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sábado, 13 de septiembre de 2014

Irlanda

  




El Libro de Kells (Book of Kells en inglés; Leabhar Cheanannais en irlandés), también conocido como Gran Evangeliario de San Columba, es un manuscrito ilustrado con motivos ornamentales, realizado por monjes celtas hacia el año 800 en Kells, un pueblo de Irlanda.
El libro –considerado la pieza principal del cristianismo celta y del arte irlando-sajón– es, a pesar de estar inconcluso, uno de los más suntuosos manuscritos iluminados que han sobrevivido a la Edad Media. Debido a su gran belleza y a la excelente técnica de su acabado, muchos especialistas lo consideran uno de los más importantes vestigios del arte religioso medieval. Escrito en latín, el Libro de Kells contiene los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento, además de notas preliminares y explicativas, y numerosas ilustraciones y miniaturas coloreadas. En la actualidad el manuscrito está expuesto permanentemente en la biblioteca del Trinity College de Dublín.




Cuenta la historia que había dos gigantes, uno de Irlanda (Finn) y otro de Staffa (Bennandoner), que se llevaban muy mal y continuamente se tiraban rocas. De tanto tirar rocas se formó un campo de piedras sobre el mar. El gigante escocés decidió pasar el camino de rocas y derrotar a su adversario, pues éste era más fuerte que el otro. La mujer del gigante irlandés (Oonagh) vio cómo venía el gigante escocés, así que decidió vestir a su marido de bebé. Al llegar el escocés y ver que el bebé era tan grande, pensó que su padre sería el triple de grande, así que huyó pisando muy fuerte las rocas, que se hundieron en el mar para que el otro gigante no pudiera llegar a Staffa.  (Leyenda irlandesa de la formación de la Calzada de los Gigantes)

El gigante egoísta

Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños acostumbraban ir a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín grande y deleitoso, recu­bierto de suave y verde césped. Aquí y allá, entre la hierba, crecían hermosas flores... semejantes a estrellas, y había doce melo­cotoneros que en primavera se llenaban de delicadas flores rosa y nácar y en otoño se cargaban de rico fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan dulcemente que los niños solían dejar sus juegos para escucharlos.
-¡Qué felices somos aquí! -se gritaban unos a otros.

Un día el Gigante volvió. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles y había permanecido con él durante siete años. Pasados esos siete años, había dicho ya todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y había resuelto vol­ver a su propio castillo. Cuando llegó vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí?-gritó con una voz muy áspera; y los niños huyeron a todo correr.
-Mi jardín es mi jardín-dijo el Gigante-; eso lo puede comprender cual­quiera, y no permitiré que nadie juegue en él, excepto yo mismo.
De modo que levantó todo alrededor una tapia muy alta y colocó un cartel que decía:

