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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Francisco López Rubio




En 1920, por primera vez en la historia, un caricaturista conseguía una medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Francisco López Rubio (Motril 1895 - Madrid 1965) empezaba a marcar la historia del dibujo español del siglo XX. 
López Rubio ha desaparecido de nuestra memoria pese a ser, durante los años veinte y treinta del siglo pasado, uno de nuestros dibujantes más populares. Fue popular él, como lo fueron sus creaciones –el conejo Roenueces, don Oppas, el Mago Pirulo, el profesor Bismuto y los pequeños Lita y Lito–.
Inspirado en la fórmula del «Menos es más», este granadino creó una serie de personajes entrañables que jugaban y se divertían en «Gente Menuda». Su tendencia a eliminar lo superfluo de los dibujos le llevaba a conseguir la mayor de las transparencias, un criterio conocido como «línea clara», del que llegó a ser uno de los principales exponentes.



La mujer de Otelo

-¡Son tan curiosos que me dejan perpleja!­ -dijo ella, distraída, con expresión soñadora.
Como yo no entendiese el significado de aque­llas palabras, traté de contestar. Y desde luego, lo hice en forma vaga:
-Cierto. Se puede asegurar, sí, sin temor a equivocarse.
-¡A veces me hacen reír!
-Lo cual no deja de ser agradable -insistí en mi vaguedad.
Pero la encantadora mujercita precisó:
-Usted sabe qué es un verdadero Otelo, ¿ver­dad?
-¡Ah, sí, ya caigo! Usted se refiere a su marido. Realmente, su marido...
Ella me miró asombrada.
-Le advierto que no fue mi marido quien quedó con la cabeza rota; al contrario, fue él quien se la rompió al otro.
-¡No diga!
-Sí, le rompió la crisma a un jovencito que...
La miré desconcertado:
-Si tuviera usted la bondad, preciosa, de explicarme las circunstancias en que el incidente se produjo...
-Pero... ¿es que usted no está enterado? Ahora me explico que se atreva a acercarse a mí. Sus ojos tuvieron una lánguida caída. Escuche... Hace tres semanas, volvíamos de visitar a una familia amiga. Atravesábamos el parque. El jo­vencito estaba sentado en un banco. Pálido, de cabellos negros... A veces, los hombres así, páli­dos y de cabellos negros, son audaces hasta la temeridad. Esa noche yo llevaba un coquetón som­brerito que me sentaba admirablemente. La ca­minata había puesto un poco más de color en mis mejillas. Por ello me explico que a aquel joven­cito yo le pareciera una diosa griega. Pero, ¿no cree usted que los hombres deberían ser un poco menos impulsivos? Bien está sentir pasiones sú­bitas, pero conviene no perder el sentido de la realidad. Bueno, el joven me miró fijo... Y, de pronto, se levantó del banco y vino hacia nos­otros... ¿Se imagina usted lo que eso significa? ¡Abordar a una mujer cuando va acompañada del marido! ¡Una locura, realmente! Ya le he dicho que mi marido es un verdadero Otelo. Se lo pre­vengo, por si acaso... El joven se acerca, coge a su marido por una manga, y con voz resuelta, autoritaria, le dice:
-¿Me da fuego?
-Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, me miró de reojo. ¡Qué miradas incendia­rias las suyas!
Pero Alejandro lo agarró en seguida por un brazo; rápido, se inclinó para recoger un ladrillo, y... ¡pum!, en la cabeza. El joven, enviándome una postrer mirada, cayó al suelo. ¡Qué horror! ¡Otelo no se hubiera comportado de otra suerte!
-¡Oh! -dije-. Tiene usted razón. Otelo no hubiera procedido en otra forma.
-Por eso le digo a usted que los hombres son unos bicharracos muy curiosos, tan curiosos que me dejan perpleja. Por eso también me sorprende que usted se atreva a querer hablar a solas conmigo, siendo mi marido como es. Pero, si de veras usted ignoraba cómo es mi marido...
