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lunes, 30 de junio de 2014

Lletres al Camp












El registro  

La mañana es fría, nebulosa, una fina llovizna empapa los achaparrados matorrales de viejos boldos y litres raquíticos. La abuela, con la falda arremangada y los pies descalzos, camina a toda prisa por el angosto sendero, evitando en lo posible el roce de las ramas de las cuales se escurren gruesos goterones que horadan el suelo blando y esponjoso del atajo. Aquella senda es un camino poco frecuentado y solitario que, desviándose de la negra carretera, conduce a una pequeña población distante legua y media del poderoso establecimiento carbonífero, cuyas construcciones aparecen de cuando en cuando entre los claros del bosque allá en la lejanía borrosa del horizonte.
A pesar del frío y de la lluvia, el rostro de la viejecilla está empapado de sudor y su respiración es entrecortada y jadeante. En la diestra, apoyada contra el pecho, lleva un paquete cuyo volumen trata de disimular  entre los pliegues del raído pañolón de lana.
La abuela es de corta estatura, delgada, seca. Su rostro lleno de arrugas con ojos oscuros y tristes, tiene una expresión humilde, resignada. Parece muy inquieta y recelosa y a medida que los árboles disminuyen hácese más visible su temor y sobresalto.
Cuando desembocó en el linde del bosque, se detuvo un instante para mirar con atención el espacio descubierto que se extendía delante de ella como una inmensa sábana gris, bajo el cielo pizarroso, casi negro, en la dirección del Noroeste.
La llanura arenosa y estéril estaba desierta. A la derecha, interrumpiendo su monótona uniformidad, alzábanse los blancos muros de los galpones coronados por las lisas techumbres de cinc relucientes por la lluvia. Y más allá, tocando casi las pesadas nubes, surgía de la enorme chimenea de la mina el negro penacho de humo, retorcido, desmenuzado por las rachas furibundas del septentrión. La anciana, siempre medrosa e inquieta, después de un instante de observación, pasó su delgado cuerpo por entre los alambres de la cerca que limitaba por ese lado los terrenos del establecimiento, y se encaminó en línea recta hacia las habitaciones. De vez en cuando se inclinaba y recogía la húmeda chamiza, astillas, ramas, raíces secas desparramadas en la arena, con las que formó un pequeño hacecillo, que, atado con un cordel, se colocó en la cabeza. Con este trofeo hizo su entrada en los corredores. Pero las miradas irónicas, las sonrisas y las palabras de doble sentido que le dirigían al pasar, le hicieron ver que el ardid era demasiado conocido y no engañaba los ojos perspicaces de las vecinas.
Pero, segura de la reserva de aquellas, buenas gentes, no dio importancia a sus bromas y no se detuvo sino cuando se encontró delante de la puerta de su vivienda. Metió la llave en la cerradura, hizo girar los goznes y una vez dentro corrió el cerrojo.
Después de tirar en un rincón el haz de leña y de colocar encima de la cama cuidadosamente el paquete, se despojó del rebozo y lo suspendió de un cordel que atravesaba la estancia a la altura de su cabeza.
En seguida encendió el montoncillo de virutas de carbón que estaba listo en la chimenea y, sentándose al frente en un pequeño banco, esperó.
Una llama brillante se levantó del fogón e iluminó el cuarto en cuyos blancos muros desnudos y fríos se dibujó la sombra angulosa y fantástica de la abuela.
Cuando el calor fue suficiente, puso sobre los hierros la tetera con agua para el mate y yendo hacia la cama desenvolvió el paquete y colocó su contenido: una libra de hierba y otra de azúcar, en un extremo del banco donde ya estaba el pocillo de loza desportillado y la bombilla de lata.
Mientras el fuego chisporrotea, la anciana acaricia con sus secos dedos la hierba fina y lustrosa, de un hermoso color verde, deleitándose de antemano con la exquisita bebida que su gaznate de golosa está impaciente de saborear.
Sí, hacía ya mucho tiempo que el deseo de paladear un mate de aquella hierba olorosa y fragante era en ella una obsesión, una idea fija de su cerebro de sexagenaria. Pero ¡cuán difícil le había sido hasta entonces procurarse la satisfacción de aquel apetito!, su vicio, como ella decía; pues su nietecillo José, portero de la mina, ganaba tan poco: treinta centavos, apenas lo indispensable para no morirse de hambre. ¡Y, era el chico su único trabajador!
