La célebre rana saltadora del Condado de Calaveras
Por complacer a un amigo que me
escribía desde el Este pidiéndome que así lo hiciera, fui a visitar a Simón
Wheeler, hombre amable y charlatán, y le pedí noticias de un amigo de mi amigo
llamado Leónidas W. Smiley, que tal era el favor que aquél me solicitaba. He
aquí el resultado. Tengo la vaga sospecha de que el tal Leónidas W. Smiley es
un mito; de que mi amigo jamás conoció a tal personaje, y que lo único que le
movió a solicitarme aquel favor fue la conjetura de que si yo preguntaba por él
al viejo Wheeler, éste, recordando a cierto infame Jim Smiley, emprendería el
mortal relato de cierta reminiscencia exasperante que del tal tenía, tan larga
y aburrida como desprovista de interés para mí. Si ésta fue su intención, lo
logró plenamente.
Encontré a Simón Wheeler
descabezando un confortable sueñecito al lado de la estufa del bar de la vieja
taberna, en el trasnochado campo minero de Ángel, y pude apreciar que era gordo
y calvo, con una expresión de agradable benevolencia y simplicidad pintada en
su tranquila fisonomía. Se levantó y me deseó los buenos días. Yo le dije que
un amigo mío me había comisionado para que hiciera ciertas pesquisas acerca de
un compañero de su niñez, a quien quería mucho, llamado Leónidas W. Smiley, el
Reverendo Leónidas W. Smiley, joven eclesiástico que, según le habían dicho,
había residido durante una temporada en el campamento de Ángel, y añadí que si
podía decirme algo acerca de este Rev. Leónidas W. Smiley, le quedaría
sumamente agradecido.
Simón Wheeler me arrinconó en una
de las esquinas, me bloqueó allí con su silla y, después de sentarse, emprendió
la monótona narración que sigue a este párrafo. No sonrió una sola vez, ni
frunció las cejas, ni varió el tono fluyente de voz que empleó desde la frase
inicial; ni una sola vez delató la más mínima partícula de entusiasmo; pero
corrió tal vena de sinceridad e impresionante seriedad durante la interminable
narración, que me demostró con toda evidencia que lejos de imaginar que hubiera
en su historia algo ridículo o gracioso, la consideraba como algo muy
importante y admiraba a sus dos héroes como hombres de trascendente genio en
finesse. Yo le dejé proseguir a su manera y no le interrumpí un solo momento.
-El Reverendo Leónidas W. ¡Hum!
Reverendo Le... Pues, no sé. Hubo aquí una vez un sujeto llamado Jim Smiley,
allá por el invierno del año 49, o en la primavera del 50, no recuerdo muy
exactamente. De todas formas, lo que me hace pensar que había de ser en uno u
otro año es que me acuerdo perfectamente de que cuando llegó aquí no estaba
terminada la gran presa del río; sea como fuere, era el hombre más curioso que
se haya visto. Apostaba por cualquier cosa que se le presentara, con tal de que
encontrase quien le aceptara la apuesta; y como no le encontrara apostaba
también, dejándole al otro la iniciativa. Todo lo que le iba bien al otro le convenía
a él. Con tal de tener por qué apostar estaba satisfecho. Y, a pesar de ello,
tenía suerte, una suerte fabulosa. Siempre salía ganando. Estaba constantemente
dispuesto a correr cualquier albur: no se podía ni mencionar nada que se
prestara a jugar sin que aquel sujeto apostara algo, sin importarle mucho que
fuera en contra o en favor, tal como antes le he dicho. ¿Que había una carrera
de caballos? Pues allí le tenía usted animadísimo o sin un cuarto al terminar.
