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domingo, 21 de septiembre de 2014

Náyade




Jornada quinta. Narración novena     

Federico degli Alberighi ama sin ser amado y, gastando en agasajos, acaba quedándose solo con un halcón. Y, no teniendo otra cosa, lo da a comer a la amada cuando ésta va a su casa, y ella, al saberlo, cambia de parecer y, convir­tiéndole en su marido, le enriquece.

Habéis, pues, de saber que Coppo di Borghese Dome­nichi (que en nuestra ciudad vivió y aún quizá viva), fue entre los nuestros hombres de grande y reverenciada auto­ridad, mucho más por sus costumbres y virtudes que por la nobleza de su sangre, y por esclarecido y digno de eterna fama se le tiene. Y estando ya cargado de años, gustábale disertar a menudo, con sus vecinos y amigos, de las cosas pasadas; lo que sabía mejor hacer y con más elegancia y mejor memoria que nadie. Y solía decir, entre otras be­llas cosas, que había existido en Florencia un mancebo llamado Federico, hijo de micer Felipe Alberighi que era más preciado, por sus hechos de armas y su cortesía, que ningún doncel de Toscana. Y el tal, como a la mayoría de los hidalgos acontece, se enamoró de una dama llamada doña Juanita, tenida en sus tiempos por la más bella y galana de todas las mujeres de Florencia. Y para el amor de ella poder conquistar, concurría a justas y torneos, daba fiestas y sin freno alguno gastaba su hacienda. Pero ella, no menos honrada que bella, ni de tales cosas ni del que las hacía se curaba.
Gastando, pues, Federico más de lo que podía, y no ga­nando nada, se le acabaron las riquezas, como suele ocu­rrir, y quedó pobre, sin que le restase otra cosa que un pequeño predio, de cuyas rentas estrechísimamente vivía, y un halcón que era de los mejores del mundo. Y, más enamorado que nunca, y pareciéndole no poder conservar su rango en la ciudad, se fue a vivir a Campi, donde tenía su posesión. Allí, saliendo de cetrería a veces, y no recibiendo a nadie, soportaba su pobreza con resignación.       
Y un día, habiendo Federico llegado a tal extremo, el marido de doña Juana enfermó y, viendo la muerte venir, hizo testamento, dejando por heredero a un hijo suyo ya crecidillo y disponiendo que sus bienes, en caso de que éste muriera, pasaran a doña Juana, a quien el moribundo había amado mucho. Y tras esto expiró. Al quedar viuda doña Juana, fue, como es costumbre entre nuestras mujeres, a pasar el año de luto al campo, con su hijo; y aposentóse en una posesión suya muy cercana a la de Federico. Así, el muchachito empezó a intimar con Federico y a aficio­narse a halcones y perros. Y, viendo muchas veces volar al halcón de Federico, placíale muchísimo y deseaba po­seerlo, aunque no osaba pedírselo, viendo cuánto el joven lo quería. Estando así las cosas, enfermó el muchacho. La madre, dolorida, por ser hijo único, todo el día estaba a su lado, consolándole, y muchas veces le preguntaba si algo había que quisiese, diciéndole que, como hubiera medio de conseguirlo,  ella se lo buscaría. El joven, tras oír muchas veces estas ofertas, dijo:
-Madre mía, si  tuviera el halcón de Federico, creo que curaría sin demora.       
La mujer, al oírle, recogióse en sí misma y diose a pen­sar lo que debía hacer. Sabía que Federico la había amado mucho tiempo, sin recibir de ella ni una mirada; y así pensó: «¿Cómo mando a pedirle el halcón, si es, a lo que he oído, el mejor que jamás haya volado, y además lo único que le queda en el mundo y el único entretenimien­to que tiene?” Y, en estos pensamientos perpleja, aunque estaba segura de que él se lo daría si se lo pidiese, no sa­bía qué decir, ni respondía a su hijo, y estábase queda. Mas, al fin, vencida de maternal amor, resolvió que no enviaría a pedir el halcón, sino que ella misma lo pediría, y dijo:
-Consuélate, hijo mío, y piensa en curarte; que lo pri­mero que mañana haré será ir a buscar el halcón y traértelo.
A la mañana siguiente, pues, la dama, en compañía de otra mujer, fue, como paseando, hasta casa de Federico e hízolo llamar. Como en aquellos días no había hecho tiempo propicio a la cetrería, estaba el joven en su huerto, ocupándose en vigilar algunas faenas menudas. Y al saber que doña Juana llamaba a su puerta, contentamente acudió a recibirla. Ella, al verle llegar, con femenil agrado se levan­tó y, cuando Federico la hubo con respeto saludado, le dijo:
-Bien hallado, Federico.
Y  siguió:
-He venido a resarcirte de los daños que por mí has sufrido al amarme más de lo que debiste, y tal resarcimien­to va a ser, que me propongo almorzar contigo en la in­timidad, con esta compañera mía, esta mañana.
A lo que Federico, rendidamente, repuso:
-Ningún daño, señora, he sufrido por vos, que yo re­cuerde; antes bien, si algo he valido, lo valí por vos y por el amor que en vos puse y tan grata me es vuestra mag­nánima visita que, si pudiera, gastaría en vos cuanto he gastado hasta ahora; mas hogaño pobre anfitrión venís.
Y, así hablando, tímidamente la hizo pasar a su casa y al jardín. Y, como no tenía quien compañía le hiciese, dijo:
-Como no hay, señora, quien pueda adecuadamente acompañaros, estará con vos esta buena mujer, esposa de este labrador, mientras yo paso a mandar poner la mesa.
