¿Habían hecho mal?
-Si lo que quieres decir es si voy a denunciarte a las autori­dades civiles la respuesta es no -le aseguré-. Yo no estaba mi­rando por encima del seto en aquel preciso momento y lo que sé sólo es de oídas.
Roland se marchó arrastrando los pies, satisfecho.
La guerra continuó. Los Hedge no sólo convirtieron todo el jardín en hileras apretadas de montones en homenaje a Eugen Steinpilz, sin dejar lugar para plantar las patatas o las zanaho­rias para los que el «compost» había sido proyectado, sino que además andaban recogiendo los desperdicios del mercado de pescado de Brixham y hacían uso de los contenidos del cubo colocado junto a la sala de cirugía del hospital local. Recuerdo que cada primavera Elsie cogía grandes ramos de prímulas y los colocaba inmediatamente sobre el «compost», sin olfatearlas siquiera; por lo visto, las prímulas vírgenes eran la comida favo­rita de las bacterias.
Aquí la historia podría herir la sensibilidad, por ejemplo, de un círculo familiar de lectores y la suavizaré todo lo que pueda. Una mañana, un policía llegó a casa de los Hedge con una no­tificación. Casualmente vi a Roland echar una miradita ansiosa por la ventana y luego volver a esconder rápidamente la cabeza. El policía llamó al timbre y luego con los nudillos en la puerta y esperó; luego probó la puerta trasera y al cabo de un rato se marchó. La notificación era por no haber cumplido los regla­mentos de los apagones obligatorios durante los bombardeos, pero por lo visto los Hedge no lo sabían. A la mañana siguiente volvió a llamar y, al no contestar nadie, forzó la cerradura de la puerta trasera. Los dos yacían muertos sobre la cama; habían ingerido una sobredosis de píldoras somníferas. Sobre la colcha había una sencilla nota:

Rogamos coloquen nuestros cuerpos sobre el montón más próximo a la pocilga. Se admiten flores. Esparzan unas cuantas sobre los cuer­pos, mezcladas con un poco de basura de cocina, y luego echen un poco de tierra por encima, con la horquilla.

E. H. y R. H.

George Irks, el nuevo inquilino, se propuso cultivar patatas y cavar «por la patria». Alquiló un carro y empezó a tirar el «com­post» al río Dart (pues, como me explicó más adelante, «no le gustaba el aspecto de aquellas setas»). Los cinco esqueletos hu­manos, perfectamente limpios, que George desenterró durante este proceso aún esperaban identificación cuando acabó la guerra. 