Mientras la hierba del despacho era tan mediocre y tenía tan mal gusto, allá en el pueblo había una finísima, de hoja pura y tan aromática que con sólo recordarla se le hacía la boca agua. Pero costaba tan cara: ¡cuarenta centavos la libra! Es verdad que por la del despacho pagaba el doble, pero el pago lo hacía por fichas o vales a cuenta del salario del pequeño, en tanto que para adquirir la otra era necesario dinero contante y sonante.
Mas, no era ésa sola la única dificultad. Existía también la prohibición estricta para todos los trabajadores de la mina de comprar nada, ni provisiones, ni un alfiler, ni un pedazo de tela fuera del despacho de la compañía. Cualquier artículo que tuviera otra procedencia era declarado contrabando y confiscado en el acto, siendo penadas las reincidencias con la expulsión inmediata del contrabandista.
Durante largos meses fue atesorando centavo por centavo en un rincón de la cama, bajo el colchón, la cantidad que le hacía falta. Cuidando que su nieto tuviese lo necesario, privábase de lo indispensable y, poco a  poco, el montoncillo de monedas de cobre fue aumentando hasta que, por fin, la suma reunida era no sólo suficiente para comprar una libra de hierba, sino también un poco de azúcar, de aquella blanca y cristalina que en el despacho no se veía nunca.
Mas ahora venía lo difícil. Ir hasta el pueblo, efectuar la compra y luego volverse sin despertar las sospechas de los celadores, que, como Argos con cien ojos, vigilaban las idas y venidas de las gentes. Se atemorizaba. Perdía todo su valor. ¿Qué sería de ella y del niño en aquel invierno que se presentaba tan crudo si acaso les arrojaban del cuarto, dejándoles sin pan ni techo donde cobijarse?
Pero el dinero estaba ahí, tentándola, como diciéndole:
-Vamos, tómame, no tengas miedo.
Escogió un día de lluvia, en que la vigilancia era menor, y, muy temprano, en cuanto el pequeño hubo partido a la mina, cogió las monedas, cerró la puerta y se internó en el llano, llevando el rollo de cuerdas que le servía para atar los haces de leña que iba a recoger de vez en cuando en el bosque,
Mas, una vez que se hubo alejado lo bastante, salvó la cerca de alambres y tomó el estrecho sendero que, evitando el largo rodeo de la carretera, llevaba en línea recta hacia el pueblo.           
La distancia era larga, muy larga para sus pobres y débiles piernas pero la recorrió sin grandes fatigas gracias a la suave temperatura y a la excitación nerviosa que la poseía.
No fue así a la vuelta. El camino le pareció áspero, interminable, teniendo que detenerse a ratos para tomar aliento. Luego, experimentaba una gran zozobra por las realizaciones de aquel delito, al cual su conciencia culpable daba proporciones inquietantes.
La burla de la temida prohibición de hacer compras fuera del despacho la sobrecogía como la consumación de un robo monstruoso. Y a cada instante le parecía ver tras un árbol la silueta amenazadora  de algún celador que se echaba repentinamente sobre ella y le arrancaba a tirones el cuerpo del delito.
Varias veces estuvo tentada de tirar el paquete comprometedor a un lado del camino para librarse de aquellas angustias, pero la aromática fragancia de la hierba que, a través de la envoltura, acariciaba su olfato, la hacía desistir de poner en práctica una medida tan dolorosa.
Por eso, cuando se encontró a salvo dentro de la estancia, libre de toda mirada indiscreta, la acometió un acceso de infantil alegría.
Y mientras el agua pronta a hervir dejaba escapar el runrún alegre que precede a la ebullición, la abuela, con las manos cruzadas en el regazo, seguía con la vista las tenues volutas de vapor que empezaban a escaparse por el curvo pico de la tetera.
A pesar del cansancio atroz de la larguísima caminata, experimentaba una dulce sensación de felicidad. Iba, por fin, a saborear de nuevo los exquisitos mates de antaño, los mismos que eran su delicia cuando aún existían aquellos que fueron arrebatados por esa insaciable devoradora de juventud: la mina, que, debajo de sus plantas, en lo hondo de la tierra, extendía la negra red de sus pasadizos, infierno y osario de generaciones.
