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martes, 29 de abril de 2014

Uniò Botiguers Cardedeu 2011

            

            

            


La Unión de Comerciantes es una entidad constituida en 1988 para promocionar el comercio en Cardedeu con una política comercial conjunta de todos los establecimientos asociados. Se pretende mejorar la oferta tanto cuantitativa como cualitativamente, dinamizar el comercio y dar el máximo de apoyo a sus asociados.
Igualmente colabora en actos que potencien la vida social de Cardedeu. Con esta finalidad se organizan diferentes actos y actividades de los que destacan los cursos de formación, la fiesta de St. Jordi (concurso de los puntos de libro), tendero por un día, la campaña de Navidad y la de Reyes.

La sospecha

Un hombre perdió su hacha; y sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar del muchacho –exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven –idéntica a la de un ladrón. Observó su forma de hablar –igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable de hurto.
Pero más tarde, encontró su hacha en un valle. Y después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho le parecían muy diferentes de los de un ladrón.
Lie Zi

lunes, 28 de abril de 2014

La Fragua de Vulcano


Los mercados medievales de La fragua de Vulcano, una compañía perteneciente al grupo de ESPECTACULOS AMB PRODUCCIONES S.L. Pionera en la organización de Mercados y Ferias Medievales de más prestigio, en el desarrollo de recreaciones históricas, mercados medievales y de época.
Los espectáculos Medievales de la Fragua de Vulcano, se caracterizan por el rigor histórico, la perfección de su ambientación medieval y la profesionalidad de los actores protagonistas, pero sobre todo por la implicación del público que se sumerge en la época del mercado recreado y se convierte en el cómplice "medieval".
La Fragua de Vulcano ajusta sus espectáculos a los requerimientos del cliente y gracias a una larga experiencia consigue ambientaciones a medida, integrándose perfectamente en cualquier espacio.
Los visitantes pueden perderse entre multitud de mercaderes y puestos artesanales, donde podrán adquirir una extensísima y singular gama de mercancías y objetos artesanales además de observar los procesos de elaboración.

domingo, 27 de abril de 2014

Posa´t un Conte Puc-Pac



El cuento de cada PUC PAC es como un eje vertebrador que ayuda a dar sentido a una historia, donde hay unos personajes protagonistas que se ven sometidos a situaciones emocionales concretas:
-Por ejemplo, en el caso del "Pacto del fuego": llega un día que, debido a la envidia que tiene un cocinero del gran fuego que tiene el herrero, el fuego se desmadra y acaba para causar un incendio enorme. Finalmente, todos los personajes llegan a un acuerdo con el fuego. Se necesitan los unos a los otros, pero con unas normas de convivencia. Y por eso llegan al "Pacto del fuego".
Vaya, que hay situaciones estrambóticas, personajes ambivalentes (el caso del fuego que puede ser bueno o malo según el caso), personajes que cambian de identidad... y todo para provocar una reflexión en los niños.

Para objetos solamente
Las cosas tienen un ser vital.
RUBÉN DARÍO.

