Blogs que sigo

martes, 30 de diciembre de 2014

Llibrerías de Vilanova (2) - Abacus



Noche de almirante                     

Deolindo Sopla-Fuerte (era un apodo de a bordo) salió del Arsenal de Marina y se internó en la Rua de Bragança. Dieron las tres de la tarde. Era un marinero de pura cepa y, además, mostraba un intenso aire de felicidad en los ojos. Su corbeta había regresado de un largo viaje de instrucción, y Deolindo desembarcó tan pronto como obtuvo la autorización para hacerlo. Los compañeros le dijeron, riendo:
-¡Ah, Sopla-Fuerte! ¡Qué noche de almirante vas a pasar: cena, guitarra y los brazos de Genoveva! La falda de Genoveva...
Deolindo sonrió. Así sería realmente: una noche de almirante, como ellos dicen; una de esas noches de almirante que lo esperaba en tierra. El romance había comenzado tres meses antes de que saliera la corbeta. Ella se llamaba Genoveva, campesinita de veinte años, despierta, ojos negros y atrevidos. Se encontraron en casa de un tercero y se sintieron morir uno por el otro, a tal punto que estuvieron dispuestos a cometer una locura: él dejaría el servicio y ella lo acompañaría al villorrio más recóndito del interior.
La vieja Ignacia, que vivía con ella, los disuadió; Deolindo no tuvo más remedio que partir en viaje de instrucción. Eran ocho o diez meses de ausencia. Como garantía recíproca, entendieron que debían hacerse un juramento de fidelidad.
-Juro por Dios que está en el cielo. ¿Y tú?
-Yo también.
-Dilo bien.
-Juro por Dios que está en el cielo; que si no la luz me falte en la hora de la muerte.
Quedaba sellado el pacto. No había por qué descreer de la sinceridad de ambos; ella lloraba locamente, él se mordía los labios para disimular. Finalmente se separaron, Genoveva fue a ver salir la corbeta y regresó a su casa con el corazón tan compungido que tuvo la impresión de que «algo le iba a ocurrir». No le ocurrió nada, felizmente; los días fueron pasando, las semanas, los meses, los diez meses, al cabo de los cuales, la corbeta regresó y Deolindo con ella.
Allí va él ahora, por la Rua de Bragança, Prainha y Saúde, hasta el comienzo de la Gamboa, donde vivía Genoveva, de bruces en la ventana, esperando por él. Deolindo prepara una palabra para ofrecerle. Pensó en «juré y cumplí», pero busca algo mejor. Al mismo tiempo, recuerda las mujeres que vio por este mundo de Cristo, italianas, marsellesas o turcas, muchas de ellas bonitas, o que así le parecían. Concuerda que no todas eran pan comido para él, pero algunas sí lo fueron y sin embargo resistió la tentación. Sólo pensaba en Genoveva. Hasta su casita, tan pequeñita, y el moblaje patituerto, todo tan viejo y tan poco, acudía a su mente ante los palacios de otras tierras. Fue a costa de una gran economía que compró en Trieste un par de aros, que lleva ahora en el bolsillo junto con algunas chucherías. ¿Y ella con qué lo aguardaría? Podría ser un pañuelo con el nombre de él estampado y una ancla en el borde, porque ella sabía bordar muy bien. Sumido en estas cavilaciones llegó a la Gamboa, cruzó el cementerio y se detuvo ante la casa cerrada. Golpeó, oyó una voz co­nocida, la de la vieja Ignacia, que fue a abrirle la puerta con grandes excla­maciones de placer. Deolindo, impaciente, preguntó por Genoveva.
-No me hable de esa loca -respondió la vieja-. Si de algo me alegro es del consejo que le di a usted. Mire si hubiese huido con ella. En lindo lío se habría metido.
-¿Pero qué pasó? ¿Qué pasó?
La vieja le dijo que no se afligiera, que no era nada, una de esas cosas que ocurren en la vida; no valía la pena enojarse. Genoveva andaba con pajaritos en la cabeza...
-¿Con pajaritos en la cabeza?
-Se fue a vivir con un vendedor ambulante, José Diego. ¿No lo conoció a José Diego, vendedor de telas? Está con él. No se puede imaginar lo enamorados que están uno del otro. Ella ni le cuento lo loca que está. Fue el motivo de nuestra pelea. José Diego no me salía de la puerta; eran charlas y más charlas, hasta que un día dije que no quería ver mi casa difamada. ¡Ah, padre del cielo!, fue un día del juicio. Genoveva se me vino encima con unos ojos de este tamaño, diciendo que ella nunca difamó a nadie y que no necesitaba limosnas. ¿Qué limosnas, Genoveva? Lo que digo es que no quiero oír más esos suspiros en la puerta, empezando por los avemarías... Dos días después se mudó y se peleó conmigo.
-¿Dónde vive ahora?
-En Praia Formosa, antes de llegar a la cantera, una puerta recién pintada.
Deolindo no quiso oír más. La vieja Ignacia, algo arrepentida, alcanzó a gritarle que se cuidara, pero él no la escuchó y se puso en marcha. No registro lo que pensó durante el trayecto; en verdad no pensó en nada. Las ideas se arremolinaban en su cerebro, como en horas de temporal, en medio de un huracán de vientos y silbatos. Entre ellas resplandeció el cuchillo de a bordo, ensangrentado y vengador. La Gamboa había quedado atrás, al igual que el Saco do Alféres; entró en Praia Formosa. No sabía cuál era el número de la casa, pero sí que era cerca de la cantera y que la puerta acababa de ser pintada; con la ayuda de los vecinos no tardaría en localizarla. No contó con que la casualidad haría que Genoveva se sentara a coser junto a la ventana en el mismo momento en que él pasaba frente a ella. Deolindo la reconoció y se detuvo; ella, viendo el bulto de un hombre, alzó los ojos y se encontró con el marinero.
-¡No! -exclamó sorprendida-. ¿Cuándo llegaste? Entra, Deolindo, por favor.
Y levantándose, abrió la puerta y lo hizo pasar. Cualquier otro hombre se hubiera sentido transportado por la esperanza, tan franca era la actitud de la muchacha; bien podía ser que la vieja se hubiera equivocado o hubiese mentido; podría ser, incluso, que el episodio del vendedor fuera cosa del pasado. Todo eso pasó por su cabeza, sin la forma precisa del razonamiento o de la reflexión, sino en tropel y rápido. Genoveva dejó la puerta abierta; lo invitó a sentarse, le preguntó por su viaje y lo encontró más gordo; ninguna emoción ni la menor intimidad. Deolindo perdió la última esperanza. A falta de cuchillo tenía las manos para estrangular a Genoveva, que era menudita, y durante los primeros minutos no pensó en otra cosa.
-Me enteré de todo -dijo él.
-¿Quién te lo contó?
Deolindo dio de hombros.
-Sea quien fuere -volvió a decir ella- ¿te informaron que yo estaba muy enamorada de un muchacho?
-Sí.
-Te dijeron la verdad.
Deolindo estuvo a punto de abalanzarse sobre la muchacha; ella lo contuvo con la sola acción de sus ojos. En seguida agregó que si le había abierto la puerta era porque lo consideraba un hombre sensato. Le contó entonces todo, las nostalgias que había soportado, los asedios del vendedor, sus negativas, hasta que un día, sin saber cómo, despertó enamorada de él.
-Puedes creer que pensé mucho, muchísimo en ti. Que te diga doña Ignacia si no lloré mucho... Pero mi corazón cambió... Cambió... Te cuento todo esto, como si estuviera ante el cura -concluyó sonriendo.
