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martes, 2 de diciembre de 2014

Cariátides






Casa de la estupidez

-¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?
Me volví de pronto. No había nadie. Yo estaba en la acera, solo, frente al portón que acababa de dejar a mis espaldas. Las calles también estaban desiertas hasta donde alcanzaba la vista. ¿Quién me había hablado?
La confluencia de las tres calles formaba una plazuela y, en medio de ella, como un barco inmóvil, destacaba la casa donde había pasado la velada: esa estúpida velada.
Volví a mirar en torno mío: ningún alma viva. La casa, semejante a una enorme proa, imponía a la plazuela su sombra larga. Más allá de ésta, la luz de la luna, invisible, expandía en el asfalto una claridad metálica. Todo estaba frío y muerto alrededor. Parecía que la vida se hubiese congelado en la desierta construcción.
Alcé los ojos hacia la fachada, pensando que la voz había partido de alguna de las ventanas que, en cinco filas paralelas, me observaban; pero todas se hallaban her­méticamente cerradas, demasiado altas y distantes para que alguien hubiese podido llamarme sin levantar la voz.
La voz era áspera. La más áspera que había oído en mi vida. Una voz tan pedregosa y profunda, que parecía bro­tar con tremenda fatiga de las entrañas de un monte. "Una voz de Encelado", pensé con disgusto. ¿Por qué Encelado me hablaba precisamente a mí, sin cuerpo visi­ble y en el corazón de una ciudad moderna, entre las doce y la una de la mañana, después de haber pasado una velada en esa casa a la que había ido por error y me hallé en compañía de gente con la cual nada tenía yo en común, gente más bien hostil y enemiga de todo lo que amo o aprecio, amiga de todo lo que odio y desprecio; donde me fui quedando hasta muy tarde sólo por inercia, por esa especie de estado hipnótico que, a veces, crea la antipatía y nos impide movernos, reaccionar, "salvarnos"?
Mi mirada cayó de las ventanas del último piso hasta el balcón monumental del primero, que estaba sostenido por las musculosas espaldas de dos telamones de mármol que flanqueaban el portón, pensativos, barbudos, melancólicos e inclinados bajo la carga, con el cuerpo puntiagudo en la parte inferior de éste, en dos pilastras con forma de pirámide invertida.
Mientras miraba el balcón, pensando que acaso la voz pertenecía a alguien que se ocultaba detrás de las colum­nitas de la balaustrada, gruesas como salchichones con la cintura ceñida, tuve la impresión de que comenzaba un terremoto, porque el balcón y los dos telamones que lo sostenían se ondulaban lentamente, como si de pronto se hubieran vuelto tan livianos que podía moverlos el viento. Pero ¿cuál viento, si el aire estaba totalmente inmóvil?
-No sigas buscando; fui yo quien te habló.
Tuvieron que pasar algunos minutos antes de que yo pudiese aceptar como algo real la evidencia increíble.
-Respóndeme -prosiguió el telamón que estaba a la izquierda.
-¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?
Reuní toda mi voz, como alguien que busca por los sue­los las cuentas de un collar roto y, reanudando el hilo, respondí:
-Definitivamente.
-Bien -dijo el telamón-, entonces ya me puedo ir.
-¿Irte?
-Hace media hora, al sonar las doce, se cumplieron cincuenta años de estar sosteniendo, mi compañero y yo este balcón día y noche. Es nuestro deber, pero el deber se ha vuelto un engorro y he decidido liberarme.
Le pregunté:
-¿Por qué un deber? Tu presencia en la fachada de esta casa, ¿no tiene un fin sólo decorativo?
-¡Pero qué cosas dices! -gritó el telamón, pareciendo que la piedra se rompía al emitir la voz.
-Es el deber lo que me retiene aquí.
Las cariátides, como su nombre lo indica, eran en un principio las habitantes de la Caria, y fueron condenadas a sostener el peso de los techos, de los arquitrabes, de una simple mesita o del brazo de un sillón; pero no eran por esto menos infelices, dado que expían una traición cometida por sus compatriotas.
-Una iniquidad, pues obliga a expiar a otros...