Robert Graves

domingo, 22 de febrero de 2015

Marina Martori




Al otro lado

Desde el interior, por el hueco de la puerta, lanzaron un cubo de agua sucia a la calle. El perro, que dormitaba cer­cano al umbral, huyó con los cuartos traseros alobados de miedo, el rabo capón perdido entre las patas. Paró carrera a una veintena de metros, a pleno sol. Se sacudió. Giró la cabeza para tomar enemigo. Nada se oía. Alzó las orejas. Se tensó en guardia. Los ojos, estriados de venillas coloradas, observaron cautelosos. Ladró asustado  Su propia voz le produjo un espeluzno. Gañió. Silencio. Estaba todo tran­quilo y solitario. Agachó la cabeza, husmeó el suelo y se decidió. Lentamente fue acercándose. Dos veces se detuvo. Cogió confianza y avanzó más rápido. La tierra, endurecida y húmeda, le hizo buscar otro lugar donde tumbarse. Dio vueltas en pausado remolino hasta que se echó. A los po­cos momentos dormía en ovillo.
En el interior de la chabola, oscuridad; oscuridad cargada de modorra. Una mujer friega platos metálicos en un cubo. Un hombre duerme, al fondo, tendido en el suelo, la cabeza invisible bajo un periódico abierto a doble plana. Medio cuerpo cubierto con una camiseta agujereada; medio sin ta­pujos, un chiquillo panzudo se mueve con torpeza de cacho­rro de un lado a otro. Se atusa el pelo la mujer con el dorso de la mano, hinchada y roja, que saca del agua, grasa, ocre, espumeante. Vuelve la cabeza hacia el cajón sobre el que blanquea un trapo, alegran flores en un bote y pica el tiempo un reloj despertador.
-¡Martín!
Llama la mujer suavemente, tal vez un poco temerosa. El hombre que duerme no se mueve.
-¡Martín! -levanta el tono-. ¡Que son las tres!
El durmiente hace un movimiento previo de estirar las piernas. Se incorpora de golpe, apartando el periódico, que cruje entre sus manos. Tiene los ojos medio cerrados, abultados de sueño. Sopla. Tras soplar, pregunta:
-¿Ya son las tres, Prudencia?
-Sí, ya son las tres. Has de ir a la ciudad.
El hombre se levanta.
-Sí, sí; desde luego.
El niño, sentado en el suelo, se lleva algo a la boca. Pru­dencia le mira.
-Paquito, cochinísimo, tira lo que tienes en la mano.
El niño queda en suspenso, con los ojos avizorantes.
-Tira eso, hijo, o mamá te va a dar azotes.
Es la escena de siempre. Martín abre las piernas al pasar sobre el niño. Se asoma a la puerta. La cruda luz le deslumbra. Vuelve al interior.
-Prudencia, ¿hay un poco de agua para que me pueda refrescar?
-Sí, hombre.
-Vaya calor el de hoy. El río viene cada vez más bajo.
Prudencia recuerda:
-No olvides los papeles, que te los pedirán.
-Los llevo en la chaqueta.
-Bueno.
Los enseres son pocos en la chabola: un colchón de saco y paja; algunas cajas vacías; una maleta de cartón roídas las cantoneras; dos cubos; platos de metal y pucheros ahumados; la ropa colgada de un clavo junto a la puerta; mantas dobladas haciendo cojín de una silla de las llamadas de tijera; un rebujo de trapos...
La chabola está construida con un trozo de valla, hojalatas, piedras grandes, ladrillos viejos, ramas y papeles embreados, además de otros materiales de difícil especificación. Los papeles embreados han sido cubiertos de limo, ya seco, para que no se ablanden con el calor. A pesar de las precauciones tomadas por Martín se descuelgan breves estalactitas negras por alguna juntura del techo y churretones lacrimosos por las paredes.
En la chabola huele a brea, a recocido de ranchada, a un olor animal, violento, de suciedad y miseria. Se sienten los roídos de las chapas, el zumbido de los insectos, un largo gemido de madera seca de sol. Lejana se oye a la cigarra monotonizar a la orilla del río, en un árbol. Duermen en esta hora, en los rincones, las arañitas que pican de noche los párpados. Duerme el mal bicho que espanta, en las fronteras de la madrugada, el sueño del chiquillo.
Es la chabola de Martín Jurado y su mujer, una más de las que se extienden a la orilla derecha del río, frente a la ciudad, blanca y hermosa, al otro lado.
Martín se ha lavado y está dispuesto a marchar. Al ir a salir repara que una avispa ronda la cabeza de su hijo, distraído en su juego de tatuar el suelo con un clavo roñoso. Martín golpea el aire con la boina de color humo, vieja y sin forro, endurecida de sebo en los bordes. Acierta a la avispa. Esta, moribunda, se revuelve con furia. Martín sale a la claridad total del campo, afueras de la ciudad. El poblado de los forasteros, de los que llegaron a la ciudad en busca de trabajo, está callado, solitario, al parecer inhabitado. Cambia de árbol la cigarra. Espejea el río. Al pasar el puente, Martín lo contempla un momento. Es de débil corriente. No se mue­ven las plantas de agua alargadas en tirabuzones. Martín ca­mina inquieto. La mirada en la ciudad. Tras de él queda el aduar de las gentes de afuera.