Por el momento nadie entra en la habitación, pero, si alguien entrara, o, mejor aún, si sólo penetrara una mirada, sin tacto, sin gusto, sin olfato, sin oído, sólo una mirada, y decidiera fríamente hacer un ordenado inventario visual de sus objetos, comenzando, digamos, por la derecha, lo primero que habría de encontrar sería un amplio sofá, forrado de terciopelo verde oscuro, ya bastante deteriorado y con dos quemaduras de cigarrillo en el borde del respaldo. Sobre el sofá hay un montón de diarios y revistas, pero la hipotética mirada sólo estaría en condiciones de ver la revista que está arriba de todo, es decir un ejemplar no demasiado nuevo de Claudia, y a lo sumo conjeturar, gracias a las características especiales de su tipografía, que el trozo de periódico que asoma por debajo de otros diarios, aunque no incluye ningún título ni indicación directa, puede pertenecer a BP-Color. También sobre el sofá, a unos treinta centímetros de los diarios y revistas, hay un libro boca abajo, con un cortapapeles metido entre sus primeras hojas. En uno de los ángulos hay una mancha verdosa, con varios granitos más oscuros, como de yerba. En la pared que está detrás del sofá hay un almanaque de la Panadería La Nueva. La hoja que está a la vista es de noviembre 1965 y tiene dos anotaciones hechas con bolígrafo azul, y una más con bolígrafo rojo. Las azules corresponden al día 4 («Beatriz, 15.30») y al día 13 («M. ¿O. K.? OK»); la roja está en la línea del día 19 («Ensayo gral.»). El sofá llega hasta la segunda pared. Junto al tramo inicial de la misma hay una banqueta de madera con un cenicero repleto de puchos, todos torcidos de la misma manera y sin manchas de carmín. Más allá está un ropero de roble, modelo antiguo pero todavía en buenas condiciones, sin espejo exterior, con una hoja cerrada y otra abierta. Por el espacio que deja la hoja abierta puede distinguirse ropa de hombre, prolijamente colgada de sus perchas: un impermeable gris, un gabán de cuello amplio, varios sacos que quizá sean trajes completos, ya que los pantalones o chalecos pueden estar ocultos bajo los sacos. El ropero tiene tres cajones, todos cerrados, aunque del tercero surge un pliegue blanco de ropa, que presumiblemente corresponde a una camisa. En el suelo, junto a una de las patas del ropero, hay un papel irregularmente rasgado, algo así como la mitad de una hoja de carta, color crema, que alguien hubiera partido en dos. Está escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves, con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, podría comprobar que las palabras, y trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:

Después del ropero, casi sin espacio que los separe, hay una mesita de pino, sin cajones, con una portátil negra, un despertador chico, de cobre, un block de notas en cuya primera página hay sólo una palabra (chau), dos bolígrafos de la misma marca y un portarretrato con la fotografía de una mujer joven que en el ángulo inferior derecho tiene una leyenda: «A Fernando, con fe y esperanza, pero sin caridad. Beatriz». Junto a la mesita, una cama (tendida, una plaza, de bronce) cuya cabecera se apoya en la segunda pared, el flanco derecho sigue la línea de la pared tercera. La colcha blanca cubre también la almohada. Sobre la colcha blanca, tres objetos: un encendedor, un cepillo de ropa, un programa de teatro doblado en dos. Sólo está a la vista la mitad inferior, donde consta el reparto: Vera: Amanda Blasetti. Jacinto: Fernando Montes. Octavio: Manuel Solano. Rita: María Goldman. Ernesto: Benjamín Espejo. Debajo de la cama, un par de mocasines marrones. En el rincón que forman la tercera y la cuarta pared, hay un tocadiscos. Sobre el plato, un disco de doce pulgadas, detenido no obstante, si la mirada quisiera detalles, podría comprobar que se trata del volumen III del álbum de Bessie Smith. Debajo del tocadiscos, un casillero con varios álbumes, pero en sus lomos sólo constan números romanos, y además no están en orden. Junto al mueblecito hay una alfombra (medida aproximada: un metro por setenta y cinco centímetros) de lana marrón con franja negra. Sobre ella está depositado el sobre de cartón correspondiente al disco de Bessie Smith. A esta altura, a la mirada le quedarían apenas tres objetos para completar el inventario.
El primero es una cocinita a gas, de dos hornillas. No hay nada sobre ellas. Una de las hornillas tiene la llave hacia la izquierda; la otra, hacia la derecha. El segundo objeto es un cuerpo humano, totalmente inmóvil. Es un muchacho. Pelo oscuro, la nuca apoyada en un almohadoncito. Tiene puestas sólo dos prendas. Un short azul claro, y, en el cuello (suelto, sin anudar), un pañuelo rojo de seda. Los ojos están cerrados. No hay el menor movimiento, ni en las fosas nasales ni en la boca. El tercer y último objeto es un trozo de papel color crema, algo así como la mitad de una hoja de carta que alguien hubiera partido en dos, escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves y con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, comprobaría que las palabras, y los trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:


(Mario Benedetti)

viernes, 25 de abril de 2014

25 de Abril, Portugal



La plaza

Antiguamente, la Plaza era el centro del mundo. Hoy es sólo un cruce de caminos, con casas alrededor y una calle que sube hacia el Pueblo. El viento azota a las hayas y el ramaje murmura con un suave gemido, el polvo remolinea y cae sobre el suelo desierto. Nadie. La vida se ha trasladado al otro lado del Pueblo.
El tren mató a la Plaza. Bajo las vías férreas han muerto hombres que yo suponía eternos. El señor Palma Branco, alto, seco, con un aura de respeto. Los tres hermanos Montenegro, graves y anchos de hombros. Estroina, borracho, con su zigzag de piernas, empuñando una navaja. Má Raça, haciendo crujir los dientes, siempre furioso contra todo y contra todos.  El labrador de Alba Grande, plantado en medio de la Plaza  con su serena valentía. Maestre Sobral. Ui Cotovio, rufián, con su rizo sobre la frente. Acácio, el borrachón de Acácio, haciendo fotos, encorvado debajo del gran paño negro. Y, en la parte alta de la calle, delgaducho, un hombre que nunca supe quién era y que aparecía de repente en la esquina, mirando lleno de asombro hacia la Plaza.
En aquel tiempo, las hayas se agitaban, vigorosas. Movían rudamente sus brazos y eran parte de todos los grandes acontecimientos. A su sombra, los payasos mostraban sus habilidades y bailaban osos salvajes. A su sombra, se batían los valientes; junto al tronco de un haya cayó muerto António Valmorim, temido por los hombres y amado por las mujeres.
Era el centro del Pueblo. Los viajeros se apeaban de la diligencia y contaban novedades. A través de la Plaza la gente se comunicaba con el mundo. A falta de noticias, ahí también se inventaban cosas que se pareciesen a la verdad. Pasaba el tiempo y esas cosas inventadas acababan siendo verdad. Nada las destruía: habían venido de la Plaza. Así, la Plaza era el centro del mundo.
Quien dominase allí dominaba todo el Pueblo. Los más inteligentes y sabios bajaban a la Plaza y desde allí instruían al Pueblo. Los valientes se alzaban en medio de la Plaza y desafiaban al Pueblo, lo sometían a su voluntad. Los borrachos se reían del Pueblo, tambaleantes, les era indiferente todo el mundo, si alguien se molestaba no era cuestión de ellos: tambaleaban y caían de bruces. Caían acongojados de tristeza en el polvo blanco de la Plaza. Era el lugar donde los hombres se sentían grandes en todo lo que les daba la vida, ya fuese valentía, ya inteligencia, ya tristeza.
Los señores del Pueblo bajaban a la Plaza y hablaban  de igual a igual con los maestros albañiles y los maestros herreros. Y hasta con los dueños del comercio, con los campesinos, con los empleados del ayuntamiento. También de igual a  igual con los azotacalles, con los misteriosos y arrogantes vagabundos. Ése era el lugar de los hombres, sin distinción de clases. De esos hombres antiguos que nunca se descubrían delante de nadie y sólo se quitaban el sombrero para acostarse.
También estaba allí la mejor escuela de los niños. Allí aprendían las artes escuchando a los maestros artesanos, mirando sus gestos graves. O aprendían a ser valientes, o borrachos, o vagabundos. Aprendían cualquier cosa y todo era vida. La Plaza estaba llena de vida, de valentías, de tragedias. Estaba llena de grandes rasgos de inteligencia. Y era cierto que el niño que aprendiese todo eso llegaba a ser poeta y se entristecía por no seguir siendo siempre niño que aprende la vida, la grande y misteriosa vida de la Plaza.