-Inicuo, pero habitual. ¿Acaso las culpas de los padres no recaen sobre los hijos? Tampoco tiene nada de extraño que las culpas de los hombres recaigan en las mujeres, en vista de que al ser engendradas de algún modo por nosotros, son por lo mismo, nuestras hijas. Los carios, por añadidura, eran orientales, y los orientales tienen la costumbre de que las mujeres carguen grandes pesos. ¿Por qué pensaste que mi presencia al lado de este portón sólo tenía una función decorativa? Los griegos no hacían nada, ni siquiera un detalle arquitectónico que no respondiera a una razón moral; y quien ahora sabe entender sus templos o sus edificios, los lee en cada una de sus partes como quien lee cualquier diálogo de Platón. Nosotros también somos cariátides, mas no te asombre nuestro sexo masculino. Vitrubio enseña que las cariátides también pueden ser masculinas. Nos llaman telamones como un homenaje a Ayax Telamonio, que sostuvo casi solo el asedio de Troya, mientras Aquiles se quedaba en su tienda haciendo berrinches; sobre nosotros también recayó la culpa de los antiguos carios, y debemos expiarla. Por tal motivo me ves agachado deba­jo de este balcón que sostengo con la nuca y las manos, al cual salen de vez en cuando los miembros de la familia Oxifels a tomar el aire. Dicha familia está constituida por el comendador Oxifels; su mujer, cuyo nombre de soltera es Pedalitos, y sus dos hijos, Armanda y Gustavo. Lo sé; me miras y no hallas en mí el orgulloso porte que tenían las cariátides del panteón de Agripa, del cual habla Plinio, y que se perdieron junto con las esculturas de Diógenes; ni el que poseen las del Erecteón, que se mantienen total­mente erguidas y tienen un aspecto tan impasible que ostentan hasta cierta libertad de movimiento, como si el arquitrabe del pórtico de Filoctetes no estuviera apoyado sobre las cabezas; como si en lugar de soportar un arquitrabe soportaran una hidria llenada poco antes en las aguas del Ilixo; y la razón de esta diferencia está en que el griego consideraba indecentes las manifestaciones de la fatiga y del dolor. En cambio, mi colega y yo fuimos esculpidos a imitación de los Omenones de Leone Leoni, los mismos que puedes ver en otra calle de esta ciudad, y el cual, como ya sabrás, era una especie de Miguel Ángel de segunda; es decir, un émulo de ese gran hombre que, junto con Adolfo Wildt y Eleonora Duse, fue un grandísi­mo cultor del dolorismo y del fatiguismo.
Le pregunté:
-Pero ¿cómo es que después de medio siglo de fiel e ininterrumpido servicio has resuelto faltar a tu deber y truncar la expiación de la antigua falta de los carios?
-Antes que nada -respondió-, debo decirte que desde hace mucho he venido madurando esta resolución; en segundo lugar, me he convencido de que yo, como todas las cariátides hombres o mujeres que sostenemos un bal­cón, una bóveda, una ménsula o una silla, realizamos un trabajo inútil al expiar la traición de los antiguos carios.
-¿Y eres precisamente tú quien me dice estas cosas después de hablar jactanciosamente de los griegos, que no hacían nada que no respondiese a una razón moral?
-Pienso que la antigua traición de los carios y la consecuente expiación, son ya cosas caducas. La culpa es tal en cuanto contrasta con la inocencia, así como la sombra es tal cuando contrasta con la luz; mientras la sombra se halla en medio de la sombra no es sombra, ni la culpa es tal donde todo es culpa.
-¿Dónde has hallado tanta cantidad de culpas?
-Aquí, en esta casa que sostengo con la nuca. No culpas, sino estupidez, que es la madre de todas las culpas. Estupidez en todos los pisos, en todos los cuartos, en los pasillos, en los cuchitriles, desde la azotea hasta el sótano. ¿Te parece justo que para expiar una falta cometida hace ya quién sabe cuántos siglos, de la que ya nadie se acuerda y que tal vez no fue una gran falta; te parece justo que siga sosteniendo con la nuca esta casa llena de hombres estúpidos?