Prudencia quiere quitar de las manos de su hijo el clavo roñoso con el que el niño ha machacado el cuerpo vibrátil de la avispa. Se resiste el chiquillo, y ha de cambiar la madre el clavo por un peine roto. El simple juguete le alboroza. Del peine nace un terco zumbar de insecto prisionero. Pru­dencia está en la calle. Duerme el perro calentado por el sol, corrida la sombra con la hora. Perro flaco y de poco medro. Perro mil padres y ninguno bueno, peludo, roano, morro de mono. Perro de husma en vertederos, de crueles diversiones de muchachos, de mal fin en caza de laceros. El perro se despierta atosigado de calor, palpitantes los flancos, la lengua afuera. Se entra Prudencia y el perro tras de ella. Este se acerca al niño, que le mete una mano entre las fauces y luego le tira de las orejas. El perro le lengüetea. Prudencia almacena ropa en un cubo; encima de la ropa, un pequeño trozo de jabón color verde de berzal.
-¿Quieres venir al río, Paquito?
El niño balbucea. A un brazo, el hijo; al otro, el cubo de la breve colada. De salida no cierra Prudencia la puerta inútil de la chabola. Anda veloz. Las piernas blancas, con pelotones de músculos, azuleadas de varices. Martín anda dando vueltas por la ciudad. Cuando llegó con su familia se presentó en los talleres de pintura decorativa en busca de trabajo. Martín, pintor de brocha gorda, regular oficial, allá en su pueblo grandote, había hecho de todo. Sin embargo, decidió marcharse aconsejado del hambre. Las oportunidades, creyó él, están esperando a la misma entrada de las grandes ciudades, en los fielatos. Pero en la entrada de las grandes ciudades y en el corazón de las grandes ciudades las oportuni­dades para el forastero pobre se escapan con grotescos saltos de langosta. Al ir a ser cogidas brincan, se van, y detrás no queda nada, o queda desesperación, un poco de desesperación.
Martín Jurado hizo alto con su familia a la orilla del río, frente a la ciudad, en un pueblo como un pájaro negro, pronto a levantar el vuelo hacia cualquier región o provincia donde se pudiera trabajar. Martín sonreía al llegar, pero sus labios están ya demasiado apretados para la sonrisa, y ahora...
Ahora Martín Jurado sigue dando vueltas por la ciudad. Es un forastero del otro lado del río, hombre que inspira alguna desconfianza. Sabe que primero son los de casa, los de la ciudad, y después él y sus vecinos. Martín se siente extranjero: ellos están fuera de la ciudad, la ciudad tiene fronteras con ellos.
Encuentra Martín a un vecino apoyado en una esquina, junto a un gran anuncio de teatro.
-¿Qué haces tú aquí? -le pregunta.
-¿Y tú?
Martín se encoge de hombros.
-Ni sé...
-¿Has encontrado algo?
-No.
Se miran los dos hombres. El vecino desvía los ojos y sigue con la vista a una anciana señora apoyada en un bas­tón, sostenida del brazo derecho por una mujer joven.
-El asunto cada vez está peor -dice Martín.
El otro contesta, al parecer despreocupado:
-Sí, cada vez está peor.
-¿Sabes qué hora es?
-Las ocho, por lo menos.
-Pues yo me vuelvo para allá. ¿Vienes?
-No, me quedo.
Martín echa a andar sin tener que sortear a la gente. Se le ocurre volver la cabeza. Se fija en la esquina. Su vecino extiende la mano en un gesto tímido de petición. Alguien le deja algo en ella.
No supo Martín si era ira lo que sentía. Apresuró el paso. Buscó las calles vacías. Fue bajando hacia el río. Cruzó el puente. Las primeras sombras ennegrecían las aguas; los últimos resplandores del sol reflejaban en las nubes unas manchas rojas. Martín descendió a la orilla.
A las puertas de las chabolas discutían sus habitantes. Martín pasó cuatro; la quinta era la suya. Sentada en un cajón descansaba su mujer con el niño sobre las rodillas. Se reconocía el perro a unos pasos. Prudencia le vio llegar. Le dijo Prudencia:
-Nada, ¿verdad?
-Nada.
-Bueno, siéntate, hombre.
Prudencia se levantó y le dejó sitio a su marido. Quedaron los dos en silencio. Martín comenzó a hablar muy lentamente.
-Nos tenemos que volver al pueblo, Prudencia.
-¿Tú crees que tenemos que volver?
-Sí, nos tenemos que volver.
Martín calló. Luego volvió a afirmar:
-Sí, nos tenemos que volver.
-Bien, Martín, lo que tú digas, pero ya sabes que allá...
Las sombras abarcaban todo el río. Todavía brillaba alta y blanca, en el anochecer casi azul, la ciudad, al otro lado. Volaban los murciélagos sobre las aguas, unas a otras se contestaban las ranas.
-¿Prendo el carburo, Martín?
-No, trae mosquitos.
-Te he preparado unos tomates, Martín.
-Bueno, mujer.
El niño se dormía sobre el pecho materno.
-Prudencia, no vamos a esperar a tener que pedir, a que nos echen por pedir. Mañana nos largamos.
-¿Mañana?
-Sí. Nos darán el billete en la Alcaldía, no te preocupes.
El perro se fue a refugiar entre las piernas de Prudencia. Se despertó el niño. Prudencia bajó la voz y palmeó las nalgas de su hijo. La voz era un soplo.
-Duérmete, hijo, duérmete.
Y comenzó a tararear una canción de los aceituneros de su tierra. Martín Jurado miró al sereno, profundo cielo del verano. Susurró:
-¿Prudencia?
-¿Qué?
-Tú, ¿qué dices?
-Yo lo que tú, si es que al otro lado no hay nada...
-No, al otro lado no hay nada.
Prudencia suspiró. Del río llegaba un ligero frescor. Mar­tín se levantó. La ciudad iba perdiendo blancor, haciéndose sombra de mil ojos. Martín se entró a la oscuridad de su chabola.

