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jueves, 23 de octubre de 2014

Codex Beatus - Museu Diocesá - La Seu d´Urgell






Los tres libros  

Yo ya era un hombre de edad madura -vivía a la sazón en San José de Costa Rica- cuando un día mi hermano Alejo, que hacía algunos meses compartía conmigo la misma habitación, partió a seguir su errátil existencia en lejanos países, y me dejó como donación sus muebles y su biblioteca.
Ávidamente inventarié mis nuevos tesoros. Los dividí en tres clases de volúmenes: los que estaba decidido a leer inmediatamente, lo más pronto que me fuera posible, los que me ofrecían menos interés, y, por último, los que acaso no leería nunca. ¡Ah, pero me olvidé de mencionar una cuarta división, aunque es precisamente la que motiva esta historia! Y me olvidé de mencionarla porque sólo estuvo compuesta por dos volúmenes, que me parecieron, apenas hojeados, tan estúpidos, que los arrojé sobre el techo del armario, con el mismo desprecio con que hubiera arrojado un ejemplar de «El Oráculo Novísimo o Libro de los destinos». Uno de estos volúmenes, el que más interesa en este relato, hubiera disculpado mi despectiva acción a los ojos de cualquiera que se tomase la molestia de volver sus páginas durante breves minutos; en efecto, tenía figuras de pantaclos, diagramas complicados que me dieron la impresión de la obra de un charlatán. Como digo, lo arrojé sobre el techo de la librería, y no volví a pensar más en él, por entonces.
La noche del mismo día en que había hecho la interesada requisa de la biblioteca de mi hermano, tuve que acompañar a unas amigas al cine. Llegamos breves minutos antes de empezar la función al palco que nos correspondía. De pronto, en la superficie de la pantalla, aún limpia, pues no había empezado a descorrerse la cinta, ante mis ojos atónitos se dibujaron con caracteres nítidos, los extraños pantaclos y diagramas del libro que unas horas antes me hiciera sentir tanto desdén.
¡Yo me hubiera explicado con facilidad aquellas alucinaciones! Mis estudios me permitían darles cualquiera de esas explicaciones de que es tan pródiga la ciencia moderna: memoria automática, subconsciencia que grabó en mis células cerebrales las imágenes, apenas vistas, sin que yo me diese cuenta de ningún esfuerzo. ¡Ah, pero es el caso...! que yo recordaba, recordaba... yo recordaba mi pasado. Recordaba cosas que no me habían acontecido en ninguno de los días de mis cuarenta años, transcurridos desde que nací bajo mi actual nombre; recordaba existencias anteriores...
La impresión de aquellos pantaclos fue tan intensa, que tomé una resolución, y no pude resignarme a demorar su cumplimiento ni las pocas horas que duraría la función teatral: pretexté un violento dolor de cabeza y, dejando abandonadas a mis compañeras, corrí a mi casa, a devorar el libro misterioso. Subí nervioso sobre una silla, lastimándome una mano en mi loca precipitación, alcancé el volumen extraño, bajé rápido, y luego, con pasos veloces, como un ladrón que huye con su presa, me trasladé a mi escritorio, y ya en él me encerré con llave.
Dos días, dos días con sus noches, es decir, durante cuarenta y ocho horas estuve leyendo consecutivamente, sin comer, ni beber, ni dormir, las páginas terribles; y mi vida cambió. Reaparecía en mí el ocultista que había vivido ignorado durante cuarenta años, y que después, en la Indochina francesa, había de encontrar a su maestro.
Y el libro hablaba de otros libros. Había en él referencias a ejemplares difíciles de obtener, citas de libros únicos. Yo tomé ávidamente nota detallada de la fecha de sus ediciones, de sus autores, de todos los datos que pude obtener en el volumen revelador que tenía entre manos; y luego, antes de que terminara mi reclusión voluntaria, escribí largamente a mi hermano pidiéndole los raros volúmenes, y permitiéndole ofrecer en cambio de ellos mi fortuna, toda mi fortuna. No era muy larga la lista de los ejemplares codiciados, ocho o nueve a lo sumo; pero como comprendía muy bien que podrían estar avalorados en cantidades ingentes, hice un rápido recuento de toda la hacienda de que disponía, y su total en dólares fue enviado como el máximum de lo que podía emplearse en la adquisición que yo solicitaba hacer por medio de Alejo. Terminaba mi carta con una apasionada deprecación en que exigía que el fraterno cariño puesto a prueba, diera todo lo que pudiera dar como sacrificio ante las aras de mi desmedido deseo. Solicitaba en mi mensaje tener respuesta por medio de cable. Y veinte días después, desde París, donde a la sazón residía mi hermano, me llegó el cable anhelado. Decía así:

Empresa difícil. Dedicaré tiempo necesario a complacerte. Sólo buscaré en Europa, pues no puedo ir a la India ni a China.