La casa era para las mujeres.
En el fondo de las casas, apartadas de la calle, se peinaban las trenzas, largas como colas de caballo. Trabajaban en la sombra de los patios, bajo las parras. Hacían la comida y las camas, vivían sólo para los hombres. Y, sumisas, los esperaban.
No podían salir solas a la calle porque eran mujeres. Un hombre de la familia las acompañaba siempre. Iban a visitar a sus amigas y los hombres las dejaban en la puerta y entraban en una tienda que quedase cerca, a la espera de que saliesen para llevarlas a casa. Iban a misa y los hombres no pasaban del atrio. Ellos no entraban en casas donde los obligasen a quitarse el sombrero. Eran hombres que, de cualquier modo, dominaban en la Plaza.
Vino el tren y el Pueblo cambió. Las tiendas se llenaron de utensilios que antes sólo se vendían en las ferreterías y en las carpinterías. Se desarrolló el comercio, se construyó una fábrica. Se vinieron abajo los talleres, los herreros se convirtieron en obreros, los albañiles comenzaron a llamarse gente del polvillo y también se transformaron en obreros. Apareció la Guardia, sustituyó a los pachorrudos cabos de ronda y detuvo a los valientes. Las mujeres se cortaron los cabellos, se pintaron la boca y ahora salen solas. Los señores se quitan ahora el sombrero, los unos frente a los otros, hacen grandes reverencias y se dan apretones de manos a toda hora. Van a misa con sus mujeres, pasan las tardes en el Club y ya no bajan a la Plaza. Sólo los borrachos y los azotacalles se entretienen allí en las tardes de domingo.
Hoy las noticias llegan en el mismo día, venidas de todas las partes del mundo. Se oyen en todas las tabernas y en los numerosos cafés que se han abierto en el Pueblo. Las radios proclaman todo lo que ocurre en la superficie de la tierra y de las aguas, en el aire, en el fondo de las minas y de los océanos. El mundo está en todas partes, se ha vuelto pequeño e íntimo para todos. Todos saben inmediatamente algo que ocurra en cualquier región y piensan sobre ello y toman partido. Y algo está ocurriendo en la tierra, algo terrible y deseado está ocurriendo en todas partes. Nadie queda fuera, todos están interesados.
El Pueblo se ha dividido. Cada café tiene su clientela propia, según la condición de vida. La Plaza, que era de todos y en la que sólo se sabía aquello que a algunos les interesaba que se supiese, ha muerto. Los hombres se han separado de acuerdo con sus intereses y sus necesidades. Escuchan la radio, leen los periódicos y discuten. Y, cada día más, sienten que algo está ocurriendo.
También los niños se han dividido: juegan juntos sólo los de la misma condición; se paran a las puertas de los cafés que frecuentan sus padres o los hermanos mayores. La Plaza, ahora, es todo el mundo. Allí están los hombres, las mujeres y  los niños. En la otra Plaza, sólo los borrachos, los gandules de los vagabundos y aquellos que no quieren creer que todo ha  cambiado. Lo cierto es que ya nadie le da importancia a esta gente y a esta Plaza.
Las grandes hayas aún bordean la Plaza como antiguamente y, a su sombra, Joao Gaduña aún insiste en continuar la tradición. Pero ya nada es como era. Todos se burlan de él y se alejan.
Joao Gaduña, el borracho, habla de Lisboa, adonde nunca ha ido. Todo en él, los gestos y el modo solemne de hablar, es una imitación mal digerida de los hombres que oyó cuando era joven.