No era una sonrisa de burla. El tono en que expresaba las palabras era, en cambio, una mezcla de candor y cinismo, de insolencia y simplicidad, que desisto de definir mejor. Creo, incluso, que insolencia y cinismo es­tán mal empleados. Genoveva no se defendía de un error o de un perjurio; no se defendía de nada; le faltaba, simplemente, el sentido moral de las acciones. Lo que decía, en resumen, es que lo mejor hubiera sido no haber cambiado, se había llevado bien con Deolindo, prueba de ello era que había tratado de huir con él; pero una vez que el vendedor había vencido al marinero, la razón era del vendedor, y había que reconocerlo. ¿Qué os parece? El pobre marinero citaba el juramento de despedida como una obligación eterna, ante la cual había consentido en no huir y en embarcarse: «Juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte en la hora de mi muerte.» Se embarcó, y lo hizo porque ella había jurado. Con sus palabras anduvo, viajó, esperó y volvió; fueron ellas quienes le dieron fuerza para vivir. Juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte en la hora de la muerte...
-Créeme, Deolindo, era verdad. Cuando lo juré, era verdad. Tan verdad era que yo quería huir contigo al campo. ¡Sólo Dios sabe lo cierto que era! Pero ocurrieron otras cosas... Apareció este muchacho y a mí me empezó a gustar...
-Pero si uno jura es por eso; para que no llegue a gustarle nadie más...
-Vamos, Deolindo. ¿Vas a decirme que tú sólo pensaste en mí? Vamos...
-¿A qué hora vuelve José Diego?
-Hoy no vuelve.
-¿No?
-No. Se fue a Guaratiba con sus telas; estará aquí el viernes o el sábado... ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué mal te hizo él?
Bien puede ser que cualquiera otra mujer hubiese dicho lo mismo; pocas, en cambio, lo hubieran hecho con una expresión tan cándida no intencional sino involuntariamente. Fijaos que aquí estamos muy cerca de la naturaleza. ¿Qué mal te hizo él? Cualquier profesor de física le explicaría la caída de las piedras. Deolindo confesó, con un gesto desesperado, que quería matarlo. Genoveva lo miró con desprecio, sonrió casi imperceptiblemente e hizo un gesto de desdén; y, como él le había hablado de ingratitud y perjurio, no pudo ocultar su asombro. ¿Qué perjurio? ¿Qué ingratitud? Ya le había dicho que cuando juró había sido sincera. Nuestra Señora, que allí estaba, sobre la cómoda, sabía si era cierto o no. ¿Era así como le pagaba lo que padeció? Y él que tanto se llenaba la boca con la palabra fidelidad ¿acaso había pensado en algún momento en los sufrimientos de ella?
La respuesta de él fue meter la mano en el bolsillo y sacar el paquetito que le traía. Ella lo abrió, extrajo las chucherías una por una y por fin encontró los aros. No eran ni podían ser lujosos; eran, incluso, de mal gusto, pero relucían endiabladamente. Genoveva los tomó, contenta, deslumbrada, los miró de uno y otro lado, acercándolos y alejándolos de sus ojos, y al fin los introdujo en sus orejas; después fue hasta el espejo, col­gado en la pared, entre la ventana y la puerta para ver cómo le quedaban. Retrocedió, se aproximó, volvió la cabeza hacia la derecha, luego hacia la izquierda, y desde la izquierda hacia la derecha.
-Sí, señor, realmente preciosos -dijo ella-, haciendo una gran reverencia de agradecimiento. ¿Dónde los compraste?
Creo que él no respondió nada, ni debió haber tenido tiempo para ello, porque ella disparó dos o tres preguntas más, una tras otra, tanto la confundía el haber recibido un obsequio a cambio de olvido. Confusión que duró cinco o cuatro minutos; tal vez dos. No pasó mucho tiempo antes de que ella se quitara los aros, y los contemplase y los pusiese en la cajita sobre la mesa redonda que estaba en el centro de la habitación. Él por su parte empezó a creer que así como la perdió, estando ausente, así el otro, ausente ahora, también podría perderla; y, probablemente, ella no le había jurado nada.
-¡Mira! Charlando y charlando, se nos vino encima la noche –dijo Genoveva.
De hecho, la noche iba cayendo rápidamente. Ya no se alcanzaba a ver el Hospital de los Lázaros y apenas se distinguía, la isla de los Melones; hasta las barcazas y canoas, sobre la costa frente a la casa, se confundieron con la tierra y el lodo de la playa. Genoveva prendió una vela. Después fue a sentarse en el umbral de la puerta y le pidió que le relatara algunas cosas de las tierras por las que había andado. Deolindo se negó al principio;­ dijo que se iba, se incorporó y dio algunos pasos por la habitación. Pero el demonio de la esperanza mordía y babeaba el corazón del pobre muchacho, y él volvió a sentarse, para contarle dos o tres episodios de a bordo. Genoveva escuchaba con atención. Interrumpidos por una vecina que se acercó a ellos, Genoveva la invitó a sentarse para que oyera «las lindas cosas que el Sr. Deolindo estaba contando». No hubo otra presentación. La gran dama que prolonga la vigilia para concluir la lectura de un libro o de un capítulo, no vive más íntimamente la vida de los personajes que la ex amante del marinero, quien sentía las escenas que él le iba describiendo, tan libremente interesada y compenetrada, como si entre ellos no hubiese otra cosa que una simple narración de aventuras. ¿Qué le importa a la gran dama el autor del libro?
¿Qué importancia tenía para la muchacha el contador de aventuras?
La esperanza, sin embargo, comenzaba a desampararlo y él se levantó definitivamente para irse. Genoveva no quiso dejarlo partir sin que su amiga viese los aros, y fue a buscarlos con grandes elogios. Entraron los tres. A la otra le encantaron, los alabó mucho, preguntó si los había comprado en Francia y le pidió a Genoveva que se los pusiese.
-Realmente, son muy lindos.
Quiero creer que hasta el marinero estuvo de acuerdo con esa opinión. Le gustó verlos, le pareció que estaban hechos para ella, y durante algu­nos segundos, saboreó el placer exclusivo y refinado de haber hecho un buen regalo; pero fueron algunos segundos.
Como él se despidió, Genoveva lo acompañó hasta la puerta para agradecerle una vez más la amabilidad, y probablemente decirle algunas cosas tiernas e inútiles. La amiga, que había quedado en la habitación, apenas alcanzó a oír estas palabras: «Por favor, no lo hagas, Deolindo»; y estas otras del marinero: «Ya verás». No pudo oír el resto, que no pasó de un susurro.
Deolindo se internó en la playa, cabizbajo y lento, muy otro que el muchacho impetuoso de la tarde, con un aire apesadumbrado y triste, o para usar otra metáfora de marinero, como un hombre «regresa del mar abierto a tierra». Genoveva volvió a entrar en seguida, alegre y bulliciosa. Contó a la otra la historia de sus amores marineros, ensalzó mucho el genio de Deolindo y sus buenos modales; su amiga confesó que le había resultado sumamente simpático.
-Muy buen muchacho -insistió Genoveva-, ¿Sabes qué me dijo recien?
-¿Qué?
-Que va a matarse.
-¡Jesús!
-¡Vamos! No lo creas. Sería incapaz de hacerlo. Deolindo es así; habla mucho y después no hace nada. Ya verás que no se mata. Pobre, son los celos. Pero los aros son preciosos.
-Yo nunca vi unos iguales.
-Yo tampoco -dijo Genoveva, examinándolos a la luz. Después los guardó y propuso a la otra que cosieran-. Me gustaría que cosiéramos un rato, quiero terminar mi corpiño azul...
Lo cierto es que el marinero no se mató. Al día siguiente, algunos de sus compañeros palmearon su hombro, felicitándolo por la noche de almirante, y le preguntaron por Genoveva, si estaba linda, si había llorado mucho en su ausencia, etc. Él respondía a todo con una sonrisa satisfecha y discreta, una sonrisa de alguien que vivió una gran noche. Parece que tuvo vergüenza de la realidad y prefirió mentir.