ALEJO

Seis meses más tarde, un segundo mensaje cablegráfico, fechado esta vez en Copenhague, me traía este texto:

Búsqueda Europa entera trájome aquí. Tres libros únicos que encontré te van asegurados en cinco mil dólares. Acusa recibo. Tuyo,

ALEJO

¡Ah, con qué impaciencia transcurrieron desde entonces los días para mí! Un itinerario exacto me hizo saber el menor tiempo en que podía recibir los tesoros enviados por mi hermano. Pero este mínimum se venció sin que llegaran a mis manos, y se venció un lapso mayor, y pasaron tantos meses sin recibir la remisión deseadísima, que el más amplio de los plazos -donde estuviera prevista la más larga travesía posible del vapor en que debían venir los tesoros bibliográficos, y toda probable contingencia, salvo la de un naufragio- transcurrió también sin traerme los objetos de mis deseos, y entonces, desaliñado, fue mi ocurrir a la Dirección de Correos, a las oficinas de vapores, y a mi propio hermano, en demanda de aclaraciones para el destino de los misteriosos libros. En mi impaciencia llegué hasta demandar auxilio del propio presidente de Costa Rica que puso a mi servicio -bibliófilo lleno de pasión- toda su influencia de Jefe de Estado sin obtener más que escuetos datos que se reducían a bien poca cosa, a hacerme saber que los raros ejemplares de ediciones agotadas habían salido en el vapor «Alaska», el tres de septiembre; que el vapor el veintisiete de noviembre del propio año, había tocado en Puntarenas -puerto sobre el Pacífico de la pequeña república de Costa Rica, en donde, como ya le dije anteriormente, entonces yo habitaba- sin dejar más en él que una no muy grande carga de artículos de fantasía para una casa comercial de San José, ciudad de mi residencia; y nada más...
Me trasladé yo mismo a Puntarenas, me enseñaron los libros de la oficina de aduanas; y vana fue mi pesquisa. Ya antes había estado en los almacenes de la casa comercial a preguntar -recurso loco- si entre los fardos recibidos no habían llegado, por casualidad, tres libros, cuyos títulos di; pero, ¿a qué cansar con la narración de mi loca búsqueda? Basta, para el buen curso de mi historia, con que haga saber que la casa aseguradora se negó a pagar el seguro hasta que el «Alaska» regresara a Copenhague y que al regreso del barco se entabló un largo juicio del que ni mi hermano ya de regreso a Costa Rica, ni yo, pudimos darnos cuenta clara. Nunca supimos quién resultó responsable del extravío. Y al fin, la sociedad aseguradora, ante el peligro de una publicidad eficaz, que hubiera hecho gran daño a sus intereses, se vio obligada a entregarnos los cinco mil dólares. Y nada más puedo agregar al respecto... Pero los libros no aparecían por ninguna parte, y así pasó el tiempo, y habrían transcurrido ya como dos años después de la vuelta de mi hermano a mi lado, cuando, un día, en modesto paquete, sin estar asegurado ni certificado, llegó a mi casa de San José un libro de mediano volumen. Lo saqué de las cubiertas que lo protegían, pude leer su título y el nombre de su autor, y por poco caigo desvanecido. El volumen era uno de los tres que al precio de una fortuna, había podido obtener mi hermano de los ocho solicitados en mi carta. Al abrirlo, de entre sus páginas cayó una epístola. Rompí el sobre con mano trémula y la leí. He aquí su contenido:

Tres libros dirigidos a Puntarenas de Costa Rica como puerto de desembarque y a usted como destinatario llegaron a Puntarenas de Chile y a mí. Como usted sabe, un libro no llega al que ha de leerlo sino cuando ya éste se encuentre capacitado por su desarrollo espiritual para recibir la dádiva de sabiduría y para poder entenderla y hacer uso de ella. Hace dos años usted no reunía estas condiciones respecto al volumen que hoy le envío. En cambio yo, por ese tiempo, tenía suma urgencia de las tres mencionadas fuentes de conocimiento. Me dicen los Señores que en cuanto usted deba recibir los otros dos volúmenes, llegarán infaliblemente a su poder. Son de mucho más elevada ciencia, y de usted depende que su llegada se haga esperar uno, dos o muchos años.
De usted afectísimo hermano,

JOSÉ PERALTA

Han pasado doce años desde entonces y aún no han llegado a mis manos. Aunque mi cabeza blanquea como la de un anciano, apenas empiezo a ser viejo, pero, óigalo bien: he perdido toda esperanza de que lleguen a mí en esta existencia.
Puntarenas de Chile es el puerto más austral del continente. Más tarde averigüé que el que firmaba la carta era un simple factor en la pequeña población marítima; el único libro recibido de los ocho con que soñó mi codicia ha colmado plenamente estos doce años de mi vida.
Rafael Arévalo Martínez

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