Ignacio Aldecoa

viernes, 20 de febrero de 2015

Ramón Casas - Darío de Regoyos - Museo Thyssen - Málaga



La doncella de la señora

Las once. Llaman a la puerta.               
...Espero no haberla molestado, señora. ¿No estaría dor­mida, verdad? Es que acabo de llevarle el té a mi señora y había sobrado una tacita tan rica que he pensado que quizá...
...No, en absoluto, señora. La taza de té siempre es lo úl­timo de todo. Se la toma en la cama, después de las oraciones, para entrar en calor. Pongo el hervidor al fuego en cuanto se arrodilla y siempre le advierto: «No hace falta que se dé mucha prisa en decir sus oraciones». Pero el agua siempre rompe a hervir antes de que mi señora haya llegado a la mitad de sus rezos. Verá usted, señora, como conocemos a tanta gente y hay que rezar por todos, por todos, mi señora tiene un librito rojo en el que anota la lista de los nombres por los que tiene que rezar. ¡Dios mío! Cuando viene alguien de visita y luego mi señora me dice: «Ellen, dame el librito rojo», me pongo furio­sa, lo juro. «Otro más -pienso- que va a tenerla al pie de la cama haga el tiempo que haga.» y no quiere un cojín ni nada, señora; se arrodilla sobre la dura alfombra. Me da unos escalo­fríos tremendos verla así, sobre todo conociéndola como la conozco. Algunas veces he intentado hacerle trampa, tendien­do el edredón en el suelo. Pero la primera vez que lo hice, ¡huy!, me miró de un modo... una mirada de santa, señora, de santa. «¿Acaso Nuestro Señor se arrodilló en un edredón, Ellen?», me dijo. Pero yo, que entonces era más joven, me sentí inclinada a responder: «No, señora, pero Nuestro Señor no tenía la edad de usted, y no sabía lo que era tener un lumbago como el suyo, señora». ¿Respondona, eh? Pero ella es dema­siado buena, señora. Ahora mismo cuando la he arreglado y la he visto... acostada, con las manos fuera y la cabeza sobre la almohada, tan hermosa, no he podido evitar pensar: «Aho­ra está igualita que su querida madre cuando la amortajé».
...Sí, señora, tuve que hacerlo yo todo. Sí, tenía una expresión dulcísima. La peiné con mucho cuidado, en la frente unos ricitos primorosos, y a un ladito del cuello le puse un ramillete de pensamientos de un bellísimo color púrpura. ¡Los pensamientos acabaron de redondear el cuadro, señora! No los olvidaré nunca. Esta noche, cuando contemplaba a la se­ñora, he pensado: «Si ahora tuviese un ramillete de pensa­mientos no habría quien notase la diferencia».
...Solo durante el último año, señora. Solo después de que quedase un poco... bueno, digamos que un poco débil. Natu­ralmente nunca fue peligrosa... era una viejecita realmente encantadora. Lo que le dio fue que..., pensaba que había per­dido algo. No podía estarse quieta, no podía parar un mo­mento. Se pasaba el día arriba y abajo, arriba y abajo; te la en­contrabas por todas partes: en la escalera, en el porche, camino de la cocina. Y ella levantaba la mirada, y te decía, como si fuese un niño: «Lo he perdido, lo he perdido». «Venga -le decía yo-, venga que le prepararé las cartas para el solitario.» Pero me agarraba de la mano -yo era su favorita- y me susurra­ba: «Búscamelo, Ellen, búscamelo». Triste, ¿verdad?
Las últimas palabras que pronunció, las dijo muy lenta­mente, y fueron: «Mira en... el... Mira en...». Y se murió.
...No, no señora, yo no puedo decir que me diese cuen­ta. Quizá algunas chicas sí. Pero, ya ve, sí, yo no tengo a na­die como no sea a mi señora. Mi madre murió tísica cuando yo tenía cuatro años, y viví con mi abuelo que tenía una pe­luquería. Me pasaba el día debajo de una mesa peinando a mi muñeca, supongo que copiaba lo que hacían los peluqueros. Siempre fueron muy simpáticos conmigo. Me preparaban pequeñas pelucas, de todos los colores, y a la última moda. Y allí me sentaba todo el día, más quieta que un muerto, las clientas nunca se enteraban. Solo de vez en cuando me atre­vía a mirar por debajo del mantel.
