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viernes, 31 de octubre de 2014

Cerámica (1)







El agua del Paraíso

Un beduino seco y miserable, que se llamaba Harith, vivía desde siempre en el desierto. Se desplazaba de un sitio a otro con su mujer Nafisa. Hierba seca para su camello, insectos, de vez en cuando un puñado de dátiles, un poco de leche: una vida dura y amenazada. Harith cazaba las ratas del desierto para apoderarse de su piel y hacía cuerdas con las fibras de las palmeras, que intentaba vender en las caravanas.
Sólo bebía el agua salobre que encontraba en los pozos enfangados.
Un día apareció un nuevo río en la arena. Harith probó aquella agua desconocida, que era amarga y salada, e incluso un poco turbia. Pero le pareció que el agua del verdadero paraíso acababa de deslizarse por su garganta.
Llenó dos botas de piel de cabra, una para él y otra el califa Harun al-Rasid, y se puso en camino hacia Bagdad. A su llegada, tras un penoso viaje, le contó su historia a los guardias, según la práctica establecida, y fue admitido ante el califa. Harith se postró ante el Comendador de los Creyentes y le dijo:
-No soy más que un pobre beduino, ligado al desierto donde el destino me ha hecho nacer. No conozco nada más que el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas la aguas que allí se pueden encontrar. Por eso he decidido traértela para que la pruebes.
Harun al-Rasid se hizo traer un cubilete y probó el agua del río amargo. Toda la corte lo observaba. Bebió un buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Se quedó pensativo un instante y entonces con fuerza repentina pidió que el hombre fuera llevado y encerrado, con la orden estricta de que no viese a nadie. El beduino, sorprendido y decepcionado, fue encerrado en una celda.
-Lo que nada es para nosotros lo es todo para él. Lo que para él es el agua del Paraíso no es más que una desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de ese hombre -dijo el califa a las personas de su entorno, curiosos por su decisión.
Al caer la noche hizo llamar al beduino. Dio la orden a sus guardias que lo acompañasen de inmediato fuera de la ciudad, hasta la entrada del desierto, sin permitirle ver ni el río Tigris ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para beber. Cuando el beduino se iba del palacio en la oscuridad de la noche, vio por última vez al califa. Éste le dio mil monedas de oro y le dijo:
-Te doy las gracias. Te nombro guardián del agua del Paraíso. La administrarás en mi nombre. Vigílala y protégela. Que todos los viajeros sepan que te he nombrado para tal puesto.
El beduino, feliz, besó la mano del califa y regresó rápidamente a su desierto.
Anónimo árabe 


miércoles, 29 de octubre de 2014

Faros del Norte de Alemania y Mar Báltico (Gabinete Arnaldo Biete)








“Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de criminales a gran escala? Y esas bandas ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos. Abiertamente se autodenominan entonces reino, título que a todas luces les confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda profundidad le respondió al célebre Alejandro un pirata caído prisionero, cuando el rey en persona le preguntó: ¿qué te parece tener el mar sometido a pillaje? Lo mismo que a ti, le respondió, el tener al mundo entero. Solamente que a mí, que trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador.” 
Agustín de Hipona


Los verdaderos héroes

Los hombres más diabólicos, cobardes y traicioneros no se consideran a sí mismos villanos. Creen ser héroes que llevan a cabo tareas imposibles enfrentándose a una oposición avasalladora. Se convencen a sí mismos de esto viendo sólo lo que quieren ver, cambiando el significado a las palabras, olvidando lo real y recordando lo que es falso. De esta manera, no resultan muy distintos de los verdaderos héroes. Entonces, ¿cuál es la diferencia? Los verdaderos héroes están de nuestra parte. Los villanos diabólicos, cobardes y traicioneros son los héroes de nuestros enemigos.
Takashi Matsuoka