-No me atrevería a decir que es justo; pero si debiesen demoler todas las casas que albergan a hombres estúpidos...
-No me refiero a las demás casas, sino a ésta. Que los demás telamones se encarguen de las otras. ¿Quieres saber una cosa? Jamás me habría asqueado tanto de esta casa de haber sabido que hay en ella un hombre dispuesto a abrir la ventana y a lanzarse por ella para rescatar con su muerte la estupidez propia y la de los demás inquilinos. Los hombres suelen decir que serán redimidos del pecado original. Pero ¿quién los redime de la estupidez original?
El telamón formuló esta pregunta con tanta vehemencia, que toda la casa se estremeció haciendo vibrar incluso la acera.
-Pero, ¿has pensado ya que si te apartas del balcón vas a romper la estabilidad de la fachada, y que con ello pones en peligro todo el edificio?
-Eso es precisamente lo que quiero hacer. Y me sen­tiría más contento si pudiese hacer que se desplomaran todas las casas de la estupidez que hay en esta ciudad.
-Y tu colega, ¿qué piensa?
-Ya le hablé a este respecto y le propuse que se vaya conmigo; pero no lo acepta. Es uno de esos que gozan con el cumplimiento del deber por el mero gusto de servir, sin ponerse a considerar si el deber cumplido sirve realmente para algo. Este compañero es el esclavo per­fecto. Respetemos su felicidad.
-¿Y cuándo piensas realizar tu proyecto?
-En el acto. Sólo esperaba que salieras.
-¿Yo? ¿Y por qué quieres salvarme?
-Te vi cuando entrabas en la casa, hace unas tres horas. En torno tuyo hay una luz que yo conozco. Es difícil verla de día; pero en la noche tiene una luminosidad opaca, como la de las carátulas de ciertos relojes de pulso. Estoy aquí desde hace cincuenta años; conozco a todos los inquilinos, uno por uno; nadie tiene esa luz. Es la casa de la estupidez. Hazte a un lado, para que no te caiga el bal­cón sobre la cabeza.
Yo quería gritar, alertar a todos los inquilinos de la casa, pedir auxilio; pero ¿quién me hubiese oído en aquel desierto?
Sin embargo, la catástrofe ocurrió de la manera más rápida y discreta, en medio de un silencio perfecto. El telamón, debo reconocerlo, actuaba como el padre eter­no. Dejó su lugar bajo el balcón; a sus espaldas, la casa se arrodilló sobre la acera; el techo y todo el interior de la casa se hundieron hasta el fondo; y en el hueco formado por dos muros laterales que quedaron intactos, como dos brazos implorantes, apareció la luna, indiferente y redon­da. Entonces, dije yo cristianamente: "Ha dejado de sufrir la casa de la estupidez."
Al terminar de decir estas palabras, la ciudad se llenó inmediatamente de luces, de transeúntes y vehículos de todas clases. Anuncios gigantescos, colocados sobre los altos edificios, anunciaban con letras mayúsculas: "La Casa de la Estupidez". Y los altoparlantes gritaban: "La casa de la estupidez. ¡Artículos para hombres, mujeres y niños! ¡La mejor calidad al mejor precio! ¡Vengan todos a la casa de la estupidez! ¡Es la casa de ustedes! "
La ciudad volvió a apagarse de improviso, y en el silencio pude oír los pasos pesados del telamón que se alejaba por las calles desiertas, dando breves saltos sobre su pie en forma de pilastra.

NOTA: Antes de abandonar su sitio debajo del balcón, el telamón me dio la lista completa de los inquilinos de la Casa de la Estupidez, misma que anoté en mi agenda. No me atrevo a publicar los nombres de la lista, que ya destruí por caridad. En ella estaban muchos grandes hombres. Algunos de ellos, políticos que han guiado la suerte del mundo. Algunos generales que se han cubierto de gloria. Algunos científicos de fama mundial. Un gran filósofo. Algunos artistas célebres. Incluso un hombre reconocido y admirado por su "inteligencia". Así es. A menudo se toma por inteligencia lo que en verdad no es sino fértil y brillante estupidez. Y el telamón lo sabía.
Alberto Savinio