-¡Gran ciudad Lisboa! -dice-. ¡Allí hay gente a rabiar, calles llenas de personas, como en una feria!
Gaduña supone que en Lisboa aún hay plazas y hombres como los que él conoció allí, en aquella Plaza bordeada por las viejas hayas. Su voz resuena, animada:
-Si os interesa saberlo, una tarde estaba yo en la plaza del Rossio...
-¿En la plaza del Rossio?
-¡Sí, muchacho! -afirma Gaduña alzando la cabeza, dándose aires de importancia-. Estaba yo en la plaza del Rossio observando el movimiento. Y pasaban personas para un lado, familias para el otro, un mundo de gente, y yo observaba. En esto, me encuentro con un tipo que me mira de reojo. Ya, un ladrón, pensé. ¡Y vaya si lo era! ...Comenzó a acercarse, como quien no quiere la cosa, y me metió la mano por dentro de la chaqueta. ¡Pero yo estaba alerta!... Salté hacia un lado y, zas, le di un puñetazo en la mandíbula: ¡el tipo salió disparado, golpeó con la cabeza en un eucalipto y cayó desvanecido!
Una carcajada recibe las últimas palabras de Gaduña.
-¿Un eucalipto?
Sólo por un detalle estropeó una historia tan hermosa. Si hubiese sido como era antiguamente, todos habrían escuchado en silencio. Ahora, todos lo saben y se ríen. Pero Gaduña insiste. Dice que sí, que ya ha estado en la plaza del Rossio, allá en Lisboa.
-¿Vosotros habéis visto alguna vez una plaza sin eucaliptos, sin hayas o sin ningún árbol? -pregunta él desnortado.
Todos se alejan riendo. Joao Gaduña se queda solo y triste. Sus ojos se arrasan de lágrimas, cuando está borracho le da por llorar. Se aferra a las hayas, las abraza y les habla cariñosamente. Las aprieta contra el pecho, como si intentase abarcar el pasado. Y sus lágrimas mojan el tronco carcomido de las hayas.
Así se va muriendo la Plaza. Los domingos, el dolor de la Plaza moribunda es aún más grande. Todos van a los cafés, al cine o al campo. La Plaza queda desierta bajo el ramaje de las hayas silenciosas. En esos días, hacia el atardecer, el viejo Ranito sale de la taberna haciendo rechinar los dientes. En otra época, fue maestro artesano; era importante y respetado. Hoy es tan pobre e inútil que no sabe exactamente cuántos hijos tiene. Sólo sabe emborracharse. Pequeño y delgado, el vino lo transforma. Se endereza, levanta el bastón y, sin doblar las rodillas, sólo con un golpe de pies, da un salto en el aire y asesta tres bastonazos en el polvo de la Plaza antes de tocar de nuevo el suelo con sus pies. Alza la cabeza y grita, aturdido:
-¡Si hay algún valiente, que venga hasta aquí! Pero ya no hay ningún valiente en la Plaza, ya no hay nadie en la Plaza. Ranito mira a su alrededor con ojos de asombro.
Se le turba la vista, rechinan sus dientes:
-¡Ah, qué vida, qué vida!...
Hace girar el bastón sobre la cabeza. Rodea feroz la Plaza ya sin vida, asestando bastonazos al suelo. Arrastrando el cinturón suelto, ágil y ridículo, desafía a hombres que ya han muerto.
Hasta que se cansa en aquella lucha desigual. Se le escapa el bastón de las manos y se queda sin fuerzas, desequilibrado. A tropezones, se inclina hacia delante y cae, tiene que caer, la Plaza ya ha muerto, el no quiere, pero tiene que caer. Bajo el peso de la borrachera y la desgracia, cae vencido.
Se alza una nube de polvo; después cae pausada y triste. Cae sobre Ranito con su ropa andrajosa y lo cubre.
Él ya no puede ver que la Plaza es el mundo fuera de aquel circulo de hayas resecas. Ese vasto mundo donde algo, terrible y deseado, está ocurriendo.