Joaquim Machado de Assís

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Yolanda

domingo, 28 de diciembre de 2014

Joan Gabarró





El programa de gala
(Un episodio no registrado de la historia romana)

Era un día de buen augurio en el calendario romano, el cumpleaños del apreciado y talentoso joven emperador Plácido Soberbio. En Roma, todo el mundo estaba con ganas de celebrar una gran fiesta, el tiempo no podía ser mejor y, naturalmente, el Circo Máximo estaba abarrotado. Unos pocos minutos antes de la hora fijada para el comienzo del espectáculo, una sonora fanfarria de trompetas proclamó la llegada del césar; y, entre ruidosas aclamaciones de la multitud, el emperador ocupó su asiento en el palco imperial. Al desvanecerse el griterío de la muchedumbre se oyó, procedente de algún lugar cercano, otro saludo aún más emocionante: los impacientes rugidos y aullidos de los animales enjaulados de la colección imperial.
-Detállame el programa -ordenó el emperador, tras indicar al maestro de ceremonias que se acercara.
-Gentil césar -anunció éste-, se ha pensado y preparado un programa muy prometedor y entretenido para que le des tu augusta aprobación. En primer lugar habrá una carrera de carros de un interés y esplendor fuera de lo común; tres equipos que no han sufrido hasta ahora ninguna derrota competirán por el trofeo Herculano y por la cantidad que ha tenido a bien añadir tu generosidad imperial. Se considera que las posibilidades de los equipos competidores no pueden estar más igualadas, y son muchas las apuestas cruzadas entre el pueblo. Los tracios negros son quizá los favoritos...
-Ya sé, ya sé -interrumpió el césar, que durante toda la mañana no había dejado de oír comentarios exhaustivos sobre el mismo tema-, ¿qué más hay en el programa?
-La segunda parte del programa -dijo el funcionario imperial- consiste en un magnífico combate de animales salvajes especialmente seleccionados por su fuerza, ferocidad y cualidades luchadoras. En la arena aparecerán al mismo tiempo catorce leones nubios, cinco tigres, seis osos sirios, ocho panteras persas y otras tres norte africanas, un grupo de lobos y linces de los bosques teutónicos y siete gigantescos toros salvajes de la misma región. Habrá también cerdos salvajes de una ferocidad sin precedentes, un rinoceronte de la Costa de Berbería, algunos fieros monos y una hiena que tiene fama de loca.
-Esto promete -dijo el emperador.
-Esto promete, oh césar -dijo el funcionario en tono lastimero-, promete muchísimo; pero entre la promesa y la realidad ha aparecido una nube.
-¿Una nube? ¿Qué nube? -inquirió el césar arrugando el entrecejo.
-Las sufragetae -explicó el funcionario- amenazan con interferir en la carrera de carros.
-¡Que se atrevan! -exclamó el emperador con indignación.
-Temo que tu imperial deseo se vea desagradablemente satisfecho -dijo el maestro de ceremonias-; por supuesto, hemos tomado todas las precauciones posibles y vigilamos con una triple guardia todas las entradas a la arena y los establos; pero se rumorea que, coincidiendo con la señal de entrada de los carros, quinientas mujeres se deslizarán por medio de cuerdas desde las localidades del público e irrumpirán en la pista. Está claro que en esas circunstancias no se podrá celebrar ninguna carrera; el programa quedará arruinado.
-No se atreverán a semejante ultraje el día de mi cumpleaños -dijo Plácido Soberbio.
-Cuanto más augusta es la ocasión, más deseosas se muestran de conseguir publicidad para ellas y su causa -dijo el abrumado funcionario-; ni siquiera tienen reparos en provocar alteraciones en las ceremonias de los templos.
-¿Y quiénes son estas sufragetae? -preguntó el emperador-. Desde que he vuelto de mi expedición a Panonia sólo oigo hablar de sus excesos y manifestaciones.
-Son una secta política de origen muy reciente cuyo objetivo parece ser conseguir una gran cantidad de autoridad política. Los medios que utilizan para convencernos de que son capaces de ayudarnos a redactar y administrar las leyes consisten en dedicarse con frenesí al tumulto, la destrucción y el desafío a toda autoridad. Ya han dañado algunos de nuestros tesoros públicos históricamente más valiosos e insustituibles.
-¿Es posible que el sexo al que rendimos tal honor y por el que sentimos tal admiración sea capaz de producir tales hordas de Furias? -preguntó el emperador.
-Hacen falta muchos géneros para formar un sexo -observó el maestro de ceremonias, que poseía algo de mundo-; en cambio -prosiguió con inquietud-, hace falta muy poco para alterar un programa de gala.
-Quizá esa alteración que temes resulte ser una amenaza trivial -aventuró el emperador con tono consolador.
-El caso es que si se salen con la suya -respondió el funcionario-, echarán a perder el programa.
El emperador no dijo nada.
Cinco minutos más tarde, las trompetas anunciaron el inicio del espectáculo. Un murmullo de excitada expectación recorrió las filas de espectadores, y se cruzaron a toda prisa las últimas apuestas sobre el resultado de la gran carrera. Los portones que conducían a los establos se abrieron lentamente, y un grupo de auxiliares montados recorrió la pista para comprobar que todo estaba despejado para la memorable competición. De nuevo sonaron las trompetas, y entonces, antes de que apareciera el primer carro, se alzó un violento tumulto de gritos, risas, protestas furiosas y estridentes gritos de desafío. Cientos de mujeres descendían a la arena ayudadas por sus cómplices. Al cabo de un momento corrían y bailaban en grupos desenfrenados en medio de la pista donde se suponía que debían competir los carros. Ningún equipo de caballos, por adiestrado que estuviera, habría podido enfrentarse a esa frenética multitud; la carrera era a todas luces imposible. Los espectadores alzaron aullidos de decepción y rabia, los aullidos de triunfo resonaron a su vez entre las posesas. Los vanos esfuerzos de los auxiliares del circo por expulsar a la horda invasora sólo aumentaron el griterío y la confusión; en cuanto eran expulsadas de una porción de la pista, las sufragetae se agrupaban en otro.
El maestro de ceremonias casi enloquecía de rabia y vergüenza. Plácido Soberbio, tan tranquilo e imperturbable como siempre, le hizo una seña y le susurró una o dos palabras al oído. Por primera vez esa tarde se vio sonreír al atribulado funcionario.
La trompeta sonó de nuevo en el palco imperial; un silencio instantáneo cayó sobre la excitada muchedumbre. Quizá el emperador, como último recurso, iba a anunciar alguna concesión a las sufragetae.
-Cerrad las puertas del establo -ordenó el maestro de ceremonias- y abrid las jaulas de todos los animales. Es deseo imperial empezar primero por la segunda parte del programa.
Resultó que el maestro de ceremonias no había exagerado en modo alguno la probable brillantez de esta parte del espectáculo. Los toros salvajes fueron realmente salvajes, y la hiena con fama de loca estuvo a la altura de su reputación.
Saki