De improviso, un recio golpe aplicado en la puerta la arrancó de sus meditaciones. Un terrible miedo se apoderó de ella y maquinalmente, sin darse cuenta casi de lo que hacía, tomó el paquete y lo ocultó debajo del banco. Un segundo golpe más recio que el primero, seguido de una voz que gritaba:
-¡Abra, abuela, pronto, pronto! -la sacó de su inmovilidad. Se levantó y descorrió el cerrojo.
El jefe del despacho y su joven dependiente fueron los primeros en transponer el umbral seguidos de cerca por dos celadores que llevaban a las espaldas grandes sacos que depositaron en el suelo enladrillado. La anciana se había dejado caer sobre el banco. Inmóvil, paralizada, miraba delante de sí con cara de idiota, y la boca entreabierta y la mandíbula caída revelaba el colmo de la sorpresa y del espanto. Parecíale que mientras su cuerpo se diluía, se achicaba hasta convertirse en algo pequeñísimo, e impalpable, la imponente figura de aquel señor de barba rubia y retorcidos mostachos, envuelto en su lujoso abrigo, tomaba proporciones colosales llenaba el cuarto, impidiendo toda tentativa para escurrirse y ocultarse.
Entretanto, el dependiente, un jovenzuelo avispado y ágil, ayudado por los celadores, había empezado el registro. Después de tirar a un lado los cobertores de la cama, dar vueltas al colchón y palpar la paja por sobre la tela, abrieron el pequeño baúl y, uno por uno, fueron arrojando al centro del cuarto los harapos que contenía haciendo equívocos comentarios sobre aquellas prendas, tan rotas y deshilachadas, que no había por dónde cogerlas. Luego hurgaron por los rincones,  removieron de su sitio los escasos y miserables utensilios y de pronto se detuvieron mirándose a la cara desorientados.
El jefe, de pie, delante de la puerta, en actitud severa y digna, observaba los movimientos de sus subordinados  sin  despegar los labios.
El dependiente, dirigiéndose a uno de los hombres, le preguntó:
-¿Estás seguro de haberla visto atravesar los alambrados?
El  interpelado repuso:
-Tan seguro, señor, como ahora lo estoy viendo a usted. Salía del atajo y apostaría diez contra uno a que venía del pueblo.
Hubo un pequeño silencio que la voz breve del jefe interrumpió:
-Bueno, regístrenla ahora a ella,
Mientras los dos hombres cogían de los brazos a la anciana y la sostenían en pie, el jovencillo efectuó en un instante la odiosa operación.
-No tiene nada -dijo, enjugándose las manos que se le habían humedecido al recorrer los pliegues de la ropa mojada.
Y todo habría terminado felizmente para la abuela si el mozo, en su afán de no dejar sitio sin registrar, no se hubiese acercado a la banca y mirado debajo.
Apenas se hubo inclinado, cuando se irguió dirigiendo hacia el patrón su mirada radiante de júbilo:   
-¡Vea dónde lo tenía, señor, esta vieja de los diablos!
El patrón ordenó secamente:
-Llévense eso y retírense.
Cuando el dependiente y los celadores hubieron salido, el jefe, contempló un instante la ruin y miserable figura de la anciana encogida y hecha un ovillo en el asiento, y luego, tomando un aspecto imponente, adelantó algunos pasos y con voz severa la increpó:
-Si no fuera usted una pobre vieja, ahora mismo la hacía desocupar el cuarto, arrojándola a la calle. Y esto, en conciencia, sería lo justo, pues usted lo sabe muy bien, abuela, que comprar algo fuera del despacho es un robo que se hace a la compañía. Por ahora, y por ser la primera vez la perdono, pero para otra ocasión cumpliré estrictamente con mi deber. Quédese con Dios y pídale que le perdone este pecado tan deshonroso para sus canas.
La abuela quedó sola. Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la hubiese paralizado. Sin levantarse del asiento, se volvió hacia la chimenea e inclinó la cabeza pesadamente.
Afuera el mal tiempo aumenta por grados; algunas ráfagas entreabren la puerta y avivan el fuego moribundo, arremolinando sobre la nuca de la viejecilla las grises y escasas guedejas que ponen al descubierto su cuello largo y delgado con la piel rugosa adherida a las vértebras.
 (Baldomero Lillo)