Manuel da Fonseca

miércoles, 23 de abril de 2014

Sant Jordi 2014


 Lo que queda después del olvido

En una pequeña ciudad donde vivía una comunidad judía, había una particular ceremonia, instituida desde hacía mucho tiempo, que se celebraba en el bosque cada treinta años. Un viejo rabino, que conocía al dedillo el ritual de la ceremonia, se lo transmitió a otro rabino antes de morir.
Cuando llegó el momento, este último condujo a un reducido grupo de fieles al bosque, al lugar preciso, y celebró la ceremonia según el rito exacto. Después todos regresaron a sus casas.
Pasaron los años. Cuando, treinta años más tarde, volvió a llegar el momento de la ceremonia, el rabino ya había muerto. Sólo quedaban tres o cuatro fieles con vida de la última ceremonia, los cuales se fueron al bosque con algunos neófitos y otro rabino.
Una vez en el bosque, les fue difícil recordar el lugar exacto. «Es en este claro», decía uno. «No —decía otro—, ¡es mucho más lejos!» Finalmente escogieron un sitio sin estar seguros de que fuera el correcto, celebraron la ceremonia según el ritual y volvieron a sus casas.
Treinta años después, sólo quedaban algunos de los neófitos con vida. Bajo la dirección de un nuevo rabino, acompañados por un grupo de jóvenes, volvieron a dirigirse hacia el bosque. Esta vez les fue imposible reconocer siquiera un claro. Todo había cambiado, todo se enmarañaba en sus memorias. Incluso el rito de la ceremonia les parecía incierto, impreciso. ¿Había que pronunciar primero aquella plegaria o aquella otra? Ya no lo sabían.
Lo hicieron lo mejor que pudieron y regresaron a la ciudad.
Treinta años más tarde, un nuevo grupo, guiado por un nuevo rabino, se adentró en el bosque. Habían oído hablar de una importante ceremonia que se celebraba allí antaño. ¿Qué día? No lo sabían con exac­titud. ¿En qué lugar? ¿De qué forma? Imposible decirlo con certeza.
El rabino y los fieles erraron por el bosque durante dos horas, bajo la lluvia, sin celebrar la ceremonia, y luego regresaron. Se volvieron a encontrar en la sinagoga.
Uno de los fieles, desanimado, dijo:
—Lo hemos olvidado todo. La próxima vez ya no valdrá la pena ni regresar al bosque.
—Es verdad —dijo el rabino—, hemos olvidado todos los detalles de la ceremonia. Pero no todo está perdido. Seguimos teniendo un buen motivo para sentirnos satisfechos.
—¿Por qué deberíamos estarlo? —preguntaron los fieles.
—Porque siempre podremos contar la historia.

domingo, 20 de abril de 2014

Castillo Gala Dalí de Púbol


    
Cuando murió Gala, su mujer, Dalí recorrió en su Cadillac, conducido por un chofer, los 60 kilómetros que hay entre Cadaqués, el pueblo donde vivían, y Púbol, el sitio donde habían construido su mausoleo particular. En el asiento de atrás del Cadillac iba el cadáver de Gala, sostenido con unas almohadas, listo para ser embalsamado en el castillo. El trato era que los dos reposarían en la misma tumba hasta el final de los tiempos y, a modo de aderezo para aquel proyecto metafísico, Dalí diseñó, como guardianes de esa puerta al más allá, dos caballos gigantes de ajedrez, una jirafa y algo así como un conejo. Las dos tumbas estaban separadas por un muro de ladrillo, que tenía un agujero que coincidía con otro que se había practicado en el ataúd de Gala; la idea era que la mano derecha del cadáver de Gala saliera por el agujero y llegara, a través del agujero en el ladrillo, al cuadrángulo que ocuparía, en su momento, el cadáver de Salvador Dalí cuya mano izquierda, gracias al mismo sistema de agujeros, quedaría enlazada para siempre con la de su amada. Pero un buen día, con Gala ya enterrada y con su mano bien dispuesta a recibir la de su marido, Dalí escribió, dentro de su lista de últimas voluntades, que prefería que lo enterraran en Cadaqués, y no en Púbol como había pactado, y el resultado de aquel golpe de timón es que el pobre cadáver de Gala sigue, hasta el día de hoy, con la mano sacada por un agujero del ataúd, crispada y ansiosa, esperando a que su marido, finalmente, cumpla con su palabra.