viernes, 26 de diciembre de 2014

Llibrería Ona





El regalo de Reyes                           

Un dólar con ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y de aquellos centavos, sesenta eran en peniques. Peniques ahorrados uno a uno o de dos en dos tratando de regatear al tendero, al verdulero y al carnicero hasta el punto que una se ruborizaba ante la callada acusación de parsimonia que suponía tan tacaño tira y afloja. Tres veces los contó Della: un dólar con ochenta y siete centavos. Y era la víspera de Navidad.
Evidentemente, no había más remedio que dejarse caer en el pequeño y raído sofá y echarse a llorar. Y eso fue lo que hizo Della. Lo cual nos lleva a la reflexión moral de que la vida está hecha de sollozos, suspiros y lágrimas. Pero sobre todo de suspiros.
Mientras la señora de la casa va pasando poco a poco de la primera a la segunda escena, vamos a echar una ojeada al piso. Un piso amueblado, de ocho dólares a la semana. No es que resulte imposible describirlo, pero no cabe duda de que la miseria que impera en él desde tiempo atrás venía atrayendo la atención de la brigada de desahucios, dispuesta a echársele encima.
En el vestíbulo que daba a la calle había un buzón en el que nadie deja­ría ninguna carta, y un timbre eléctrico que ningún dedo haría sonar. También, junto a ese timbre, estaba pegada una tarjeta con el nombre de «Mr. James Dillingham Young».
El «Dillingham» había permanecido visible, a la intemperie, durante un período anterior de prosperidad en que su propietario ganaba treinta dó­lares a la semana. Ahora, sin embargo, cuando los ingresos de éste se ha­bían visto reducidos a veinte dólares, las letras de «Dillingham» tenían un aspecto borroso, como si estuvieran considerando seriamente la posibili­dad de reducirse a una modesta «D» sin pretensiones. A pesar de todo, siempre que Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía al piso superior, le llamaban «Jim» y recibía un fuerte abrazo de la Señora Di­llingham Young, quien ya les había sido presentada a ustedes con el nom­bre de Della. Y eso era algo maravilloso.
Della dejó de llorar y se dedicó a empolvarse las mejillas. Permaneció en pie junto a la ventana y contempló melancólicamente a un gato gris que se paseaba por una tapia gris en el interior de un patio gris. Mañana era Navidad, y no tenía más que un dólar con ochenta y siete centavos con que comprar un regalo a Jim. Había pasado meses ahorrando cuantos peniques había podido reunir, sin más resultado que eso. Con veinte dó­lares a la semana poca cosa podía hacer. Los gastos habían sido más elevados de lo que había calculado. Siempre lo son. Tan sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. A su Jim... ¡Cuántas horas felices había pasado acariciando mentalmente algo que fuese de su agrado! Algo precioso, raro, de calidad... algo que por lo menos mere­ciese el honor de ser poseído por Jim.
Entre las dos ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo en­tero. Puede que hayan visto ustedes espejos de esa clase en pisos de ocho dólares. Una persona delgada y ágil, observando en una rápida secuencia de franjas longitudinales su imagen reflejada en él, puede hacerse una idea bastante precisa de su aspecto. Della, debido a que era muy esbelta había logrado dominar ese difícil arte.
De pronto se apartó de la ventana y se puso frente al espejo. Le brillaban mucho los ojos, pero en unos veinte segundos su rostro había perdido el color. Con gesto rápido se soltó el cabello y lo dejó caer sobre sus espaldas.
Ahora bien, los Dillingham Young tenían dos cosas de las que ambos se sentían orgullosísimos. Una era el reloj de oro de Jim, un reloj de bolsillo que había pertenecido a su padre y a su abuelo. La otra era la cabellera de Della. Si la reina de Saba hubiese compartido con ella el mismo patio de luces, algún día Della hubiera asomado medio cuerpo a la ventana para secarse el cabello al natural, sólo para mostrar el escaso valor que, compa­rada con él, tenían las joyas y los regalos de su majestad. Y si el rey Salo­món hubiese sido el conserje, con todos sus tesoros amontonados en el subterráneo, cada vez que pasara junto a él Jim se habría sacado el reloj para darse el gusto de ver cómo, presa de envidia, el hombre se tiraba de los pelos de la barba.
Como íbamos diciendo, el maravilloso cabello de Della le caía en aquel momento por los hombros, ondeante y resplandeciente como una cas­cada de aguas oscuras. Le llegaba más abajo de las rodillas y le servía casi de túnica y entonces volvió a recogérselo con un gesto nervioso y rá­pido. Titubeó por un momento y luego permaneció inmóvil, mientras una o dos lágrimas iban a estrellarse sobre la gastada alfombra roja.
Se enfundó la vieja chaqueta oscura y el viejo sombrero oscuro y con un revuelo de faldas y aquel resplandor brillante todavía en sus ojos salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras que daban a la calle.
Una vez allí, se detuvo ante un cartel que decía: «Madame Sofronie. Ar­tículos de toda clase para el cabello». Della subió las escaleras a toda prisa, luego se detuvo para calmarse, jadeante. Madame era gruesa, demasiado blanca, glacial, y con un aspecto que apenas la hacía merecedora del nom­bre de «Sofronie».
-¿Querría usted comprar mi cabello? -preguntó Della.
-Sí, compro cabello -dijo Madame-. Quítate el sombrero y deja que le eche una ojeada.
Se soltó el cabello, que cayó como una cascada oscura.
-Veinte dólares -dijo Madame, levantando aquella mata con mano experta.
-Démelos en seguida -dijo Della.
Las dos horas siguientes pasaron, ¡ay!, volando con rosadas alas. Olviden esta trillada metáfora. Della se dedicó a revolver las tiendas de arriba abajo en busca de un regalo para Jim.    
Al fin dio con él. Con toda seguridad habla sido hecho para Jim y para nadie más. No había nada semejante en ninguna de las tiendas, y las había recorrido todas una por una. Era una cadena de reloj, de platino, de so­brio y sencillo diseño, sin alharacas y sin adornos innecesarios, como ocurre con todo lo que es bueno de veras. Llegaba a ser digna incluso del reloj. En cuanto la vio, Della supo que tenía que ser para Jim. Le venía que ni pintada. Discreción y valor: estos calificativos encajaban a ambos. Le cobraron por ella veintiún dólares, y regresó a casa con los ochenta y siete centavos. Con aquella cadena en el reloj, Jim podría mostrarse con razón ansioso por conocer la hora, en cualquier momento y en cualquier lugar. Por muy bueno que fuera su reloj, Jim a veces se lo miraba de reojo debido al viejo cordón de cuero que hacía las veces de cadena.
Cuando Della llegó a su casa, su ebria excitación dio paso a una cierta dosis de prudencia y control de sí misma. Sacó las tenacillas del pelo, en­cendió el gas y se puso a reparar con cuidado los estragos debidos a la combinación de generosidad y amor. Lo cual representa siempre un tra­bajo enorme, queridos amigos, una tarea en verdad propia de titanes.