sábado, 28 de junio de 2014

Editions Titi Pinson - Isabelle Borne, Ilustradora





Como los animales hicieron su primer tambor

Un día, bajo un mango que se alzaba a orillas de un pequeño estanque, muchos animales charlaban pacíficamente. Pero el león estaba aburrido. Sacudió la espesa melena, se levantó, dejó escapar un suave rugido para atraer la atención y comenzó a hablar:
-Estoy cansado de charla. Debemos movernos. Yo sugiero que organicemos una danza.
-Pero ¿cómo podemos danzar -preguntó el leopardo acariciando delicadamente una de sus manchas negras- si no tenemos ningún instrumento musical?
Todos los animales se sintieron vivamente interesados y comenzaron a hablar a la vez. La lechuza, que todos pensaban estaba dormida sobre una rama, abrió un ojo y dijo con voz suave, pero a la vez con energía:
-¡Callad!
La lechuza era un pájaro viejo y muy sabio, que siempre estaba ensimismado en profundos pensamientos. Por eso incluso el mono, al que le gustaba mucho el parloteo, se calló. La lechuza cerró otra vez el ojo, y tanto tiempo estuvo con los ojos cerrados, que muchos animales creyeron que se había dormido. Pero de repente abrió los dos ojos, con lo cual sorprendió de tal modo a un camaleón, que éste cambió su color verde en negro a consecuencia del susto.
-Necesitamos un instrumento musical -dijo la lechuza, y rápidamente cerró de nuevo los dos ojos y, como muchos sabios, no dijo nada más.
Luego siguió una larga discusión y, al fin, los animales decidieron hacer un instrumento nuevo, al que llamarían «tambor». El elefante marchó y al poco tiempo regresó con un tronco de árbol hueco de unos tres pies de largo.
-Y ahora, ¿cómo hacemos para tener una piel con que tapar el extremo abierto? -preguntó la serpiente-. Porque aunque yo de cuando en cuando cambio de piel, ésta es demasiado seca para ponerla en el tambor.
Hubo una nueva discusión y, al final, se decidió que cada animal entregara un trozo de su oreja. A algunos animales -como el conejo, que no era demasiado valiente- no les agradó esta decisión; pero fueron cobardes y no lo dijeron. Así, que cada animal cortó un trozo de su oreja, excepto el ratón, al que consideraron demasiado pequeño. Pero cuando juntaron todos los trozos, no bastaban para tapar el hueco del tronco.
-Por favor dijo el ratón-, dejad que ponga yo un trozo de mi oreja.
-¿Qué tonterías dices? -interrumpió la hiena-. Si el corpulento elefante no puede dar bastante piel, ¿cómo podrás tú?
La tortuga intervino también en la disputa.
-Yo también me opongo. ¿Quién vería bien un trozo de la sucia oreja del ratón en un tambor nuevo y tan fino?
Y así todos los animales estuvieron discutiendo largo rato; pero, al fin, permitieron al ratón que entregara un trozo de su oreja. Ante la sorpresa de todos, el trozo fue suficiente para completar el tambor.
Ya tenían el tambor, pero les faltaba uno que supiera tocarlo. El elefante fue el primero al que se le permitió probar, por haber dado más piel que ninguno de los otros animales; pero tocaba con tanta fuerza, que casi rompió el tambor. A todos los animales se les permitió probar, pero ninguno sabía tocar bien. Por fin, sólo quedaba el ratón. De nuevo los animales se opusieron, pero terminaron por dejarle probar. El ratón tocaba muy bien y pronto los animales danzaban felices.
Poco a poco, sin dejar de danzar, se fueron internando en el bosque. Llamaron a un ciego y a un leproso, que pasaban por allí, y les encargaron que cuidaran del ratón y del tambor. También dijeron al cocodrilo que no se escondiera en el fondo del estanque, sino que flotara en la superficie y vigilara.
Los animales siguieron danzando y alejándose. El leproso no pudo reprimir el deseo de unirse a la alegre danza. Dijo al cocodrilo que cuidara del ratón y del tambor y se marchó. Pero el cocodrilo sintió también deseos de danzar; dijo al ciego que vigilara y se alejó. El ratón seguía tocando tan bien, que, finalmente, el ciego no pudo estarse quieto: dio un salto y se alejó danzando. Cuando se vio solo, el ratón cogió el tambor y corrió a casa del jefe.
Pronto los animales comenzaron a regresar, pero no encontraron señales del tambor ni del ratón.
-¿Dónde está nuestro tambor? -preguntaron al leproso.
El leproso dijo que había dejado en su puesto de vigilante al cocodrilo. Los animales cogieron palos y golpearon al leproso.
-¿Dónde está el tambor? -preguntó el leproso al cocodrilo.
El cocodrilo respondió que lo había dejado al cuidado del ciego. El leproso cogió un palo y golpeó al cocodrilo.
-¿Dónde está el tambor? -preguntó el cocodrilo al ciego.
Naturalmente, el ciego no sabía dónde estaba el tambor y por ello recibió también una buena tanda de palos. Los animales regresaron tristes a sus casas.
Entre tanto, los hijos del jefe habían encontrado el tambor y lo utilizaban como juguete. El ratón regresó a su casa y se quedó en ella escondido.
Así, aunque los animales hicieron el primer tambor, el ratón se lo dio a los hombres, que desde entonces lo han guardado y no han cesado de tocarlo.
(Ghana - En torno al fuego en las noches de África)