...Pero un buen día me hice con una tijera y, créalo o no, señora, me corté el pelo; me lo corté a trocitos, quedé pelada como un mono. ¡Mi abuelo se puso furioso! Agarró las tena­cillas, parece que lo estoy viendo ahora, me cogió una mano y me pellizcó los dedos con ellas. «¡Así aprenderás!», dijo. Me hizo una buena quemada. Todavía se me nota.
...Bueno, comprende, señora, él estaba tan orgulloso de mi pelo. Siempre me sentaba sobre el mostrador, antes de que llegasen las clientas, y me hacía algún peinado de fantasía -con grandes y suaves rizos y ondulado por arriba. Recuer­do que los ayudantes se reunían para mirarle, y yo me esta­ba muy quietecita y seria con el penique que el abuelo me daba para que no me moviese mientras me peinaba... Aunque luego siempre se volvía a guardar el penique. ¡Pobre abuelo!
Furioso, se puso furioso, al ver cómo me había dejado el pelo.
Pero aquella vez logró asustarme. ¿Sabe usted lo que hice, señora? Me escapé. Sí, me escapé, doblé varias esquinas, entré y salí, pero no sé si fui muy lejos. Dios mío, debía ser todo un espectáculo, con la mano envuelta en el delantalito y los pelos de punta. Supongo que la gente se echaría a reír al verme...
...No, señora, el abuelo nunca me lo perdonó. No podía verme ni en pintura. Era incapaz de cenar si yo estaba delan­te. De modo que me recogió mi tía. Mi tía era inválida y tra­bajaba de tapicera. ¡Diminuta! Cuando quería cortar el respal­do de los sofás se tenía que poner de pie sobre el asiento. Yo la ayudaba y así fue como conocí a mi señora...
...No, no tanto, señora. Yo ya tenía trece años cumplidos, y no recuerdo que me sintiese, bueno, que me sintiese una niña, digamos. Ya tenía un uniforme, y algunas cosas más. Mi señora me hizo llevar cuellos duros y puños desde el primer momento. ¡Ah, sí... una vez lo hice! ¡Fue... muy divertido!
Sucedió así. Mi señora tenía sus dos sobrinitas con ella –por aquel entonces estábamos en Sheldon- y había una feria en el parque.
«Oye, Ellen -me dijo-, quiero que lleves a estas dos señoritas a que den una vuelta en los borriquillos.» Y hacia allí fuimos; eran un encanto de niñas; llevaba a cada una cogida de una mano. Pero cuando llegamos a los borriquillos eran demasiado tímidas para montar en ellos. De modo que nos quedamos mirando. ¡Eran unos animalitos preciosos! Era la primera vez que yo veía borricos que no tirasen de un carro -borricos de diversión, digamos-. Eran de un color gris plateado maravilloso, con sillitas rojas y riendas azules y cas­cabeles tintineantes en las orejas. Y había muchachas bastan­te mayores -incluso mayores que yo- que se montaban en ellos, siempre tan alegres. No, no era nada vulgar, no es eso lo que quiero decir, señora, sencillamente se divertían. Y no sé qué sería, quizá el modo como movían las patitas, y los ojos -tan simpáticos- y aquellas blandas orejitas, ¡nada me hu­biese gustado tanto como dar un paseo en uno de aquellos borriquillos!
...No, claro, no podía. Tenía a las dos señoritas conmigo. ¿Y qué hubiera parecido yo subida allá vestida con mi unifor­me? Pero el resto del día no hice más que pensar en los bo­rriquillos, los tenía metidos en la mollera. Y me pareció que si no se lo contaba a alguien explotaría; aunque no tenía a quién contárselo. Pero cuando me fui a acostar, como dormía en la habitación de la señora James, que entonces era la coci­nera de la casa, en cuanto apagó la luz, allí estaban mis borri­quillos, cascabeleando, con aquellas preciosas patitas y sus ojillos tristes... Bueno, señora, aunque parezca mentira estu­ve esperando muchísimo rato haciendo ver que dormía y lue­go, de pronto, me senté en la cama y grité con todas mis fuer­zas: «¡Quiero subir en los borriquillos! ¡Quiero ir a dar un paseo en los borriquillos!». ¿Entiende? Tenía que decirlo, y pensé que si creían que estaba soñando no se reirían de mí. ¿Astuta, eh? Son cosas que se les ocurren a las criaturas...