Al cabo de unos cuarenta minutos Della tenía la cabeza cubierta de di­minutos y apretados rizos que le daban un maravilloso aspecto de cole­gial haciendo novillos. Se miró en el espejo un buen rato, con deteni­miento y ojo crítico.
«Suponiendo que Jim no me mate antes de mirarme dos veces -dijo para sí-, dirá que parezco una corista de parque de atracciones. Pero ¿qué podía hacer? ¿Qué otra cosa podía hacer, pobre de mí, con un dólar y ochenta y siete centavos?»
A las siete en punto el café estaba listo, y la sartén, colocada detrás del fogón, caliente y dispuesta para freír las chuletas.
Jim nunca llegaba tarde. Della dobló la cadena de bolsillo, apretándola fuerte con la mano cerrada, y se sentó en un ángulo de la mesa que estaba junto a la puerta por donde Jim solía entrar. Entonces pudieron oírse sus pasos que subían el primer tramo de la escalera, y se puso pálida por un momento. Tenía la costumbre de rezar pequeñas oraciones en silencio, referidas a los asuntos más insignificantes de cada día, y en aquel mo­mento murmuro: «Por favor, Dios mío, haz que piense que estoy todavía de buen ver».
La puerta se abrió y Jim entró en el piso y la cerró tras de sí. Tenía un aspecto flaco y muy serio. ¡Pobrecito, tan sólo contaba veintidós años y ya tenía que llevar todo el peso de la familia! Le hacía falta un abrigo nuevo y no llevaba guantes.
Ya dentro de casa, Jim permaneció inmóvil como un setter oliscando el rastro de una codorniz. Tenía los ojos clavados en Della, y había en ellos una expresión que ella no logró descifrar y que la aterrorizó. No era ira tampoco sorpresa, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos para los que estaba preparada. Se limitaba a mirarla fijamente con aquella expresión tan peculiar en el rostro.
Della se escabulló de detrás de la mesa y fue hacia él corriendo.
-Jim, cariño mío -dijo ella-, no me mires así. Me he cortado el cabe­llo y lo he vendido, porque no hubiese podido soportar la idea de pasar estas Navidades sin hacerte un regalo. Ya me volverá a crecer... no te preocupes. No tenía más remedio que hacerlo. A mí el cabello me crece muy de prisa. Deséame unas «Felices Navidades», Jim, y disfrutémoslas juntos. No puedes imaginarte qué regalo más hermoso, qué cosa tan pre­ciosa, tan estupenda, tan maravillosa he comprado para ti.
-¿Te has cortado el cabello? -preguntó Jim con dificultad, como si no se hubiera percatado aún, a pesar de hacer un esfuerzo mental tan enorme, de aquel hecho tan evidente.
-Me lo he cortado y lo he vendido -dijo Della-. Pero, ¿verdad que te gusto igual de todas formas? Sigo siendo la misma, ¿no es cierto?
Jim echó una mirada de curiosidad por la habitación.
-¿Has dicho que ya no tienes tu cabellera? -dijo él, con un gesto casi idiota.
-No es preciso que la busques -dijo Della-. La he vendido, ya te lo he dicho... la he vendido y se acabó. Hoy es Nochebuena, amor mío. Sé bueno conmigo, que la he vendido por ti. Puede que los cabellos de mi cabeza estuvieran numerados -prosiguió con una repentina y tierna se­renidad-, sin embargo nadie podrá contar jamás el amor que siento por ti. ¿Qué te parece, Jim, si empezara a freír las chuletas?
De pronto pareció que Jim despertara de su éxtasis. Abrazó a Della. Miremos durante diez segundos, con aire circunspecto, algún objeto irre­levante que esté situado en otra dirección. Ocho dólares a la semana o un millón al año... ¿cuál es la diferencia? Un matemático o un individuo in­genioso les darán una respuesta errónea. Los Reyes Magos traen regalos valiosos, pero ése no figuraba entre ellos. Esta oscura afirmación cobrará sentido más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo depositó encima de la mesa.
-No vayas a equivocarte conmigo, Dell -dijo-. No existe ninguna forma de cortarse el pelo o de afeitarse o de lavarse la cabeza que pueda conseguir que mi mujer me guste menos. Pero si desenvuelves ese pa­quete comprenderás por qué al principio me he quedado sin habla.
Unos blancos y ágiles dedos desataron la cuerda y rompieron el papel, y entonces se oyó un extasiado grito de alegría; y luego, de pronto, se produjo una rápida metamorfosis, muy propia de mujeres, hacia lágrimas y sollozos histéricos, para los cuales fue preciso recorrer a los reconfor­tantes poderes del cabeza de familia.
Porque allí, encima de la mesa, estaban las peinetas: un juego de peine­tas, laterales y posteriores, que Della había estado adorando durante mu­cho tiempo en un escaparate de Broadway. Unas peinetas maravillosas, de auténtico carey, con incrustaciones de brillantes en los bordes, precisa­mente del color que más le iba a su desaparecida cabellera. Se trataba de unas peinetas caras, ella lo sabía, y las había contemplado y deseado con delirio, sin la menor esperanza de poder poseerlas jamás. Y ahora eran su­yas, pero las trenzas que habrían podido adornar aquellas ansiadas peine­tas ya no existían.
A pesar de ello, se las colocó en el regazo y por fin fue capaz de levantar la mirada con ojos sombríos y decir sonriendo:
-¡Me crece tan de prisa el cabello, Jim!
Y entonces Della dio un salto como un gatito escaldado y exclamó:
-¡Oh!, ¡oh!
Jim no había visto todavía su magnífico regalo. Ella se lo mostró con pasión sobre la palma de su mano abierta. El pálido metal precioso pareció resplandecer como si fuera un reflejo de su alma brillante y ardiente.
-¿No te parece muy selecto y elegante, Jim? He recorrido la ciudad entera hasta encontrarla. A partir de ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Dame el reloj. Quiero ver cómo le sienta.
En lugar de obedecer, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó sus manos tras la nuca, y sonrió.
-Dell -dijo-, recojamos nuestros regalos de Navidad y guardémoslos­ durante un tiempo. Son demasiado hermosos para usarlos ahora. Me he vendido el reloj para poder reunir el dinero con que comprar las peine­tas. Y ahora, ¿qué te parece si vas poniendo a freír las chuletas?
Los Reyes Magos, como saben ustedes, eran unos sabios -unos hom­bres extraordinariamente sabios- que llevaron regalos al Niño Jesús en el pesebre. Ellos inventaron el arte de hacer regalos en Navidad. Como eran sabios, sus regalos debieron de serlo también, sin duda, y tal vez tu­viesen la ventaja de poderse cambiar por otros en el caso de que estuvie­ran «repes». Y aquí les he contado sin mucha convicción la irrelevante historia de dos criaturas alocadas que vivían en un piso y, de la forma más absurda que se pueda concebir, sacrificaron el uno por otro los dos mejo­res tesoros del hogar. Sin embargo, en unas últimas palabras dirigidas a los sabios de hoy en día, es obligado decir que, de todos cuantos ofrecen y reciben regalos, los que son como ellos son sin duda los más sabios. En todas partes son los más sabios. Son los Reyes Magos.
O. Henry