¿Que había una pelea de perros? Pues allí acudía él y apostaba. ¿Que había una
pelea de gatos? Allí apostaba él. ¿Que era de gallos? Apostaba también. Incluso
si veía a dos pájaros posados en alguna rama, le apostaba a usted sobre cuál
sería el primero que emprendería el vuelo. Si se trataba de un meeting en el
campamento, allí iba él sin falta, a apostar por el pastor Walker, a quien
tenía por el mejor de los predicadores de aquí, cosa muy cierta, pues era un
hombre excelente. Incluso si veía una sabandija encaminándose a cualquier
dirección, le apostaba a usted sobre lo que tardaría en llegar dondequiera que
se dirigiese. Y si le aceptaba usted la apuesta, era capaz de seguir a la
sabandija hasta Méjico, sólo por enterarse del sitio donde se encaminaba y del
tiempo que había empleado en su ruta. Muchos de los chicos de por aquí vieron a
este Smiley y pueden darle a usted detalles sobre él. «Todo» le parecía bien
para apostar, al muy truhán. No tenía preferencias. Una vez, la mujer del
pastor Walker estuvo bastante enferma durante una temporada, y parecía como si
no hubiera salvación para ella: una mañana vino el pastor por aquí y Smiley le
preguntó que qué tal seguía su esposa, contestando él que gracias a la infinita
misericordia de Dios se encontraba considerablemente mejor y que estaba
reponiéndose tanto que con la bendición de la Providencia acabaría por curarse
del todo. Smiley, sin pararse a reflexionar, le dijo: «Le apuesto dos dólares y
medio a que no llega a curarse.»
Este Smiley tenía una yegua a la
que los muchachos llamaban «la jaca del cuarto de hora», en broma,
naturalmente, ¿sabe usted?, porque ya supondrá que era más rápida que todo
esto, y él solía ganar dinero con aquel caballo a pesar de que era tan lento y
de que tenía continuamente asma, cólicos, consunción o algo por el estilo. Le
concedían generalmente dos o trescientas yardas de ventaja y aun así acababan
pasándola por el camino; pero siempre acababa al final de la carrera por
excitarse desesperadamente y ponerse a trotar y a galopar, agitando las patas
en todas direcciones, unas veces en el aire y otras hacia los lados, golpeando
las vallas, levantando tal polvo y armando tal revuelo con sus resoplidos y
bufidos, que acababa siempre llegando a la meta ganando por la largura de una
cabeza.
Tenía también un perro de presa
muy pequeño. Si usted lo hubiera visto no hubiera dado un céntimo por él,
tomándole por un bicho de estos que no sirven más que para estar sentados
alrededor de uno y esperar la ocasión de robar algo. Pero en cuanto se había
apostado algo, se convertía en un perro diferente: la mandíbula inferior
empezaba a adelantársele como el espolón de un barco y sus dientes se ponían al
descubierto, relucientes como un horno. El perro adversario le mordía, le
provocaba, le entorpecía el paso, le revolcaba por el suelo dos o tres veces, y
Andrew Jackson -que éste era el nombre del animal- continuaba convencido de sí
mismo, como si ya hubiera esperado algo así. Y a todo esto las apuestas se iban
doblando y doblando a favor del contrario, hasta que no había ya más dinero que
apostar. Entonces, cogía de repente al otro perro en el preciso lugar de la
articulación de la pierna trasera y se agarraba a ella. No le mordía,
¿comprende usted? No hacía otra cosa que colgarse a él hasta que tiraran la
esponja, aunque tuviera que esperar un año. Smiley siempre acababa ganando con
aquel bicho, hasta el día en que tropezó con un perro que no tenía piernas
traseras porque se las había cercenado una sierra de esas circulares, y cuando
la pelea había proseguido su curso y el dinero circulaba ya en apuestas fue el
animalito a agarrarse a su sitio favorito y se dio cuenta inmediatamente de que
le habían hecho una mala jugada y que el otro perro le tenía acorralado, por decirlo
así. Quedó muy sorprendido, apareciendo como desanimado, sin que intentara ya
ganar la pelea de otra forma. Así es que acabó malparado. Lanzó a Smiley una
mirada que parecía decirle que tenía el corazón destrozado y que la culpa era
suya por haberle enfrentado con un perro que no tenía patas traseras donde
agarrarse, siendo como era aquélla su salvación en el combate. Después de dar
unos cuantos pasos tambaleándose, se acostó y murió. Fue una lástima, porque
aquel Andrew Jackson era una buena bestezuela, que, de haber vivido, hubiera
logrado hacerse un nombre, pues tenía pasta de celebridad y genio. Me consta, a
pesar de que no tuvo oportunidad para demostrarlo, y no es razonable pensar que
un perro pudiera sostener luchas como las que sostenía cuando las
circunstancias le ayudaban si no hubiera tenido talento. Siempre que pienso en
su última pelea y en la forma en que acabó, me pongo triste.