...No, señora, ahora o nunca. Naturalmente hubo una épo­ca en que sí lo pensaba. Pero Dios no lo ha querido así. Era un muchacho que tenía una tiendecilla de flores un poco más abajo, en la misma calle donde yo vivía. Divertido, ¿no le parece? Y con lo que a mí me gustan las flores. En aquella época pasábamos mucho tiempo juntos, y yo me pasaba el día entrando y saliendo de la floristería. Y Harry y yo (se llama­ba Harry) empezamos a pelearnos sobre cómo se debían arre­glar las cosas, y así fue como empezó todo. ¡Flores! Parece  increíble, señora, las flores que me traía. Más de una vez me trajo lirios silvestres, y no lo digo por exagerar. Claro, íbamos a casarnos y pensábamos vivir encima de la floristería, y todo iba a seguir muy bien, y yo me iba a cuidar de arreglar el es­caparate... ¡Oh, cuántas veces he arreglado aquel escaparate los sábados! No de verdad, naturalmente, señora, solo en sueños, digamos. Lo he arreglado para Navidad, con un letre­rito hecho de acebo y todo, y en Pascua he puesto los lirios con una preciosa estrella de narcisos en medio. Y he colgado... bueno, basta ya de este tema. Llegó el día en que iba a venir a buscarme para que fuéramos a elegir los muebles. Nunca lo olvidaré. Era un martes. Aquella tarde mi señora no se encon­traba muy bien. Aunque naturalmente no había dicho nada; nunca hace, ni hará, ningún comentario. Pero yo lo adiviné por el modo como se abrigaba y me preguntaba si hacía frío... y su naricilla parecía... un poco respingona. No me gustaba tener que dejarla; sabía que todo el rato andaría preocupada por ella. Por fin le pregunté si prefería que lo dejase para otro día. «Oh, no, Ellen -respondió-, no debes desilusionar a tu pretendiente, no te preocupes por mí.» Y lo dijo tan alegre, sabe usted, señora, sin pensar nunca en ella misma, que me hizo sentir todavía peor. Y empecé a preguntarme... y enton­ces se le cayó el pañuelo y empezó a agacharse para recoger­lo, cosa que no había hecho nunca. «¿Pero qué está haciendo, señora?», exclamé yo corriendo a detenerla. «Bueno -añadió ella, sonriendo, fíjese bien, sonriendo, señora-, tengo que empezar a acostumbrarme.» Y no pude hacer nada por con­tener las lágrimas. Fui hacia el tocador y fingí que limpiaba la plata, pero ya no me pude contener, y le pregunté si prefería que... que no me casase. «No, Ellen», respondió ella, con esta misma voz, tal como se la imito ahora a usted, señora. «No, Ellen, ¡por nada del mundo!» Pero mientras lo decía, señora, yo la veía en su espejo; y claro, ella no sabía que yo la estaba viendo, se llevó la manecita al corazón exactamente como hacía su difunta madre, y levantó los ojos al cielo... ¡Oh, se­ñora!
Cuando Harry llegó ya había empaquetado todas sus car­tas, y el anillo y un brochecito que me había regalado que era una ricura..., un pajarito de plata era, con una cadenita en el pico, y al extremo de la cadenita el corazón atravesado por una flecha. ¡Lindísimo! Yo misma le abrí la puerta. No le di tiempo a decir una sola palabra. «Toma -dije- aquí lo tie­nes todo; se ha terminado. No me caso contigo. No puedo dejar a mi señora.» ¡Lívido! Se quedó más blanco que una mujer. Y tuve que cerrar la puerta de un portazo, y me que­dé allí, temblando, hasta que supe que se había ido. Y cuan­do abrí la puerta, se lo prometo y se lo juro, señora, ¡ya no estaba allí! Salí corriendo a la calle tal como iba, con el delan­tal y las zapatillas de andar por casa, y me quedé parada en medio de la calle... buscándole. La gente se debió de echar a reír al verme...
...¡Dios santo! ¿Qué es eso? ¡Las campanadas del reloj! Huy, y yo aquí sin dejarle a usted dormir. Oh, señora, me de­bería haber hecho callar... ¿Quiere que le tape bien los pies? Siempre se los arropo a mi señora así, todas las noches. Y ella me dice. «Buenas noches, Ellen. Que duermas bien y ¡te des­piertes temprano!» Y no sé qué sería de mí si algún día no me lo dijese.
...Cielo santísimo, a veces pienso... no sé qué sería de mí si algún día le ocurriese... Pero vaya, tampoco sirve de nada darle vueltas ¿no cree usted, señora? Pensando no se solucio­na nada. Y no es que piense muy a menudo. Y cuando lo hago siempre procuro refrenarme: «Vamos, Ellen. Otra vez dándo­le vueltas a lo mismo... ¡No seas tonta! ¡Como si no pudieses encontrar nada mejor que hacer que ponerte a dar vueltas a las cosas!...».