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Románico catalán


El tiempo recuperado

Un hombre que vivía en un país de Oriente Próximo anunció, hacia 1970, que había descubierto el secreto de la inmortalidad y que no mori­ría jamás. Lo proclamaba con una seguridad pasmosa, afirmando que el secreto no tenía nada de magia, que era fruto de una buena salud, de una vida sana y de diversas prácticas médicas.
Enseguida se le conoció con el mote de el Inmortal y su fama atrave­só las fronteras. A lo largo de los años noventa, pasó por la televisión, lo invitaron a diversos congresos y dio conferencias que trataban siempre sobre el mismo tema: «Cómo hacerse inmortal».
Como su buena salud se mantenía, empezó a tener seguidores que lo imitaban, recopilaban sus palabras y las transmitían. Incluso compusie­ron y publicaron un pequeño libro que se llamaba Camino hacia la in­mortalidad, del que se vendieron más de diez mil ejemplares.
¿Era sincero? Quienes lo conocieron de cerca lo afirman. Su con­vencimiento era total. En 1998, abrió una página en internet que tuvo bastante éxito. Había fundado una asociación llamada «Los amigos de la inmortalidad». Varios de sus discípulos murieron, lo que no impidió a los demás seguir creyendo en él. La idea de que él era el único inmortal empezó incluso a extenderse a su alrededor. Hacía planes de vida a muy largo plazo y esperaba llegar a cumplir doscientos o trescientos años, se­gún decía a los periodistas, para fundar una familia.
Murió en el mes de junio de 2007 mientras dormía. Lo encontraron sin vida por la mañana. Dos de sus familiares acudieron a su cabecera y lo estuvieron contemplando durante mucho tiempo. Su rostro estaba tranquilo, relajado, casi sonriente.
Uno de los dos hombres, que en el fondo siempre había dudado de la inmortalidad del difunto, dijo al otro:
-Ya ves, se equivocaba. A pesar de todo, está muerto.
-No se equivocaba -replicó el otro.
-¿Por qué dices eso?
-Para que admitiese que se equivocaba, ¡habría que poder demostrárselo! Pero ¿cómo podríamos hacerle saber que se equivocó? ¿Se te ocurre alguna idea?
-No.
-Anoche se acostó convencido de su inmortalidad y se ha muerto mientras dormía. No se ha dado cuenta de nada, ni al morir, ni después de la muerte. ¿Entonces?
Y los dos hombres, después de un diálogo de este tenor que se pro­longó durante un tiempo, tuvieron que admitir que el hombre se había muerto inmortal.
Jean-Claude Carrière

