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lunes, 5 de enero de 2015

Vda. Roquer Llibrería - Paperería


Noé

Las estaciones pertenecen a dos categorías: están las estaciones de transición, la primavera y el otoño, en las que el cielo bascula, y las estaciones estables, el verano y el invierno, en las que parece fijarse una quietud agoni­zante.
Con el otoño empiezan los tiempos morosos en que au­mentan las noches, los soles palidecen y los petirrojos rea­parecen en los jardines, después de una misteriosa migra­ción forestal que dura todo el verano. Los últimos trabajos del jardinero -quitar las hojas secas, purgar los grifos ex­teriores, guardar mesas y sillas- se parecen al arreglo mor­tuorio que precede a la sepultura. Sólo la labor de enterrar los bulbos de tulipanes, narcisos y jacintos expresa la es­peranza en una próxima primavera.
Todo está preparado para recibir las lluvias tranquilas y densas de las noches otoñales. Es el tiempo de Noé, el santo patrón de todas las inundaciones. Fijémonos en que su arca no navega realmente. El arca no es botada, como un barco, sino que es el agua la que va hasta ella. Como la lluvia no cesa durante días y días, al final el arca se levan­ta bruscamente del suelo. No tiene velas ni timón. No va a ninguna parte. Sólo flota a la deriva. No se le pide otra cosa. Por las ventanas vemos salir la cabeza barbuda de Noé, el hocico de un jabalí, el cuello de una jirafa y un chimpancé haciendo muecas.
Nada hay más simpático que el papel casi ecológico de Noé: debe salvar las especies animales amenazadas de des­aparición por el Diluvio. Ese bueno de Yahvé tiene el detalle de salvar lo esencial de su creación, amenazado por su propia cólera.
También está en este episodio del Génesis el papel me­teorológico que juega Dios, o si se prefiere, la dimensión divina que se atribuye a la meteorología. La tempestad es la cólera de Dios, la lluvia su tristeza, y cuando se reconcilia con la tierra, un arco iris une los dos horizontes. El terrible Yahvé, al final incluso se pone tierno y jura que no volverá a hacerlo: «No volveré a maldecir la tierra... y no volveré a golpear a los seres vivos tal como lo he hecho. A partir de ahora, mientras dure la tierra, las siembras y las cosechas, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche no ce­sarán jamás». Es la gran paz campestre al ritmo de las esta­ciones, en resumen lo contrario y como el antídoto de las convulsiones de la Historia.
Pero eso es otra cosa. Aquel Noé, tanto tiempo ence­rrado en su arca inmóvil y balanceante, oyendo la lluvia crepitando en el techo y cantando en los canalones, ¿qué debía hacer? ¿Acaso dormía? Está demostrado que la gen­te duerme más en invierno que en verano. También engor­dan un poco (habrá que hacer una cura de adelgazamiento en primavera). El hombre invernal imita, a pequeña esca­la, al lirón o a la marmota hibernando.
Muy bien, pero eso no responde a la pregunta. ¿Qué hacía Noé en medio de aquel zoológico, sin duda tan amo­dorrado como él? La cuestión es digna de excitar la plu­ma de algún novelista. Lo confieso, sí, yo estuve tentado de escribir El diario de a bordo de Noé. Pero después des­cubrí un texto admirable de Marcel Proust en Los placeres y los días (sólo el título debería haberme puesto en guar­dia), que hacía vana mi empresa. Es este:

Cuando yo era niño, ningún personaje de la Historia sagrada me parecía tan digno de compasión como Noé, a causa del Diluvio que le mantiene encerrado en el arca durante cuarenta días. Más tarde estuve enfermo a menudo, y también tuve que per­manecer durante largos días en el «arca». Entonces comprendí que jamás pudo Noé ver mejor el mundo que desde el arca, a pe­sar de que estuviese cerrada y que la tierra estuviera oscura.

La respuesta está clara. En la oscuridad tambaleante del arca, con una lechuza posada sobre su hombro y con el es­critorio apoyado en la giba de un dromedario, Noé escri­bía En busca del tiempo perdido.

Michel Tournier