Katherine Mansfield

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Sandra Miró

miércoles, 18 de febrero de 2015

Frases populars - Gabarró





La cigala

Lleva unas cuarenta páginas de la novela cuando se topa con la palabra cigala. Sabe que la cigala es un crustáceo, pero, por la lógica de la frase, en la cual no hay cabida para la aparición de ningún crustáceo, comprende que la palabra debe de referirse a otra cosa. Se pregunta si es el caso de levantarse y consultar el diccionario. Aborrece hacer eso, pero todo el párrafo parece descansar en esa palabra cuyo significado ignora. No le queda más remedio que ponerse de pie, ir al librero y coger el pesado volumen de la Real Academia. Busca la palabra cigala. Como había sospechado, hay dos acepciones. La primera, que él conoce, se refiere a un crustáceo marino comestible, de color claro y semejante al cangrejo de río. La segunda reza así: Forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones. Vuelve a leer, porque no entendió nada. Hasta la palabra forro, que sabe lo que significa, le parece oscura. Debe tomar una decisión: olvidarse del diccionario y reanudar la lectura de la novela o empezar una indagación que le puede llevar varios minutos. Piensa que hizo lo más difícil: ponerse de pie, así que más vale indagar, pues mientras no sepa qué es una cigala, un oscuro fastidio le echará a perder el placer de la lectura. Busca la palabra arganeo y lee lo siguiente: Argolla de doble caña por donde se arrebuja la filástica. Se queda perplejo. ¿Qué son la filástica y la doble caña, y cómo se arrebujan? Olvida por el momento el arganeo y busca la palabra piola. Y lee: Cabito que traba el cordel al desflecarse el espigón que sobresale del losange. No entiende absolutamente nada, cierra el diccionario con un gesto brusco y regresa al sillón, donde retorna la lectura de la novela. Ahí está la palabra cigala y él se la salta como quien evita un feo charco en la calle. Dos renglones más abajo vuelve a toparse con ella y otra vez se la salta, pero tres renglones después reaparece, ahora en boca de uno de los personajes, que le dice a otro: «Te lo dije, es cosa de la cigala». A lo que el otro responde: «Es la primera vez que nos agarra desprevenidos». Sigue leyendo, a ver si el diálogo le aclara algo, pero las cosas empeoran. La cigala empieza a aparecer por todas partes y él no puede entender si es una persona, un animal, una enfermedad, una ley o un estado del clima. «Estamos en sus manos», dice el personaje principal a los que lo rodean, y éstos asienten con expresión sombría. Él comienza a desesperarse. Es como si a mitad del libro se hubiera abierto un hoyo y él hubiera caído adentro. Unos minutos antes la historia fluía sin problemas y de pronto apareció esa cigala que lo ha enturbiado todo. Claro, podría saltarse una página, dos, quizá el capítulo entero. Conoce gente que lo hace a menudo, pero él no es de ésos. O lee un libro completo, o lo abandona. Le entra la duda de si no existe un tercer significado de cigala que pasó por alto, se pone de pie, regresa al diccionario, lo abre y comprueba que sólo existen las dos acepciones que ha leído. Relee una vez más: Forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones. Ya que tiene el diccionario en la mano busca la palabra rezón. La definición es escueta: Desveno de cuatro uñas, por lo general de madera. Busca desveno, y encuentra: Resalto de la escamada que, hundido en un líquido, aburbuja con finos colores. ¡Mierda!, exclama, aventando el diccionario al suelo, y le suelta una patada. El volumen golpea contra la pared y queda abierto panza abajo. Le dan ganas de destrozarlo a puntapiés y, de paso, destrozar los otros libros que lo rodean, liberarse de tantos volúmenes de los que apenas ha leído una cuarta parte, aventar toda su biblioteca por la ventana, respirar, cambiar de vida. ¡Pero no se va a dejar vencer por una palabreja! Decide hablarle a R., ratón de biblioteca que nunca sale de su casa y a quien él desprecia secretamente. Descuelga el teléfono y marca. Le responde R. con esa voz pedante que siempre lo saca de quicio. Después de los saludos él va al grano y le pregunta qué es la cigala. Un crustáceo marino, responde R. Ya sé, dice él, pero significa también otra cosa, algo de un forro de no sé qué (habla con los nervios de punta, tratando de ocultar la antipatía que siente por R.). Ah, sí, es un forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones, dice R. con su irritante tranquilidad de erudito. ¿Qué dijiste?, exclama él, reconociendo las palabras textuales del diccionario. R. repite lo que ha dicho. ¡No entiendo ni una palabra!, dice él. Estoy despidiendo a