Me despedí de ella precipitadamente. Salí de la casa, y en la esquina me encontré con el marido.          
-¡Hola!... ¡Qué encuentro inesperado! ¿Por qué no se deja ver por casa con más frecuencia, amigo?
-Tenga la seguridad de que jamás pondré los pies en su casa -contesté-. Se asegura por ahí que usted se dedica ahora a partir cráneos a ladrillazos.
El Otelo se echó a reír.
-¿Le contó la aventura mi mujercita? Menos mal que había en el suelo un ladrillo. ¡Imagínese! Yo llevaba en la cartera mil quinientos rublos, y mi mujer llevaba sus pendientes de brillantes.
-¿Y qué tienen que ver los rublos y los brillantes?
-¿Cómo qué tienen que ver? El parque estaba solitario, era de noche... ¿Y si algún hombre se le ocurre arrancarle los pendientes a mi mujer?
-¿Cree usted que era un salteador?
-¿Y quién iba a ser? ¿El embajador de Ingla­terra?.. ¡Ja, ja! Un hombre se le acerca a usted en un lugar desierto, y le pide fuego sujetándole por la manga del abrigo... ¡Me parece que las intenciones de ese hombre son claras!
Calló, como esperando un comentario.
-¿Y así que... entonces, usted se defendió dándole con un ladrillo en la cabeza?
-En la cabeza, sí. ¡No dijo ni pío!
Estupefacto, me despedí de él y continué mi camino.
-¡Eh! ¿A dónde vas tan de prisa?
-Me volví y vi a un amigo íntimo a quien no veía desde hacia tres semanas. Le tendí la mano, y me faltó poco para lanzar un grito.
-¿Qué te ha pasado?
-¿No lo sabes? Estuve tres semanas entre la vida y la muerte. Todavía tengo la cicatriz, y creo que me va a quedar por el resto de mis días.
Con súbito interés, le interpelé:
-¿Una cicatriz? ¿Hace tres semanas? ¿En el parque?
-Si. Por lo visto, has leído la noticia en los periódicos. Es la cosa más absurda que me ha sucedido en la vida. Yo estaba tan tranquilo, en el parque. La noche era tibia, serena. Me tenía preocupado un problema de matemáticas. Quería ver si en la soledad de la noche, una inspiración feliz me daba su solución. Quise fumar un ciga­rrillo. No tenía fósforos. En eso pasa un hombre en compañía de una mujer. A la mujer ni la miré, porque tuve la impresión que era bastante fea. Él fumaba un cigarrillo. Me acerqué, le toqué un brazo con toda cortesía, y le dije:
-¿Me permite fuego, por favor?
-No me vas a creer. El energúmeno se agachó, recogió algo y ¡tac! me desplomó de un golpe en la cabeza. ¡Y pensar que aquella mujer indefensa iba con él sin sospechar qué clase de hombre era!
Miré a mi amigo en los ojos y le pregunté rudamente:
-¿Crees que se trataba de un loco?
-¡No me cabe la menor duda! ¿O supones que puede estar cuerdo un hombre que procede así?
Durante media hora revisé los periódicos de las últimas semanas. Por fin encontré lo que buscaba.
Eran unos párrafos de la crónica policial:
"Bajo los efectos del alcohol, un joven noble sufre un accidente."
"En la madrugada de ayer, los guardias del parque encontraron tendido en el suelo a un joven que, identificado más tarde, resultó ser el noble X. Y. En estado de embriaguez, el joven había resbalado con tan mala fortuna que su cabeza golpeó contra un ladrillo. La herida es de consi­deración, pero los médicos aseguran que el joven noble se salvará."
Corrí al teléfono. Hablé con la esposa de Otelo, pidiéndole una entrevista a solas, para esa misma tarde.
-¡Oh! Pero... ¿no le he dicho que mi marido es un Otelo?
-Sí, sí. Creo lo mismo. Pero esto demuestra, precisamente, hasta dónde llega mi amor.
Tuvimos la entrevista. Por la tarde, cuando el marido llegó, yo estaba en la casa.
-Ya ve -le dije-. He aceptado su invitación. Aquí me tiene... de visita.
-¡Encantado, hombre, encantado! Supongo que se quedará a cenar.
-Ya que insiste tanto...
La mujer de Otelo estaba pálida de miedo. Pero yo me senté a la mesa con la desenvoltura de los héroes.

Averchenko