El famoso pintor Salvador Dalí y su mujer Gala, cuando eran ya muy mayores, tenían un conejo amaestrado al que querían mucho y que no se alejaba nunca de ellos. En una ocasión tenían que hacer un largo viaje y estuvieron discutiendo hasta muy entrada la noche qué hacer con el conejo. Era complicado llevarlo y era difícil confiárselo a alguien, porque el conejo desconfiaba de la gente. Al día siguiente Gala cocinó y Dalí disfrutó de una comida excelente hasta que comprendió que estaba comiendo carne de conejo. Se levantó de la mesa y corrió al retrete donde vomitó al amado animalito, al fiel amigo de su vejez. En cambio Gala estaba feliz de que aquel a quien amaba hubiera penetrado en sus entrañas, las acariciara y se convirtiera en parte del cuerpo de su ama. No existía para ella una realización más perfecta del amor que la de comerse al amado. En comparación con esta fusión de los cuerpos, el acto sexual le parecía sólo una ridícula cosquilla.

(Milan Kundera - La inmortalidad)

jueves, 17 de abril de 2014

Gabriel García Márquez "Gabo"

Un señor muy viejo con unas alas enormes             

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había pasa­do la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la pla­ya, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se ha­bían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observa­ron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descolo­ridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había despro­visto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y aca­baron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a ha­blarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abati­da por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
-Es un ángel -les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no ha­bían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigi­lándolo toda la tarde desde la cocina, armado con su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alambrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y pro­visiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encon­traron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una cria­tura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esta hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mun­do. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascen­dido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conserva­do como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para exa­minar de cerca a aquel varón de lástima que más bien parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Esta­ba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y mur­muró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no en­tendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Lue­go observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltra­tadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza misera­ble estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón pre­vino a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les re­cordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argu­mentó que si las alas no eran el elemento esencial para deter­minar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embar­go, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste es­cribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del án­gel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la bue­na idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entra­da para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando va­rias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago si­deral: Vinieron en busca de salud los enfermos más desdicha­dos del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba con­tando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los nú­meros, un jamaiquino que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se le­vantaba de noche a deshacer las cosas que había hecho des­pierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pela­yo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraban de plata los dormitorios, y toda­vía la fila de peregrinos que esperaban turno para entrar lle­gaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acon­tecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambra­das. Al principio trataron de que comiera cristales de alcan­for, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de beren­jena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia.
Sobre todo en los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que prolifera­ban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para to­carse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tira­ban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, por­que llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mun­do. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no mo­lestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muche­dumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgen­cia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía om­bligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería sim­plemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un aconteci­miento providencial no hubiera puesto término a las tribula­ciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectácu­lo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo cos­taba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permi­tían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condi­ción, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula es­pantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los por­menores de su desgracia; siendo casi una niña se había esca­pado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando re­gresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mita­des, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de car­ne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad huma­na y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin pro­ponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dien­tes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacie­ron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consola­ción que más bien parecían entretenimientos de burla, ha­bían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dor­mitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plan­tas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de algua­cil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiem­pos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si al­guna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera muy cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había me­tido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró tantos soplos en el corazón y tantos rui­dos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completa­mente humano, que no podía entenderse por qué no las te­nían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel anda­ba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un mo­mento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una des­gracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si po­día comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan tur­bios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pe­layo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasa­ba la noche con calenturas delirando en trabalenguas de no­ruego viejo. Fue ésa una de las pocas veces en que se alarma­ron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la ve­cina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde na­die lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decre­pitud. Pero él debía conocer la razón de esos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ven­tana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vue­lo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Eli­senda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuan­do lo vio pasar por encima de las últimas casas sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Si­guió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