unas visitas, háblame más tarde, dice R., y da por terminada la conversación. ¡Espera!, dice él, pero el otro ha colgado. Asesta otra patada al diccionario, se pone el saco y sale de su casa. Recorre sin mirar a nadie las dos cuadras que lo separan de donde vive R. El portón del edificio está abierto, sube los dos pisos por la escalera, toca el timbre del departamento y escucha el tenue ruido que hacen las ruedas de la silla de R., quien pregunta quién es. Él dice su nombre y R. da vuelta a la llave, abre la puerta y exclama: ¡Vaya, qué hambre de conoc...!, pero no puede terminar la frase, porque un fuerte empujón lo derriba de espaldas y cae hacia atrás con todo y silla de ruedas, partiéndose la cabeza contra el borde del zoclo de mármol. Él, no obstante haber oído el seco crujido del hueso, empieza a patear el cuerpo del erudito, ensañándose en el vientre, las costillas y la cara, pero es inútil, porque el otro, boca arriba, recibe los golpes sin inmutarse, imperturbable como siempre, con la irritante tranquilidad de un cadáver.
En el juicio, la defensa elige el único camino posible: desequilibrio mental, y logra evitar la cadena perpetua. Le asestan treinta y dos años, que es casi una cadena perpetua, una pared imponente que su buena conducta va carcomiendo poco a poco. Sólo lee revistas de moda, de espectáculos o de deportes. Una reuma galopante en los dedos, cuando ya lleva cumplida más de la mitad de la sentencia, lo obliga a abandonar su trabajo en la carpintería, en el que, debido a su esmero y creatividad, se ha ganado una modesta fama no sólo dentro sino también fuera del penal, y ahora, aunque no quiera, debe aceptar el único puesto para el cual parece pintado: hacerse cargo de la biblioteca de la cárcel. Los resultados se ven muy pronto. Echando mano de algunos contactos con el mundo exterior que ha conservado, consigue donaciones importantes que triplican en menos de un año el acervo de la misma, mereciéndose incluso el interés de la prensa. Y, poco a poco, primero a la fuerza, para poder clasificar correctamente las nuevas adquisiciones, luego obedeciendo a una pasión nunca erradicada, vuelve a leer de verdad y se olvida de las revistas deportivas. Tímidamente, sus manos y sus ojos se reacostumbran al trato íntimo con las páginas, recobran los antiguos gestos de la lectura. Cada vez que se topa con una palabra desconocida levanta la mirada, afoca un punto impreciso y después de algunos segundos retorna la lectura del libro. Es difícil imaginar qué piensa en esos momentos. Sabe que hay hoyos que se abren en cualquier libro y se tragan al que lee, pero quizá supone que, una vez caído en uno de ellos, como en su caso, uno queda inmunizado para siempre. Como sea, nunca se levanta a consultar el diccionario para averiguar el significado de una palabra que ignora. Tal vez ha aprendido que todo libro es autosuficiente y que a la larga él mismo facilita las explicaciones que se necesitan para entenderlo. ¿Debió tener la paciencia de aguardar que aquella vieja historia madurara y que, después de mostrarle su lado hostil, lo dejara entrar por una puerta lateral y discreta? Tal vez los libros no sean tan diferentes de las personas. Pero si R. no hubiera sido un ser impedido, clavado en una silla de ruedas desde niño; si, en suma, no se hubiera parecido tanto a un libro, acaso él no habría hecho lo que hizo. Este pensamiento lo atormenta. Y un día, cuando ya faltan sólo unos meses para que salga libre, después de colocar un volumen en su sitio, se anima a coger un ejemplar de la última edición del diccionario de la Real Academia, que está al lado. Lo abre con un ligero temblor y busca la palabra cigala. Ahí está. Ella también ha sobrevivido durante los veintisiete años que ha durado la condena. Sus latidos se apresuran mientras lee la primera acepción de la palabra, que no ha cambiado ni una coma: Del lat. cicala, por cicada. 1. f. Crustáceo marino, de color claro y caparazón duro, semejante al cangrejo de río. Es comestible y los hay de gran tamaño. Se queda boquiabierto. La segunda acepción ha desaparecido. Los anclotes, los rezones, la piola, el forro, el arganeo, ya no están. ¿El tiempo se ha llevado ese significado o los miembros de la Academia, después de enterarse de su caso, que fue bastante sonado en su momento, expurgaron esa acepción por considerarla peligrosa? ¿Había allí en verdad un agujero negro del lenguaje y a él le tocó descubrirlo? Cierra el diccionario, se sienta con el pesado volumen contra su pecho y por primera vez desde que cometió el crimen, ante la definitiva extinción de aquellas palabras que cambiaron su vida, se siente inmensamente desgraciado.

Fabio Morábito