jueves, 26 de junio de 2014

Biblioteca de Catalunya



La felicidad

Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado, transparente.
El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia, esperaban la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara.
Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó un hombre.
-¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? -le dijo.
Asintió.
-Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle.
Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.
-He de decirle una cosa, don Lorenzo.
-Usted dirá.
-Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.
-Pero, a mí me dijeron...
-¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer... Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas... Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber... Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así.
-Bien, pero en alguna parte he de vivir...
-¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará...
Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!
-No se me altere... Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.
-¿Loca...?
-Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga... Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.
-Pero loca... ¿qué clase de loca?
-Nada de importancia, don Lorenzo. Es que... ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo... ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!
La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.
-Bienvenido a esta casa -le dijo. Su sonrisa era dulce.
La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.
-Usted dormirá en el cuarto de mi hijo -explicó, con su voz un tanto apagada-. Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito!
Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles.
El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo.
La mujer cruzó las manos sobre el pecho:
-Aquí duerme mi Manolo -dijo-. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!
-¿Cuantos años tiene su hijo? -preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.
-Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos...!
Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:
-Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo... ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces...
Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo:
-Perdone, ¿le sirvo ya la cena?
-Sí, enseguida voy.
Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.
-Tengo vino... -dijo ella, con timidez-. Si usted quiere... Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.
-¿Qué hace su Manuel? -preguntó él.
Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer -¿loca? ¿Qué clase de locura sería la suya?- también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.
-Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado! Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.
Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.
-Ya ve usted, mi Manolo...
Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.
-Muy bonitos.
-No hay cosa en el mundo como un hijo -dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja-. Ya le digo yo: no hay cosa igual.
Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.
-Ya ve usted -dijo Filomena, mirando hacia la lumbre-. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz. Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar... ¿No va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuando aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego... Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.
Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer. «Se está bien aquí -pensó-. No creo que me vaya de aquí.»
La mujer se levantó y retiró los platos.
-Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.
-Me gustará mucho conocerle -dijo Lorenzo-. De verdad que me gustará.
-Loca, me llaman -dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también-. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!
-Locos son los otros -dijo Lorenzo, ganado por aquella voz-. Locos los demás.
Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.
Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad -ancha, lejana, vaga- rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta:
-Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle...
Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:
-Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado... Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.
Le interrumpió, con sequedad:
-No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí.
Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.
-¿Aquí?
Lorenzo sintió una irritación pueril.
-¡Esa mujer no está loca! -dijo-. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive..., sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad...
Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo:
-No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.
Ana María Matute


martes, 24 de junio de 2014

Intimizam - Croacia

   



Entre el cielo y el infierno

¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo se puede tener una revelación: mientras nada bajo las aguas del Mediterráneo, Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prometedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que respeta las mariposas como si fueran niños. O el inventor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adulta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de seguros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últimos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una  existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivido treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta milmillonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener miedo. Cuando el oficinista submarinista oye aquel misterioso ruido succionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona. Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no puede: sus brazos topan con las paredes estomacales, cóncavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densidad del agua, le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. «Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al éxtasis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordinario. La mar es inmensa; los seres humanos, minúsculos; y él, precisamente él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista submarinista: «Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de principio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una experiencia insólita, y que por una vez en la vida él es el protagonista de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonésima de segundo? Muchas cosas. En una milmillonésima de segundo podemos descubrir que nos hemos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una milmillonésima de segundo el oficinista submarinista Enric Sanoi, que está ahí dentro, en el vientre de la ballena, puede descubrir una verdad suprema: que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la plenitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura del hidroavión antiincendios, que se siente infinitamente ligero tras haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una milmillonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego forestal, ridículamente vestido de hombre rana, el oficinista submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está hecha de humo.
(Albert Sánchez Piñol - Trece Tristes Trances - Alfaguara)


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Tere, Julián, Liti y Cecilio.

domingo, 22 de junio de 2014

Gegants i Capgrossos

     
     

Romance del conde Arnaldos
  
Quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de san Juan

yendo a buscar la caza
para su falcón cebar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar

las velas trae de seda
jarcias de oro torzal
áncoras tiene de plata
tablas de fino coral

marinero que la guía
diciendo viene un cantar
que la mar ponía en calma
los vientos hace amainar

las aves que van volando
al mástil vienen posar
los peces que andan al fondo
arriba los hace andar.

Allí habló el infante Arnaldos
bien oiréis lo que dirá
"Por tu vida el marinero
dígasme ahora ese cantar"

Respondiole el marinero
tal respuesta le fue a dar
"Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va"

                    Anónimo