lunes, 22 de diciembre de 2014

Raquel Leite



Vicente

Aquella tarde, en el momento en que más duro y más siniestro se mostraba el cielo, Vicente abrió sus negras alas y partió. Ya habían transcurrido cuarenta días desde que, admitido en la leva de los elegidos, había hecho su entrada en el Arca. Pero desde el primer instante todos habían visto que su espíritu no tenía paz. Callado y ceñudo, andaba de acá para allá, presa de una excitación continua, como si aquel gran barco en que el Señor había guardado la vida fuese un ultraje a la Creación. En una barahúnda como aquélla -lobos y corderos hermanados en el mismo destino-, únicamente su figura negra y seca se mantenía en desacuerdo con el proceder de Dios. Y se preguntaba, silenciosamente, indignado: ¿Por qué motivo se había mezclado a los animales en esa confusa cuestión de la torre de Babel? ¿Qué tenían que ver los pobres bichos con esas fornicaciones de los humanos que el Creador pretendía castigar? Justos o injustos, los altos designios que habían decidido aquel diluvio chocaban contra un sentimiento hondo, de irrefrenable rechazo. Y cuanto más inexorable se mostraba la prepotencia, mayor era la rebeldía de Vicente.
No obstante, la debilidad de la carne lo había retenido allí dentro cuarenta días. Ni siquiera él hubiera sido capaz de explicar cómo había llegado desde el Líbano hasta aquel embarcadero, ni cuánto tiempo había estado después en el Arca, recibiendo de las manos serviles de Noé su alimento diario. Pero había conseguido vencerse a sí mismo. Había conseguido, finalmente, superar el instinto de su propia conservación y abrir sus alas en dirección a la inmensidad terrible del mar.
Aquella insólita partida fue presenciada por grandes y chicos con un respeto callado y contenido. Pasmados y deslumbrados, todos vieron cómo, temerariamente, a pecho descubierto, había atravesado el primer muro de fuego con que Dios había querido impedir su fuga, y cómo se había sumido, a lo lejos, en los confines del espacio. Pero nadie había dicho nada. En aquel momento, su gesto era el símbolo de la liberación universal. La conciencia en protesta activa contra el arbitrio que dividía a los seres en elegidos y condenados.
Pero todavía estaban saboreando íntimamente aquel gusto a redención, cuando desde lo alto, potente como un trueno, penetrante como un rayo, terrible, la voz de Dios:
-Noé, ¿dónde está Vicente, mi siervo?
Y todos, bípedos y cuadrúpedos, se quedaron petrificados. Sobre la cubierta, desprovista ya de la luz de la ilusión, se fue cerniendo, oscura y pesada, una mortaja de silencio.
El Señor había paralizado nuevamente las conciencias y el instinto, y reducía a pasividad vegetativa aquel residuo de materia palpitante.
Noé, a pesar de todo, era hombre. Y, como tal, aprontó sus armas defensivas.
-Debe de andar por ahí... ¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde estará Vicente?
Nada.
-¡Vicente! ¿No lo ha visto nadie? ¡Buscadlo!
Ni una sola respuesta. Toda la Creación parecía haberse quedado muda.
-¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde se habrá metido?
Hasta que uno de ellos, compadeciéndose de la falta de grandeza de aquel ser humano, puso punto final a la comedia.
-Vicente se ha escapado...
-¿Que se ha escapado? Pero ¿cómo?
-Se ha escapado... Se ha ido volando...
A aquel desventurado se le cubrieron las sienes de sudor frío. De repente, le flojearon las piernas y cayó al suelo, desplomado.
La luz parduzca del cielo se eclipsó durante un segundo. Fue como si por las manos invisibles de aquel que mandaba en la furia de los elementos, hubiera pasado, rápido, un estremecimiento de vacilación.
Pero la divina autoridad no podía seguir así, indecisa, titubeante, a merced de la primera subversión que se produjese. Aquel instante de perplejidad no duró más que un instante. Porque, inmediatamente, la severa voz de Dios tronó de nuevo por el cielo inmenso.
-Noé, ¿dónde está mi siervo Vicente?
Y Noé, ya recuperado de su cobarde desmayo, tembloroso y desorientado, intentó justificarse.
-Señor, tu siervo Vicente ha huido. No tengo ningún peso en la conciencia porque yo no lo he ofendido ni le he negado su ración de comida. Ninguno de nosotros lo ha maltratado. Se ha dejado arrastrar por su insumisión... Pero perdónalo, y perdóname a mí también, y sálvalo, porque, tal y como tú me ordenaste, él ha sido el único de su especie que he recogido en el Arca...
-¡Noé!... ¡Noé!
Y la palabra de Dios, tremenda, volvió a retumbar por el desierto infinito del firmamento. Después se hizo un silencio todavía más terrible. Y en aquel vacío en que parecía estar sumergido todo, se oía, infantil, el llanto desesperado del Patriarca, que entonces tenía seiscientos años de edad.
Mientras tanto, suavemente, el Arca había ido cambiando de rumbo. Y luego -en vez de seguir flotando indecisa y morosa al gusto de las olas-, como guiada por un piloto oculto, como movida por un poder misterioso, se dirigió hacia el sitio en que cuarenta días antes estaban las montañas de Armenia.
En todas las mentes, la misma angustia y los mismos interrogantes. ¿A qué represalias recurriría ahora el Señor? ¿Cómo terminaría aquella rebelión?
El Arca continuó navegando horas y horas, cargada de incertidumbre y de terror. ¿Le obligaría Dios al cuervo a volver al barco? ¿Lo sacrificaría, sin más, para que sirviera de escarmiento? ¿Qué haría ahora? Y Vicente, ¿habría conseguido soportar la furia del vendaval, la oscuridad de la noche y el interminable diluvio? Y, si había sido capaz de superarlo todo, ¿a qué lugar concreto habría llegado? ¿En qué sitio del universo habría aún un retazo de esperanza?
Nadie respondía a las preguntas que se hacían a sí mismos. Los ojos de todos se clavaban en la lejanía, los corazones se encogían con un sentimiento de insumisión impotente, y el tiempo iba pasando.
De repente, el lince de vista más aguda divisó tierra. Y esta palabra, gritada con miedo, porque no dejaba de parecer un espejismo o una blasfemia, se extendió por todos los rincones del Arca como un perfume. Y toda aquella fauna desilusionada y humillada fue subiendo a cubierta, dominada por un alborozo grato y alentador: ahora todos sabían que todavía quedaba en este pobre universo un pedazo de tierra firme.
¡Tierra! No eran llanos, ni vegas, ni desiertos... Ni siquiera la robusta y tranquilizante mole de un monte. Lo que emergía de las aguas no era más que la cima de un cerro. Pero era suficiente. Para todos cuantos podían verlo, aquel peñasco resumía la magnitud del mundo. Para todos ellos, hasta ese instante meras transfiguraciones fantasmales sobre las aguas, representaba la realidad de su existencia. ¡Tierra! Una minúscula isla sólida en medio de un abismo móvil, y esto era lo único que les importaba y tenía sentido para ellos.
¡Tierra! Desgraciadamente, esta palabra tan dulce encerraba también un regusto amargo. Tierra... Sí, todavía existía el cálido regazo de la madre. Pero ¿y el hijo? Pero ¿y Vicente, fruto legítimo de su vientre?
Vicente, a pesar de todo, estaba vivo. A medida que la embarcación se aproximaba, se iba dibujando en la lejanía su escueta presencia, recortándose en el horizonte como una línea severa que delimitaba un cuerpo y que era, al mismo tiempo, el perfil de una voluntad.
¡Había llegado! ¡Había conseguido vencer! y todos sintieron en su alma la paz de la humillación vengada.
Sólo que las aguas seguían aumentando y aquel pequeño otero iba disminuyendo por segundos.
¡Tierra! Pero un pedazo tan exiguo que hasta los más confiados querían retenerlo en sus ojos curiosos, como para defenderlo de la vorágine. Para defenderlo y para defender a Vicente, cuya suerte estaba íntimamente unida al destino telúrico.
¡Ah, pero estaban «rotas las fuentes del gran abismo y abiertas las cataratas del cielo»! Y hombres y animales empezaron a desesperarse frente a aquel hundimiento irremediable del último reducto de la existencia activa. No, nadie podía luchar contra la determinación de Dios. Era imposible oponerse al ímpetu de los elementos, gobernados por su implacable tiranía.
Transida, aquella turba sin fe no quitaba los ojos de la reducida cumbre y del cuerpo posado en ella. Palmo a palmo, la peña había sido devorada. Sólo quedaba el pico, y sobre él, negro, sereno, único representante de lo que era una raíz plantada en su justo medio, permanecía Vicente, impávido. Como si fuese un espectador impersonal, no quitaba la vista del Arca, que iba subiendo con la marea. Se había decidido por la libertad y a partir de ese mismo momento había aceptado todas las consecuencias de su elección. Seguía a la embarcación con los ojos, sí, pero era para mirar cara a cara a la degradación que había rechazado.
Noé y los demás animales asistían mudos a aquel duelo entre Vicente y Dios. Y en el espíritu claro, o brumoso, de cada uno de ellos, únicamente este dilema: o se salvaba el pedestal que sostenía a Vicente, y el Señor preservaba la grandeza del instante genesíaco -la total autonomía de la criatura en relación al Creador-, o, sumergiéndose el punto de apoyo, Vicente moría y su aniquilamiento invalidaría aquel instante supremo. El significado de la vida se había unido indisolublemente a aquel acto de insubordinación. Porque ya nadie se sentía vivo dentro del Arca. Sangre, respiración, savia de savias, todo esto era aquel pobre cuervo negro, mojado de la cabeza a los pies, que, tranquila y obstinadamente, posado en la postrera posibilidad de sobrevivir de manera natural, desafiaba a la omnipotencia.
Tres veces una ola alta, en un ímpetu final, lamió las garras del cuervo, y tres veces retrocedió. A cada ola, el corazón frágil del Arca, dependiendo del decidido corazón de Vicente, se estremeció de terror. La muerte temía a la muerte.
Pero enseguida se hizo evidente que el Señor iba a ceder. Que no podía hacer nada contra aquella voluntad inquebrantable de ser libre.
Que, para salvar su propia obra, cerraba melancólicamente las compuertas del cielo.
Miguel Torga