lunes, 27 de octubre de 2014

Viena Edicions



La Edad Media cristiana meditó seriamente sobre el número de los demonios. En el Diálogo de milagros, de Cesáreo de Heisterbach, se narra cómo en cierta ocasión los demonios llenaron en tan gran número el coro de una iglesia que interrumpieron el canto de los monjes; estos habían comenzado el Salmo tercero: «¡Oh Yavé, cómo se han multiplicado mis enemigos!». Los demonios echaron a volar de un extremo a otro del coro y se mezclaron con los monjes, que olvidaron por completo lo que estaban cantando y, en su confusión, unos intentaban ahogar a gritos la voz de los otros. Si tantos demonios se reúnen en un lugar para perturbar un solo acto litúrgico, ¡cuántos no habrá entonces en toda la Tierra! Pero ya el Evangelio, añade Cesáreo, confirma que una legión de ellos entró en un solo hombre.
En su lecho de muerte, un sacerdote malvado dijo a una parienta que estaba junto a él: «¿Ves aquel granero grande que está enfrente de nosotros? No hay en su techumbre tantas pajas como demonios hay ahora a mi alrededor». Estaban al acecho de su alma para llevarla a su lugar de castigo. Pero los demonios también prueban suerte junto al lecho de muerte de los piadosos. Durante el entierro de una abadesa buena había más demonios reunidos en torno a ella que hojas en los árboles de un gran bosque, y en torno a un abad moribundo eran más numerosos que los granos de arena a orillas del mar. Estos datos se deben a un demonio que estuvo allí presente y dio cuenta de todo a un caballero con el que mantuvo una conversación. No ocultó el demonio su decepción ante tanto esfuerzo vano, y confesó que ya en la muerte de Cristo había estado sentado en uno de los brazos de la cruz.
Como vemos, la impertinencia de estos demonios es tan grande como su número. Cada vez que el abad cisterciense Richalm cerraba los ojos, los veía a su alrededor como si fueran una polvareda. Ha habido estimaciones más precisas de su número. Conozco dos que difieren mucho entre sí: una habla de 44.635.569, y la otra de once billones.
Elías Canetti - Masa y poder