(G. García Márquez - La Increíble y Triste Historia de Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada) 

Museo da Terra de Melide



El niño suicida     

Cuando el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante -un niño se había suicidado pegándose un tiro en la sien derecha- habló el vagabundo desconocido que acababa de comer muy pobremente en un rincón de la tasca marinera, y dijo:
-Yo sé la historia de ese niño.
Pronunció la palabra niño de un modo muy particular. Así que los cuatro bebedores de aguardiente, los cinco de albariño y el tabernero se callaron y escucharon con gesto inquisidor y atento.
-Yo sé la historia de ese niño -repitió el vagabundo. Y tras una sagaz y bien medida pausa, comenzó:
-Allá por el mil ochocientos treinta, una beata que después murió de miedo vio salir del camposanto florido y oloroso de su aldea a un viejo muy viejo desnudo. Aquel viejo era un recién nacido. Antes de salir del vientre de la tierra madre había escogido él mismo esa manera de nacer. ¡Cuánto mejor ir de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A Nuestro Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento, se formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano, se hizo la carne del hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo de la sangre. Y como todo estaba listo, la tierra-madre parió. Parió un viejo desnudo.
"Cómo después el viejo encontró ropa y alimento es cosa de mucha risa. Llegó a las puertas de la ciudad y como todavía no sabía hablar, los alguaciles, después de echarle una capa encima, lo llevaron delante del juez, como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que perdió el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron ni la ropa.
"El juez dio órdenes y el viejo fue llevado a un hospital. Cuando salió, ya bien vestido y alimentado, le decían las monjitas: Va hecho un buen mozo. Hasta parece que perdió años.
"Por aquel entonces ya había aprendido a hablar algo y se hizo mendigo. Así anduvo muchas tierras. En Lourdes estuvo dos veces, la segunda tan rejuvenecido que, los que le habían conocido la primera vez, pensaron que había sido un milagro de la Virgen.
"Cuando adquirió suficiente experiencia pensó que lo mejor era mantener en secreto aquella extraña condición que lo hacía más joven cuantos más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie -a no ser uno o dos amigos fíeles- podría vivir mejor su verdadera vida.
"Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven. De los cincuenta a los quince años su vida fue lo más feliz que imaginarse pueda. Cada día gustaba más a las muchachas y anduvo envuelto con muchas y con las más bonitas. Y hasta dicen que una princesa... Pero de eso no estoy seguro.
"Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele. Le daba miedo la sorpresa con que lo veían entrar tan libre en las tiendas a comprar golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada lo había seguido a veces a lo largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas temblando de angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última vez que lo encontré -tenía ocho años- estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su espíritu de niño los recuerdos de su vejez!
"Luego comenzó a atosigarlo día y noche una obsesión tremenda. Cuando pasaran algunos años lo recogerían en cualquier calleja perdida. Quizá alguna señora rica y sin hijos. Después... ¡Quién sabe lo que pasaría después! La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de cascabeles en la tierna manecita. Y al final... ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino de hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica -puede que cuando ella durmiese- para ir allí consumiéndose hasta transformarse primero en una sanguijuela, después en un corpúsculo, y luego en pequeñísima simiente..."
El vagabundo se levantó muy pensativo, con las manos en los bolsillos, y comenzó a pasear muy amargado. Finalmente dijo:
-Me explico, sí, me explico que se diese un tiro en la sien el pobre muchacho.
Los cuatro bebedores de aguardiente, creían. Los cinco de albariño sonreían y dudaban. El tabernero negaba. Cuando todos discutían más animadamente, el tabernero de pronto se levantó de puntillas y se puso a mirar alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había desaparecido: sin pagar.

(Rafael Dieste)

Marga y Paco dedican esta entrada a Justa