sábado, 20 de diciembre de 2014

Ex-libris




Margie

En 1981 tuve una discusión con mi hijo Matthew, que entonces tenía trece años, a raíz de una redacción que tenía que escribir para el instituto. Simplemente no quería hacer el trabajo que le habían mandado -era domingo y hacía una tarde magnífica- y me negué a dejarle salir de su cuarto hasta que hubiese acabado la tarea. Más tarde, al regresar a casa, me encontré con que Matthew se había marchado, dejando la redacción encima de la mesa del comedor para que yo me la encontrara. Lamentablemente, lo que había escrito era una parodia del tema que le habían mandado, y casi una de cada tres palabras era una obscenidad. Era obvio que mi hijo estaba furioso conmigo, lo cual era comprensible en un chico de trece años, sin embargo aquel texto me produjo una tremenda inquietud. Richard, mi marido y padrastro de Matthew, me decía que estaba sacando las cosas un poco de quicio. «Venga», dijo, «vamos a dar un paseo y te contaré lo que me sucedió a mí cuando tenía trece años».
En aquella época vivíamos sobre la playa de Venice, en California, donde «dar un paseo» significaba formar parte de un carnaval en el que todo el mundo participaba. Una densa multitud de turistas y residentes recorría lentamente la tarima del paseo marítimo. Músicos, mimos, bailarines de break dance, adivinos y cantantes congestionaban el espacio. Vendedores coreanos voceaban su mercancía -gafas de sol, calcetines, joyas de plata y pipas de hachís-, mientras adultos en patines zigzagueaban a una velocidad alarmante entre la multitud. Recuerdo un constante latido de fondo creado por el repique de bongós, marimbas y botellas vacías. Richard enlazó su brazo en el mío, entramos en aquella corriente humana y comenzó su relato:
«La historia aconteció cuando mi familia se trasladó por primera vez a Nueva Jersey. Yo estaba en octavo y era un niño delgaducho al que le costaba hacer amigos. Ya desde el primer día me quedé colgado de una niña pelirroja y muy mona que se llamaba  Margie, a la que yo también parecía gustarle. Pero Margie y todos los demás chicos de la clase eran más experimentados sexualmente que yo o, al menos, eso era lo que a mí me parecía entonces. Así que estaba nervioso. Tan nervioso que, cada vez que ella quería besarme, yo le decía que mejor no porque estaba resfriado o por alguna otra tontería que me inventaba. Temía que ella se diese cuenta de que, en realidad, no sabía besar. No pasó mucho tiempo antes de que Margie se cansase de mis rodeos y se marchase con otro chico. Yo estaba tan herido que le escribí una carta enfurecida en la que puse cuanto insulto se me ocurrió. Una ocurrencia que me dejó bastante satisfecho de mí mismo. Luego guardé la carta en el cajón de mi mesa, donde, poco después, la encontró mi madre. Ya conoces a mis padres: la Familia Pánico. No podían creer lo que había hecho. Querían llamar a los padres de Margie de inmediato para averiguar qué era lo que estaba pasando. Debí de llorarles y rogarles durante un buen raro hasta que logré que desistiesen de la idea. Así que la carta no tuvo ninguna consecuencia. Al acabar aquel curso, Margie y sus padres se mudaran a Nueva York y nunca más volví a verla.»
En el preciso momento en que mi marido acababa de pronunciar esas palabras, levanté la mirada y me encontré con que, justo delante de nosotros, había una treintañera pelirroja y delgada. La manada de turistas continuaba rodeándonos, gente de todas las edades, tamaños y colores avanzaba a empujones hacia el norte y hacia el sur por el entarimado del paseo. Todos parecían moverse menos Richard, la pelirroja y yo. Supongo que los que aporreaban los bongós, las marimbas y las botellas vacías no cejaran, pero en mi recuerdo es como si se hubiera hecho un gran silencio mientras los tres permanecíamos allí, de pie, mirándonos. «¿Margie?», preguntó Richard, y la mujer contestó tranquilamente: «¿Richard?» Mi marido logró reaccionar y le dijo: «¡Pero qué sorpresa! En este momento le estaba hablando de ti a mi mujer».
Esta es una historia verídica, habían pasado diecisiete años desde la última vez que Richard y Margie se habían visto, cuando todavía eran adolescentes en Nueva Jersey. Pero aquí no acaba mi historia. Han pasado diecisiete años desde el día en que ocurrieron estos hechos y ahora sé que la aparición casi milagrosa de Margie no es el único final de esta historia. No es más que el final que mi marido y yo contamos en las cenas y en las fiestas. Para ser sincera, creo que la historia tiene que incluir el hecho de que aquel día tampoco fallaron mis presentimientos respecto a mi hijo. Su redacción no había sido solamente producto de su furia, sino también la manifestación de un cambio en su vida: un cambio hacia un futuro más oscuro y difícil que, hasta el día de hoy, no se ha resuelto satisfactoriamente.
Al pasar los años, cada vez que mi marido y yo nos acordábamos de nuestro encuentro con Margie, nos solíamos preguntar: ¿Qué posibilidades existen de que suceda algo así? Ahora sólo me gustaría saber: ¿Qué posibilidades existen de que esta historia tenga un final feliz?
Christine Kravetz