sábado, 25 de octubre de 2014

Museo del Chocolate - Astorga


El veraz y el mentiroso 
                                                                                   
Dos hombres, que caminaban sin rumbo fijo recorriendo el mundo, se encontraron en el camino y decidieron continuar desde entonces juntos su viaje. Antes de reanudar la marcha convinieron en que un día se ocuparía el uno de propor­cionar alimento para los dos, y al siguiente, el otro.
De estos dos hombres, el uno amaba la verdad por encima de todo. Jamás mentía; siempre decía la verdad. El otro no era veraz en sus palabras; sólo decía lo que podía serle de provecho o lo que gustaba a la gente.
Al terminar la primera jornada de marcha, los dos hombres llegaron al lugar en que pensaban pasar la noche. El mentiroso no dijo nada. El veraz, en cambio, habló mucho con el dueño de la cabaña y con su familia. Sin suavizar las palabras, criticó al dueño porque la cabaña destinada a los forasteros no estaba limpia, porque no habían sido acogidos con más cordialidad y por otras muchas cosas que no le habían agradado. Esto extrañó al dueño de la casa y a su familia.
El sol se había puesto. Había oscurecido. En su cabaña, los forasteros oyeron cómo el dueño de la casa y los suyos tomaban su cena y esperaron recibir la suya. Pero la espera fue vana: nadie se presentó en la cabaña con la cena y debieron acostarse hambrientos.
A la mañana siguiente, los dos hombres continuaron su viaje. El mentiroso dijo:
-Deja que hoy me ocupe yo de las cosas. Verás cómo no nos acostamos hambrientos igual que ayer.
Cuando llegaron al lugar en que pensaban pasar la noche, el mentiroso se presentó inmediatamente al rey para saludarle. Alardeó ante él de ser un hombre ilustre y de poder hacer lo que nadie había visto jamás. Pidió al rey que congregara inmediatamente al pueblo para comunicarle de qué era capaz él, el mentiroso.
Cuando el pueblo estuvo reunido, el mentiroso charla­tán pronunció un discurso: era un honor para la ciudad que él hubiera llegado a ella; el gran rey de tal y tal ciudad lo había hecho llamar para que él, el hombre célebre, librase con sus milagros al rey y a sus súbditos de la enfermedad y de todos los males. No solamente podía curar todas las enfermedades -continuó el menti­roso-; también podía resucitar a los muertos. No obs­tante, hoy era ya demasiado tarde y él estaba fatigado del largo viaje; pero al día siguiente, muy temprano, se deberían reunir todos en el lugar donde resucitaría a los muertos que habían sido enterrados el año precedente.
Y con esto, la asamblea se dispersó.
Apenas el mentiroso había regresado a su alojamiento, el rey, por medio de un enviado secreto, le hizo advertir que podía resucitar a los otros muertos, pero no a su predecesor, que había sido enterrado poco tiempo antes. El motivo era sencillo: si el predecesor volvía a la vida, el rey perdería el poder y el reino.
Y como en este mundo no faltan muertos en ninguna casa, sea la del rey, sea la del más humilde de los súbdi­tos, apenas se retiró el enviado del soberano, apareció una mujer. Había perdido a su marido el año anterior y con ello encontró la paz, pues la maltrataba continua­mente. Se había vuelto a casar la víspera; por eso pedía al ilustre forastero que resucitase a los otros muertos, pero no a su marido.
Cuando la mujer se fue, se presentaron otros con la misma súplica: que el poderoso forastero resucitase a los muertos de otros, pero no a los suyos; entre otras razo­nes, la que quizá menos confesaban era la de que ellos habían entrado en posesión de la herencia de los muertos y si éstos volvían a vivir, la situación resultaría enojosa.
Al llegar la noche, cada uno de los que querían dejar a su muerto en la tumba envió a los forasteros grandes bandejas con alimentos escogidos y buenas cantidades de dinero. Cuando los caminantes estuvieron solos, el veraz reprendió al mentiroso por sus embustes, pues no era capaz de resucitar a un muerto. El mentiroso respondió riendo:
-Ayer tuvimos que acostarnos con una buena ración de hambre; hoy podríamos saciar el hambre de toda la ciudad con los abundantes manjares que no podremos tocar.
La gente esperó la llegada del nuevo día con curiosidad. Cuando todos estuvieron reunidos, el mentiroso se presentó y dijo que, en primer lugar, quería resucitar al rey difunto, pues el rey era el primero del país y le corres­pondía también en la resurrección.
Entonces el rey reinante se levantó: Su predecesor -dijo- había reinado durante mucho tiempo; todas las ­gentes lo habían amado y le deseaban el reposo. Por otra parte, el mismo difunto había dicho que él deseaba la muerte. El forastero, por tanto, debía dejar al rey difunto, en su tumba y resucitar a cualquier otra persona.
El mentiroso, dirigiéndose a la asamblea, dijo:
-Habéis oído lo que ha dicho el rey. Cuando el rey habla siempre tiene razón. Por tanto, dejaré al rey en el reposo de su tumba y resucitaré a otra persona.
Entonces el mentiroso se dirigió a la mujer que había perdido a su marido el año anterior y quiso devolverlo a la vida. Pero la pobre mujer se resistió y repitió ante la asamblea los mismos argumentos que había hecho el día anterior al ilustre y poderoso forastero, aunque sua­vizados con un poco más de amor a su querido difunto esposo, que después de una vida de trabajos había llega­do, por fin, al descanso que no se acaba.
El mentiroso accedió a las súplicas de la mujer, explicó a la asamblea lo justas y razonables que eran y quiso resucitar a otro muerto, luego a otro y otro. Pero los herederos, que ya le habían suplicado la víspera, volvie­ron a insistir en su oposición con razonables argumentos.
Por fin, el mentiroso dijo:
-Como bien veis todos, puedo resucitar a los muertos, pero los herederos prefieren que no lo haga. En vista de ello, dejaremos a todos los muertos en sus tumbas.
La asamblea se alejó aliviada y el mentiroso se volvió a su alojamiento, donde fue ricamente gratificado antes que continuase su viaje con su compañero, el veraz.
Y mientras se alejaban de la ciudad de los muertos que no resucitaron, el veraz pensaba: «Lo bueno es, sin duda, la verdad, no la mentira; pero la culpa de que abunden mentirosos es, en gran medida, de los hombres, que se creen con más facilidad las mentiras, que pagan caras, que las verdades, por las que no tendrían que pagar nada.»
(Níger - En torno al fuego en las noches de África)