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sábado, 25 de octubre de 2014

Museo del Chocolate - Astorga


El veraz y el mentiroso 
                                                                                   
Dos hombres, que caminaban sin rumbo fijo recorriendo el mundo, se encontraron en el camino y decidieron continuar desde entonces juntos su viaje. Antes de reanudar la marcha convinieron en que un día se ocuparía el uno de propor­cionar alimento para los dos, y al siguiente, el otro.
De estos dos hombres, el uno amaba la verdad por encima de todo. Jamás mentía; siempre decía la verdad. El otro no era veraz en sus palabras; sólo decía lo que podía serle de provecho o lo que gustaba a la gente.
Al terminar la primera jornada de marcha, los dos hombres llegaron al lugar en que pensaban pasar la noche. El mentiroso no dijo nada. El veraz, en cambio, habló mucho con el dueño de la cabaña y con su familia. Sin suavizar las palabras, criticó al dueño porque la cabaña destinada a los forasteros no estaba limpia, porque no habían sido acogidos con más cordialidad y por otras muchas cosas que no le habían agradado. Esto extrañó al dueño de la casa y a su familia.
El sol se había puesto. Había oscurecido. En su cabaña, los forasteros oyeron cómo el dueño de la casa y los suyos tomaban su cena y esperaron recibir la suya. Pero la espera fue vana: nadie se presentó en la cabaña con la cena y debieron acostarse hambrientos.
A la mañana siguiente, los dos hombres continuaron su viaje. El mentiroso dijo:
-Deja que hoy me ocupe yo de las cosas. Verás cómo no nos acostamos hambrientos igual que ayer.
Cuando llegaron al lugar en que pensaban pasar la noche, el mentiroso se presentó inmediatamente al rey para saludarle. Alardeó ante él de ser un hombre ilustre y de poder hacer lo que nadie había visto jamás. Pidió al rey que congregara inmediatamente al pueblo para comunicarle de qué era capaz él, el mentiroso.
Cuando el pueblo estuvo reunido, el mentiroso charla­tán pronunció un discurso: era un honor para la ciudad que él hubiera llegado a ella; el gran rey de tal y tal ciudad lo había hecho llamar para que él, el hombre célebre, librase con sus milagros al rey y a sus súbditos de la enfermedad y de todos los males. No solamente podía curar todas las enfermedades -continuó el menti­roso-; también podía resucitar a los muertos. No obs­tante, hoy era ya demasiado tarde y él estaba fatigado del largo viaje; pero al día siguiente, muy temprano, se deberían reunir todos en el lugar donde resucitaría a los muertos que habían sido enterrados el año precedente.
Y con esto, la asamblea se dispersó.
Apenas el mentiroso había regresado a su alojamiento, el rey, por medio de un enviado secreto, le hizo advertir que podía resucitar a los otros muertos, pero no a su predecesor, que había sido enterrado poco tiempo antes. El motivo era sencillo: si el predecesor volvía a la vida, el rey perdería el poder y el reino.
Y como en este mundo no faltan muertos en ninguna casa, sea la del rey, sea la del más humilde de los súbdi­tos, apenas se retiró el enviado del soberano, apareció una mujer. Había perdido a su marido el año anterior y con ello encontró la paz, pues la maltrataba continua­mente. Se había vuelto a casar la víspera; por eso pedía al ilustre forastero que resucitase a los otros muertos, pero no a su marido.
Cuando la mujer se fue, se presentaron otros con la misma súplica: que el poderoso forastero resucitase a los muertos de otros, pero no a los suyos; entre otras razo­nes, la que quizá menos confesaban era la de que ellos habían entrado en posesión de la herencia de los muertos y si éstos volvían a vivir, la situación resultaría enojosa.
Al llegar la noche, cada uno de los que querían dejar a su muerto en la tumba envió a los forasteros grandes bandejas con alimentos escogidos y buenas cantidades de dinero. Cuando los caminantes estuvieron solos, el veraz reprendió al mentiroso por sus embustes, pues no era capaz de resucitar a un muerto. El mentiroso respondió riendo:
-Ayer tuvimos que acostarnos con una buena ración de hambre; hoy podríamos saciar el hambre de toda la ciudad con los abundantes manjares que no podremos tocar.
La gente esperó la llegada del nuevo día con curiosidad. Cuando todos estuvieron reunidos, el mentiroso se presentó y dijo que, en primer lugar, quería resucitar al rey difunto, pues el rey era el primero del país y le corres­pondía también en la resurrección.
Entonces el rey reinante se levantó: Su predecesor -dijo- había reinado durante mucho tiempo; todas las ­gentes lo habían amado y le deseaban el reposo. Por otra parte, el mismo difunto había dicho que él deseaba la muerte. El forastero, por tanto, debía dejar al rey difunto, en su tumba y resucitar a cualquier otra persona.
El mentiroso, dirigiéndose a la asamblea, dijo:
-Habéis oído lo que ha dicho el rey. Cuando el rey habla siempre tiene razón. Por tanto, dejaré al rey en el reposo de su tumba y resucitaré a otra persona.
Entonces el mentiroso se dirigió a la mujer que había perdido a su marido el año anterior y quiso devolverlo a la vida. Pero la pobre mujer se resistió y repitió ante la asamblea los mismos argumentos que había hecho el día anterior al ilustre y poderoso forastero, aunque sua­vizados con un poco más de amor a su querido difunto esposo, que después de una vida de trabajos había llega­do, por fin, al descanso que no se acaba.
El mentiroso accedió a las súplicas de la mujer, explicó a la asamblea lo justas y razonables que eran y quiso resucitar a otro muerto, luego a otro y otro. Pero los herederos, que ya le habían suplicado la víspera, volvie­ron a insistir en su oposición con razonables argumentos.
Por fin, el mentiroso dijo:
-Como bien veis todos, puedo resucitar a los muertos, pero los herederos prefieren que no lo haga. En vista de ello, dejaremos a todos los muertos en sus tumbas.
La asamblea se alejó aliviada y el mentiroso se volvió a su alojamiento, donde fue ricamente gratificado antes que continuase su viaje con su compañero, el veraz.
Y mientras se alejaban de la ciudad de los muertos que no resucitaron, el veraz pensaba: «Lo bueno es, sin duda, la verdad, no la mentira; pero la culpa de que abunden mentirosos es, en gran medida, de los hombres, que se creen con más facilidad las mentiras, que pagan caras, que las verdades, por las que no tendrían que pagar nada.»
(Níger - En torno al fuego en las noches de África)