Pues sí; este Smiley tenía
terriers, gallos de pelea, gatos y toda clase de animales de esta clase, hasta
el punto de que no le concedía a usted descanso posible, y fuera el que fuera
el animal que usted le presentara para luchar le aceptaba la apuesta con el
suyo. Una vez pescó una rana, se la llevó a su casa y dijo que iba a dedicarse
a educarla. Así, no hizo otra cosa durante aquellos tres meses que estar en el
patio trasero de su casa enseñando a saltar a aquel bicho. ¡Y vaya si le enseñó
bien! Le daba usted un golpecito en el trasero y al momento veía la rana
cruzando los aires como un buñuelo de viento. Luego daba una voltereta, o dos,
si había tomado bastante impulso, y caía con las patas hacia abajo y en excelente
postura, como hacen los gatos. Le adiestró en el ejercicio de coger moscas y le
mantuvo en tan constante práctica, que en cuanto veía una la atrapaba al
momento, por lejos que estuviera. Smiley decía que todo cuanto las ranas
necesitan no es otra cosa que educación y que a la suya se le podía inducir a
hacer casi todo. Y le creo. Mire: le he visto poner a Daniela Webster -así se
llamaba la rana- en este mismo suelo que estamos ahora viendo, y decirle canturreando:
«Moscas, Daniela, moscas», y antes de que pudiera usted hacer un guiño la rana
daba un salto y atrapaba a una mosca ahí, en la caja, y volvía a caer al suelo
como una pelota de barro, dedicándose a rascarse la cabeza con su pata trasera
con tanta indiferencia como si no tuviera ni idea de haber estado haciendo algo
más de lo que toda rana puede hacer. Jamás se vio una rana tan modesta y tan
franca como aquélla, a pesar de estar tan bien dotada. Y cuando se trataba de
saltar sobre terreno plano, salvaba más espacio de un solo bote del que pudiera
salvar cualquier otro bicho de su especie. Saltar en terreno llano era su punto
fuerte, ¿comprende usted?, y cuando se trataba de casos así, Smiley apostaba su
dinero por ella en tanto que le quedara un céntimo.
Smiley estaba monstruosamente
orgulloso de su rana, y tenía motivos para estarlo, pues gentes que han
viajado, de esas que todo lo han visto, coincidían en afirmar que sobrepasaba a
cualquier rana que hubieran contemplado jamás.
Pues bien; es el caso que Smiley
guardaba a la bestezuela en una cajita enrejada y la llevaba a veces consigo a
la ciudad, para admitir apuestas. Una vez, un individuo, un forastero, le
encontró con su cajita y le preguntó:
-¿Qué diablos lleva usted en ese
cajoncito?
Smiley le repuso con tono
indiferente:
-Pudiera ser un canario o una
cotorra, pero no lo es. No es más que una rana.
El
sujeto aquél la cogió y la examinó cuidadosamente, volviéndola de todos lados y
diciendo:
-Hum,
eso veo. Bueno, y ¿para qué le sirve?
-Pues,
que yo sepa -dice Smiley cautelosamente y con aire de despreocupación-, me
sirve perfectamente para «una» cosa. Puede derrotar, saltando, a todas las
ranas del condado de Calaveras.
El individuo volvió a coger la
cajita, la contempló larga y detenidamente y se la devolvió a Smiley, diciendo
con mucho retintín:
-Pues no veo nada en esta rana
que indique que sea mejor que otra cualquiera.