Prohibido el paso. Los in­fractores serán castigados

Era un Gigante muy egoísta.
Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. Intentaron hacerlo en la carretera, pero era muy polvorienta y estaba llena de duras piedras y no les gustó. Se acostumbraron a vagar alrededor de la alta tapia, hablando del hermoso jardín que había detrás.
-¡Qué felices éramos ahí!-se decían. Después llegó la primavera y el campo entero se llenó de flores y pájaros. Sólo en el jardín del Gigante Egoísta seguía siendo invierno. Los pájaros no cantaban en él porque no había niños, y los árboles se olvidaron de florecer.
Una vez una hermosa flor asomó la cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel le dio tanta pena de los niños que volvió a deslizarse en la tierra y se durmió de nuevo. Los únicos que estaban a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que viviremos aquí todo el año.
La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco y la escarcha pintó de plata todos los árboles. Después, invitaron al Viento Norte a que viniera con ellos, y el Viento Norte vino. Iba envuelto en pieles y se pasó todo el día rugiendo por el jardín y derribando las chimeneas. 
-Este lugar es delicioso -dijo-; de­bemos invitar al Granizo.
Llegó, pues, el Granizo. Todos los días tamborileaba sobre el tejado del castillo durante tres horas, hasta que rompió casi todas las pizarras, y luego corría y corría por el jardín lo más aprisa posible. Iba vestido de gris y su aliento era como hielo.
-No comprendo por qué tarda tanto en llegar la primavera -decía el Gigante Egoísta cuando se sentaba a la ventana y miraba su jardín frío y blanco-. Espero  que el tiempo cambiará.
Pero la primavera no llegó nunca, ni el verano tampoco. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta -dijo.
De modo que allí fue siempre invierno, y el Viento Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailaban entre los árboles.
Una mañana que el Gigante estaba des­pierto en la cama oyó una música encantadora. Era tan dulce a sus oídos que pensó que serían los músicos del Rey que pa­saban. En realidad no era sino un jilguero que cantaba frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía a un pájaro cantar en su jardín, que le pareció aquella la mú­sica más hermosa del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento Norte dejó de rugir y hasta él llegó un perfume delicioso que penetraba,  por la abierta ventana.
-Me parece que por fin ha llegado la primavera -dijo el Gigante; y saltó de la cama y se asomó a mirar.
¿Qué fue lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. A tra­vés de un agujero del muro habían entrado los niños y estaban sentados en las ramas de los árboles. En todos los árboles que el Gigante alcanzaba a ver había un chi­quitín. Y los árboles estaban tan contentos al tener a los niños de vuelta que se habían cubierto de flores y, suavemente, balan­ceaban las ramas sobre sus cabezas. Vo­laban los pájaros gorjeando alegremente y las flores se asomaban por entre el verde césped y se reían. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón seguía el invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él había un niñito. Era tan pequeño que no alcanzaba a las ramas del árbol y daba vueltas a su alrededor llo­rando amargamente. El pobre árbol seguía completamente cubierto de nieve y escar­cha y el Viento Norte soplaba y rugía sobre él.
-¡Sube, niñito! -decía el árbol, e in­clinaba sus ramas todo lo que podía; pero el niño era demasiado chiquito.
Y el corazón del Gigante se conmovió al contemplarlo.
-¡Qué egoísta he sido! -dijo-; ahora se por qué no venía aquí la primavera.
Subiré a ese pobre niño a lo alto del árbol y después derribaré la pared, y mi jardín será para siempre el lugar de juego de los niños.
Estaba realmente muy arrepentido de lo que había hecho.
Así pues, bajó las escaleras y abrió sua­vemente la puerta principal y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon todos y en el jardín se hizo otra vez invierno. Solamente el pequeñito no echó a correr, pues sus ojos estaban tan llenos de lágri­mas, que no vio llegar al Gigante. Y el Gigante se aproximó sin ruido hasta él y le cogió suavemente en sus manos y le subió al árbol. Y el árbol floreció al mo­mento y los pájaros vinieron a cantar en él, y el niñito tendió sus brazos y los echó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo y con ellos volvió la primavera.
-El jardín es vuestro ahora, pequeños­ dijo el Gigante. Y cogiendo un pico enorme derribó la pared. Y a mediodía, al ir al mercado, la gente se encontró al Gigante jugando con los niños en el más hermoso jardín que habían visto.
Jugaron todo el día y al oscurecer los niños fueron a despedirse del Gigante.
-¿Pero dónde está vuestro compañe­rito?-dijo-; ¿el niño que subí al árbol?
El Gigante le quería más porque le había besado.
-No sabemos-contestaron los niños-; se ha ido.
-Tenéis que decirle que no deje de venir mañana-dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que no le habían visto nunca antes, y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños venían a jugar con el Gigante.
Pero al chiquitín que el Gigante amaba no le volvieron a ver. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
-¡Cómo me gustaría volver a verle! -so­lía decir.
Pasaron los años y el Gigante se volvió viejo y débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un gran sillón y miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -de­cía-; pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, al levantarse, miró por la ventana. Ya no odiaba al invierno, porque sabía que era solamente que la primavera dormía y las flores esta­ban descansando. De pronto, se frotó los ojos maravillado y miró y miró. Era, en verdad, un espec­táculo maravilloso. En el rincón más apar­tado del jardín había un árbol entera­mente cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y de ellas colgaban frutos de plata y debajo estaba el niñito que él había querido tanto.
El Gigante bajó las escaleras lleno de alegría y se precipitó al jardín. Corriendo sobre el césped llegó junto al niño. Y cuan­do estuvo muy cerca, su rostro se enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a herirte?
Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y señales de dos clavos había en sus piececitos. -¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el Gigante-; dímelo, para que coja mi gran espada y le mate.
-¡No! -contestó el niño-; pues éstas son las heridas del amor.
-¿Quién eres tú? -dijo el Gigante, y un extraño temor le sobrecogió y se arrodilló delante del niño.
Y el niño sonrió al Gigante y le dijo:
-Tú me dejaste un día jugar en tu jar­dín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron aquella tarde se encontraron al Gigante muerto bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas. 
Óscar Wilde

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