Él, a pesar de su extrema pobreza, nunca hasta entonces había advertido cuán menester le era la riqueza que había dispendiado. Pero aquella mañana, reparando en que nada tenía con que agasajar a una mujer por cuyo amor a tan­tas gentes había agasajado, notó el caso como nunca. Y, an­gustiado, y maldiciendo entre sí su mala fortuna, como fuera de sí andaba de un lado a otro, sin encontrar dineros ni nada que empeñar. Mas, avanzando la hora y deseando honrar a la dama, y no queriendo pedir nada a nadie, ni aun a su labrador, vínole a los ojos su buen halcón, que en la sala, sobre su percha, estaba. Y, no teniendo a qué otra cosa recurrir, lo tomó y lo encontró gordo, y pensó que sería vianda digna de tal mujer. Con lo que, sin pensarlo más, retorcióle el cuello y a una criada le mandó que prestamente, pelándolo y aderezándolo, lo asara con mucha diligencia. Púsose la mesa con muy blancas mantelerías, de las que aún conservaba algunas, y con satisfecho semblan­te volvió al jardín y dijo que ya estaba preparado el al­muerzo que para él hicieran. La dama y su compañera se levantaron y fueron a la mesa y, sin saber lo que yantaban, en unión de Federico, que con gran voluntad les ser­vía, comieron el halcón.
Y, alzándose de la mesa y tras algunos cumplidos, parecióle a la mujer tiempo de decir a qué iba y afablemente empezó a hablar así a Federico:
-Si recuerdas, Federico, tu pasada vida y mi honesti­dad, que acaso tomases por desvío y dureza, no dudo de que te asombrarías de mi presunción cuando sepas a lo que he venido. Pero si tuvieses hijos, y conocieres cuánto es el amor que se les dedica, cierta creo estar de que me darías por excusada. Y, así como tú no los tienes, tengo yo uno y no puedo sustraerme a las leyes comunes, a todas las ma­dres. De suerte que, debiendo seguir esos impulsos, muy contra mi gusto, conveniencias y deber, he de pedirte el don de una cosa que sé que te es sumamente querida, y con razón, ya que ningún otro deleite, ningún otro deporte, ni ningún otro consuelo te ha dejado el rigor de tu fortuna. Ese don es el de tu halcón, del que mi hijo está tan deseoso que, si no se lo llevo, temo que tanto en su enfermedad se agrave, que yo le pierda. Y, así, te ruego, no por el amor que me tienes, pues a nada te obliga, sino por tu nobleza (que por tu cortesía más que en nadie ha resplandecido), que me hagas el placer de darme tu ave, de modo que por tal dádiva pueda yo decir que he consagrado la vida de mi hijo y quedarte siempre obligada.
Federico, al oír lo que la mujer le demandaba y que no le podía dar por habérselo servido como vitualla, sin decir palabra alguna comenzó a llorar. Creyó la dama que ello se debía al dolor de separarse de su buen halcón, y casi estuvo por desistir de su propósito, mas prefirió esperar, después del llanto, la respuesta de Federico. El cual dijo:
-Señora, ya que plugo a Dios que yo pusiese en vos mi amor, puedo decir que me ha sido la fortuna harto contraria, de lo que estoy muy dolido. Pero cuantos daños me haya causado, livianos son al lado del de ahora. Sí, que nunca con la fortuna podré reconciliarme, pensando que vos habéis venido a mi casa, siendo yo pobre, cuando nun­ca os dignasteis hacerlo mientras fui rico; y aún es peor que, pidiéndome un pequeño don, no os lo pueda hacer. Y en breves palabras os diré por qué no. Oyendo que vos, por vuestra gentileza, queríais almorzar conmigo, conside­rando vuestra excelsitud y valía, reputé digna y convenien­te cosa que con más preciada vianda, según mis posibilida­des, os debiera honrar que con aquellas que para la gene­ralidad de las personas se usan. Por lo que, acordándome del halcón que me pedís y creyéndolo, por su bondad, manjar digno de vos, esta mañana lo mandé asar, lo que me pareció muy bien meditado. Y viendo ahora que de otro modo lo deseabais, mucho me duele no poder serviros, al punto de que nunca podré estar tranquilo ni con­solado.
Y, dicho esto, mostró, en testimonio de lo dicho, las plumas, patas y pico del ave.
La dama, al oírlo, le reprochó primero el haber, por dar de comer a una mujer, matado tal halcón. Pero luego, reparando en su grandeza de ánimo, que no había podido humillar ni siquiera la pobreza, mucho en su interior le alabó. Y, sin esperanza ya de tener el halcón, se fue muy cabizbaja y volvió con su hijo. El cual, o por tristeza de carecer del halcón, o por la enfermedad, que quizá de todos modos le hubiese abatido, no pasados muchos días abando­nó esta vida, suscitando muchas lágrimas en su madre. Y ella, aunque llena de lágrimas y amargura, como quedaba muy rica y aún joven, varias veces fue requerida por sus hermanos para casarse. No habría la dama querido, pero, viéndose muy agalanteada, recordó el mérito de Federico y su última munificencia, que fue la de matar tan esplén­dido halcón para honrarla, y dijo a sus hermanos:
-De grado lo haré, pero, si queréis que esposo tome, no aceptaré a otro que a Federico degli Alberighi       
Los hermanos, burlándose, dijeron a esto:
-¿Qué dices, necia? ¿No sabes que él no posee cosa alguna en el mundo?
-Hermanos míos, ya sé que es como lo decís, pero antes prefiero a hombre necesitado de riqueza que a rique­zas que tengan necesidad de hombre.
Sus hermanos, al saber su decisión, y conociendo a Federico hacía mucho, aunque era pobre, por esposa le concedieron a su hermana. Y él, hallándose con mujer a la que tanto tiempo había deseado y con tal riqueza, alegremente con ella, y cuidando más que antes de sus bienes, terminó sus años.
Giovanni Boccaccio