-Tal vez no lo vea usted -le
contestó Smiley-. Tal vez entienda usted en ranas y tal vez no. Pudiera usted
ser un experto y pudiera no ser más que un aficionado. En todo caso, yo ya
tengo formada mi opinión y le apuesto a usted cuarenta dólares a que derrota
saltando a cualquier rana del condado de Calaveras.
Su
interlocutor se quedó un minuto pensativo diciendo luego con amargura y
amabilidad:
-Pues,
verá usted. Yo soy forastero y no tengo rana con que aceptarle la apuesta; pero
si la tuviera se la admitiría.
Smiley, entonces, le repuso:
-Está muy bien. No se apure. Si
me sostiene usted la caja durante un minuto, iré a buscarle a usted una.
El individuo cogió la caja, puso
sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley y se sentó, esperando. Permaneció
allí durante un buen rato, entregado a sus reflexiones, y luego sacó la rana y,
abriéndole la boca, la llenó de perdigones con una cucharita hasta llegarle
casi a la barbilla, depositándola luego en el suelo. Smiley, entretanto, había
ido a la charca, donde estuvo chapoteando en el barro durante un buen rato.
Finalmente, cogió una rana y se la llevó a aquel individuo, diciéndole:
-Ahora, si está usted dispuesto,
póngala al lado de Daniela, con las patas delanteras al mismo nivel de las
suyas; yo daré la señal de partida -y añadió-: Uno, dos, tres.
Tanto él como aquel sujeto
tocaron a los bichos por detrás y la nueva rana saltó con gran ímpetu; Daniela,
en cambio, lanzó un suspiro y levantó los hombros. Todo fue en vano. No podía
moverse. Estaba tan afianzada en el suelo como una iglesia y no podía avanzar.
Igual que si hubiera estado anclada. Smiley se quedó sorprendidísimo y
disgustado, pero, naturalmente, sin sospechar qué le podía pasar a la rana.
El individuo cogió el dinero y se
dispuso a marcharse. Cuando había llegado ya a la puerta, hizo castañetear el
pulgar por encima de la espalda -así-, dirigiéndose a Daniela, y volvió a decir
con mucho retintín:
-Pues no veo nada en esta rana
que indique que sea mejor que otra cualquiera.
Smiley, rascándose la cabeza,
estuvo contemplando a Daniela un buen rato, hasta que al fin dijo:
-¿Qué le habrá pasado a esta rana
para no saltar? No me extrañaría que le sucediera algo. En todo caso, me parece
como si estuviera hinchada -y cogiendo a Daniela por la piel del cuello la
levantó, añadiendo-: Que me lleve al diablo si no pesa al menos cinco libras -y
volviéndola del revés le hizo arrojar dos puñados de perdigones.
Entonces, comprendiendo la treta,
enloqueció de rabia, depositó la rana en el suelo y salió en persecución de
aquel individuo, sin lograr darle alcance. Y...
Al llegar aquí, Simón Wheeler oyó
que le llamaban desde el zaguán y salió para ver de qué se trataba.
Al salir volvióse hacia mí,
diciendo:
-Quédese aquí y espéreme. No
tardaré más que un segundo.
Pero, con el permiso de ustedes,
no creí que la continuación de la historia del industrioso vagabundo Jim Smiley
me proporcionara mucha información concerniente al Reverendo Leónidas W.
Smiley. Por tanto, me marché.
Ya en la puerta encontré al
sociable Wheeler, que regresaba, y cogiéndome por el botón de la chaqueta
volvió a comenzar:
-Pues bien, este mismo Smiley
tenía una vaca amarillenta y tuerta, que no tenía por rabo más que un corto
muñón, como una banana, y...
Sin embargo, faltándome tanto el
tiempo como la inclinación para hacerlo, no esperé a oír más acerca de aquella
vaca. Despidiéndome, salí de estampía.
(Mark Twain)
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Josep Mª Ariño